Cjbandolero
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Carmen, una mujer madura gordita atrapada en la monotonía de un matrimonio sin pasión, ha vivido durante años en la sombra de sus propias inseguridades. Trabajando como enfermera en un hospital, se ha resignado a una vida sin chispa, hasta que la llegada de Félix, un joven y carismático médico, sacude los cimientos de su existencia. A través de una serie de encuentros cargados de tensión y deseo, Carmen redescubre su propia sensualidad, embarcándose en un viaje de auto descubrimiento que desafía los límites de su vida cotidiana.
Sin embargo, mientras se sumerge en una apasionada aventura con Félix, también se enfrenta a la culpa, la tristeza, y la inevitable pregunta: ¿Podrá alguna vez volver a su vida anterior? “Carmen” es una historia de deseo, redención y los complicados caminos del corazón, donde una sola noche puede cambiarlo todo.
Capítulo 1: La Rutina Agobiante
El reloj de la mesita de noche marcaba las seis de la mañana cuando Carmen abrió los ojos. A su lado, Antonio aún dormía profundamente, su respiración pesada llenando el silencio de la habitación. Carmen se quedó quieta por unos momentos, observando la luz tenue del amanecer que se filtraba a través de las cortinas. Era una escena que se repetía todos los días, un ritual matutino sin variaciones, salvo los cambios de estaciones. Ella suspiró y, con un movimiento lento, se deslizó fuera de la cama.
El suelo estaba frío bajo sus pies descalzos, y la realidad de un nuevo día comenzó a asentarse en su mente. Se miró en el espejo mientras se recogía el cabello, que ya mostraba hilos de plata entre los mechones rubios. A sus 52 años, Carmen había aprendido a aceptar su apariencia con una mezcla de resignación y desdén. Sabía que su cuerpo era grande, sus pechos pesados y su vientre pronunciado, pero lo que más le dolía era la indiferencia con la que Antonio la miraba. O, más bien, la falta de miradas. Hacía años que Antonio había dejado de mirarla con deseo. Esa chispa que alguna vez iluminaba sus ojos cuando la veía, que hacía que Carmen se sintiera viva, deseada, se había apagado lentamente, consumida por la rutina y el peso de los años. Carmen no podía recordar la última vez que habían tenido una conversación larga con su marido, una en la que realmente se escucharan, donde algo más allá de lo práctico o cotidiano se hubiese dicho. Ya ni siquiera discutían. Lo que alguna vez había sido un hogar lleno de risas y complicidad, ahora era un lugar silencioso, habitado por dos personas que compartían un espacio, pero no una vida.
Bajó las escaleras con cuidado, intentando no hacer ruido, aunque sabía que Antonio no se despertaría fácilmente. Era un hombre que había aprendido a desconectarse de su entorno, a hundirse en el sueño con la misma facilidad con la que evitaba los conflictos. Carmen, por otro lado, estaba siempre en alerta, como si un instinto de protección la mantuviera al borde del despertar, lista para atender cualquier necesidad que surgiera. Quizás era la costumbre de ser madre, o quizás simplemente su manera de lidiar con la ansiedad que le generaba su vida actual.
Entró en la cocina y comenzó a preparar el desayuno. Puso a calentar la cafetera mientras sacaba la leche de la nevera. La rutina le proporcionaba un extraño consuelo. Sabía que, al menos en esos pequeños detalles, tenía el control. Podía decidir cuánto café poner, cómo tostar el pan, aunque estas decisiones carecieran de importancia real. Antonio bajaría en unos minutos, tal vez mascullaría un “buenos días” distraído mientras se hundía en la pantalla de su teléfono, y luego se iría a trabajar sin más. A veces, ni siquiera se despedía.
Mientras el café goteaba lentamente en la cafetera, Carmen se detuvo un momento a mirar por la ventana. Afuera, el vecindario comenzaba a despertar. Vio a la vecina de enfrente salir a correr, veía su cuerpo esbelto moviéndose con agilidad, algo que Carmen sentía que había perdido hacía mucho tiempo. El reflejo en el vidrio le devolvió la imagen de su propia silueta: una mujer con un cuerpo ancho, curvado, pero también con hombros caídos, como si el peso de los años la hubiese encorvado hacia adelante. Se preguntó cuántas veces Antonio había comparado, aunque fuera en su mente, a la mujer que ella era ahora con la que había sido antes, y cuántas veces había decidido mirar hacia otro lado, hacia un pasado que ya no existía.
Antonio finalmente apareció en la cocina, su cabello desordenado y su camisa a medio abotonar. Sin levantar la vista del teléfono, murmuró un “buenos días” antes de sentarse a la mesa. Carmen, ya acostumbrada a esta rutina, le sirvió el café y dejó el pan tostado frente a él. Ninguno de los dos habló durante el desayuno. Ella quería decir algo, cualquier cosa que rompiera el silencio, pero las palabras se le quedaban atascadas en la garganta, como si supiera que nada cambiaría realmente.
Después de desayunar, Antonio se levantó de la mesa, dejó la taza vacía en el fregadero y salió hacia la puerta sin despedirse. Carmen escuchó el ruido de la puerta cerrarse detrás de él y se quedó sola en la cocina. Una parte de ella se sintió aliviada por su partida, pero otra, una más profunda y dolorosa, deseó que él hubiera hecho algo diferente, algo que le recordara que aún estaba ahí, que aún la veía.
Subió nuevamente a su habitación, donde el silencio era aún más opresivo, y se preparó para ir al trabajo. El uniforme blanco de enfermera que colgaba en su armario era una especie de armadura, un recordatorio de que, aunque su vida personal estuviera desmoronándose en la monotonía, en el hospital aún tenía un propósito. Se vistió con cuidado, ajustándose la blusa para que no marcara demasiado sus curvas, y se peinó el cabello recogido en un moño firme, algo que siempre le daba una apariencia de profesionalismo que a veces sentía que le faltaba en su vida diaria.
Antes de salir, se miró una vez más en el espejo. Observó su rostro cansado, las líneas de expresión que se habían vuelto más profundas con los años, y sus ojos, que alguna vez habían brillado con una energía y que ahora parecía haberse extinguido. Su reflejo le devolvió la mirada, una mujer que aún tenía deseos y sueños, pero que había aprendido a enterrarlos bajo la superficie de su vida cotidiana.
Al llegar al hospital, Carmen sintió un pequeño alivio al entrar en el bullicio de los pasillos. Aquí, era alguien más. Era la enfermera eficiente, la que sabía cómo calmar a los pacientes más nerviosos, la que tenía la respuesta para las preguntas difíciles. Pero, a pesar de su competencia y de ser una figura confiable, también era invisible de otra manera. Sus colegas la respetaban, sí, pero no la veían como una mujer. Al menos, no de la manera en que otras mujeres o las otras enfermeras jóvenes eran vistas. Ella era simplemente Carmen, la enfermera mayor, la que siempre estaba ahí.
La jornada transcurrió como cualquier otra, con Carmen moviéndose entre las camas de los pacientes, administrando medicamentos, ofreciendo palabras de consuelo y, de vez en cuando, compartiendo una broma con alguno de los médicos. Aunque se esforzaba por mantener una fachada de calma, había algo dentro de ella que latía, una insatisfacción persistente que no lograba sofocar.
En un momento del día, Carmen se encontró atendiendo a un paciente particularmente difícil. Era un hombre mayor, irritado y malhumorado por el dolor que lo aquejaba. Su esposa, una mujer frágil y preocupada, no sabía cómo consolarlo. Carmen, con su paciencia habitual, tomó el control de la situación. Se sentó a su lado, le tomó la mano y, con una voz suave pero firme, lo guió a través del proceso de su tratamiento. Sus palabras calmaron al hombre, y su esposa le dirigió una mirada de agradecimiento. Sin embargo, a medida que se alejaba de la habitación, Carmen sintió una punzada de cansancio profundo, un agotamiento que no tenía tanto que ver con el esfuerzo físico, sino con la carga emocional que llevaba consigo día tras día.
En la sala de descanso, se sentó un momento para recuperar el aliento. Observó a las otras enfermeras, jóvenes y llenas de energía, hablando de sus planes para el fin de semana, de sus citas y sus vidas amorosas. Carmen las escuchaba en silencio, sintiendo una distancia insalvable entre ellas y ella. No es que las envidiara exactamente, pero no podía evitar preguntarse en qué momento su vida había comenzado a girar en torno a los demás, a los pacientes, a su familia, olvidándose de sí misma.
El día continuó, y Carmen se hundió en su trabajo, utilizando cada tarea como un escape, una forma de no pensar demasiado en lo que realmente la agobiaba. Pero, en los momentos de silencio, cuando no había nada que hacer más que esperar, su mente volvía a la misma pregunta: ¿era esto todo lo que la vida le tenía reservado? ¿Una existencia donde la pasión y el deseo eran cosas del pasado, enterradas bajo la rutina y el deber?
Finalmente, la jornada terminó, y Carmen regresó a casa, donde el silencio la recibió de nuevo. Antonio no estaba, estaría aún en su trabajo o quizás fuera, atendiendo alguna tarea sin importancia. Carmen no se molestó en averiguarlo. Se dejó caer en el sofá de la sala, sin encender la televisión ni la radio, solo dejando que el silencio llenara cada rincón de la casa.
Se dio cuenta de que había pasado el día entero sin pensar en ella misma. Todo había sido para los demás, para sus pacientes, para su marido. No recordaba la última vez que se había permitido sentir algo solo para ella, un deseo, una ambición, un sueño. Se preguntó si alguna vez podría recuperar lo que había perdido, si alguna vez volvería a sentirse viva de nuevo.
Cerró los ojos y, por un momento, permitió que una fantasía cruzara su mente, algo fugaz y casi infantil, donde aún podía ser deseada, amada, donde alguien la miraba con ojos llenos de pasión. Pero, como todas las demás fantasías, fue rápidamente relegada al fondo de su mente, enterrada bajo la realidad de su vida cotidiana.
Se levantó del sofá y se dirigió al baño. Mientras se desvestía, evitó mirarse en el espejo. Sabía lo que vería: la misma mujer cansada, con un cuerpo que ya no le parecía atractivo, una sombra de lo que había sido. Entró en la ducha y dejó que el agua caliente corriera por su piel, tratando de lavar no solo la suciedad del día, sino también la tristeza que se aferraba a su alma.
Al salir de la ducha, se puso su bata de baño y volvió a la cocina. Preparó una cena ligera para ella sola y se sentó en la mesa, en el mismo lugar donde Antonio había estado sentado esa mañana. Miró el plato frente a ella, pero el apetito había desaparecido. Empujó la comida a un lado y apoyó la cabeza en las manos, sintiendo una soledad que, aunque familiar, era dolorosa.
Cuando António finalmente llegó a casa, ya era tarde. Carmen había dejado la cocina recogida y estaba sentada en el sofá, hojeando una revista sin realmente prestar atención. Él la saludó con un gesto rápido y se dirigió directamente a la cama, murmurando algo sobre el cansancio. Carmen lo observó desaparecer por el pasillo, su corazón no dejaba de sentir un peso que no sabía cómo aliviar.
Se quedó un rato más en el sofá, pensando en lo que podría haber sido diferente, en lo que podría haber hecho para cambiar las cosas. Pero, finalmente, se dio cuenta de que esos pensamientos no la llevarían a ninguna parte. Con un suspiro, apagó las luces y se dirigió al dormitorio, donde Antonio ya dormía profundamente.
Al acostarse a su lado, Carmen sintió el frío de las sábanas, una frialdad que reflejaba la distancia entre ellos. Cerró los ojos y, por un momento, deseó que las cosas fueran diferentes, que aún hubiera pasión, que Antonio la deseara como antes. Pero, mientras el sueño la envolvía, supo que, al menos por ahora, tendría que conformarse con sus fantasías.
Y así, con el sonido suave de la respiración de Antonio a su lado, Carmen se dejó llevar por el sueño, sabiendo que mañana sería otro día igual al de hoy, una rutina agobiante que no sabía cómo romper.
Continuará…
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