Amiguete, me follé a tu madre.

Pink-Poison

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28 Oct 2025
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Sevilla
Dani, mi mejor amigo, vivía en una casa grande con jardín y piscina. Era nuestro refugio: videojuegos, risas, planes imposibles y conversaciones que siempre acababan en nada, como debe ser a los dieciocho. Y en medio de todo eso, estaba Clara, su madre.


Clara tenía una forma de estar que no necesitaba esfuerzo. No buscaba llamar la atención; simplemente, la tenía. Su voz era tranquila, su risa discreta, y su mirada tenía ese brillo de quien ha visto bastante como para no sorprenderse por nada, pero aún le interesa todo. Llevaba el pelo suelto, con mechones que se escapaban y rozaban sus hombros desnudos en las tardes de calor, y su cuerpo —curvas maduras, piel bronceada por el sol del jardín— se movía con una naturalidad que me hacía tragar saliva sin darme cuenta. Yo no sabía explicarlo entonces, pero me gustaba su manera de existir, la forma en que sus caderas se balanceaban al caminar, o cómo el sudor perlaba su escote cuando salía de la piscina. No era una atracción de revista, sino una especie de fascinación serena, como cuando uno mira una tormenta a lo lejos: sabes que no te toca, pero no puedes apartar la vista, y en mi caso, mi polla se endurecía solo con imaginar cómo se sentiría su piel contra la mía.


Un día, Dani se durmió en el sofá después de una tarde larga, y su padre, como tantas noches, se había quedado dormido junto a la piscina con la radio encendida. Clara apareció en la puerta del salón con una caja en las manos.—¿Podrías ayudarme a bajarla al sótano? —preguntó, su voz baja, casi un susurro que me erizó la nuca. Dije que sí, claro, sintiendo ya un cosquilleo en la entrepierna.


El sótano olía a madera y a verano detenido, un aroma húmedo y terroso que se mezclaba con el perfume suave de su piel.Bajamos despacio. Ella iba delante, yo detrás, sosteniendo la caja por debajo. Su culo, redondo y firme bajo la falda ligera, se movía a centímetros de mi cara con cada escalón, y yo no podía evitar imaginar cómo se sentiría apretarlo, separarlo, lamerlo. La luz temblaba, y con cada paso el silencio se volvía más denso, cargado de una tensión que hacía que mi respiración se acelerara. Entonces, la caja se inclinó y ella perdió un poco el equilibrio .Fue un segundo breve, casi cómico, pero en esa torpeza inocente el mundo cambió de eje. Tropezó hacia atrás, y mi cuerpo instintivamente la sostuvo por la cintura, mis manos rodeando su abdomen cálido, sintiendo la curva de sus caderas bajo la tela fina. Su espalda se presionó contra mi pecho, y noté el calor de sus nalgas contra mi entrepierna, donde mi erección ya empezaba a endurecerse, palpitante y obvia.


Cuando la ayudé a apoyarla en el suelo, nuestras manos se rozaron. Y en ese contacto simple, sin intención aparente, algo se encendió. No una chispa violenta, sino un calor callado, reconocible, antiguo. Mis dedos se demoraron en los suyos, rozando la suavidad de su palma, y ella no los apartó de inmediato. En cambio, su mirada bajó a mi boca, y luego a la protuberancia en mis pantalones, que ya no podía disimular. Sentí su aliento cálido en mi cuello, y sin palabras, su mano libre rozó mi muslo, subiendo lentamente hasta presionar contra mi polla dura, apretándola con una firmeza que me hizo jadear.Nos miramos. No mucho tiempo, pero lo suficiente. Fue un instante que no necesitó palabras: ella deslizó su mano dentro , envolviendo mi miembro erecto con dedos expertos, masturbándome despacio mientras yo gemía contra su oído.

Yo, a mi vez, subí mi mano por su falda, encontrando sus bragas húmedas, apartándolas para hundir dos dedos en su coño caliente y mojado, que se contrajo alrededor de ellos con un suspiro ahogado de su parte. Nos besamos entonces, ferozmente, lenguas enredadas, cuerpos pegados en el suelo polvoriento del sótano. La penetré allí mismo, empujando mi polla dentro de ella con un gruñido, sintiendo cómo sus paredes vaginales me apretaban, calientes y resbaladizas, mientras ella clavaba las uñas en mi espalda y murmuraba "sí, joder, así.

Follamos con urgencia, sus tetas rebotando bajo su blusa desabotonada, mis embestidas profundas hasta que nos corrimos juntos, su orgasmo empapando mis muslos, el mío llenándola de semen caliente.


Subimos las escaleras sin hablar, pero con el olor a sexo pegado a nuestra piel, el corazón latiéndome como un tambor. Y arriba, todo seguía igual: Dani dormido, la radio sonando, el aire tibio. Pero por dentro, algo se había movido, y ahora sabía a qué sabía su coño, cómo gemía cuando se corría.


Los días siguientes fueron raros. Todo era igual, y a la vez no.
 
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