King Crimson
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Nunca pensé que acabaría hablando de Cyntia. Pero a veces la vida te guarda una historia oculta en un rincón, una de esas que no confiesas a la primera copa porque necesita espacio, un poco de humo, silencio y un público que sepa callar a ti.empo. De esas historias que empiezan como una broma y terminan clavadas en la memoria, ardiendo, como una espina bajo la piel.
Yo soy fisioterapeuta. Cuarenta y pocos, espalda gastada de cargar cuerpos ajenos y paciencia entrenada a base de escuchar dolores que no siempre son físicos. En este trabajo uno aprende rápido que mucha gente viene para que le toquen, sí, pero también para que alguien le preste atención. Y a veces lo que duele no está en la espalda ni en la cervical: está más abajo. Mucho más abajo.
Cyntia llegó una tarde de marzo, arrastrando su bolso enorme, oliendo a colonia intensa y sonrisa desafiante. Nada de la típica paciente modosita: ella entró como si cruzara el escenario de un teatro.
—Buenas tardes. ¿Tú eres el fisio nuevo o el de siempre que no me acuerdo? —me dijo, con ese descaro que no espera permiso.
—Depende —respondí—. Si vienes con quejas, soy el nuevo. Si vienes con buen humor, soy el de siempre.
Se rio. Fuerte. Sin vergüenza.
—Te reirás, pero vengo hecha un cuadro. La espalda me está matando, pero ya te aviso que soy delicada.
Mentira. No parecía delicada en absoluto. Tenía presencia. Alta, caderas llenas, un cuerpo que ya había dejado atrás la guerra contra la perfección hacía tiempo y ahora se limitaba a moverse con la seguridad de quien sabe que todavía despierta miradas. Pechos grandes, contundentes; culo ancho, con vida propia; y una boca expresiva que parecía diseñada para dar problemas. El pelo negro, cortado en una media melena algo salvaje. Ojos oscuros, vividos. Cuarenta y cuatro, me dijo después. Casada. Dos hijos. Lo contó sin importancia, como quien menciona que tiene perro.
—Vale, siéntate —le dije—. Cuéntame qué te pasa.
—Me pasa la vida —respondió, clavándome una mirada ladeada—. Pero de momento vamos a empezar por la espalda, que es menos complicado. Creo.
Desde la primera sesión empezó el juego. No fue mi culpa. O sí. A veces uno se presta al peligro sin darse cuenta, porque el riesgo excita mientras aún parece manejable.
En la camilla, boca abajo, mientras yo deslizaba las manos por su zona lumbar, Cyntia hablaba como quien no sabe o no quiere guardarse nada:
—Ten cuidado ahí, que es zona sensible.
—Tranquila, solo busco contracturas.
—Ya, ya… las contracturas.
Silencio espeso. Noté cómo levantaba un poco la cabeza.
—Oye —dijo—, ¿siempre tienes las manos tan calientes? Porque da gustito, ¿eh?
Yo me hice el profesional.
—Técnica —respondí—. Circulación.
Pero ella no dejaba pasar una.
—Circulación… ya. Dilo claro: sabes tocar.
No sé si buscaba que yo entrara en su juego o simplemente se divertía viendo hasta dónde podía tensar la cuerda. Pero sesión tras sesión subía el tono. Dejaba caer insinuaciones, frases dobles. Se quejaba y se reía al mismo tiempo. Me miraba más de la cuenta. Se recolocaba el escote aunque no hiciera falta. Se mordía el labio. Me probaba.
Hasta que un día, en la quinta o sexta sesión, dejó claro que aquello iba a cruzar alguna línea tarde o temprano.
—Manuel dice que vengo demasiado feliz de la fisio —me dijo, boca arriba esta vez, la camiseta medio levantada mientras yo trabajaba la zona del diafragma.
—¿Manuel ? —pregunté, como si no recordara su marido. Lo recordaba.
—Sí, mi santo esposo. Dice que si me tocas tú o qué.
—¿Y qué le dices?
—Que sí, claro. Que me tocas mucho. Pero que me falta un poco más para estar del todo bien.
Lo dijo mirándome sin pestañear. La electricidad del momento fue incómoda y deliciosa a la vez.
—¿Sabes qué creo?. Que además de la espalda, también te aburres.
—Me aburro como una monja en una despedida de soltera —soltó—. Pero tranquilo, que no estás aquí para salvarme. Solo para tocarme un poco las contracturas.
Ese “tocarme un poco” se quedó flotando en el aire.
Y ahí supe que era cuestión de tiempo.
*
La tarde en la que todo estuvo a punto de explotar llegó sin avisar. Última hora. Llovía. Ella entró empapada, el pelo revuelto, sudadera ajustada, leggins oscuros que dibujaban unas caderas rebeldes y un trasero grande, generoso, como hecho para provocar pensamientos que no debía tener.
—Hoy vengo tensa —dijo—. Muy tensa.
—Ya te noto la tensión desde aquí —respondí.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde la notas exactamente?
—En los ojos.
Se rió. Pero esta vez no apartó la mirada. La sostuvo. Larga. Innecesaria. Diferente.
La sesión fue rara, lenta, caliente. El silencio pesaba, solo roto por su respiración y la mía. Yo sentía que la tocaba distinto y ella lo sentía también. No era profesional, lo sabíamos los dos.
Al terminar, en vez de levantarse, se quedó tumbada mirándome.
—Oye —dijo, con voz más baja—. ¿A ti nunca te dan ganas de hacer una locura?
—Depende de la locura —respondí.
—De esas que empiezan en una camilla de fisio y no sabes dónde terminan.
Guardé silencio. Me miraba como quien ha apostado fuerte y espera ver si la otra persona va a cubrir la apuesta… o a retirarse.
Yo debería haberme levantado. Tenía, y tengo, pareja. Debería haber abierto la puerta. Haber dicho: "Hasta la próxima, Cyntia". Pero no lo hice. Me quedé ahí, frente a ella. Muy cerca. Demasiado.
—Cyntia —dije despacio—, sabes que estás jugando con fuego.
—No —susurró—. Solo estoy comprobando si aún puedo quemar a alguien.
Se incorporó, casi rozando mi boca. El aire era un hilo afilado entre nosotros. Y entonces…
Se oyó un golpe en la puerta. Un vecino del local de al lado, pidiendo si podía dejarme unas cajas un momento. Un ruido tonto, banal, que nos devolvió a la realidad de golpe.
Ella respiró hondo, se levantó, se colocó la ropa y antes de irse me dijo:
—El martes vengo otra vez… si quieres seguir tocando mis contracturas.
Sonrió. Esa sonrisa que ya sabía que iba a buscarme por dentro más tarde esa noche.
Y se fue. Dejando la puerta abierta. Y el incendio empezado.
*
No sé en qué momento exacto Cyntia decidió convertir mis sesiones con ella en un deporte de riesgo, pero aquel martes lo entendí: lo nuestro ya no iba de fisioterapia, sino de otra cosa. Algo que todavía no tenía nombre, pero crepitaba como un cable pelado.
Entró tarde, como siempre, dejando una estela de perfume intenso que mezclaba vainilla y ambición frustrada.
Apoyó el bolso en la camilla con gesto teatral y me miró sonriendo, esa sonrisa torcida que enseñaba apenas los incisivos y parecía decir sé más de lo que imaginas.
—Perdona el retraso —dijo—. Se me ha estropeado el coche. Yo no. El coche.
Le sostuve la mirada mientras cerraba la puerta.
—Mientras tú vengas en buen estado, lo demás tiene arreglo —respondí.
Se rió, bajito. Tenía una risa áspera, como de mujer que ha fumado más vida de la que ha disfrutado.
—Estás muy bromista hoy, fisio.
—Profesional y cercano —dije—. El equilibrio perfecto.
—Ajá… ya, ya. Eso dicen todos antes de desnudarme.
Soltó la frase como quien deja caer una cerilla encendida en un charco de gasolina. Me dio la espalda y empezó a quitarse la chaqueta lentamente, sabiendo que la observaba. Lo hacía a propósito: cada gesto en ella era un desafío, una provocación envuelta en ironía.
Debajo llevaba una camiseta ajustada y un sujetador oscuro que luchaba heroicamente por contener un pecho generoso. Muy generoso. Su cuerpo no era de portada, pero tenía esa verdad física que el gym no da: carne con historia, curvas que contaban vida.
—Hoy vamos a trabajar la zona lumbar, como quedamos el último día —le dije.
—Trabaja lo que quieras, cielo. Yo soy toda tuya.
No parpadeó. Había subido el voltaje de golpe.
—Tú y yo sabemos que no soy “todo tuyo” hasta que firmas el consentimiento —respondí con calma—. Regla de oro.
—Ufff, qué formal… —Clavó la mirada en la mía—. Te juro que a veces me pregunto si debajo de ese uniforme tan serio tienes sangre o suero fisiológico.
—Prueba y me cuentas.
Silencio. Una chispa en el aire. Ahí estaba: el terreno exacto donde a Cyntia le gustaba bailar, entre lo indebido y lo tentador.
Se tumbó boca abajo en la camilla con un suspiro exagerado, como si participar en una comedia en la que solo ella conocía el guion. La camiseta se subió apenas al acomodarse, dejando ver la base de su espalda y un poco más. No lo corrigió. Quise creer que no se dio cuenta, pero ella no hacía nada por descuido.
Empapé de aceite mis manos. Olía a almendra dulce. A calma. Lo contrario de lo que pasaba dentro de mi cabeza.
—Frío —advertí antes de tocarla.
—Mmm… depende dónde —contestó, sin girarse.
Deslicé las manos por sus lumbares, despacio, firme. Sentí cómo su respiración cambiaba, cómo tensaba un segundo y luego se entregaba bajo presión experta. La piel de su espalda tenía esa textura cálida que solo tienen las mujeres que no temen al invierno ni a los hombres que miran demasiado.
—Tienes mucha tensión aquí —dije—. Derecha más cargada que izquierda.
—Claro —respondió—. Es que soy diestra para casi todo.
—¿Casi?
—Para lo que importa, ambidiestra.
Me hizo sonreír a pesar de mí mismo.
Seguimos sin hablar durante un rato. Solo el ritmo del masaje, más profundo cada vez, bajando de la espalda a la cadera. Ella no se movía, pero había algo eléctrico en la forma en que me ofrecía su silencio: una invitación sin palabras.
—¿Y tu marido? —solté de pronto—. Hace tiempo que no lo mencionas.
Fue un disparo certero. Quería ver si había líneas rojas en aquel juego suyo.
—¿Mi marido? —Repitió con calma—. Bien. Sigue ahí. Como el gotelé en los pisos viejos.
—¿Decorativo?
—Y molesto.
Reímos los dos. Pero ella, entonces, bajó la voz.
—No te hagas ilusiones, fisio. Yo no soy de las que engañan a su marido por deporte.
—¿No?
—No. Yo solo lo haría… si me dieran motivos muy buenos.
Se giró apenas, lo justo para mirarme por encima del hombro. La sonrisa había desaparecido. Había fuego ahora.
—¿Y tú? ¿Eres de dar motivos? —me dijo Cyntia sin apartar la mirada.
La pregunta quedó flotando en el aire, dudando entre broma peligrosa y confesión encubierta. Yo seguí trabajando sus lumbares con calma, como si nada hubiese cambiado. Pero algo había cambiado. Estábamos ya en territorio donde uno no entra por error.
—Solo cuando merece la pena —respondí.
—Qué suerte —murmuró—. Creía que solo quedaban dos tipos de hombres: los que aburren y los que presumen demasiado.
—Pues yo soy del tercer tipo.
—¿Ah sí? ¿Cuál es ese?
—El que no presume… porque no le hace falta.
Se le escapó una carcajada breve.
—Madre mía. Cómo se nota que has practicado esas frases delante del espejo.
Me incliné un poco para seguir descendiendo con el masaje hacia la zona sacra. Su respiración volvió a cambiar. No era jadeo ni excitación evidente. Era… atención. Expectativa. Esa forma en la que alguien se prepara para no perderse nada.
—Voy a bajar un poco más —advertí—. Quiero revisar la inserción de glúteo mayor y piramidal. Ahí tienes un bloqueo antiguo.
—Zonas peligrosas, fisio —dijo sin oponerse—. ¿Seguro que no intentas aprovecharte de mí?
—Yo nunca intento nada —murmuré, firme—. Hago lo que necesito hacer.
—Eso suena perverso —respondió con media sonrisa—. Me gusta.
Deslicé mis manos hacia la zona alta de sus caderas. La camiseta estaba en mitad de camino desde hacía rato, subiendo casi hasta las costillas. Ella no la bajó. Yo tampoco. Era parte del lenguaje silencioso que habíamos creado: nadie decía que sí, nadie decía que no. Pero ambos seguíamos adelante.
—Me vas a tener que bajar un poco las mallas —dijo ella de pronto, sin volverse—. Si no, no vas a llegar a ese músculo.
Se me quedó la frase flotando en la cabeza: me vas a tener que bajar un poco las mallas. No dijo puedo bajármelas ni las bajo yo. No. Lo había dicho así. Como si se lo estuviera ordenando a propósito para verme reaccionar.
La obedecí despacio, con profesionalidad quirúrgica. Dos dedos, un gesto limpio, y la tela negra de sus mallas deportivas descendió apenas unos centímetros, dejando visible más piel de la que se mostraría en una sala normal de fisioterapia. Pero esta no era una sala normal. Y Cyntia no era una paciente normal.
—¿Así bien?
—Un poco más —susurró, sin dudar.
Y lo dijo con una naturalidad devastadora, sin coquetería. Como quien está probando el borde de un abismo.
Le bajé otro par de centímetros, los justos. Ya era demasiado cerca de donde empezaba el terreno prohibido. Esa línea invisible que separa el masaje de… otra cosa.
—¿Aquí llega el piramidal? —preguntó ella en voz lenta, cargada de ese doble sentido que ya era su firma.
—Ahí empieza —contesté.
Silencio.
Mis manos empezaron a trabajar con profundidad, con precisión. Era un masaje técnico, perfecto, pero la atmósfera… no lo era. Cada gesto tenía más peso del necesario. Cada contacto hablaba de algo más. Algo que ya no disimulábamos.
Hasta que de pronto, soltó:
—Sabes que me gusta cómo me tocas, ¿verdad?
Era la primera vez que lo decía en voz alta. Hasta entonces había sido subtexto. Ahora era declaración de guerra.
—No te estoy tocando. Te estoy tratando.
—Ajá. Y yo nací ayer.
Se giró apenas para mirarme por encima del hombro. Esa mirada otra vez. Oscura. Densa. Cargada de decisiones pendientes.
—Relaja más la cadera —le pedí—. Si no, voy a tener que usar una técnica más profunda.
—Úsala —dijo, sin pestañear.
—Es invasiva.
—Creo que puedo soportarlo.
Y entonces lo entendí: Cyntia no había venido a por un masaje. Había venido a esto. No era casual. No era juego tonto. Ella estaba empujando una puerta. Una puerta que yo también estaba abriendo.
Me incliné un poco más sobre ella. Su voz se volvió un susurro.
—A veces —dijo—, para desbloquear algo… hay que ir más hondo.
No contesté. Pero sus palabras quedaron ahí. Marcando destino.
Y justo entonces, cuando mi mano estaba a punto de subir un nivel más en esa peligrosa intimidad, sonó su móvil. Vibró sobre la mesa.
Miró la pantalla. Lo miró demasiado rato. Luego dijo, muy bajo:
—Es mi marido.
No atendió la llamada. No se movió. Solo cerró los ojos y añadió:
—Sigue.
Yo soy fisioterapeuta. Cuarenta y pocos, espalda gastada de cargar cuerpos ajenos y paciencia entrenada a base de escuchar dolores que no siempre son físicos. En este trabajo uno aprende rápido que mucha gente viene para que le toquen, sí, pero también para que alguien le preste atención. Y a veces lo que duele no está en la espalda ni en la cervical: está más abajo. Mucho más abajo.
Cyntia llegó una tarde de marzo, arrastrando su bolso enorme, oliendo a colonia intensa y sonrisa desafiante. Nada de la típica paciente modosita: ella entró como si cruzara el escenario de un teatro.
—Buenas tardes. ¿Tú eres el fisio nuevo o el de siempre que no me acuerdo? —me dijo, con ese descaro que no espera permiso.
—Depende —respondí—. Si vienes con quejas, soy el nuevo. Si vienes con buen humor, soy el de siempre.
Se rio. Fuerte. Sin vergüenza.
—Te reirás, pero vengo hecha un cuadro. La espalda me está matando, pero ya te aviso que soy delicada.
Mentira. No parecía delicada en absoluto. Tenía presencia. Alta, caderas llenas, un cuerpo que ya había dejado atrás la guerra contra la perfección hacía tiempo y ahora se limitaba a moverse con la seguridad de quien sabe que todavía despierta miradas. Pechos grandes, contundentes; culo ancho, con vida propia; y una boca expresiva que parecía diseñada para dar problemas. El pelo negro, cortado en una media melena algo salvaje. Ojos oscuros, vividos. Cuarenta y cuatro, me dijo después. Casada. Dos hijos. Lo contó sin importancia, como quien menciona que tiene perro.
—Vale, siéntate —le dije—. Cuéntame qué te pasa.
—Me pasa la vida —respondió, clavándome una mirada ladeada—. Pero de momento vamos a empezar por la espalda, que es menos complicado. Creo.
Desde la primera sesión empezó el juego. No fue mi culpa. O sí. A veces uno se presta al peligro sin darse cuenta, porque el riesgo excita mientras aún parece manejable.
En la camilla, boca abajo, mientras yo deslizaba las manos por su zona lumbar, Cyntia hablaba como quien no sabe o no quiere guardarse nada:
—Ten cuidado ahí, que es zona sensible.
—Tranquila, solo busco contracturas.
—Ya, ya… las contracturas.
Silencio espeso. Noté cómo levantaba un poco la cabeza.
—Oye —dijo—, ¿siempre tienes las manos tan calientes? Porque da gustito, ¿eh?
Yo me hice el profesional.
—Técnica —respondí—. Circulación.
Pero ella no dejaba pasar una.
—Circulación… ya. Dilo claro: sabes tocar.
No sé si buscaba que yo entrara en su juego o simplemente se divertía viendo hasta dónde podía tensar la cuerda. Pero sesión tras sesión subía el tono. Dejaba caer insinuaciones, frases dobles. Se quejaba y se reía al mismo tiempo. Me miraba más de la cuenta. Se recolocaba el escote aunque no hiciera falta. Se mordía el labio. Me probaba.
Hasta que un día, en la quinta o sexta sesión, dejó claro que aquello iba a cruzar alguna línea tarde o temprano.
—Manuel dice que vengo demasiado feliz de la fisio —me dijo, boca arriba esta vez, la camiseta medio levantada mientras yo trabajaba la zona del diafragma.
—¿Manuel ? —pregunté, como si no recordara su marido. Lo recordaba.
—Sí, mi santo esposo. Dice que si me tocas tú o qué.
—¿Y qué le dices?
—Que sí, claro. Que me tocas mucho. Pero que me falta un poco más para estar del todo bien.
Lo dijo mirándome sin pestañear. La electricidad del momento fue incómoda y deliciosa a la vez.
—¿Sabes qué creo?. Que además de la espalda, también te aburres.
—Me aburro como una monja en una despedida de soltera —soltó—. Pero tranquilo, que no estás aquí para salvarme. Solo para tocarme un poco las contracturas.
Ese “tocarme un poco” se quedó flotando en el aire.
Y ahí supe que era cuestión de tiempo.
*
La tarde en la que todo estuvo a punto de explotar llegó sin avisar. Última hora. Llovía. Ella entró empapada, el pelo revuelto, sudadera ajustada, leggins oscuros que dibujaban unas caderas rebeldes y un trasero grande, generoso, como hecho para provocar pensamientos que no debía tener.
—Hoy vengo tensa —dijo—. Muy tensa.
—Ya te noto la tensión desde aquí —respondí.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde la notas exactamente?
—En los ojos.
Se rió. Pero esta vez no apartó la mirada. La sostuvo. Larga. Innecesaria. Diferente.
La sesión fue rara, lenta, caliente. El silencio pesaba, solo roto por su respiración y la mía. Yo sentía que la tocaba distinto y ella lo sentía también. No era profesional, lo sabíamos los dos.
Al terminar, en vez de levantarse, se quedó tumbada mirándome.
—Oye —dijo, con voz más baja—. ¿A ti nunca te dan ganas de hacer una locura?
—Depende de la locura —respondí.
—De esas que empiezan en una camilla de fisio y no sabes dónde terminan.
Guardé silencio. Me miraba como quien ha apostado fuerte y espera ver si la otra persona va a cubrir la apuesta… o a retirarse.
Yo debería haberme levantado. Tenía, y tengo, pareja. Debería haber abierto la puerta. Haber dicho: "Hasta la próxima, Cyntia". Pero no lo hice. Me quedé ahí, frente a ella. Muy cerca. Demasiado.
—Cyntia —dije despacio—, sabes que estás jugando con fuego.
—No —susurró—. Solo estoy comprobando si aún puedo quemar a alguien.
Se incorporó, casi rozando mi boca. El aire era un hilo afilado entre nosotros. Y entonces…
Se oyó un golpe en la puerta. Un vecino del local de al lado, pidiendo si podía dejarme unas cajas un momento. Un ruido tonto, banal, que nos devolvió a la realidad de golpe.
Ella respiró hondo, se levantó, se colocó la ropa y antes de irse me dijo:
—El martes vengo otra vez… si quieres seguir tocando mis contracturas.
Sonrió. Esa sonrisa que ya sabía que iba a buscarme por dentro más tarde esa noche.
Y se fue. Dejando la puerta abierta. Y el incendio empezado.
*
No sé en qué momento exacto Cyntia decidió convertir mis sesiones con ella en un deporte de riesgo, pero aquel martes lo entendí: lo nuestro ya no iba de fisioterapia, sino de otra cosa. Algo que todavía no tenía nombre, pero crepitaba como un cable pelado.
Entró tarde, como siempre, dejando una estela de perfume intenso que mezclaba vainilla y ambición frustrada.
Apoyó el bolso en la camilla con gesto teatral y me miró sonriendo, esa sonrisa torcida que enseñaba apenas los incisivos y parecía decir sé más de lo que imaginas.
—Perdona el retraso —dijo—. Se me ha estropeado el coche. Yo no. El coche.
Le sostuve la mirada mientras cerraba la puerta.
—Mientras tú vengas en buen estado, lo demás tiene arreglo —respondí.
Se rió, bajito. Tenía una risa áspera, como de mujer que ha fumado más vida de la que ha disfrutado.
—Estás muy bromista hoy, fisio.
—Profesional y cercano —dije—. El equilibrio perfecto.
—Ajá… ya, ya. Eso dicen todos antes de desnudarme.
Soltó la frase como quien deja caer una cerilla encendida en un charco de gasolina. Me dio la espalda y empezó a quitarse la chaqueta lentamente, sabiendo que la observaba. Lo hacía a propósito: cada gesto en ella era un desafío, una provocación envuelta en ironía.
Debajo llevaba una camiseta ajustada y un sujetador oscuro que luchaba heroicamente por contener un pecho generoso. Muy generoso. Su cuerpo no era de portada, pero tenía esa verdad física que el gym no da: carne con historia, curvas que contaban vida.
—Hoy vamos a trabajar la zona lumbar, como quedamos el último día —le dije.
—Trabaja lo que quieras, cielo. Yo soy toda tuya.
No parpadeó. Había subido el voltaje de golpe.
—Tú y yo sabemos que no soy “todo tuyo” hasta que firmas el consentimiento —respondí con calma—. Regla de oro.
—Ufff, qué formal… —Clavó la mirada en la mía—. Te juro que a veces me pregunto si debajo de ese uniforme tan serio tienes sangre o suero fisiológico.
—Prueba y me cuentas.
Silencio. Una chispa en el aire. Ahí estaba: el terreno exacto donde a Cyntia le gustaba bailar, entre lo indebido y lo tentador.
Se tumbó boca abajo en la camilla con un suspiro exagerado, como si participar en una comedia en la que solo ella conocía el guion. La camiseta se subió apenas al acomodarse, dejando ver la base de su espalda y un poco más. No lo corrigió. Quise creer que no se dio cuenta, pero ella no hacía nada por descuido.
Empapé de aceite mis manos. Olía a almendra dulce. A calma. Lo contrario de lo que pasaba dentro de mi cabeza.
—Frío —advertí antes de tocarla.
—Mmm… depende dónde —contestó, sin girarse.
Deslicé las manos por sus lumbares, despacio, firme. Sentí cómo su respiración cambiaba, cómo tensaba un segundo y luego se entregaba bajo presión experta. La piel de su espalda tenía esa textura cálida que solo tienen las mujeres que no temen al invierno ni a los hombres que miran demasiado.
—Tienes mucha tensión aquí —dije—. Derecha más cargada que izquierda.
—Claro —respondió—. Es que soy diestra para casi todo.
—¿Casi?
—Para lo que importa, ambidiestra.
Me hizo sonreír a pesar de mí mismo.
Seguimos sin hablar durante un rato. Solo el ritmo del masaje, más profundo cada vez, bajando de la espalda a la cadera. Ella no se movía, pero había algo eléctrico en la forma en que me ofrecía su silencio: una invitación sin palabras.
—¿Y tu marido? —solté de pronto—. Hace tiempo que no lo mencionas.
Fue un disparo certero. Quería ver si había líneas rojas en aquel juego suyo.
—¿Mi marido? —Repitió con calma—. Bien. Sigue ahí. Como el gotelé en los pisos viejos.
—¿Decorativo?
—Y molesto.
Reímos los dos. Pero ella, entonces, bajó la voz.
—No te hagas ilusiones, fisio. Yo no soy de las que engañan a su marido por deporte.
—¿No?
—No. Yo solo lo haría… si me dieran motivos muy buenos.
Se giró apenas, lo justo para mirarme por encima del hombro. La sonrisa había desaparecido. Había fuego ahora.
—¿Y tú? ¿Eres de dar motivos? —me dijo Cyntia sin apartar la mirada.
La pregunta quedó flotando en el aire, dudando entre broma peligrosa y confesión encubierta. Yo seguí trabajando sus lumbares con calma, como si nada hubiese cambiado. Pero algo había cambiado. Estábamos ya en territorio donde uno no entra por error.
—Solo cuando merece la pena —respondí.
—Qué suerte —murmuró—. Creía que solo quedaban dos tipos de hombres: los que aburren y los que presumen demasiado.
—Pues yo soy del tercer tipo.
—¿Ah sí? ¿Cuál es ese?
—El que no presume… porque no le hace falta.
Se le escapó una carcajada breve.
—Madre mía. Cómo se nota que has practicado esas frases delante del espejo.
Me incliné un poco para seguir descendiendo con el masaje hacia la zona sacra. Su respiración volvió a cambiar. No era jadeo ni excitación evidente. Era… atención. Expectativa. Esa forma en la que alguien se prepara para no perderse nada.
—Voy a bajar un poco más —advertí—. Quiero revisar la inserción de glúteo mayor y piramidal. Ahí tienes un bloqueo antiguo.
—Zonas peligrosas, fisio —dijo sin oponerse—. ¿Seguro que no intentas aprovecharte de mí?
—Yo nunca intento nada —murmuré, firme—. Hago lo que necesito hacer.
—Eso suena perverso —respondió con media sonrisa—. Me gusta.
Deslicé mis manos hacia la zona alta de sus caderas. La camiseta estaba en mitad de camino desde hacía rato, subiendo casi hasta las costillas. Ella no la bajó. Yo tampoco. Era parte del lenguaje silencioso que habíamos creado: nadie decía que sí, nadie decía que no. Pero ambos seguíamos adelante.
—Me vas a tener que bajar un poco las mallas —dijo ella de pronto, sin volverse—. Si no, no vas a llegar a ese músculo.
Se me quedó la frase flotando en la cabeza: me vas a tener que bajar un poco las mallas. No dijo puedo bajármelas ni las bajo yo. No. Lo había dicho así. Como si se lo estuviera ordenando a propósito para verme reaccionar.
La obedecí despacio, con profesionalidad quirúrgica. Dos dedos, un gesto limpio, y la tela negra de sus mallas deportivas descendió apenas unos centímetros, dejando visible más piel de la que se mostraría en una sala normal de fisioterapia. Pero esta no era una sala normal. Y Cyntia no era una paciente normal.
—¿Así bien?
—Un poco más —susurró, sin dudar.
Y lo dijo con una naturalidad devastadora, sin coquetería. Como quien está probando el borde de un abismo.
Le bajé otro par de centímetros, los justos. Ya era demasiado cerca de donde empezaba el terreno prohibido. Esa línea invisible que separa el masaje de… otra cosa.
—¿Aquí llega el piramidal? —preguntó ella en voz lenta, cargada de ese doble sentido que ya era su firma.
—Ahí empieza —contesté.
Silencio.
Mis manos empezaron a trabajar con profundidad, con precisión. Era un masaje técnico, perfecto, pero la atmósfera… no lo era. Cada gesto tenía más peso del necesario. Cada contacto hablaba de algo más. Algo que ya no disimulábamos.
Hasta que de pronto, soltó:
—Sabes que me gusta cómo me tocas, ¿verdad?
Era la primera vez que lo decía en voz alta. Hasta entonces había sido subtexto. Ahora era declaración de guerra.
—No te estoy tocando. Te estoy tratando.
—Ajá. Y yo nací ayer.
Se giró apenas para mirarme por encima del hombro. Esa mirada otra vez. Oscura. Densa. Cargada de decisiones pendientes.
—Relaja más la cadera —le pedí—. Si no, voy a tener que usar una técnica más profunda.
—Úsala —dijo, sin pestañear.
—Es invasiva.
—Creo que puedo soportarlo.
Y entonces lo entendí: Cyntia no había venido a por un masaje. Había venido a esto. No era casual. No era juego tonto. Ella estaba empujando una puerta. Una puerta que yo también estaba abriendo.
Me incliné un poco más sobre ella. Su voz se volvió un susurro.
—A veces —dijo—, para desbloquear algo… hay que ir más hondo.
No contesté. Pero sus palabras quedaron ahí. Marcando destino.
Y justo entonces, cuando mi mano estaba a punto de subir un nivel más en esa peligrosa intimidad, sonó su móvil. Vibró sobre la mesa.
Miró la pantalla. Lo miró demasiado rato. Luego dijo, muy bajo:
—Es mi marido.
No atendió la llamada. No se movió. Solo cerró los ojos y añadió:
—Sigue.