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King Crimson

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Nunca pensé que acabaría hablando de Cyntia. Pero a veces la vida te guarda una historia oculta en un rincón, una de esas que no confiesas a la primera copa porque necesita espacio, un poco de humo, silencio y un público que sepa callar a ti.empo. De esas historias que empiezan como una broma y terminan clavadas en la memoria, ardiendo, como una espina bajo la piel.

Yo soy fisioterapeuta. Cuarenta y pocos, espalda gastada de cargar cuerpos ajenos y paciencia entrenada a base de escuchar dolores que no siempre son físicos. En este trabajo uno aprende rápido que mucha gente viene para que le toquen, sí, pero también para que alguien le preste atención. Y a veces lo que duele no está en la espalda ni en la cervical: está más abajo. Mucho más abajo.

Cyntia llegó una tarde de marzo, arrastrando su bolso enorme, oliendo a colonia intensa y sonrisa desafiante. Nada de la típica paciente modosita: ella entró como si cruzara el escenario de un teatro.

—Buenas tardes. ¿Tú eres el fisio nuevo o el de siempre que no me acuerdo? —me dijo, con ese descaro que no espera permiso.

—Depende —respondí—. Si vienes con quejas, soy el nuevo. Si vienes con buen humor, soy el de siempre.

Se rio. Fuerte. Sin vergüenza.

—Te reirás, pero vengo hecha un cuadro. La espalda me está matando, pero ya te aviso que soy delicada.

Mentira. No parecía delicada en absoluto. Tenía presencia. Alta, caderas llenas, un cuerpo que ya había dejado atrás la guerra contra la perfección hacía tiempo y ahora se limitaba a moverse con la seguridad de quien sabe que todavía despierta miradas. Pechos grandes, contundentes; culo ancho, con vida propia; y una boca expresiva que parecía diseñada para dar problemas. El pelo negro, cortado en una media melena algo salvaje. Ojos oscuros, vividos. Cuarenta y cuatro, me dijo después. Casada. Dos hijos. Lo contó sin importancia, como quien menciona que tiene perro.

—Vale, siéntate —le dije—. Cuéntame qué te pasa.

—Me pasa la vida —respondió, clavándome una mirada ladeada—. Pero de momento vamos a empezar por la espalda, que es menos complicado. Creo.

Desde la primera sesión empezó el juego. No fue mi culpa. O sí. A veces uno se presta al peligro sin darse cuenta, porque el riesgo excita mientras aún parece manejable.

En la camilla, boca abajo, mientras yo deslizaba las manos por su zona lumbar, Cyntia hablaba como quien no sabe o no quiere guardarse nada:

—Ten cuidado ahí, que es zona sensible.

—Tranquila, solo busco contracturas.

—Ya, ya… las contracturas.

Silencio espeso. Noté cómo levantaba un poco la cabeza.

—Oye —dijo—, ¿siempre tienes las manos tan calientes? Porque da gustito, ¿eh?

Yo me hice el profesional.

—Técnica —respondí—. Circulación.

Pero ella no dejaba pasar una.

—Circulación… ya. Dilo claro: sabes tocar.

No sé si buscaba que yo entrara en su juego o simplemente se divertía viendo hasta dónde podía tensar la cuerda. Pero sesión tras sesión subía el tono. Dejaba caer insinuaciones, frases dobles. Se quejaba y se reía al mismo tiempo. Me miraba más de la cuenta. Se recolocaba el escote aunque no hiciera falta. Se mordía el labio. Me probaba.

Hasta que un día, en la quinta o sexta sesión, dejó claro que aquello iba a cruzar alguna línea tarde o temprano.

—Manuel dice que vengo demasiado feliz de la fisio —me dijo, boca arriba esta vez, la camiseta medio levantada mientras yo trabajaba la zona del diafragma.

—¿Manuel ? —pregunté, como si no recordara su marido. Lo recordaba.

—Sí, mi santo esposo. Dice que si me tocas tú o qué.

—¿Y qué le dices?

—Que sí, claro. Que me tocas mucho. Pero que me falta un poco más para estar del todo bien.

Lo dijo mirándome sin pestañear. La electricidad del momento fue incómoda y deliciosa a la vez.

—¿Sabes qué creo?. Que además de la espalda, también te aburres.

—Me aburro como una monja en una despedida de soltera —soltó—. Pero tranquilo, que no estás aquí para salvarme. Solo para tocarme un poco las contracturas.

Ese “tocarme un poco” se quedó flotando en el aire.

Y ahí supe que era cuestión de tiempo.

*

La tarde en la que todo estuvo a punto de explotar llegó sin avisar. Última hora. Llovía. Ella entró empapada, el pelo revuelto, sudadera ajustada, leggins oscuros que dibujaban unas caderas rebeldes y un trasero grande, generoso, como hecho para provocar pensamientos que no debía tener.

—Hoy vengo tensa —dijo—. Muy tensa.

—Ya te noto la tensión desde aquí —respondí.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde la notas exactamente?

—En los ojos.

Se rió. Pero esta vez no apartó la mirada. La sostuvo. Larga. Innecesaria. Diferente.

La sesión fue rara, lenta, caliente. El silencio pesaba, solo roto por su respiración y la mía. Yo sentía que la tocaba distinto y ella lo sentía también. No era profesional, lo sabíamos los dos.

Al terminar, en vez de levantarse, se quedó tumbada mirándome.

—Oye —dijo, con voz más baja—. ¿A ti nunca te dan ganas de hacer una locura?

—Depende de la locura —respondí.

—De esas que empiezan en una camilla de fisio y no sabes dónde terminan.

Guardé silencio. Me miraba como quien ha apostado fuerte y espera ver si la otra persona va a cubrir la apuesta… o a retirarse.

Yo debería haberme levantado. Tenía, y tengo, pareja. Debería haber abierto la puerta. Haber dicho: "Hasta la próxima, Cyntia". Pero no lo hice. Me quedé ahí, frente a ella. Muy cerca. Demasiado.

—Cyntia —dije despacio—, sabes que estás jugando con fuego.

—No —susurró—. Solo estoy comprobando si aún puedo quemar a alguien.

Se incorporó, casi rozando mi boca. El aire era un hilo afilado entre nosotros. Y entonces…

Se oyó un golpe en la puerta. Un vecino del local de al lado, pidiendo si podía dejarme unas cajas un momento. Un ruido tonto, banal, que nos devolvió a la realidad de golpe.

Ella respiró hondo, se levantó, se colocó la ropa y antes de irse me dijo:

—El martes vengo otra vez… si quieres seguir tocando mis contracturas.

Sonrió. Esa sonrisa que ya sabía que iba a buscarme por dentro más tarde esa noche.

Y se fue. Dejando la puerta abierta. Y el incendio empezado.

*

No sé en qué momento exacto Cyntia decidió convertir mis sesiones con ella en un deporte de riesgo, pero aquel martes lo entendí: lo nuestro ya no iba de fisioterapia, sino de otra cosa. Algo que todavía no tenía nombre, pero crepitaba como un cable pelado.

Entró tarde, como siempre, dejando una estela de perfume intenso que mezclaba vainilla y ambición frustrada.

Apoyó el bolso en la camilla con gesto teatral y me miró sonriendo, esa sonrisa torcida que enseñaba apenas los incisivos y parecía decir sé más de lo que imaginas.

—Perdona el retraso —dijo—. Se me ha estropeado el coche. Yo no. El coche.

Le sostuve la mirada mientras cerraba la puerta.

—Mientras tú vengas en buen estado, lo demás tiene arreglo —respondí.

Se rió, bajito. Tenía una risa áspera, como de mujer que ha fumado más vida de la que ha disfrutado.

—Estás muy bromista hoy, fisio.

—Profesional y cercano —dije—. El equilibrio perfecto.

—Ajá… ya, ya. Eso dicen todos antes de desnudarme.

Soltó la frase como quien deja caer una cerilla encendida en un charco de gasolina. Me dio la espalda y empezó a quitarse la chaqueta lentamente, sabiendo que la observaba. Lo hacía a propósito: cada gesto en ella era un desafío, una provocación envuelta en ironía.

Debajo llevaba una camiseta ajustada y un sujetador oscuro que luchaba heroicamente por contener un pecho generoso. Muy generoso. Su cuerpo no era de portada, pero tenía esa verdad física que el gym no da: carne con historia, curvas que contaban vida.

—Hoy vamos a trabajar la zona lumbar, como quedamos el último día —le dije.

—Trabaja lo que quieras, cielo. Yo soy toda tuya.

No parpadeó. Había subido el voltaje de golpe.

—Tú y yo sabemos que no soy “todo tuyo” hasta que firmas el consentimiento —respondí con calma—. Regla de oro.

—Ufff, qué formal… —Clavó la mirada en la mía—. Te juro que a veces me pregunto si debajo de ese uniforme tan serio tienes sangre o suero fisiológico.

—Prueba y me cuentas.

Silencio. Una chispa en el aire. Ahí estaba: el terreno exacto donde a Cyntia le gustaba bailar, entre lo indebido y lo tentador.

Se tumbó boca abajo en la camilla con un suspiro exagerado, como si participar en una comedia en la que solo ella conocía el guion. La camiseta se subió apenas al acomodarse, dejando ver la base de su espalda y un poco más. No lo corrigió. Quise creer que no se dio cuenta, pero ella no hacía nada por descuido.

Empapé de aceite mis manos. Olía a almendra dulce. A calma. Lo contrario de lo que pasaba dentro de mi cabeza.

—Frío —advertí antes de tocarla.

—Mmm… depende dónde —contestó, sin girarse.

Deslicé las manos por sus lumbares, despacio, firme. Sentí cómo su respiración cambiaba, cómo tensaba un segundo y luego se entregaba bajo presión experta. La piel de su espalda tenía esa textura cálida que solo tienen las mujeres que no temen al invierno ni a los hombres que miran demasiado.

—Tienes mucha tensión aquí —dije—. Derecha más cargada que izquierda.

—Claro —respondió—. Es que soy diestra para casi todo.

—¿Casi?

—Para lo que importa, ambidiestra.

Me hizo sonreír a pesar de mí mismo.

Seguimos sin hablar durante un rato. Solo el ritmo del masaje, más profundo cada vez, bajando de la espalda a la cadera. Ella no se movía, pero había algo eléctrico en la forma en que me ofrecía su silencio: una invitación sin palabras.

—¿Y tu marido? —solté de pronto—. Hace tiempo que no lo mencionas.

Fue un disparo certero. Quería ver si había líneas rojas en aquel juego suyo.

—¿Mi marido? —Repitió con calma—. Bien. Sigue ahí. Como el gotelé en los pisos viejos.

—¿Decorativo?

—Y molesto.

Reímos los dos. Pero ella, entonces, bajó la voz.

—No te hagas ilusiones, fisio. Yo no soy de las que engañan a su marido por deporte.

—¿No?

—No. Yo solo lo haría… si me dieran motivos muy buenos.

Se giró apenas, lo justo para mirarme por encima del hombro. La sonrisa había desaparecido. Había fuego ahora.

—¿Y tú? ¿Eres de dar motivos? —me dijo Cyntia sin apartar la mirada.

La pregunta quedó flotando en el aire, dudando entre broma peligrosa y confesión encubierta. Yo seguí trabajando sus lumbares con calma, como si nada hubiese cambiado. Pero algo había cambiado. Estábamos ya en territorio donde uno no entra por error.

—Solo cuando merece la pena —respondí.

—Qué suerte —murmuró—. Creía que solo quedaban dos tipos de hombres: los que aburren y los que presumen demasiado.

—Pues yo soy del tercer tipo.

—¿Ah sí? ¿Cuál es ese?

—El que no presume… porque no le hace falta.

Se le escapó una carcajada breve.

—Madre mía. Cómo se nota que has practicado esas frases delante del espejo.

Me incliné un poco para seguir descendiendo con el masaje hacia la zona sacra. Su respiración volvió a cambiar. No era jadeo ni excitación evidente. Era… atención. Expectativa. Esa forma en la que alguien se prepara para no perderse nada.

—Voy a bajar un poco más —advertí—. Quiero revisar la inserción de glúteo mayor y piramidal. Ahí tienes un bloqueo antiguo.

—Zonas peligrosas, fisio —dijo sin oponerse—. ¿Seguro que no intentas aprovecharte de mí?

—Yo nunca intento nada —murmuré, firme—. Hago lo que necesito hacer.

—Eso suena perverso —respondió con media sonrisa—. Me gusta.

Deslicé mis manos hacia la zona alta de sus caderas. La camiseta estaba en mitad de camino desde hacía rato, subiendo casi hasta las costillas. Ella no la bajó. Yo tampoco. Era parte del lenguaje silencioso que habíamos creado: nadie decía que sí, nadie decía que no. Pero ambos seguíamos adelante.

—Me vas a tener que bajar un poco las mallas —dijo ella de pronto, sin volverse—. Si no, no vas a llegar a ese músculo.

Se me quedó la frase flotando en la cabeza: me vas a tener que bajar un poco las mallas. No dijo puedo bajármelas ni las bajo yo. No. Lo había dicho así. Como si se lo estuviera ordenando a propósito para verme reaccionar.

La obedecí despacio, con profesionalidad quirúrgica. Dos dedos, un gesto limpio, y la tela negra de sus mallas deportivas descendió apenas unos centímetros, dejando visible más piel de la que se mostraría en una sala normal de fisioterapia. Pero esta no era una sala normal. Y Cyntia no era una paciente normal.

—¿Así bien?

—Un poco más —susurró, sin dudar.

Y lo dijo con una naturalidad devastadora, sin coquetería. Como quien está probando el borde de un abismo.

Le bajé otro par de centímetros, los justos. Ya era demasiado cerca de donde empezaba el terreno prohibido. Esa línea invisible que separa el masaje de… otra cosa.

—¿Aquí llega el piramidal? —preguntó ella en voz lenta, cargada de ese doble sentido que ya era su firma.

—Ahí empieza —contesté.

Silencio.

Mis manos empezaron a trabajar con profundidad, con precisión. Era un masaje técnico, perfecto, pero la atmósfera… no lo era. Cada gesto tenía más peso del necesario. Cada contacto hablaba de algo más. Algo que ya no disimulábamos.
Hasta que de pronto, soltó:

—Sabes que me gusta cómo me tocas, ¿verdad?

Era la primera vez que lo decía en voz alta. Hasta entonces había sido subtexto. Ahora era declaración de guerra.

—No te estoy tocando. Te estoy tratando.

—Ajá. Y yo nací ayer.

Se giró apenas para mirarme por encima del hombro. Esa mirada otra vez. Oscura. Densa. Cargada de decisiones pendientes.

—Relaja más la cadera —le pedí—. Si no, voy a tener que usar una técnica más profunda.

—Úsala —dijo, sin pestañear.

—Es invasiva.

—Creo que puedo soportarlo.

Y entonces lo entendí: Cyntia no había venido a por un masaje. Había venido a esto. No era casual. No era juego tonto. Ella estaba empujando una puerta. Una puerta que yo también estaba abriendo.
Me incliné un poco más sobre ella. Su voz se volvió un susurro.

—A veces —dijo—, para desbloquear algo… hay que ir más hondo.

No contesté. Pero sus palabras quedaron ahí. Marcando destino.

Y justo entonces, cuando mi mano estaba a punto de subir un nivel más en esa peligrosa intimidad, sonó su móvil. Vibró sobre la mesa.

Miró la pantalla. Lo miró demasiado rato. Luego dijo, muy bajo:

—Es mi marido.

No atendió la llamada. No se movió. Solo cerró los ojos y añadió:

—Sigue.
 
Nunca pensé que acabaría hablando de Cyntia. Pero a veces la vida te guarda una historia oculta en un rincón, una de esas que no confiesas a la primera copa porque necesita espacio, un poco de humo, silencio y un público que sepa callar a ti.empo. De esas historias que empiezan como una broma y terminan clavadas en la memoria, ardiendo, como una espina bajo la piel.

Yo soy fisioterapeuta. Cuarenta y pocos, espalda gastada de cargar cuerpos ajenos y paciencia entrenada a base de escuchar dolores que no siempre son físicos. En este trabajo uno aprende rápido que mucha gente viene para que le toquen, sí, pero también para que alguien le preste atención. Y a veces lo que duele no está en la espalda ni en la cervical: está más abajo. Mucho más abajo.

Cyntia llegó una tarde de marzo, arrastrando su bolso enorme, oliendo a colonia intensa y sonrisa desafiante. Nada de la típica paciente modosita: ella entró como si cruzara el escenario de un teatro.

—Buenas tardes. ¿Tú eres el fisio nuevo o el de siempre que no me acuerdo? —me dijo, con ese descaro que no espera permiso.

—Depende —respondí—. Si vienes con quejas, soy el nuevo. Si vienes con buen humor, soy el de siempre.

Se rio. Fuerte. Sin vergüenza.

—Te reirás, pero vengo hecha un cuadro. La espalda me está matando, pero ya te aviso que soy delicada.

Mentira. No parecía delicada en absoluto. Tenía presencia. Alta, caderas llenas, un cuerpo que ya había dejado atrás la guerra contra la perfección hacía tiempo y ahora se limitaba a moverse con la seguridad de quien sabe que todavía despierta miradas. Pechos grandes, contundentes; culo ancho, con vida propia; y una boca expresiva que parecía diseñada para dar problemas. El pelo negro, cortado en una media melena algo salvaje. Ojos oscuros, vividos. Cuarenta y cuatro, me dijo después. Casada. Dos hijos. Lo contó sin importancia, como quien menciona que tiene perro.

—Vale, siéntate —le dije—. Cuéntame qué te pasa.

—Me pasa la vida —respondió, clavándome una mirada ladeada—. Pero de momento vamos a empezar por la espalda, que es menos complicado. Creo.

Desde la primera sesión empezó el juego. No fue mi culpa. O sí. A veces uno se presta al peligro sin darse cuenta, porque el riesgo excita mientras aún parece manejable.

En la camilla, boca abajo, mientras yo deslizaba las manos por su zona lumbar, Cyntia hablaba como quien no sabe o no quiere guardarse nada:

—Ten cuidado ahí, que es zona sensible.

—Tranquila, solo busco contracturas.

—Ya, ya… las contracturas.

Silencio espeso. Noté cómo levantaba un poco la cabeza.

—Oye —dijo—, ¿siempre tienes las manos tan calientes? Porque da gustito, ¿eh?

Yo me hice el profesional.

—Técnica —respondí—. Circulación.

Pero ella no dejaba pasar una.

—Circulación… ya. Dilo claro: sabes tocar.

No sé si buscaba que yo entrara en su juego o simplemente se divertía viendo hasta dónde podía tensar la cuerda. Pero sesión tras sesión subía el tono. Dejaba caer insinuaciones, frases dobles. Se quejaba y se reía al mismo tiempo. Me miraba más de la cuenta. Se recolocaba el escote aunque no hiciera falta. Se mordía el labio. Me probaba.

Hasta que un día, en la quinta o sexta sesión, dejó claro que aquello iba a cruzar alguna línea tarde o temprano.

—Manuel dice que vengo demasiado feliz de la fisio —me dijo, boca arriba esta vez, la camiseta medio levantada mientras yo trabajaba la zona del diafragma.

—¿Manuel ? —pregunté, como si no recordara su marido. Lo recordaba.

—Sí, mi santo esposo. Dice que si me tocas tú o qué.

—¿Y qué le dices?

—Que sí, claro. Que me tocas mucho. Pero que me falta un poco más para estar del todo bien.

Lo dijo mirándome sin pestañear. La electricidad del momento fue incómoda y deliciosa a la vez.

—¿Sabes qué creo?. Que además de la espalda, también te aburres.

—Me aburro como una monja en una despedida de soltera —soltó—. Pero tranquilo, que no estás aquí para salvarme. Solo para tocarme un poco las contracturas.

Ese “tocarme un poco” se quedó flotando en el aire.

Y ahí supe que era cuestión de tiempo.

*

La tarde en la que todo estuvo a punto de explotar llegó sin avisar. Última hora. Llovía. Ella entró empapada, el pelo revuelto, sudadera ajustada, leggins oscuros que dibujaban unas caderas rebeldes y un trasero grande, generoso, como hecho para provocar pensamientos que no debía tener.

—Hoy vengo tensa —dijo—. Muy tensa.

—Ya te noto la tensión desde aquí —respondí.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde la notas exactamente?

—En los ojos.

Se rió. Pero esta vez no apartó la mirada. La sostuvo. Larga. Innecesaria. Diferente.

La sesión fue rara, lenta, caliente. El silencio pesaba, solo roto por su respiración y la mía. Yo sentía que la tocaba distinto y ella lo sentía también. No era profesional, lo sabíamos los dos.

Al terminar, en vez de levantarse, se quedó tumbada mirándome.

—Oye —dijo, con voz más baja—. ¿A ti nunca te dan ganas de hacer una locura?

—Depende de la locura —respondí.

—De esas que empiezan en una camilla de fisio y no sabes dónde terminan.

Guardé silencio. Me miraba como quien ha apostado fuerte y espera ver si la otra persona va a cubrir la apuesta… o a retirarse.

Yo debería haberme levantado. Tenía, y tengo, pareja. Debería haber abierto la puerta. Haber dicho: "Hasta la próxima, Cyntia". Pero no lo hice. Me quedé ahí, frente a ella. Muy cerca. Demasiado.

—Cyntia —dije despacio—, sabes que estás jugando con fuego.

—No —susurró—. Solo estoy comprobando si aún puedo quemar a alguien.

Se incorporó, casi rozando mi boca. El aire era un hilo afilado entre nosotros. Y entonces…

Se oyó un golpe en la puerta. Un vecino del local de al lado, pidiendo si podía dejarme unas cajas un momento. Un ruido tonto, banal, que nos devolvió a la realidad de golpe.

Ella respiró hondo, se levantó, se colocó la ropa y antes de irse me dijo:

—El martes vengo otra vez… si quieres seguir tocando mis contracturas.

Sonrió. Esa sonrisa que ya sabía que iba a buscarme por dentro más tarde esa noche.

Y se fue. Dejando la puerta abierta. Y el incendio empezado.

*

No sé en qué momento exacto Cyntia decidió convertir mis sesiones con ella en un deporte de riesgo, pero aquel martes lo entendí: lo nuestro ya no iba de fisioterapia, sino de otra cosa. Algo que todavía no tenía nombre, pero crepitaba como un cable pelado.

Entró tarde, como siempre, dejando una estela de perfume intenso que mezclaba vainilla y ambición frustrada.

Apoyó el bolso en la camilla con gesto teatral y me miró sonriendo, esa sonrisa torcida que enseñaba apenas los incisivos y parecía decir sé más de lo que imaginas.

—Perdona el retraso —dijo—. Se me ha estropeado el coche. Yo no. El coche.

Le sostuve la mirada mientras cerraba la puerta.

—Mientras tú vengas en buen estado, lo demás tiene arreglo —respondí.

Se rió, bajito. Tenía una risa áspera, como de mujer que ha fumado más vida de la que ha disfrutado.

—Estás muy bromista hoy, fisio.

—Profesional y cercano —dije—. El equilibrio perfecto.

—Ajá… ya, ya. Eso dicen todos antes de desnudarme.

Soltó la frase como quien deja caer una cerilla encendida en un charco de gasolina. Me dio la espalda y empezó a quitarse la chaqueta lentamente, sabiendo que la observaba. Lo hacía a propósito: cada gesto en ella era un desafío, una provocación envuelta en ironía.

Debajo llevaba una camiseta ajustada y un sujetador oscuro que luchaba heroicamente por contener un pecho generoso. Muy generoso. Su cuerpo no era de portada, pero tenía esa verdad física que el gym no da: carne con historia, curvas que contaban vida.

—Hoy vamos a trabajar la zona lumbar, como quedamos el último día —le dije.

—Trabaja lo que quieras, cielo. Yo soy toda tuya.

No parpadeó. Había subido el voltaje de golpe.

—Tú y yo sabemos que no soy “todo tuyo” hasta que firmas el consentimiento —respondí con calma—. Regla de oro.

—Ufff, qué formal… —Clavó la mirada en la mía—. Te juro que a veces me pregunto si debajo de ese uniforme tan serio tienes sangre o suero fisiológico.

—Prueba y me cuentas.

Silencio. Una chispa en el aire. Ahí estaba: el terreno exacto donde a Cyntia le gustaba bailar, entre lo indebido y lo tentador.

Se tumbó boca abajo en la camilla con un suspiro exagerado, como si participar en una comedia en la que solo ella conocía el guion. La camiseta se subió apenas al acomodarse, dejando ver la base de su espalda y un poco más. No lo corrigió. Quise creer que no se dio cuenta, pero ella no hacía nada por descuido.

Empapé de aceite mis manos. Olía a almendra dulce. A calma. Lo contrario de lo que pasaba dentro de mi cabeza.

—Frío —advertí antes de tocarla.

—Mmm… depende dónde —contestó, sin girarse.

Deslicé las manos por sus lumbares, despacio, firme. Sentí cómo su respiración cambiaba, cómo tensaba un segundo y luego se entregaba bajo presión experta. La piel de su espalda tenía esa textura cálida que solo tienen las mujeres que no temen al invierno ni a los hombres que miran demasiado.

—Tienes mucha tensión aquí —dije—. Derecha más cargada que izquierda.

—Claro —respondió—. Es que soy diestra para casi todo.

—¿Casi?

—Para lo que importa, ambidiestra.

Me hizo sonreír a pesar de mí mismo.

Seguimos sin hablar durante un rato. Solo el ritmo del masaje, más profundo cada vez, bajando de la espalda a la cadera. Ella no se movía, pero había algo eléctrico en la forma en que me ofrecía su silencio: una invitación sin palabras.

—¿Y tu marido? —solté de pronto—. Hace tiempo que no lo mencionas.

Fue un disparo certero. Quería ver si había líneas rojas en aquel juego suyo.

—¿Mi marido? —Repitió con calma—. Bien. Sigue ahí. Como el gotelé en los pisos viejos.

—¿Decorativo?

—Y molesto.

Reímos los dos. Pero ella, entonces, bajó la voz.

—No te hagas ilusiones, fisio. Yo no soy de las que engañan a su marido por deporte.

—¿No?

—No. Yo solo lo haría… si me dieran motivos muy buenos.

Se giró apenas, lo justo para mirarme por encima del hombro. La sonrisa había desaparecido. Había fuego ahora.

—¿Y tú? ¿Eres de dar motivos? —me dijo Cyntia sin apartar la mirada.

La pregunta quedó flotando en el aire, dudando entre broma peligrosa y confesión encubierta. Yo seguí trabajando sus lumbares con calma, como si nada hubiese cambiado. Pero algo había cambiado. Estábamos ya en territorio donde uno no entra por error.

—Solo cuando merece la pena —respondí.

—Qué suerte —murmuró—. Creía que solo quedaban dos tipos de hombres: los que aburren y los que presumen demasiado.

—Pues yo soy del tercer tipo.

—¿Ah sí? ¿Cuál es ese?

—El que no presume… porque no le hace falta.

Se le escapó una carcajada breve.

—Madre mía. Cómo se nota que has practicado esas frases delante del espejo.

Me incliné un poco para seguir descendiendo con el masaje hacia la zona sacra. Su respiración volvió a cambiar. No era jadeo ni excitación evidente. Era… atención. Expectativa. Esa forma en la que alguien se prepara para no perderse nada.

—Voy a bajar un poco más —advertí—. Quiero revisar la inserción de glúteo mayor y piramidal. Ahí tienes un bloqueo antiguo.

—Zonas peligrosas, fisio —dijo sin oponerse—. ¿Seguro que no intentas aprovecharte de mí?

—Yo nunca intento nada —murmuré, firme—. Hago lo que necesito hacer.

—Eso suena perverso —respondió con media sonrisa—. Me gusta.

Deslicé mis manos hacia la zona alta de sus caderas. La camiseta estaba en mitad de camino desde hacía rato, subiendo casi hasta las costillas. Ella no la bajó. Yo tampoco. Era parte del lenguaje silencioso que habíamos creado: nadie decía que sí, nadie decía que no. Pero ambos seguíamos adelante.

—Me vas a tener que bajar un poco las mallas —dijo ella de pronto, sin volverse—. Si no, no vas a llegar a ese músculo.

Se me quedó la frase flotando en la cabeza: me vas a tener que bajar un poco las mallas. No dijo puedo bajármelas ni las bajo yo. No. Lo había dicho así. Como si se lo estuviera ordenando a propósito para verme reaccionar.

La obedecí despacio, con profesionalidad quirúrgica. Dos dedos, un gesto limpio, y la tela negra de sus mallas deportivas descendió apenas unos centímetros, dejando visible más piel de la que se mostraría en una sala normal de fisioterapia. Pero esta no era una sala normal. Y Cyntia no era una paciente normal.

—¿Así bien?

—Un poco más —susurró, sin dudar.

Y lo dijo con una naturalidad devastadora, sin coquetería. Como quien está probando el borde de un abismo.

Le bajé otro par de centímetros, los justos. Ya era demasiado cerca de donde empezaba el terreno prohibido. Esa línea invisible que separa el masaje de… otra cosa.

—¿Aquí llega el piramidal? —preguntó ella en voz lenta, cargada de ese doble sentido que ya era su firma.

—Ahí empieza —contesté.

Silencio.

Mis manos empezaron a trabajar con profundidad, con precisión. Era un masaje técnico, perfecto, pero la atmósfera… no lo era. Cada gesto tenía más peso del necesario. Cada contacto hablaba de algo más. Algo que ya no disimulábamos.
Hasta que de pronto, soltó:

—Sabes que me gusta cómo me tocas, ¿verdad?

Era la primera vez que lo decía en voz alta. Hasta entonces había sido subtexto. Ahora era declaración de guerra.

—No te estoy tocando. Te estoy tratando.

—Ajá. Y yo nací ayer.

Se giró apenas para mirarme por encima del hombro. Esa mirada otra vez. Oscura. Densa. Cargada de decisiones pendientes.

—Relaja más la cadera —le pedí—. Si no, voy a tener que usar una técnica más profunda.

—Úsala —dijo, sin pestañear.

—Es invasiva.

—Creo que puedo soportarlo.

Y entonces lo entendí: Cyntia no había venido a por un masaje. Había venido a esto. No era casual. No era juego tonto. Ella estaba empujando una puerta. Una puerta que yo también estaba abriendo.
Me incliné un poco más sobre ella. Su voz se volvió un susurro.

—A veces —dijo—, para desbloquear algo… hay que ir más hondo.

No contesté. Pero sus palabras quedaron ahí. Marcando destino.

Y justo entonces, cuando mi mano estaba a punto de subir un nivel más en esa peligrosa intimidad, sonó su móvil. Vibró sobre la mesa.

Miró la pantalla. Lo miró demasiado rato. Luego dijo, muy bajo:

—Es mi marido.

No atendió la llamada. No se movió. Solo cerró los ojos y añadió:

—Sigue.
Buenísimo, yo tengo algo parecido , pero como cliente de la fisio
 
No hizo ademán de coger el móvil. Lo dejó vibrar hasta que cesó. Cerró los ojos como quien se entrega a algo que ya no piensa discutir consigo misma.

Yo seguí con el masaje, pero ahora cada segundo parecía una decisión moral que no había tomado y sin embargo estaba ejecutando. Mis manos descendieron un poco más, rozando la frontera que no se debía cruzar en una camilla de fisioterapia. Cyntia lo notó. Se tensó… y no se apartó.

—Relaja. Si aprietas, duele más.

—No es dolor. Es… otra cosa.

Me detuve un segundo. Podía retroceder. Podía hacer lo profesional. Podía seguir siendo un tipo correcto, dar dos palmaditas en la espalda y cerrar la sesión con neutralidad.

Pero ella estaba ahí, tumbada boca abajo, respirando hondo, ofreciéndose con descaro pero sin pedirlo en ninguna palabra. Era un terreno en el que solo entran dos clases de personas: los que no conocen el miedo… y los que aceptan convivir con él.

Yo siempre he sido de los segundos.

Deslicé los pulgares justo al borde de su glúteo derecho. Su piel estaba caliente. Demasiado. Palpitante bajo mis manos. No de dolor. No de tensión. De otra cosa.

—Voy a usar presión profunda...

—Haz lo que tengas que hacer. Confío en ti.

Eso no era verdad. Nadie en su sano juicio confía así. No era confianza. Era algo más oscuro: era deseo disfrazado de terapia.

Mi mano izquierda quedó firme sobre su cadera, la derecha trabajó el músculo en profundidad. Pero no era ya un masaje. Era otra cosa, una progresión peligrosa, meditada en silencio durante semanas. Ella se movió despacio, apenas un gesto involuntario, arqueando un poco la espalda. Una invitación muda.

Entonces lo dijo. La frase que convierte un juego en pecado.

—No pares.

Dos palabras. Nada más. Pero eran dinamita.

El masaje dejó de ser profesional en el instante exacto en el que mi mano siguió bajando un milímetro más de lo necesario. Solo un milímetro. No fue la zona, no fue el gesto. Fue la intención. Y la intención ya no era inocente.

Ella soltó un suspiro que me atravesó entero. Se mordió el labio. Lo vi cuando giró la cabeza para mirarme. Sus ojos tenían ese brillo de quien está a punto de hacer algo que recordará toda la vida.

Y entonces, sin esperarlo, levantó un poco la pelvis y apoyó la mejilla en la camilla, mirándome de lado.

—Dime la verdad. ¿Llevabas semanas esperando esto?

—¿Quieres la versión correcta o la sincera?

—La sincera.

—Sí.

Una sonrisa lenta, victoriosa, se dibujó en su boca.

—Yo también.

La tensión se rompió como un cristal.

Dejamos de fingir.

Mis manos la sujetaron de la cintura con firmeza. Ella no se apartó. No puso un solo límite. Al contrario, empujó. No con palabras, sino con el cuerpo. Como hacen las mujeres que saben exactamente lo que están haciendo y ya no temen las consecuencias.

—Cyntia… —musité, a un milímetro de perder el control.

—No digas mi nombre así. Suena a sentencia.

—Porque lo es.

—¿Y tú quién eres? ¿El que me salva o el que me hunde?

—El que no va a parar.

Entonces ocurrió el primer gesto sin retorno: mi mano entró por debajo de la cintura de sus mallas. Ella jadeó y no se movió. Fue como romper una compuerta vieja: detrás había más presión de la que ninguno de los dos había calculado.

Y justo cuando todo iba a suceder, cuando ya no había retorno, sonó el timbre de la clínica.

Una, dos, tres veces. Secas. Impacientes.

Nos quedamos petrificados, respirando fuerte. Temblando de lo que estábamos a punto de hacer.

—¿Citas a esta hora?

—No.

El timbre insistió otra vez, más largo. Más… urgente.

Cyntia giró la cabeza. Su rostro cambió. Ese brillo desafiante se mezcló con otra cosa: alarma. Algo no encajaba. El teléfono volvió a vibrar sobre la mesa.

Miró la pantalla.

Y con un hilo de voz dijo:

—Es Manuel.

Su marido.

*

El timbre volvió a sonar y a los dos se nos volvió de hielo la sangre. Yo reaccioné primero: retiré la mano de su cuerpo como si me hubiera quemado. Ella se incorporó despacio, respirando agitada, las mejillas encendidas, la ropa un poco fuera de su sitio. El deseo flotaba aún en la habitación, espeso y punzante, pero ahora había un tercero invisible: el miedo.

—No abras.

—Podría ser algún paciente.

—No abras.

Era una orden, dicha con calma feroz. La obedecí.

El timbre sonó una vez más, insistente. Después, silencio.

Cyntia cogió el móvil con manos temblorosas. En la pantalla, una llamada perdida de “Manuel ”. Luego un mensaje:

“Estoy por tu zona. ¿Te paso a recoger?”

Ella lo leyó, tragó saliva, me miró. Había rabia en sus ojos. No hacia mí, sino hacia su propia vida.

“No sabía que hoy volvías tan pronto”, escribió ella, respondiendo con rapidez.

“No te preocupes, ya voy yo. Estoy terminando el fisio. Toma una cerveza donde Jose”

Lo envió y dejó el móvil a un lado con un suspiro profundo, como si estuviera soltando un peso viejo que ya no quería cargar.

—¿Prisas?

—Hartazgo. Que no es lo mismo.

Nos quedamos en silencio unos segundos. Afuera pasaba un coche. Luego otro. Dentro, la habitación olía a crema de masaje y a algo más: electricidad, alambre quemado, peligro.

—Podemos parar aquí —dije, y al decirlo sentí una punzada, como si me clavaran una aguja en algún lugar que tenía algo que ver con la dignidad—. Fingir que no ha pasado nada. Lo de siempre.

Ella me miró. Me sostuvo la mirada sin pestañear.

—¿Tú quieres parar?

—No he dicho eso.

—Yo tampoco.

Se levantó de la camilla y se plantó frente a mí. Tan cerca que pude notar la mezcla de su perfume con el sudor fino que brillaba en su clavícula. Tenía la respiración aún alterada. La tensión sexual había vuelto en un segundo, como si solo hubiese estado esperando su turno.

—Pero una cosa clara. Si cruzamos esta línea, no la vamos a cruzar a medias. No soy una adolescente jugando a sentirse deseada. O lo hacemos… o no volvemos a mencionarlo.

—¿Y Manuel ?

—Manuel se busca sus propios fantasmas. Yo me ocupo de los míos.

No lo pensé más. La besé.

No fue un beso torpe ni de tanteo. Fue una declaración de guerra. Ella respondió igual. La agarré de la cintura, ella se aferró a mi nuca. Nos besamos como si lleváramos meses guardándonos ese impulso. Porque era verdad: lo habíamos hecho.

La tumbé de espaldas sobre la camilla. Esta vez no había excusas ni contención. Solo hambre. Pura y antigua.

Nos miramos un segundo, respirando fuerte. No dije nada. No hacía falta. Ella asintió una vez, como dándome permiso.

Y el resto ya no fue masaje.

Fue destino.

*

La besé con más hambre que paciencia. Meses reprimiendo miradas, convirtiendo palabras en bromas para no quemar el puente… todo eso estalló en ese primer beso sin máscara. Cyntia me respondió con la boca caliente, voraz, con esa mezcla de rabia y deseo que solo tienen las mujeres que llevan demasiado tiempo tragándose su vida.

La giré sin delicadeza. La camilla crujió. Ella tenía la respiración irregular, pero no apartaba la mirada. Nunca nadie me había mirado así: como si hubiera firmado un pacto conmigo sin necesidad de hablarlo.

Deslicé la mano bajo su camiseta. Noté su piel tibia, un vientre blando, humano, real. Subí hasta sus pechos grandes, pesados, rodeados por un sujetador barato que no intentaba disimular nada. Se lo bajé, dejando sus pezones al aire: grandes, morenos, poderosos. Ella me gruñó sin palabras, mordiéndome el labio.

Era como tener un incendio entre las manos. Le bajé las mallas. No se resistió. Bajé la tela con torpeza impaciente, dejando a la vista unas bragas negras y gastadas. No era una escena de catálogo. Era puro realismo: piel, deseo, ropa interior con historia, olor corporal.

Le acaricié el culo sobre la tela. Pesaba. Se movía con vida. Un culo de mujer, hecho por los años, no por gimnasio. Ella me lo ofreció como si eso hubiera estado escrito antes de conocernos.

—No sabes cómo te deseé cada vez que te inclinabas en esta camilla…

—¿Y por qué no hiciste nada?

—Porque soy menos valiente de lo que parezco.

—Y yo más hija de puta de lo que imaginas.

Nos reímos en silencio, con la frente apoyada una contra la otra. Era esa complicidad peligrosa que se instala cuando dos adultos deciden, conscientemente, saltarse la línea.

Bajé su ropa interior. No me detuve a contemplar: la olí. El olor de su sexo era fuerte, denso, sin disfraz. Algo primitivo en mí despertó. Iba directo a lamerla cuando ella me sostuvo de la nuca y me detuvo.

—Espera.

—¿Qué pasa?

Su respiración se calmó un segundo. Se tomó su tiempo para decir lo que venía. Y lo dijo.

—Hay reglas.

—Dime.

Me miró con algo que no había visto antes en ella: franqueza brutal.

—Mi coño es de mi marido.

Entonces la miré en serio. No como un cuerpo. Como un destino. Ahí estaba el conflicto. El núcleo. Su fuego y su cadena al mismo tiempo.

—¿Y yo?

Se mordió el labio. Me gustó verla decidirlo.

—Tú no vas a tocar eso. Pero… —respiró hondo— mi boca y mi culo son tuyos, ¿te queda claro?

Noté un latigazo recorrerme la espalda. No era sumisión. Era pacto. Era una mujer trazando su propio mapa de supervivencia.

Asentí. Despacio. Y entonces sonreí, sin poder evitarlo.

—Voy a hacer que te arrepientas de haber dicho eso.

—Inténtalo.

Ahí empezó todo. La giré contra la camilla, con las manos apoyadas, el culo hacia mí. Y pensé: si esto empieza así, no quiero imaginar cómo acaba.

*

La tenía inclinada sobre la camilla, las manos firmes apoyadas sobre el cuero gris. Al principio pensé que aquello sería una descarga rápida, un incendio breve después de demasiados meses jugando con fuego. Pero cuando le bajé las mallas y vi su cuerpo ahí, entregado pero desafiante, entendí que lo nuestro acababa de definirse: no iba a ser bonito, iba a ser verdadero.

Acaricié lentamente la curva pesada de su trasero, ese volumen que se siente en la palma como un secreto. Ella respiró hondo, todavía tensa, pero no se apartó.

—Tienes un culo increíble.

—Tengo cuarenta y cuatro años y dos hijos. No tengo tiempo para gimnasias ni para complejos.

—Por eso me gustas.

Se rio por lo bajo, esa risa rota que suelta una mujer cuando alguien la mira sin filtros, cuando la ven de verdad. Su piel tenía mapas, hundimientos, firmeza y blandura conviviendo. Real. Viva.

Hundí la cara en el hueco de su espalda baja y olí su piel. Ese olor tibio, mezcla de sudor y perfume viejo, era más erótico que cualquier lencería. La besé en secreto, pequeños mordiscos en la carne suave del límite de sus caderas. Ella gimió apenas:

—No te regodees… Haz lo que tengas que hacer.

—No. Voy a hacerlo como me dé la gana.

Deslicé la mano entre sus muslos, acariciando el interior lentamente. Sentí cómo se abría para mí poco a poco. No necesité verla para saber que estaba ardiendo. Su cuerpo ya lo había decidido antes que su cabeza.

Quiso apretar las piernas, pero se lo impedí con firmeza. Se notó su respiración agitarse.

—No me cierres el paso.

—No estoy cerrando nada.

—Sí, lo estás. —Tomé sus muñecas y se las apoyé juntas al borde de la camilla—. Déjate.

—No sé si me gusta cómo suena eso.

—Pues aprende.

Su cuerpo se relajó un poco más. Rendición parcial. Progreso.

Me arrodillé detrás de ella. Le separé lentamente las nalgas y le besé justo en el centro de su culo. Primero suave, meditadamente. No había prisas. Lo hice con una atención reverente, como quien descubre una región prohibida. Ella dio un salto de sorpresa.

—Qué carajo haces…

—Calla.

Volvió a intentarlo:

—Nadie me ha…

No la dejé terminar. Seguí. Lento, paciente, profundo. Ella tembló. Primero resistencia; después, incredulidad. Y luego, ese sonido: un jadeo ronco que salió de ella como si lo hubiera tenido guardado años.

—Joder… joder… no sabía…

—No sabías que te gustaría... Ya lo sabes.

—No tienes permiso… para disfrutar tanto conmigo.

—Eso lo decidiste tú cuando me dejaste entrar aquí —y hundí la lengua aún más despacio, trabajándola con calma, como si estuviera tallando en ella una confesión.

—Hijo de puta… —susurró, pero no había rabia real, solo incredulidad y placer.

Le pasé dos dedos, uno por cada pliegue interior, masajeando con aceite, abriendo espacio con dedicación casi clínica. Ella apretó la camilla. Yo continué explorándola, sin pedir permiso, sin perder el control. Solo construyendo una rendición lenta.

*

La primera vez que le vi el culo a Cyntia pensé dos cosas a la vez: que era grande y que tenía que ser mío algún día. No aquel día, ni al siguiente, pero tarde o temprano ese culo acabaría empujándome a hacer alguna estupidez de la que no querría arrepentirme.

Ahora la tenía delante, desnuda, apoyada con los codos en la camilla de mi consulta, las piernas ligeramente abiertas, la espalda arqueada y el culo empapado de saliva ofreciéndose con el descaro de quien sabe perfectamente lo que está haciendo. El olor de su piel caliente lo llenaba todo: un olor denso, carnal, mezcla de sudor reciente, crema hidratante y excitación adulta, de esa que no pide permiso.

—Última oportunidad de retractarte.

—Ay, por favor. No me vengas ahora con ética profesional que te da un ictus.

No me reí, la observé. Su cuerpo hablaba: las caderas generosas, las estrías en la parte baja de la espalda, las nalgas grandes, blandas, con ese bamboleo hipnótico que no tienen las chicas de gimnasio sino las hembras de verdad, hechas de carne, vida, hijos, excesos y domingos de sofá. La polla tiritaba dentro de mi pantalón como si supiera que estaba a punto de meterse en problemas.

—¿Estás nerviosa?

—Un poco. Pero no porque me asuste lo que vas a hacerme. Me preocupa que seas tan bueno como presumes.

—¿Eso sería malo?

—Sí. Porque entonces volvería.

Se giró un segundo y me miró antes de empezar. Tenía los labios gruesos, la boca grande, los ojos negros y fieros. No había rastro de ingenuidad en ella, ni ganas de jugar a la falsa inocencia. Sabía follar. Sabía negociar. Sabía arriesgar. Y lo peor de todo: no le temblaba el pulso.

Abrí mis manos sobre sus caderas. Estaba caliente. Muy caliente. La piel le latía bajo mis dedos. Su respiración era profunda, expectante. Le bajé un poco más las bragas negras que llevaba enganchadas en una rodilla. Las aparté del todo. Las guardé en el bolsillo. Ella lo notó.

—¿Recuerdo?

—Souvenir.

—Cerdo.

—Sabes que sí.

Y entonces la abrí de nuevo. Despacio. Con los dedos separé la carne blanda y oscura de sus nalgas, revelando ese ojo húmedo de mi boca, apretado, que tembló al sentir aire, como si acabara de despertarlo. Tenía un ano precioso, sí, de mujer madura y caliente, cerrado como un nudo, pero lleno de vida. Más abajo asomaba su coño, brillante y prominente, un coño generoso y trabajado, empapado, trémulo.

Me incliné sobre ella. Le besé una nalga, luego la otra. Mordí. Olía a mujer sudada que se ha guardado el deseo en una jaula demasiado tiempo. Abrí más, saqué la lengua y le recorrí el surco entero, de abajo arriba, despacio, con malicia.

Ella gimió, ronco, animal.

—Hijo de puta…. No sabes dónde te estás metiendo.

Sonrío contra su piel.

Oh, sí que lo sabía

*

—No… No vas a…

Sí. Volví ahí. Directo. A su coño, y más arriba. Primero un beso húmedo, descarado, indecente. Ella soltó un gemido grave, involuntario. No era fino. Era real.

—Hijo de puta…. Esto no es juego limpio.

—No estamos aquí para jugar.

Hundí la lengua entre sus nalgas, explorando de abajo arriba, saboreándola con malicia. Ella apretó los puños, clavó las uñas en la camilla.

—Dios… sigue… pero no me trates como a una princesita. Si vas a comerme el culo, cómetelo bien.

Obedecí. Sin piedad. Con hambre. Ella empezó a moverse contra mi boca, frotándose sin vergüenza.

—Eso es. Así. Justo así. Joder…

Puse un dedo en su coño mientras lamía profundo. Estaba ardiente, abierta, dispuesta a tragar lo que le pusiera por delante. Sus caderas empezaron a temblar.

—Vas a correrte...

—¿Y? ¿Algún problema?

—Ninguno.

Se corrió. Fuerte. Brusco. Sin avisar. Con furia. Y me encantó.

—Esto no ha hecho más que empezar.

—Entonces deja de hablar . Y fóllame el culo.

*

No hay mucha poesía en ciertos actos. Algunos momentos no necesitan metáforas: son pura carne, respiración caliente y voluntad. Y Cyntia era exactamente eso: voluntad. Mandona, insolente, lúcida en su lujuria. Sabía lo que quería, y tenía la desfachatez de pedirlo sin pedir perdón.

La tenía ahí, inclinada sobre la camilla, las piernas separadas, respirando hondo mientras su cuerpo aún se recuperaba del orgasmo reciente.

—No te confundas. Me he corrido porque tú sabes usar la boca. Pero no olvides las reglas.

—Solo boca y culo —asentí—. Lo demás es propiedad privada.

—Eso es. El coño es sagrado.

—Sagrado como un templo.

—Exacto.

—Y aquí estoy yo, confesándome en el altar equivocado…

Ella sonrió de medio lado, las mejillas aún encendidas.

—No te flipes, cura. Haz lo que tienes en mente.

—¿Así, sin más?

—Sin más. Pero poco a poco. No soy de titanio.

Me escupí en la mano y humedecí mi erección. Me coloqué detrás de ella y mi glande rozó la entrada de su sexo, húmedo y palpitante.

—Ni se te ocurra..

—Solo estoy viendo si estás atenta.

—Estoy más atenta que tu conciencia.

Subí un poco más. Deslicé mi longitud hacia el norte, lento, hasta que me quedé justo donde empezaba el desafío. Su culo oscuro y cerrado se contrajo al contacto. Ella tragó saliva.

—Respira.

—No me des consejos de parvulario. Hazlo.

Presioné apenas. Lo justo para que sintiera el aviso. Noté cómo su cuerpo se tensaba, no de rechazo, sino de anticipación. Era como si cada músculo de su espalda contuviera una frase sin decir todavía.

—Esto va a molestar…

—Ya lo sé, genio.

La tomé de las caderas y empujé despacio. Su boca se abrió en un gemido ronco. No era dolor afilado, era ese fuego denso y profundo que provoca lo prohibido. Avancé un poco más. Noté cómo luchaba por relajar el cuerpo, por acogerme, por ceder terreno sin perder altivez.

—Joder…. Despacio… un poco más… sí… así…

Entré otro poco. Su respiración se volvió irregular. Yo apreté la mandíbula, conteniendo la urgencia salvaje que quería devorarla de golpe.

—Mírame.

Giró la cabeza. Había desafío en su mirada… pero también un brillo distinto. Una rendición parcial. Un acuerdo silencioso entre su orgullo y mi dominio momentáneo.

—Más…

Y obedecí. La penetración fue lenta, trabajosa, casi cruel en su pausa. Centímetro a centímetro, hasta que la tuve toda. Entera. Aprisionada en ese anillo caliente y estrecho que me latía alrededor. Ella apretó los dientes, sudor en la frente, espalda arqueada.

—Dilo.

—¿El qué?

—Que te estoy rompiendo pero te gusta.

—No pienso darte ese gusto...

Empujé fuerte. Ella soltó un grito ahogado.

—Dilo.

—Vete a la mierda.

Salí casi del todo y volví a entrar, esta vez sin compasión. Ella gemía ahora sin filtro. Era como si cada embestida borrara una capa de ironía defensiva y sacara lo que había debajo: pura hembra arrebatada, sin máscaras.

—Dilo.

—Me… Me gusta, joder. ¿Contento?

—No del todo. Repite.

—Me gusta que me folles el culo. ¿Eso querías, cabrón? Pues ahí lo tienes. Me encanta.

Entonces empecé a darle lo que había venido a buscar. Un ritmo firme. Profundo. Dominante. Uno que decía sin palabras: esto es nuestro, de nadie más. Sus manos se aferraron al borde de la camilla. Su cuerpo reculaba hacia mí, pidiendo más. Sin vergüenza. Sin pudor.

—Eres un problema.

—Calla y fóllame más fuerte.

Y juro que no pensé más.
 
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