MIENTRAS TANTO LUIS...
Aquel verano volvimos a formar equipo con nuestras clases de refuerzo para los alumnos que tenían que examinarse en septiembre. Pero a diferencia del verano anterior Alba y yo nos reservamos unos días en agosto para escaparnos al menos dos semanas y no sólo aquella semana que habíamos pasado en el País Vasco con Viqui y Mikel.
El tener coche había incrementado mis gastos, aparte de salir a cenar y de copas con amigos, por lo que el dinero del verano nos venía muy bien.
Alba y yo éramos una pareja de jóvenes universitarios que podríamos calificar de normal. ¿Y qué entendemos de normal? Pues dos jóvenes que sin dejar sus obligaciones intentan pasar el máximo tiempo juntos a la vez que siguen saliendo con sus amigos y realizando sus actividades propias como podía ser en mi caso el fútbol sala. Y normal en el sentido de que como jóvenes y enamorados follábamos todo lo que podíamos y cuando podíamos aunque el tiempo que ya teníamos de experiencia y el conocimiento mutuo hubieran hecho que esas situaciones se dieran con una periodicidad diferente.
Nuestro callejón se había quedado en el recuerdo. No necesitábamos aliviarnos en un rincón oscuro y maloliente cuando al día siguiente podíamos echar un `polvo en el asiento trasero de mi coche. Otro aspecto significativo también era que aunque en nuestros inicios casi toda iniciativa partía de mí, ahora era mi novia la que cuando tenía ganas lo expresaba abiertamente.
Incluso, algo que había incrementado el gasto en gasolina, y que aquel verano se convirtió en costumbre cada vez que teníamos oportunidad era coger el coche y aprovechar el apartamento vacío de la playa para echar unos cuantos polvos y relajarnos en una tarde de playa hasta la puesta de sol.
Visto con el tiempo aquella situación era más que envidiable y nos permitía una situación de privilegio que otras parejas no disfrutaban pues el propio Álvaro, ya en confianza, alguna noche con copas de más se lamentaba de las visitas al trastero de Nieves. Que por cierto yo nunca conté haber visitado. La broma y el nivel de confianza llegó a tal nivel que dentro del grupo de amigos la frase eufemística para decir que habíamos echado un polvo con la pareja era “hemos pasado por el trastero”.
El problema generalmente en esas etapas de la vida es que no llegamos a apreciar todo lo que tenemos. Tendemos a considerar que esa felicidad será permanente, que no pasará nada grave y que todo el mundo la disfruta como nosotros y se quejan por vicio.
Pero siempre ocurre algo que supone un bache en esa percepción y que en ocasiones te recuerda la fragilidad de esa felicidad y como para disfrutarla hay con construirla día a día, y más específicamente en una relación de pareja, donde la comprensión, la confianza, la comunicación son la piedra angular donde se sostiene precisamente esa felicidad.
Lo sucedido con Pastora era una muestra de que mi confianza para contar lo ocurrido a mi novia y su comprensión hacia la chica había convertido una situación incómoda en una oportunidad para seguir creciendo como pareja y además ganar una amistad que seguíamos disfrutando pese a que la chavala y yo ya no fuésemos compañeros de clase. Pero seguíamos desayunando juntos muchas mañanas y hasta saliendo algún fin de semana con ella y con el chaval con el que empezó a salir al curso siguiente, por cierto, compañero mío del equipo de la facultad, pues yo mismo se lo había presentado en la cafetería una mañana.
Pero como os decía hay momentos en los que incluso cumpliendo esas premisas sucede un bache. Y el primero ocurrió en junio de mi último curso en la universidad. Alba y yo habíamos llegado a nuestro último año de carrera y ella se iba en abril de viaje de fin de curso. Ella había estado con los mismos compañeros desde el primer año prácticamente y se fue encantada para celebrar su último curso con ellos, Álvaro incluido.
Yo apenas tenía relación con los compañeros con los que em graduaba salvo algún miembro de nuestro equipo de fútbol sala, por lo que no estaba muy animado a pasarme una semana en un resort en el Caribe por muy divertido que pudiera parecer en un principio con gente con la que apenas me había tratado. Pero Alba me convenció.
A final de junio cuando ya habíamos terminados los exámenes nos presentamos casi 60 personas, la mayoría mujeres, en el aeropuerto para volar a la República Dominicana tras transbordar en Madrid. El ambiente eufórico se notaba desde el primer momento, especialmente cuando ya volando sobre el atlántico algunos hicieron uso del minibar del avión de modo que llegaron chisposos.
Yo trataba de dormir para evitar los inconvenientes del jet lag. Pero era precisamente mi zona del avión donde más risas y animación había. Ya desde el aeropuerto me arrimé a Arturo, el único compañero con el que había compartido clases y equipo. No es que fuésemos íntimos pero tras los partidos siempre caía una cerveza y en alguna ocasión también al salir de clase.
Estos viajes de fin de curso al Caribe son bastante simples. Generalmente consisten en soltar a los jóvenes en un resort con todo incluido, especialmente el alcohol, que se expende permanentemente para mantener esa sensación de fiesta permanente. Todo ello aderezado con actividades como buceo, snorkel, windsurf o bailes latinos, unos incluidas en el precio y otras a las que debes apuntarte después abonando con facilidad en euros pues la mayoría de estos hoteles pertenecen a cadenas norteamericanas o europeas que admiten sus monedas como válidas.
Por otra parte te pasas toda la semana encerrado en el resort o participando en una de sus excursiones organizadas pues lo primero que te dicen al registrarte en el hotel es que por nada del mundo salgas solo pues hay una elevada inseguridad y los alimentos y bebidas no son aptos para los exquisitos estómagos, o quizá más claramente intestinos, de los ricos europeos.
Con esa premisa, esos enormes resorts se convierten en microciudades con vida propia entre sus miles de alojados en habitaciones en el edificio principal o por los bungalós repartidos por sus enormes instalaciones que incluyen áreas deportivas, spa, discoteca, varias piscinas y, por supuesto, playa privada.
También hay que tener en cuenta el tipo de clientela que reciben estos hoteles. Cuando el precio es más bajo con todo incluido, hasta el vuelo, que una estancia general en el continente se explica en gran medida que la clientela sea generalmente joven. Como pudimos comprobar nada más llegar la inmensa mayoría no había ido a conocer la cultura ni la historia del país, sino exclusivamente playa, alcohol y fiesta. La mayoría de la clientela alojada estaba compuesta por recién casados o despedidas de soltero norteamericanas y viajes de estudiantes europeos.
Con ese componente, y salvando a la parejas de recién casado, es fácil adivinar como puede acabar ese exceso de alcohol y fiesta en cuerpos jóvenes. A lo que se le suma un tercer ingrediente: el personal del hotel, concretamente el de servicios está formado por gente muy joven y muy guapa del propio país. Mulatos en su mayoría que extrema amabilidad y disposición que ganan sueldos míseros para nuestros niveles de renta pero mucho mejores que la media del país y que además pueden ganarse un extra a través de las propinas que reciben de sus ricos clientes.
A diferencia de los cruceros donde la gestión de las propinas está centralizada y es la empresa quien las distribuye como un complemento al sueldo, en estos resorts son los camareros, asistentes de playa o piscina, botones, asistentes de habitaciones o recepcionistas (éstos últimos generalmente europeos) quienes reciben directamente de los clientes el premio por su servicio al final de la estancia, de modo que pugnan por su servicialidad, a veces rozando lo servil, para ganarse ese dinero extra.
Pero dadas actitudes, y como decía antes, el porte de muchos de estos trabajadores es habitual que además de la propina se lleven algún otro premio. Y es que ya sean despedidas de solteras, ya sean estudiantes, algunas mujeres aprovechan la distancia de sus lugares habituales de residencia y no desaprovechan la ocasión de comprobar si realmente la fama de los amantes caribeños es cierta, por lo que no es raro ver cuando terminan sus turnos de trabajo a estos trabajadores “visitar” las habitaciones de las chicas alojadas o verlos enseñar bailes latinos de forma práctica y con mucho roce de cebollón a las encantadas europeas.
En aquellos días vi confraternizar a alguna compañera con algún trabajador. De hecho, había un mozo en la playa encargado de atender las hamacas que trabajaba con una bermuda quizá algo ajustada a sus trasero y paquete y una camisa abierta mostrando un pecho fuerte y abdominales marcadas sirviendo con una sonrisa permanente de dientes blanquísimos entre labios gruesos a los que nos refugiábamos del sol fortísimo del Caribe con un cóctel en la mano.
Se de buena tinta que ese chaval conoció el interior de algunas de las habitaciones de mis compañeras y casi seguramente también el interior de mis compañeras y no estoy hablando de nada espiritual.
Pero yo en realidad no estaba disfrutando de aquel viaje. Aunque me apunté a bastantes actividades acompañando al activo Arturo, yo habría preferido estar en aquel paraíso tropical con Alba. No estaba disfrutando de las fiestas como la mayoría de la gente y en realidad lo único que hacía era vivir en una semiborrachera permanente bebiendo mojitos y daikiris entre canapés t aperitivos.
Así fueron trascurriendo los días hasta que el último no tenía ninguna actividad programada. Me eché una siesta después de almorzar y cuando me levanté me puse un bañador, prenda única que sólo nos cambiábamos por la noche para cenar e ir a los distintos bares y discotecas del resort, para salir a buscar a Arturo.
Lo encontré en una de las piscinas con bar dentro que había allí charlando animadamente con la camarera. Admito que es todo un lujo estar sentado una banqueta sumergida en una piscina de agua a temperatura ambiente mientras te apoyas en la barra y conversas tomando un cóctel.
La camarera era una preciosa mulata de pelo alisado artificialmente con su uniforme consistente en una camisa blanca y pantalón color tabaco y su placa con su nombre que preparaba todo tipo de cocteles con una conversación distendida y divertida. Se llamaba Alisa. Debía tener nuestra misma edad y no sé si por curiosidad o por simple amabilidad nos preguntaba por nuestro estilo de vida, estudios o previsiones de futuro.
Estaba auxiliada en la pequeña barra por otra chuica también mulata algo más joven, pues yo no le calculaba más de 19 o 20 años. Más bajita y menudita que la otra chica tenía el pelo recogido en trenzas desde la raíz y rematadas con unos hilos de colores tranzados junto a su cabello que le enmarcaban la cara y su también sonrisa permanente. Se llamaba Yulissa, haciéndome gracia la rima de sus nombres. No podía mantener tanta conversación pues era la encargada de reponer hielo y abrir zumos o refrescos, o incluso cerveza, mientras su compañera preparaba las diferentes bebidas en la coctelera.
Entre charlas, risas y una innumerable cantidad de bebida, pues perdí la cuenta de cuantos mojitos llevaba, cayó la noche. Se nos pasó la hora de cenar siendo además los últimos en permanecer sentados en la barra con el agua hasta la cintura. Después de tanto tiempo de remojo debíamos tener los pies como pasas y algo dentro de nuestros bañadores también.
Yo estaba mareado por el exceso de alcohol pero Arturo seguía con su conversación ágil. De hecho le dijo a la chica que le gustaría darle una buena propina pero que tenía el dinero en la habitación pues el sistema de pago dentro del hotel es una pulsera con el nombre y número de habitación que lleva cada hospedado en la muñeca. La chica le agradeció el gesto pero le indicó que se acababa su turno y que ya cerraba el kiosko de la piscina.
-¿Y si cerrais y os venís a nuestra habitación? Os invitamos a una copa y os damos la propina pues ya nos vamos mañana.
Las chicas se miraron buscando complicidad y fue la más joven la que dijo:
-¿Nos esperáis que cerremos el kiosko y nos cambiemos de ropa en el vestuario de personal?
-Claro, os esperamos en esas hamacas- respondió Arturo.
Yo iba tan mareado que cuando nos fuimos a las hamacas y Arturo empezó a secarse las piernas y el bañador me tumbé y casi me quedo dormido, pero en apenas 5 minutos las chicas regresaron vestidas de calle. Me ayudaron a levantarme pues llevaba una buena cogorza y los cuatro nos fuimos al bungaló que nos servía de habitación a Arturo y a mí.
Di más de un trompicón sin llegar a caerme por lo que Yulissa me dejó apoyarme en su hombro hasta que llegamos a la habitación. No era raro ver a inquilinos del hotel acompañados de personal en sus ratos libres. Como decía antes la mezcla de alcohol gratis, fiesta y juventud daba una triple combinación: que los estudiantes se liaran entre ellos, que se liaran con otros huéspedes o que acabaran con algún empleado del hotel. Lo curioso es que eran más las mujeres que abiertamente buscaban a los mulatos musculosos para sacarse una espinita.
El bungaló estaba formado por un saloncito con un sofá y un par de sillones, televisión y un mueble-bar y dos amplios dormitorios con cama doble y baño propio. Durante el camino noté que mi vejiga había dicho basta y nada más entrar a la casita, que formaba una hilera adosada a otra iguales, me fui a mi baño pegando bandazos que hicieron temer a mis acompañantes que me cayera de bruces.
Pero no sé cómo conseguí orinar y salir lo más dignamente posible de nuevo con el bañador puesto. Arturo ya había ofrecido bebida a las chicas y charlaban como unos instantes antes en la barra. Al verme llegar recordó la excusa para traer a las chicas a la habitación y se levantó para buscar dinero en su dormitorio. Volvió con un sobre con el membrete del hotel de los que te dejan junto con papel y bolígrafo y se lo entregó a Alisa diciéndole que era la propina para las dos. La chica educadamente cogió el sobre sin mirar en su interior confiando seguramente en una buena propina.
La pobreza de estos países hace que una propina de 50 o 100€ se convierta en un sobresueldo, pues los salarios apenas alcanzan los 300 o 400€ mensuales. Cuando al día siguiente le pregunté a Arturo para compartir el gasto me confesó que había sido bastante generoso aunque no me dijo la cantidad que había metido en el sobre.
No sé cómo interpretar lo que recuerdo que ocurrió después, pues mi borrachera era importante pero no suficiente para borrar completamente lo ocurrido aunque no fuese del todo dueño de mi voluntad. Pero tuvo unas consecuencias que verdaderamente no puedo olvidar.