Un viaje inesperado

Capítulo 45 - Tinnamast, el último grito: El rugido del niño y el huracán del anciano

El Red Viper y el Madra Ifrinn descendían por el río como bestias desatadas, arrastrados por la fuerza de la corriente. El agua golpeaba los cascos con violencia, levantando espuma y bramando como si intentara tragárselos. El viento, por una vez aliado, hinchaba las velas y aceleraba la embestida. No había lugar para la calma: los nervios ardían en la piel de cada marinero.

Grace, firme al timón, mantenía la vista fija en el frente. Sus manos, seguras y curtidas, movían la rueda con precisión de cazadora, esquivando troncos arrastrados por el cauce y las traicioneras rocas que acechaban en los bordes. A su lado, Macfarlane vociferaba órdenes sin descanso, su voz grave imponiéndose sobre el rugido del agua. Cada error de la tripulación era corregido a gritos, cada movimiento afinado por su ojo experto.

No faltaba nadie en cubierta. Incluso Yara, aún maltrecha, había dejado atrás cualquier debilidad; apoyada en las dos Akuma, resistía el dolor con los dientes apretados. Sus ojos encendidos no eran la causa de una herida, sino del deseo de entrar en batalla. Las hermanas, firmes a su lado, mantenían la promesa de protegerla aunque el mundo entero se les viniera encima.

Grace las observó un instante, y en su pecho ardió el respeto. Aquellas mujeres eran puro acero y orgullo. Pero en medio de tanta fuerza, había una ausencia que la consumía: Bum-Bum. El niño era la pieza que faltaba, la chispa que debía encender el caos. Y sin él, el plan pendía de un hilo.

La estrategia era sencilla, casi suicida: llegar rápido, golpear por sorpresa, abrir brecha con el poder del muchacho y luego luchar. Pero sin esa primera llamarada, todo lo demás era condena.

El río se ensanchaba cada vez más, y con él la sensación de inminencia. Los rostros estaban tensos, las manos apretaban mosquetes, sables y amuletos. Nadie hablaba, el silencio era un filo que cortaba la garganta.

Entonces, un grito desgarró el aire.
  • ¡Capitaaaaanaaaa! - la voz de Halcón retumbó desde la cofa, atravesando el rugido del río.
Todos alzaron la mirada al instante. El aire se heló, las espaldas se tensaron, los músculos listos para desatarse. Halcón se inclinó hacia adelante, su ojo fijo en el horizonte. Y su voz, normalmente firme, llegó esta vez quebrada por el miedo.
  • ¡Ene… enemigo a…a la vista…!
Hubo un silencio espeso. Como si lo que veía fuera tan increíble que las palabras se le atragantaran en la garganta. Pero no había tiempo para la duda. El río se abría con violencia entre los manglares, desgarrando la espesura como un cuchillo. A estribor, los hombres y mujeres del Red Viper contuvieron el aliento: la aldea de los Ngoma se mostraba reducida a cenizas. Choza tras choza convertida en esqueletos humeantes, cadáveres del fuego ondeando todavía con las brasas. La corriente no les dio espacio para detenerse a llorar; pasaron de largo, tragándose la rabia como veneno.

El cauce desembocó en un mar abierto, vasto, pero esta vez no era libertad lo que ofrecía, sino traición. El viento soplaba con fuerza en las velas, sin darles respiro, empujándolos hacia lo inevitable. Allí, al fondo, dominando el horizonte, la ciudad flotante se erguía como un monstruo de hierro y madera. Sus muros altos brillaban con la luz cruel del sol, llenos de cañones, soldados y lanzas dispuestas a morder. Era un coloso dormido que ya empezaba a despertar. Y alrededor de él, como buitres sobre la carroña, aguardaban los galeones de las Indias Orientales.

Pero no estaban solos esta vez.

Banderas francesas, holandesas, portuguesas… todas ondeaban sobre mástiles oscuros, todas reunidas en una grotesca hermandad. La unión del mal. La escoria de Europa, ladrones de oro y de almas, cadenas en mano para los libres, cuchillos sedientos para los que osaban desafiarlos. El mundo entero parecía haberse reunido allí para estrangular la esperanza.

El Red Viper y el Madra Ifrinn temblaron ante tal visión. No hubo hombre ni mujer que no sintiera el golpe en el estómago. Si ya sus posibilidades eran mínimas, aquella visión las reducía a nada. No había escapatoria. La corriente los arrastraba sin clemencia. Ya era tarde para virar atrás, tarde para esconderse. Tan solo quedaba una opción, avanzar hacia lo imposible.

Grace apretó los dientes, el sabor metálico de la furia en su boca. Aclaró su garganta, buscando el aire que iba a necesitar. El Perro, al timón de su propio navío, se giró un instante hacia ella. Sus miradas se encontraron en mitad del caos. No necesitaban palabras.

Lo sabían.
Había llegado el momento.

El instante en que los capitanes no podían callar, en que debían prender fuego en el pecho de sus tripulaciones. La hora de desgarrar los pulmones, de gritar hasta romper la voz, de hacer de la locura una bandera.

El viento rugía. El mar hervía. Y los corazones aguardaban a que alguien encendiera la chispa.

El mundo retumbó. El primer cañonazo cayó cerca, levantando una columna de agua que empapó las velas. Los tripulantes gritaron, no de miedo, sino de pura rabia contenida. El aire olía a pólvora y sal, la cubierta vibraba con cada impacto que se acercaba más y más.

Grace subió al alcázar, la melena revuelta por el viento, los ojos encendidos. A su lado, en el otro barco, el Perro rugía como un animal acorralado, y sus voces se mezclaron en la tormenta.
  • ¡¡No son hombres los que nos esperan ahí delante!! - bramó Grace con los brazos extendidos - ¡¡Son bestias, demonios, cadenas y verdugos!!
El Perro levantó su pipa y escupió al mar antes de gritar.
  • ¡¡Pero yo soy el maldito infierno en persona, y mis cachorros los dientes del diablo!!
Los marineros aullaron, golpeando la madera con mosquetes, con espadas, con lo que tuvieran en las manos.
Otro cañonazo estalló en el costado del Madra Ifrinn, arrancando astillas y cuerpos que volaron por los aires.
El Perro ni siquiera parpadeó.
  • ¡¡Mirad bien, malditos!! - ladró - ¡¡Porque vais a ver cómo un puñado de desalmados manda al mundo entero al fondo del mar!!
Las víboras del Red Viper rugieron, chocando las culatas de los mosquetes contra el suelo, como tambores de guerra. Grace los señaló con el sable en alto.
  • ¡¡Hoy no luchamos por gloria ni por oro. Ni tan siquiera por libertad!! - gritó- ¡¡Hoy peleamos por desobediencia, porque nadie nos dirá jamás cómo debemos morir!!
  • ¡¡Hoy será el día en que unos pocos desafiaron a cientos!! - Ladró el Perro.
  • ¡¡Y aunque muramos, nos los llevaremos con nosotros!!
Un cañón enemigo tronó, la bala pasó silbando por encima del trinquete y arrancó un mástil de un disparo. La tripulación gritó, pero esta vez entre carcajadas dementes. Se reían de la muerte, le enseñaban los dientes. Se burlaban de la guadaña.

El Perro levantó los brazos, la voz hecha trueno.
  • ¡¡Si este es el fin, que sea un fin digno de canciones!! ¡¡Que los malditos dioses nos escuchen reír mientras reventamos en pedazos!!
  • ¡¡Sí!! - aullaron sus hombres, y el eco de su rabia hizo temblar la cubierta.
Grace avanzó hasta la borda, señalando la ciudad flotante que se alzaba como un monstruo. El fuego iluminaba sus mejillas, la sal sus labios, y la locura sus ojos.
  • ¡¡Observad hermanos, observad lo que nos traen esos miserables!! ¡¡El mundo entero contra nosotros!! ¡¡Pues que el mundo entero aprenda que no nos echamos atrás!!
Los gritos de las víboras rompieron el aire como cuchillos. Se golpeaban el pecho, escupían al océano, se abrazaban como si ya fueran fantasmas.

El Perro, alzando el sable hacia el cielo, cerró con un rugido que desgarró su garganta:
  • ¡¡Al abismo, perros!! ¡¡Al abismo con la cabeza alta y los colmillos manchados de sangre!!
  • ¡¡Al abismo!! - repitieron las dos tripulaciones, como un eco salvaje.
El estruendo de los cañones respondió. La muerte caía sobre ellos como una lluvia de hierro, y aun así reían, gritaban, deseaban lanzarse a la batalla. No eran hombres ni mujeres ya. Eran furia, eran odio, eran la mueca de la locura arrojada contra el mundo. El mar hervía, los corazones ardían, y el rugido de los piratas se confundía con el trueno de los cañones. Ese día, estaban dispuestos a desafiar a la muerte y reírse de ella en su propia cara.

Los bergantines de velas negras de Hong Long salieron como buitres hambrientos, cortando las aguas con rapidez, las proas afiladas apuntando directo hacia ellos. Tras las murallas de la ciudad flotante aguardaba el resto del ejército, un enjambre interminable de maderas y pólvora que hacía temblar hasta al mar.

Grace apretó los dientes, su mano firme en el timón, la otra en la empuñadura de su sable.
  • ¡¡MUERTEEEEEEE!! - rugió, y el Red Viper salió disparado hacía el enemigo, las velas hinchadas por el viento como si fueran alas negras.
Surcaban el mar sabiendo el aciago destino que les esperaba y aún así se arrojaron hacía él. No importaba morir, no importaba vencer. Tan solo dejar presente que el fin llegaría como ellos deseaban que llegase, sin dejar de abrazar la libertad jamás.

Desde atrás, el Perro levantó su sable, la barba mojada en saliva y rabia.
  • ¡¡Defended a la Víboraaaa!! ¡¡Disparad los cañones, malditos perros!!
El Madra Ifrinn, más grande, más pesado, avanzaba a retaguardia como un muro de acero y pólvora, protegiendo a su hermana. Los cañones rugieron y el mar se abrió en llamas: los bergantines enemigos saltaban en pedazos, hombres y astillas volando por los aires. Pero eran demasiados. Por cada barco hundido, dos más surgían entre la espuma.

El choque fue inevitable. El Red Viper crujió de proa a popa cuando los primeros ganchos se clavaron en su cubierta. Una ola de cuerpos enemigos entró como un torrente, centenares de hombres gritando con espadas y lanzas en alto.

Yrsa, al frente de la resistencia, fue la primera en responder: su martillo descendió con un estruendo seco, aplastando un cráneo que estalló como una fruta madura. Su rostro se cubrió de sangre y su mirada brilló con una ferocidad animal. A su lado, Gláfur se movía como una tormenta, cada tajo suyo partía dos hombres de un solo golpe, protegiendo la espalda de la mujer que amaba con una fiereza animal. Los soldados de Hong Long temblaron ante la presencia de ellos, sin saber muy bien quien era humano y quien era bestia.

Más allá, las dos Akuma se deslizaban entre los invasores como sombras asesinas, sus cuchillas cortando gargantas y tendones, dejando un reguero de cuerpos mutilados alrededor de Yara. Ella, maltrecha, disparaba con los dientes apretados: cada vez que un mosquete rugía, lo dejaba caer y Gypsy, agarrado a su cintura, lo recargaba al instante. Dos brazos, dos fuegos, pero una cadencia de ejecución, como si fuese un pelotón entero de fusilamiento en una sola mujer.

Vihaan y Bhagirath combatían espalda contra espalda, girando como un engranaje de acero y sangre. Sus espadas cortaban sin descanso, atravesando pechos, cercenando miembros, clavándose en gargantas. Cada vez que uno retrocedía, el otro avanzaba, un muro vivo que trituraba carne y hierro a la vez.
  • ¡¡Capitana!! - rugió Macfarlane a su lado, los ojos encendidos - ¡¡Veo en sus ojos que se muere de ganas por luchar!!
Grace lo observó un instante y soltó una carcajada rota. El escocés estaba nervioso, temblaba de emoción como un niño que espera los regalos el día de su nacimiento. Alzó su voz por encima del rugido, con la locura en la garganta.
  • ¡¡No más ganas que las que tiene usted, contramaestre!! - levantó el sable - ¡¡Baje ahí y enséñeles la cortesía escocesa de la que tanto presume, maldito loco!!
Macfarlane rió como un poseso. Se arrancó la camisa de un tirón y la lanzó al suelo. Con un gesto rápido se desnudó y maldijo a su padre. Luego desenvainó sus dos puñales y besó a sus dos mujeres, brillantes como colmillos de lobo a la luz del sol.
  • ¡¡Madoxx, Ghalagher!! - gritó al aire, saltando a cubierta como una fiera desencadenada.
Los dos muchachos que luchaban con fiereza alzaron la vista. Sus rostros se iluminaron de locura al escuchar su voz y verlo desnudo. Eso siempre era buena señal, todos lo sabían.
  • “Ah want tae hear the pipes cry in the wind! Nouuuuuu!!” - ordenó clavando a Bess en el ojo de un enemigo y a Isobel en su riñón.
Los jóvenes dejaron las armas, corrieron hacia la bodega y regresaron con las gaitas en brazos. Al soplar, un sonido desgarrador llenó la cubierta: un canto prohibido, un lamento de guerra que solo los escoceses reconocían como suyo. Era el anuncio de la muerte, el grito de un pueblo encadenado que se despedía con música y sangre.

El sonido de las gaitas se mezcló con los cañonazos y los gritos. Y Macfarlane, desnudo y cubierto de sangre y pólvora, avanzó entre los enemigos como un animal rabioso. Cada puñalada suya arrancaba un alarido, cada tajo era un verso de libertad. Cantaba, en su lengua natal, el himno de su tierra invadida, la voz ronca, rota, que se confundía con el bramido de las gaitas: un canto triste y hermoso que elevaba la locura hasta los cielos.

La cubierta era un infierno: cuerpos que caían, sangre que resbalaba entre las maderas, cañonazos que hacían vibrar el casco, fuego en las velas, humo que cegaba. Y aun así, allí estaban: riendo, gritando, cantando a la libertad mientras el mundo entero se les venía encima.
La muerte había llegado, y ellos le abrían los brazos con furia y carcajadas.

La batalla no cesaba. Al contrario: cada vez más cuerpos, más ganchos, más manos aferradas al Red Viper que se negaba a detenerse. La corriente lo empujaba, y el fuego del Madra Ifrinn, con los cañones del Perro rugiendo desde atrás, despejaba el camino a zarpazos de pólvora y acero. El mar era ya un cementerio abierto: mástiles quebrados, cadáveres flotando, restos de navíos incendiados que teñían de rojo cada ola.

Dos piratas lograron trepar hasta el timón, y Grace, jadeante, los despachó con una furia primitiva. Su sable les abrió las entrañas, escupió sobre ellos y maldijo con rabia cada vida que se llevaba.
  • ¡¡Que el mismísimo infierno os trague, escoria traidora!! - rugió, con los ojos encendidos.
En cubierta, Mordisquitos rugía como un toro desbocado: lanzó a cinco hombres al mar con la fuerza brutal de su cuerpo, sus puños eran martillos que quebraban huesos, su dentadura metálica brillando entre sangre y espuma. A su lado, Aibori parecía lo que era en realidad, una guerrera amazona, su arco cantando muerte a distancia y sus sables cortos cortando en tajos rápidos y certeros cuando la marea enemiga se acercaba demasiado. Cortés y los suyos la seguían en bloque, formando aquel muro infranqueable que no admitía otra estrategia que la unidad: indivisibles, firmes, un solo cuerpo, una sola alma.

Los cadáveres se amontonaban tanto que la cubierta era irreconocible: un lodazal de sangre, vísceras y astillas. Los pies resbalaban, las botas tropezaban con cuerpos que ya no tenían dueño. Nadie distinguía amigo de enemigo, solo carne cayendo bajo los aceros.
Y cada nudo que avanzaban, cada segundo que resistían, estaban más cerca de su objetivo: el traidor de Hong Long.

Las dos Akuma luchaban como demonios, pero los enemigos no cesaban, parecían estar obsesionados con alcanzarlas. Cuchillas, lanzas, mosquetes… toda la furia se volcaba sobre ellas. Y entonces, irremediablemente, uno logró atravesar su defensa. Se lanzó directo hacia Yara. Ella disparó a bocajarro, la pólvora estalló en su rostro, pero el hombre, enloquecido, siguió avanzando con el pecho abierto.

De repente, Kage apareció como una sombra, saltó sobre él y le arrancó media cara de un mordisco. El pirata cayó chillando, muriendo en la madera, mientras la bestia lo destrozaba entre chasquidos de hueso y carne. Pero no se detuvieron, dos más llegaron, lanzas por delante, apuntando al pecho de la yoruba. Yara apenas tuvo tiempo de comprenderlo: ese era su final.

Entonces Mordisquitos rugió como un trueno y cruzó la cubierta a toda velocidad. Se interpuso en medio y recibió ambas lanzas en el pecho. El impacto fue brutal. La madera crujió, la sangre saltó, el metal lo atravesó. Yara se quedó paralizada, sus ojos abriéndose como nunca.
Las gemelas, al verlo, se desataron en furia, matando con velocidad inhumana, pero el daño ya estaba hecho. La defensa estaba abierta. Los piratas que habían atravesado al gigante intentaron retirar las lanzas, sonriendo con crueldad… hasta que Mordisquitos, con una risa espantosa y un bramido infernal, hundió él mismo las astas más adentro de su cuerpo. Los acercó a él, atrayéndolos como juguetes, y con las manos desnudas les aplastó los cráneos hasta que la sangre les brotó como vino derramado.

Algunos retrocedieron aterrados.

Pero dos lanzas más atravesaron su espalda. El gigante gritó de dolor, escupiendo sangre, y aun así siguió golpeando, apartando enemigos, protegiendo con su propia vida a la mujer que amaba. Le clavaban puñales, le disparaban a bocajarro, pero no caía. Resistió, como si estuviera poseído por un espíritu, un instante más, latido a latido, como un dios sangriento en mitad de la cubierta. Pero, inevitablemente, cayó de rodillas. Sus ojos buscaron a Yara, brillando con ternura imposible en aquel rostro salvaje, justo antes de que un sable le cortara la cabeza y se desplomara de bruces, decapitado.

Un silencio desgarrador recorrió el Red Viper. Y luego, un grito.

El odio de Yara.

No fue un sonido humano: fue un desgarrón, un alarido que rompió la voluntad de los enemigos. Un rugido lleno de dolor y rabia, tan profundo que le hizo estallar los puntos del cuello y la sangre empezó a manar de su garganta rota.

Aibori y Cortés intentaron detenerla, sujetarla. Pero ella los apartó con violencia. Se tambaleó, jadeante, sus ojos ardiendo en lágrimas, quemando sus mejillas. Todos acudieron a formar una defensa junto al hermano caído y la santera. Pero ella, sin detenerse, arrancó el sable del cinturón del propio Cortés. Y sin pedir permiso rompió la formación, dejó el muro atrás. Nadie osó detenerla. La santera se lanzó al frente, un espectro de dolor y odio.

Los demás sintieron sus corazones encogerse al verla. No luchaba con estrategia ni cálculo: cada tajo era un alarido, cada estocada una lágrima que se evaporaba. La bailarina de la muerte ya no bailaba, solo quedaba la muerte. Recibía heridas, cuchilladas que le abrían la carne, y se hundían en sus entrañas, pero no se detenía. Avanzaba sola, como un demonio vengador, cortando gargantas y desgarrando pechos. Quería matar. Arrebatar vidas. Ahogar su dolor en la sangre del enemigo. El mar, el aire y la cubierta entera temblaron con su furia.

Grace gritó de dolor al ver a su hermana perdida en la furia. Vio a los demás intentando alcanzarla, pero Yara rechazaba toda mano amiga. A quien se le acercaba lo apartaba con un tajo o una maldición, como si todos fueran sus enemigos. Reclamaba cada vida para ella, la sangre era suya, la venganza era suya. La tripulación miraba con horror: aquella no era la santera que los había protegido tantas veces, era un demonio encarnado en piel oscura, cubierta de sangre, con los ojos nublados por las lágrimas.

Los enemigos retrocedían despavoridos, huían ante la visión de esa sombra frenética. Pero Yara corría tras ellos, no dejaba escapar a ninguno. Saltaba sobre las espaldas, los acuchillaba, los desgarraba mientras gritaba y lloraba al mismo tiempo. Cada muerte no la calmaba: solo la enloquecía más.
  • ¡Formaaaaaad! - Gritó Cortés protegiendo a Yara. Y todos acudieron a su grito.
La batalla no se detuvo, habían perdido a pocos, pero cada uno de los que caía era un amigo, un hermano. Cuando vio caer el joven cuerpo decapitado del hombre al que amaba, la santera abandono la formación, sedienta de sangre. Los gritos de dolor de Yara por la perdida de Mordisquitos, atemorizaban más al enemigo que el atronador sonido de los tambores de guerra. Fueron necesarios cinco hombres para reducirla y llevarla de nuevo a la formación. El día era suyo, seguían de pié, pero no había canciones que cantar.

Un cañonazo enemigo estalló contra cubierta. La explosión arrancó madera, fuego y carne en pedazos. Varios marineros volaron por los aires, cayendo como muñecos inertes al mar teñido de rojo. El Red Viper crujió como si fuera a partirse en dos.

Grace levantó la vista. Los galeones enemigos se cernían cada vez más cerca, gigantescos, rodeando a la víbora con su sombra. El fin estaba ahí, no había duda. Por un segundo, el mundo entero pareció detenerse en su garganta.

Y entonces lo vio.
Un niño.
Entre humo, espadas y cuerpos.
Corriendo como un espectro imposible.

Era Bum-Bum. Su cuerpo menudo esquivaba la guerra como si jugara en un campo de hierba, saltando sobre cadáveres, deslizándose entre los cortes de acero. El fuego lo rozaba, la pólvora lo bañaba, pero nada lo tocaba. En sus brazos llevaba una bala de cañón. Pero no era de hierro. Era una esfera translúcida, ligera como una pluma, y dentro se agitaba un líquido invisible que brillaba con destellos imposibles de definir, como si el aire mismo ardiera en su interior. La esfera palpitaba. Como si respirara.

El corazón de Grace se detuvo.
  • ¡¡Halcóóóóóóón!! - rugió con toda la fuerza de sus pulmones hacia el mástil. - ¡Protege a Bum-Bum, rápidoooooo!
Desde la cofa, el vigía giró sobre sí mismo como un halcón de verdad, su ojo afilado buscando al niño entre la locura. Y cuando lo encontró, sus mosquetes cantaron. Cada disparo era un rayo que abría un camino en mitad de la tormenta. Un hueco entre los cuerpos, un espacio entre las espadas. Cada bala era un puente invisible que despejaba la senda del muchacho.

Bum-Bum corría sin mirar atrás, con aquella esfera en los brazos. Corriendo hacia la boca misma del caos, hacia la promesa de algo más grande que todos ellos.

Yrsa hundió el martillo en la cara de un enemigo, haciéndola estallar. No bastó con matarlo: le gritó en la cara cuando ya era cadáver, su saliva helada cayendo sobre aquel cuerpo sin vida. Su respiración era un rugido, y cuando alzó la cabeza escuchó el grito desgarrado de Grace.
Los ojos de la nórdica buscaron entre el humo y los cuerpos. Entonces lo vio: Bum-Bum, pequeño, nervioso, corriendo hacia la proa. Sus piernas, aunque rápidas y decididas no podían competir contra lanzas ni aceros. Un soldado lo embistió y lo hizo rodar por la cubierta.

Yrsa no pensó. Se lanzó.

Un miserable se interpuso en su camino, pero no necesitó alzar el martillo. Bastó su rostro cubierto de sangre y la mirada asesina para que retrocediera como si hubiera visto a un espectro. La giganta no corría, arremetía. No apartaba a los enemigos: ellos huían de ella. Era la encarnación de una valkyria, una diosa de la guerra descendida desde el Valhalla a la cubierta.

Su piel era de hierro, como la del legendario Björn Ragnarsson. Las espadas se quebraban contra ella, las lanzas se deshacían al tocarla.
Agarró al niño de las ropas, lo levantó como si fuera una pluma, y con el martillo en una mano y el pequeño en la otra abrió el camino a patadas y golpes. Cada paso era un estruendo, cada cráneo una piedra más en la senda hacia la proa.

Desde lo alto, Halcón lo veía todo. Su ojo, bendito por la visión más certera de los siete mares, era comparado por todos con el mismísimo ojo de Odín. El dios tuerto había entregado uno de sus ojos a Mimir, en el pozo de la sabiduría, para contemplar lo que ningún otro ser podía ver: el destino y el fin de los hombres. Y aunque Halcón pudiera jurar que su mirada alcanzaba tanto como aquella ofrenda divina, lo que vio en ese instante lo superó.

Porque ningún ojo, ni de dios ni de hombre, estaba preparado para presenciar lo que iba a suceder.

Los dos barcos piratas habían entrado en las fauces del lobo. El Red Viper y el Madra Ifrinn avanzaban como dos flechas lanzada por un suicida. Frente a ellos, la inmensa ciudad flotante. Y alrededor, el cerco de los galeones enemigos cerrándose, las velas coronadas con banderas de muchos países, ondeando juntas como un pacto del mal. Era la unión de todos los verdugos del mundo, de toda la carroña que esclavizaba a los hombres libres.

El mar hervía con sus sombras. Los cañones apuntaban, las bocas de hierro listas para desgarrar la piel de ambos navíos. Todo indicaba lo mismo: no había salida. Grace alzó la vista. Podía parecer locura, y lo era. Estaban rodeados, condenados. Pero la rendición nunca fue una opción. El Perro la miró desde la cubierta del Madra Ifrinn: había confianza en sus ojos, sí, pero también la duda. ¿De verdad iban a poner su destino en manos de un niño?

Entonces vio la sonrisa de Grace. Esa sonrisa loca y firme. Y supo la respuesta.

El cañón apuntaba donde debía. Yrsa protegía la espalda del muchacho. Y allí estaba él, Bum-Bum, pequeño y frágil, pero con los ojos abiertos de par en par. Entre sus manos, la esfera imposible, temblando como un corazón a punto de estallar. El fuego que llevaba dentro buscando nacer.

El niño no estaba seguro.
Había tenido poco tiempo.
Había trabajado al límite, contra la corriente del caos.
Ni siquiera él sabía si su invento funcionaría.

Pero la mecha se encendió de todas formas.

El brillo la recorrió como un relámpago. El humo brotó. El rugido del fuego anunció que no había marcha atrás.
Y entonces, el mundo se detuvo.

El fragor del combate quedó congelado en un instante imposible. Las gaitas enmudecieron, como si los fuelles hubieran sido arrancados de golpe. Incluso MacFarlane, vestido con la sangre de decenas de enemigos, alzó la vista al cielo con el rostro salpicado de carmesí.
Todos, piratas y esclavistas por igual, miraron hacia arriba.

La artillería del niño mago surcaba el día soleado como una estrella errante que hubiera escapado de la noche. Los rayos del sol la atravesaban y rompían en mil reflejos, colores que danzaban sobre las aguas como si fueran vidrios celestiales. Nadie respiraba. Nadie parpadeaba. Hasta que la parábola descendió.

Bum-Bum corrió hasta la borda y se subió, temblando de emoción y de miedo. Sus ojos estaban abiertos como platos, llenos de la inocencia de un niño que aún podía creer en los milagros. El disparo era perfecto: directo al corazón de la ciudad flotante. La vieron desaparecer entre sus torres de madera, hundirse en sus calles y tejados. El silencio fue tan denso como una lápida.

Pero nada ocurrió.

La esfera rodó como una simple canica de cristal, hasta quedar atrapada entre cabos y barriles. Dos soldados, jadeantes, la miraron con asombro. Su brillo los llamaba, los atraía como un canto de sirena, hipnótico, irresistible. Uno de ellos alargó la mano. Apenas rozó la superficie cuando el cristal se abrió como una flor imposible.
  • ¡Maldita seeeaaaaa! - rugió el Perro, tapándose los oídos con desesperación.
  • ¡Qué demonios sucedeeeeee! - aulló Grace, imitando su gesto.
No hubo fuego.
No hubo luz.
No hubo llamas.

Solo ruido.

Un rugido colosal, un grito de las entrañas del mundo, un estallido tan puro y brutal que parecía venir de la mismísima garganta de los dioses. La onda de sonido nació en el corazón de la ciudad flotante y se expandió como una marea invisible. La primera en caer fue la madera. Las torres crujieron como cañas y se partieron en dos, hundiéndose al instante. Las casas y mercados flotantes estallaron como si fueran juguetes de papel. Los soldados más cercanos se desplomaron con los oídos reventados, sangrando por las narices, los ojos reventados, las bocas abiertas en gritos mudos.

La onda no se detuvo.

Engulló calles enteras, arrancó tablones de los suelos, lanzó cuerpos contra muros con la fuerza de mil cañones. Carros cargados de pólvora volaron por los aires antes siquiera de arder, aplastados contra el cielo. Los hombres gritaban, pero sus voces quedaban ahogadas, devoradas por ese rugido que no cesaba. La ciudad flotante empezó a despedazarse, miles de barcos hundidos, otros levantando velas para no ser engullidos.

Más allá, los bergantines de Hong Long recibieron la ola. No hubo madera que resistiera. Sus cascos se partieron como cáscaras, las cubiertas se astillaron en mil fragmentos que llovieron sobre el mar como cuchillas. El agua se llenó de sangre y astillas, y luego de silencio. Los galeones de Holanda, Francia y Portugal intentaron virar, escapar, pero nadie podía huir del sonido. Nadie era más veloz que esa onda. El ruido atravesaba velas y costillas, rompía remaches, desgarraba corazones. Los capitanes gritaban órdenes que nunca llegaban a destino porque el sonido se las tragaba al nacer.

Y aún así, la onda seguía.

Bum-Bum, desde la borda, sintió el vértigo del horror. Su invento había funcionado, sí. Pero demasiado bien. La mezcla era inestable, indomable. La potencia se había multiplicado más allá de lo imaginable. Y ahora esa onda se dirigía hacia ellos también. Grace sangraba por los oídos, su mandíbula temblaba. El Perro sentía cómo su propio pecho se sacudía al compás del rugido. Yrsa sostenía al niño con un brazo férreo, y aun así, lo sintió: el terror de haber despertado algo que no pertenecía a este mundo.

Bum-Bum se encogió contra su pecho.
La onda de sonido se aproximaba.
Esta vez, quizá habían ido demasiado lejos.

El Red Viper temblaba entero, sus costillas de madera crujiendo como si fueran huesos a punto de partirse. No quedaba enemigo en cubierta: el único adversario era el ruido, ese alarido colosal que parecía desgarrarles los sesos desde dentro. Los soldados de Hong Long se lanzaban al mar como ratas en llamas, prefiriendo enfrentar tiburones antes que seguir escuchando aquel grito maldito que les hacía sangrar por los oídos.

Vihaan, la nariz sangrando, las manos apretadas contra sus orejas, alzó la vista… y entonces lo vio. La onda levantaba el mar entero. Las aguas se partían en dos como si fueran un simple manto. Allí donde antes se alzaba la ciudad flotante no quedaba nada. Ni casas, ni mástiles, ni cuerpos… ni siquiera agua. El mar había desaparecido. Ante sus ojos se abría un abismo imposible: el lecho marino desnudo, oscuro y pedregoso, resquebrajado como la boca de un dios dormido. Rocas negras emergían entre restos de corales partidos, grietas interminables que parecían devorar la misma tierra. Un agujero en el mundo que se expandía segundo a segundo, tragándolo todo.

Grace sintió el verdadero terror. No al filo de una espada, no al rugido de un cañón, sino a la visión de lo imposible: el mar partido en dos por un niño. Gritó, y esta vez fue un grito humano, puro, desprovisto de toda bravura. El pánico absoluto.

La onda venía hacia ellos, arrasando, tragándose todo.
Y entonces lo sintió.

Primero fue una caricia en su cabello ensangrentado. Una brisa suave que erizó su piel. Después, un golpe de aire que la hizo tambalearse. Y en cuestión de segundos, un huracán. El cielo rugió de nuevo, pero no era el mismo rugido de la esfera mágica. Este traía algo distinto: una risa, una carcajada cálida, conocida. Una sonrisa grabada en el viento.
  • ¡Bishnu…! - murmuró Grace, temblando.
No supo cómo lo entendió, pero lo supo: Bishnu era el viento. Había regresado, transformado en aire y tormenta, en ráfagas y huracanes. Su espíritu se desplegaba en los cielos, y con él las velas del Red Viper se inflaron hasta crujir. El mástil gimió como si fuera a romperse, las jarcias se tensaron, cada tablón se arqueó.

La onda de Bum-Bum llegó, brutal, imparable. Los navíos del Perro y de Grace empezaron a quebrarse bajo su furia: astillas volaban, tablones se partían, los cañones reventaban contra cubierta. Pero desde atrás, el viento empujaba con furia divina. Dos fuerzas titánicas luchaban por poseerlos: el rugido del niño y el huracán del anciano.

El mar rugió con ellos.

De pronto, ambos barcos piratas se levantaron del agua. No era posible, pero ocurrió: los cascos chirriaron como animales vivos, los mástiles se inclinaron, y la cubierta se sacudió. El Red Viper y el Madra Ifrinn flotaron en el aire como juguetes en manos de titanes enfrentados. Los hombres gritaron, las mujeres apretaron las armas contra sus pechos, todos sabían que ese podía ser el último instante de sus vidas.

Y entonces cayó el martillo del destino.
Los dos barcos se desplomaron contra el mar con un estruendo descomunal. Agua y astillas volaron a los cielos. Pero el viento ganó. Bishnu rugió con más fuerza que la magia del niño, y la ola de sonido quedó atrás, arrasando solo el vacío.

Los barcos piratas salieron disparados hacia delante. No navegaban: volaban sobre las aguas, rebotaban como piedras planas lanzadas contra aguas calmadas. Cada impacto contra la superficie levantaba murallas de espuma, cada salto los llevaba más lejos, más rápido, imposibles de atrapar.

Grace, con el corazón en la garganta y la sangre goteando de sus oídos, se aferró al timón y gritó al cielo con los ojos abiertos de par en par:
  • ¡Sigue soplando, ancianoooo! ¡Sigue soplando!
Y el viento respondió con una carcajada.

Grace se aferraba al timón con los nudillos blancos, los dientes apretados hasta hacerlos crujir. El Red Viper rebotaba sobre las olas como una flecha lanzada por los dioses, cada choque contra el mar la hacía creer que los mástiles se partirían en dos. Giró la cabeza y lo vio: el Perro, tan aferrado como ella, los brazos como garras clavadas en el timón, el sombrero a punto de salir volando. Y aquel condenado se reía. Reía como un niño travieso escapando de un castigo, con la garganta rota de tanto gritar. La misma locura que hervía en sus venas ardía también en las de ella.

El viento los llevaba como si fueran hojas secas en un torbellino, y nadie tenía ya control de nada. Los marineros se sujetaban donde podían: sogas, jarcias, cañones, hasta los cadáveres que aún rodaban en cubierta. Cada salto sobre el mar los lanzaba al aire, la tripulación gritaba, gemía, maldecía, pero nadie soltaba.

Bhagirath, las manos aferradas al mástil principal, alzó la vista hacia atrás. Y entonces lo vio todo.
El mundo deshaciéndose.

La onda seguía expandiéndose, arrasando el océano. Galeones enteros se partían como juguetes, sus mástiles saltaban por los aires, sus tripulaciones gritaban antes de hundirse en las fauces abiertas del mar. Porque el mar ya no estaba: se había partido en dos. El agua había desaparecido, dejando un boquete interminable en mitad del océano, tan grande que la mente no alcanzaba a medirlo. Rocas oscuras, arrecifes partidos y grietas que bajaban hasta las entrañas de la tierra. Un vacío en el mundo. Un abismo imposible.

El hindu tragó saliva, los ojos abiertos como platos. Había más, aún no era todo.
La onda llegó hasta la costa cercana. Desde allí, pudo ver cómo levantaba la playa entera, arrancando la arena como si fuera polvo. Rocas enormes se desgajaban de los acantilados y caían al mar seco. Árboles enteros eran arrancados de raíz, sus troncos retorciéndose como simples ramas. Los animales huían despavoridos: aves cayendo del cielo con las alas partidas, monos saltando desesperados de rama en rama antes de ser tragados, incluso los peces que habían quedado atrapados en el vacío del mar se agitaban en vano antes de ser triturados por el rugido.

El mundo se rompía. Y ellos, huían sobre la espuma como si fueran proyectiles de un dios arquero. El Perro mordió el aire, sintiendo el salitre y la sangre mezclados en su boca, y gritó con todas sus fuerzas:
  • ¡¡¡Seguid riendo, malditos, que hoy le hemos escupido en la cara a la mismísima muerte!!!
Y Grace rugió de vuelta, su risa mezclada con el rugido del viento, mientras el océano se quebraba detrás de ellos.

Detrás, la muerte rugía en el horizonte: el mar partido en dos, los restos de la ciudad flotante tragados por un abismo imposible, los galeones enemigos desintegrados por la onda. Pero poco a poco, aquello fue quedando atrás. El estruendo se volvió un eco lejano, las carcajadas del Perro se mezclaron con los gritos de júbilo de los hombres, y el aire, antes violento y afilado como cuchillas, empezó a calmarse.

El casco del Red Viper descendió poco a poco, hasta que la quilla volvió a acariciar el mar. Las olas recobraban su ritmo, y con ellas, los hombres su aliento. Nadie hablaba: los pechos subían y bajaban con jadeos, los ojos desorbitados buscaban aún al enemigo, como si la muerte pudiera regresar en cualquier momento.

Entonces, el sonido de los mosquetes resonó en el navío del Perro. Ejecuciones.
Los soldados de Hong Long que habían sobrevivido a lo imposible estaban acorralados. Sin piedad, uno tras otro, fueron abatidos. Desde el timón, Grace lo observó todo. No pensó en justicia, ni en perdón. Con un solo gesto de su mano ordenó la muerte.

Los cadáveres fueron lanzados al mar, sus cuerpos convertidos en ofrenda a las bestias del océano. Si en vida habían escogido el camino equivocado, al menos en la muerte servirían de algo. Carne miserable transformada en alimento para los peces. Macfarlane subió rápido al puesto de mando, aún con los puñales en las manos y el cuerpo empapado en sangre. Se detuvo frente a ella. No hizo falta hablar demasiado: en sus ojos estaba escrito lo mismo que en los de Grace. Habían sobrevivido a un milagro.

La risa de Bishnu aún flotaba en el aire, invisible pero presente, empujando las velas hacia el horizonte.
  • Siento que no pudierais luchar, capitana - dijo Macfarlane con una sonrisa torcida - Sé cuánto deseabais matar a esos batardos.
Grace giró la cabeza hacia la costa africana, difusa en la distancia, como un espejismo. Abrió la boca para responder, pero un lamento desgarrador desde cubierta le heló la sangre. Dejó el timón al instante. El escocés lo agarró al vuelo y ella bajó corriendo, apartando con los hombros a los hombres que cargaban cuerpos de compañeros caídos. La sangre, los gritos, los lamentos le abrieron paso hasta el centro de la cubierta. Y entonces lo vio. Mordisquitos.

Su cabeza separada del cuerpo enorme, atravesado por decenas de lanzas, tendido sobre un charco de sangre. Inmóvil. Gigante incluso en la muerte. A su alrededor, el círculo de sus hermanos lo velaba en silencio. Cortés con la cabeza baja, Aibori mordiéndose los labios hasta sangrar, Vihaan y Bhagirath se abrazaban con las manos manchadas, Yrsa sujetando el martillo como si quisiera golpear al destino mismo. Bum-Bum, con el rostro tiznado y los ojos húmedos, temblaba sin comprender del todo la magnitud de aquella pérdida. Las gemelas, Akuma y Shinrei, guardaban silencio, fieras, pero abatidas.

Grace cayó de rodillas frente al gigante, sus manos acariciaron su cuerpo con la ternura que solo se reserva a la familia. El contraste era brutal: la piel áspera, la sangre seca, la muerte innegable. Alzó los ojos, y allí estaba Yara, arrodillada frente a ella. La yoruba sangraba por todas partes, temblaba de dolor y furia, pero su mirada estaba fija, clavada en Grace. Llenos de lágrimas, sus ojos eran el espejo de un grito ahogado que ya no necesitaba voz para sentirse.

De repente, sin anunciar palabra, sacó un frasco entre los pliegues de su ropa y lo abrió con manos temblorosas. Las semillas cayeron como un polvo oscuro sobre la madera. En el silencio que siguió, sus llantos sonaron demasiado fuertes. Su intención fue clara: llevaba las semillas a la boca para tragárselas. Grace no reaccionó a tiempo. Pero las dos Akuma no dudaron: se lanzaron sobre ella como sombras, tirando del cuerpo de la yoruba, arrancándole el frasco de las manos.
  • ¡Dejadmee! - gritó Yara, su voz rota por la sangre y la furia - ¡Soltadmeeee!
Forcejeó con tal salvajismo que por un instante pareció que rompería cualquier abrazo que la contuviera. El frasco volcó; las semillas de Datura rodaron y rebotaron entre tablones, hasta perderse entre la sangre y las astillas. Yara buscó su cuchillo con los dedos, arañando la madera, buscando la hoja con una velocidad animal; quería hacerse daño, repetir el rito, morir si eso traía de vuelta desde el otro lado al hombre que amaba.

Akuma, con los ojos empapados en lágrimas, apretó aun más la presa. Shinrei la sostuvo con la fuerza de quien ha sido entrenada para no fallar. La cubana mordía, arañaba, escupía sangre; su lucha era un vendaval de uñas y dientes contra la compasión ajena.
  • ¡Quiere volver a hacer el ritual, capitana! - jadeó Shinrei, la voz partida - ¡Debemos detenerla!
Grace por fin comprendió. No gracias a las palabras, sino a la urgencia en cada gesto, a la mirada desesperada de quienes la contenían. Uno a uno, se acercaron; manos rugosas se clavaron en sus brazos, pechos se interpusieron en el camino de su cuerpo. La fuerza de la yoruba era titánica, un huracán de rabia que quería romper ataduras humanas, pero al fin fue reducida por un cerco de carne y voluntad.

Se rindió convulsamente. Gruñó, lloró, golpeó el aire con los puños. Pero entonces, alzó la vista y vio a Bum-Bum. El niño la miraba con los ojos abiertos, con esa inmensa inocencia que no entiende razones, solo siente. No había reproche en su mirada; sólo un espejo: ella misma reflejada en un rostro que todavía no conocía el odio.

Algo en Yara se partió. Los gritos se hicieron sollozos; la rabia perdió su filo y se volvió dolor. Recordó la visión: la promesa del dios, la sentencia que le dijo que hallaría la paz, y que en ese tránsito perdería las ganas de vivir. Lo comprendió todo de golpe: muerte y liberación eran la misma cara de la moneda que ella había estado dispuesta a abrazar. Pero allí, entre los brazos de su familia, la libertad cobraba otro sentido.

Se dejó caer. No peleó más.
Los cuerpos que la sujetaban se aflojaron en un suspiro colectivo; dejaron que su pecho se rompiera en sollozos, que sus manos temblaran, que la temible mujer que había buscado la muerte volviese, por esta vez, a necesitar que la sostuvieran. Akuma recostó la frente contra su hombro, Shinrei le rodeó la cintura con brazos que aún temblaban. Bum-Bum no apartó la mirada; Yrsa soltó el martillo y dejó que cayera, inmóvil sobre la madera. Grace, arrodillada, posó la mano en la nuca de Yara con una caricia que valía más que cualquier juramento.

El frasco vacío yacía entre ellos, olvidado. Las semillas dispersas flotaban en cubierta, insignificantes ante la nueva decisión que aquella mujer había tomado: vivir con el precio del dolor. Así fue. Desestimó morir y no conocer jamás otra cosa.

El día soleado recogió su aliento sobre el Red Viper. Y la tripulación, rota y exhausta, se hizo pequeña alrededor de la mujer que había querido irse. Nadie habló; el murmullo fue una plegaria sin palabras. Nadie administró consuelo con frases hechas. Se contentaron con estar allí: con tocarla, con sostenerla, con no dejarla sola.

Yara dejó que la sostuvieran. Cerró los ojos y, por primera vez, respiró sin buscar puñal ni sacrificio. El dolor quemaba en las entrañas, sí. Pero las caricias de sus hermanos la acompañaron.

Continuará…
 
Carlos, se cargo a Mordisquitos, que hacemos? Yara se quedo sin su compañero.
Ron_Artest, una cosa es que no tengamos capítulos de sexo y otra muy distinta que se lo quites a Yara :ROFLMAO: :ROFLMAO: :ROFLMAO: :ROFLMAO:
El capitulo fantástico, Bum Bum es un demonio en miniatura, joder con el crio las que monta :ROFLMAO::ROFLMAO:.
Mordisquitos entrego su vida para salvar a la mujer que amaba. :cry:
 
Carlos, se cargo a Mordisquitos, que hacemos? Yara se quedo sin su compañero.
Ron_Artest, una cosa es que no tengamos capítulos de sexo y otra muy distinta que se lo quites a Yara :ROFLMAO: :ROFLMAO: :ROFLMAO: :ROFLMAO:
El capitulo fantástico, Bum Bum es un demonio en miniatura, joder con el crio las que monta :ROFLMAO::ROFLMAO:.
Mordisquitos entrego su vida para salvar a la mujer que amaba. :cry:
Me ha dado mucha pena, la verdad.
Al principio me caía mal porque pensaba que podía hacer peligrar la relación entre Vihaan y Grace, pero poco a poco le he cogido cariño.
Entiendo la reacción de Yara porque estaba enamorada de él, pero al menos se va como lo que es, un valiente que será recordado como las leyendas.
Y las leyendas nunca mueren.
 
Última edición:
Carlos, se cargo a Mordisquitos, que hacemos? Yara se quedo sin su compañero.
Ron_Artest, una cosa es que no tengamos capítulos de sexo y otra muy distinta que se lo quites a Yara :ROFLMAO: :ROFLMAO: :ROFLMAO: :ROFLMAO:
El capitulo fantástico, Bum Bum es un demonio en miniatura, joder con el crio las que monta :ROFLMAO::ROFLMAO:.
Mordisquitos entrego su vida para salvar a la mujer que amaba. :cry:
Jajajaja que grande! Aquí o follamos todos o la puta al río jajajaja
 
Me ha dado mucha pena, la verdad.
Al principio me caía mal porque pensaba que podía hacer peligrar la relación entre Vihaan y Grave, pero poco a poco le he cogido cariño.
Entiendo la reacción de Yara porque estaba enamorada de él, pero al menos se va como lo que es, un valiente que será recordado como las leyendas.
Y las leyendas nunca mueren.
Como dijo el general Maximo Decimo Meridio: "Hermanos, lo que hacemos en la vida... tiene su eco en la eternidad"
Que descanse el paz el gigante. Murió como lo que era, un guerrero. Y en su tierra!
 
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