Un viaje inesperado

De momento capítulo de transición, porque es evidente que tarde o temprano se van a cruzar con el asiático mal tipo y allí será la gran batalla.
Lo del asiático mal tipo me ha podido compañero jajaja.
No se puede describir mejor al maldito traidor de Hong Long.

De momento deben recuperar primero el Mulakaboko, que será el siguiente capítulo.
Y luego pensar como diablos van a salir de aquella trampa mortal que les espera al final del Río.
Me acabo de dar cuenta que estoy empezando el capítulo 50 ahora mismo... y aún me quedan muchas cosas por contar.
Me da la sensación que va ser sin duda el relato más largo que haya escrito nunca.

Y además, como me está costando introducir las escenas de sexo de forma orgánica en este relato y me sabe mal por un lado, ya que estamos en un foro de porno jajaja. Confieso que estoy escribiendo el esqueleto de otro relato. No tengo mucho, solo pinceladas de la trama principal, pero creo que funcionará.

Lo he intentado, de veras. Pero lo he acabado borrando, pues no encaja con el aire del relato.
Me cuesta escribir como Grace le hace una mamada a Vihaan o como Bhagirath pone a cuatro a Yrsa o como Mordisquitos le come el coño a Yara. No me cuadra con la épica pirata, no se si se entiende. Así que cuando me viene de gusto escribir algo más... no diré subido de tono, sino cuando quiero escribir guarradas más explicitas, lo meto en el otro relato.

Me pasó algo parecido cuando escribía Poject S.I.R.E.N. y me surgió la idea de Un Viaje Inesperado. Pero esta vez, no quiero cerrarlo rápido. Pues me mola la historia y he cogido cariño a los personajes. Así que cuando me sube el lívido, es decir unas tres veces al día jajaja, me desquito escribiendo en el otro relato.

Intentaré subir un nuevo capítulo esta madrugada, que ahora tengo que salir.
Sin más, que paseís buena noche de sábado!
Un abrazo.
 
Lo del asiático mal tipo me ha podido compañero jajaja.
No se puede describir mejor al maldito traidor de Hong Long.

De momento deben recuperar primero el Mulakaboko, que será el siguiente capítulo.
Y luego pensar como diablos van a salir de aquella trampa mortal que les espera al final del Río.
Me acabo de dar cuenta que estoy empezando el capítulo 50 ahora mismo... y aún me quedan muchas cosas por contar.
Me da la sensación que va ser sin duda el relato más largo que haya escrito nunca.

Y además, como me está costando introducir las escenas de sexo de forma orgánica en este relato y me sabe mal por un lado, ya que estamos en un foro de porno jajaja. Confieso que estoy escribiendo el esqueleto de otro relato. No tengo mucho, solo pinceladas de la trama principal, pero creo que funcionará.

Lo he intentado, de veras. Pero lo he acabado borrando, pues no encaja con el aire del relato.
Me cuesta escribir como Grace le hace una mamada a Vihaan o como Bhagirath pone a cuatro a Yrsa o como Mordisquitos le come el coño a Yara. No me cuadra con la épica pirata, no se si se entiende. Así que cuando me viene de gusto escribir algo más... no diré subido de tono, sino cuando quiero escribir guarradas más explicitas, lo meto en el otro relato.

Me pasó algo parecido cuando escribía Poject S.I.R.E.N. y me surgió la idea de Un Viaje Inesperado. Pero esta vez, no quiero cerrarlo rápido. Pues me mola la historia y he cogido cariño a los personajes. Así que cuando me sube el lívido, es decir unas tres veces al día jajaja, me desquito escribiendo en el otro relato.

Intentaré subir un nuevo capítulo esta madrugada, que ahora tengo que salir.
Sin más, que paseís buena noche de sábado!
Un abrazo.
Ten cuidado, que la noche nos confunde como decía Dinio.🤪
 
Me acabo de dar cuenta que estoy empezando el capítulo 50 ahora mismo... y aún me quedan muchas cosas por contar.
Me da la sensación que va ser sin duda el relato más largo que haya escrito nunca.

Y además, como me está costando introducir las escenas de sexo de forma orgánica en este relato y me sabe mal por un lado, ya que estamos en un foro de porno jajaja. Confieso que estoy escribiendo el esqueleto de otro relato. No tengo mucho, solo pinceladas de la trama principal, pero creo que funcionará.

Intentaré subir un nuevo capítulo esta madrugada, que ahora tengo que salir.
Sin más, que paseís buena noche de sábado!
Un abrazo.
Tu sin prisas, como si quieres hacer un relato de 500 capítulos, a mi me esta encantando.
Yo que soy de los antiguos de pajis, tuvimos un tiempo que en el chat hablábamos de todo menos de sexo, creamos un grupito muy bueno que incluso llegamos a juntarnos en alguna ocasión. Nos lo pasábamos de puta madre pero sin sexo, a día de hoy aun nos vemos de vez en cuando.
Por mi parte no necesito escenas de sexo explicito, para eso tengo los hilos de videos y fotos. :ROFLMAO: :ROFLMAO: :ROFLMAO:
 
Capítulo 41 - La imposibilidad de atrapar el viento: Bishnu desata su poder

La montaña se alzaba como un coloso de piedra. Su cima escondida tras un manto de nubes bajas que parecían deslizarse pesadamente por sus laderas, amenazaba con tormentas.

Los Bakuba la llamaban Inkavalo, que en su lengua significaba el guardián. Decían que siempre había estado allí, inmóvil, vigilante, custodiando los pasos de los hombres. Y ellos eran sus hijos, guardianes del poder oculto que la montaña protegía con orgullo.

No detuvieron a los recién llegados cuando el sol levantó su rostro por el horizonte y ellos decidieron partir. Los Bakuba no entendían que era prohibir, no existía esa palabra en su lenguaje. Tan solo les advirtieron del peligro que los aguardaba. Leyendas e historias. Los ancianos de la tribu hablaron de un poder que no conocía límites, de una magia ancestral que vivía tras la montaña. Aunque nada podía detener el destino de los piratas. Partieron en silencio, rodeando Inkavalo, convencidos de que el Vodrial Shardeth los llevaría hacia lo alto de aquella mole de piedra bañada en bruma. Sin embargo, el camino no señalaba hacia arriba.
  • ¿Estás segura de que debemos cruzarlo? - preguntó De la Vega, su voz quebrando el silencio matinal.
Grace bajó la mirada hacia la brújula. La aguja no temblaba, estaba fija, casi parecía obstinada. Un escalofrío recorrió su espalda antes de alzar los ojos hacia lo que tenían delante. No pudo pronunciar palabra. Solo asintió con la cabeza.

Todos siguieron su mirada.

Frente a ellos se extendía una llanura interminable, un páramo desnudo que helaba la sangre. No había árboles, ni hierbas, ni un arbusto que pudiera ofrecer refugio. Solo una vasta superficie agrietada, seca, infinita. El horizonte temblaba bajo el sol incipiente, pero allí no había vida, ni sonido, ni consuelo. Era un lugar que parecía diseñado para quebrar voluntades. Un lugar que inspiraba el miedo más profundo. Un desolado vacío en mitad de la naturaleza más viva que ojos humanos hubieran visto jamás.

El Perro mascó el silencio un instante, con la pipa encendida entre los dientes. Finalmente murmuró entre la tos de sus negros pulmones.
  • Me da mala espina… - su tono era bajo, casi un gruñido - Si yo quisiera tender una trampa, lo haría en un sitio como este. A cielo abierto, sin cobertura… seremos presas fáciles.
Macfarlane bufó, rascándose la barba.
  • Por una vez, coincido con el perro. - Dijo de forma burlona - Ni las alimañas se atreverían a cruzar un lugar así. No es seguro, capitana.
Un murmullo de tensión recorrió al grupo. Entonces, un movimiento en lo alto del cielo llamó su atención. Un ave rapaz cruzaba la montaña, planeando con las alas abiertas como cuchillas contra la luz del amanecer. Era un águila marcial, soberbia y poderosa, con sus plumas moteadas y sus garras como puñales.

El aire silbó cuando cayó en picado. Un destello de plumas y polvo, y en cuestión de segundos, la víctima quedó inmóvil: una serpiente retorciéndose inútilmente entre sus garras. El águila batió alas y, con la presa colgando de su pico, alzó el vuelo hacia la cima de Inkavalo. Allí, en lo alto, sus crías lo esperaban hambrientas. La visión fue clara, brutal, imposible de ignorar. Como una revelación de su futuro si se atrevían a cruzar el páramo. El cielo era cazador, la tierra víctima.

Y ellos estaban a punto de caminar en medio de la nada.
  • ¿Y si rodeamos por la jungla? Aunque no nos garantice nada, al menos estaremos protegidos de los depredadores - aportó Bhagirath.
Grace se dispuso a contestar pero Diego se adelantó.
  • El Vorial Shardeth no muestra solo un rumbo a seguir, amigo - dijo mirando el horizonte - marca un camino concreto. Si dice que debemos cruzar el páramo, así debemos hacerlo. No hay alternativa.
Todos escucharon atentamente y volvieron a observar aquel lugar vacío, desprovisto de vida.
  • ¿Vamos a estar parados aquí todo el día o qué? - rió Yara, empujando con descaro a un par de hombres para abrirse paso hasta la primera fila - En serio… he visto caracoles más rápidos.
Las carcajadas fueron nerviosas, más asombro que diversión. Todos la siguieron con la mirada mientras ella, sin un ápice de miedo, comenzaba a descender la ladera pedregosa. El sonido de sus botas resonaba como un desafío contra la quietud del lugar.

Un murmullo recorrió la compañía y, poco a poco, con la incomodidad creciendo en sus entrañas. Mordisquitos, sin dudar ni un segundo, la siguió de cerca y todos empezaron a bajar tras él. El descenso fue breve, pero cargado de tensión, hasta que al fin se detuvieron ante el límite del páramo. Allí, por un segundo, el grupo entero quedó inmóvil, como si el abismo de polvo y silencio les estuviera preguntando si de verdad se atrevían a cruzarlo.
  • ¡Ojos abiertos, mis cachorros! - ladró el Perro, sacudiendo el bastón como si marcara el ritmo de una cacería - A la mínima señal de peligro, no lo penséis. Cazad, si no queréis ser cazados.
Los pasos se adentraron en la llanura muerta. Cada crujido bajo sus botas se sentía como un grito en aquel silencio imposible. No había hierba, ni insectos, ni reptiles. Solo la huella de un vendaval que parecía haber arrancado toda vida de raíz. El polvo se levantaba con cada paso y el viento, furioso, les golpeaba en la cara, como advirtiéndoles que debían retroceder.

El único que no parecía perturbarse era Bishnu. Caminaba unos pasos por delante, sereno, sus ropas agitadas por el viento como si ya conociera el camino.
  • Anciano, volver a grupo - gruñó Yrsa, hombro con hombro con los demás, el martillo sujeto con fuerza, los ojos recorriendo cada rincón del desierto - Rólegʀ Gláfur, allt mun ganga vel…
El oso a su lado gruñó, su mirada animal perdida en el horizonte. A lo lejos, la jungla rodeaba el páramo como una muralla oscura. Pero no ofrecía consuelo: era un reino de depredadores, fauces y sombras, dispuesto a devorarlos si osaban acercarse. Grace lo sintió con un escalofrío. Estaban desnudos ante aquel mundo, desprotegidos, expuestos.
  • Bishnu… vuelve - murmuró, la voz quebrada,- Es mejor que…
No pudo acabar la frase. Grace se detuvo de golpe, al notar que había una pared. Alzó las palmas y las apoyó contra algo invisible. Sus manos no avanzaban más allá, como si intentara empujar una puerta que no existía.
  • ¿Pero qué demonios…? - susurró, incrédula.
Diego dio un paso al frente y apoyó también sus manos. El muro invisible devolvió la misma resistencia.
  • ¿Qué tipo de magia es esta? - preguntó con el ceño fruncido.
Uno a uno, los demás imitaron el gesto. Palparon, empujaron, buscaron un resquicio. Nada. La nada sólida. Y entonces, la tormenta estalló.
Un trueno ensordecedor partió el cielo en dos, y de repente el agua cayó con furia. Un torrente descomunal. La tierra seca se convirtió en barro al instante, las botas se hundían, la ropa se pegaba a la piel. Pero no todos estaban mojados.
  • ¡Mirad! - gritó Bhagirath, señalando hacia el anciano.
Sobre Bishnu, no caía una sola gota. La lluvia golpeaba contra algo invisible, una cúpula que se revelaba bajo las lágrimas del cielo. El anciano se giró, dio unos pasos hacia atrás y comenzó a mover los labios.
Grace los vio, pero no escuchó nada. Ni una sílaba. Era como si los sonidos se quedaran atrapados tras la cúpula. Bishnu apoyó su bastón contra el hombro y empezó a palpar la superficie, igual que ellos.
Diego avanzó hasta el borde y sus palmas se encontraron con las del anciano. Las manos quedaron separadas por un suspiro de aire, tan cerca y tan lejos a la vez. Se miraron a los ojos, pero no había calor, no había contacto. De improvisto la arena se levantó detrás del anciano.
  • ¡Nooooo! - el grito de Grace atravesó el rugido de la tormenta.
De pronto, algo invisible empujó al anciano con brutalidad. Su cuerpo salió disparado hacia un lado, rodando por la tierra muerta. El bastón se le escapó de las manos, golpeó contra la cúpula y rebotó hacia atrás. Bishnu rodó hasta chocar brutalmente contra la superficie invisible, encogido, aturdido. Y el páramo, más silencioso que nunca, parecía devorarse a sí mismo.
  • ¡Elektraaaa! - rugió Diego, corriendo a lo largo del muro invisible, la palma de su mano recorriendo aquella nada que lo repelía.
Todos lo siguieron a la carrera, rodeando la cúpula hasta llegar junto a Bishnu. El anciano, al otro lado, intentaba ponerse en pie, tambaleante, la túnica llena de arena agitándose como si un vendaval soplara solo dentro del páramo.

Vihaan descargó un puñetazo contra el muro invisible. Nada. El eco se apagó en el trueno. Diego lo imitó, golpeando con los nudillos, con la palma, con rabia contenida. El muro ni se inmutó. Y, sin embargo, Bishnu estaba tan cerca… a un brazo de distancia. Pero esa distancia era infinita. Una eternidad que los separaba.

De repente, las ropas del anciano se tensaron, como si unas manos invisibles lo hubieran atrapado por el pecho. Y antes de que nadie pudiera reaccionar, fue elevado en el aire con brutalidad, sacudido como un muñeco de trapo.
  • ¡No! - gritó Diego, golpeando con desesperación la cúpula.
Bishnu salió disparado hacia adelante, su cuerpo chocando contra la nada en medio del páramo. La violencia del impacto lo lanzó varios metros más allá, y luego cayó con un estruendo seco contra la tierra muerta.
Grace, jadeando, agarró el hombro de Diego con fuerza. Sus uñas se clavaron en su ropa mientras lo sentía temblar, impotente, viendo cómo al anciano lo castigaba una furia invisible, ajena, implacable.

El trueno volvió a retumbar. El agua golpeaba sus espaldas. Y al otro lado, Bishnu yacía, retorciéndose en la soledad del páramo prohibido.
Un rugido atravesó la tormenta, desgarrando el estruendo de la lluvia como un rayo.
  • ¡¡Mulakabokoooooo!!
Todos se giraron de golpe. Allá arriba, en la ladera de la montaña, recortados entre las nubes bajas, un grupo de cazadores de la tribu los observaba. Permanecían inmóviles, con lanzas y escudos en alto, las siluetas firmes contra la piedra. Sus ojos eran brasas en la distancia, el juicio de los guardianes. Ya les habían advertido la noche anterior, lo repitieron esa misma mañana: nadie debía entrar en aquella tierra maldita. No porque supieran lo que aguardaba… sino porque sus leyes lo prohibían desde tiempos sin memoria. Y ahora los extranjeros entendían por qué.
  • ¡Maldita seaaa, lo va a matar! - rugió el Perro, su voz hendida por la rabia.
Bishnu, en el interior del páramo, luchaba por levantarse. Las rodillas temblaban, las manos buscaban el bastón caído cerca de la cúpula. Pero unas fuerzas invisibles lo agarraron de nuevo.
Sin piedad, sin darle respiro. Lo alzaron del suelo con una violencia imposible, lo sacudieron como si fuese un trapo inútil, y lo escupieron contra la tierra muerta.
El anciano se retorció, jadeante. Pero otra vez aquellas manos lo levantaron, zarandeándolo en el aire, lanzándolo contra el suelo con un estrépito brutal. La arena reseca se abrió bajo el impacto. Bishnu gritó, su voz quebrada perdida en el rugido de la cúpula.

De pronto fue arrojado hacia un costado, contra la barrera invisible, justo donde había caído su bastón. Su cuerpo golpeó el muro con un sonido sordo, arrastrando la túnica empapada. La sangre de su rostro delatando la magia que los separaba.
Todos corrieron. Se agolparon contra el cristal, con los hombros mojados, las ropas pegadas al cuerpo por la lluvia torrencial. Los puños golpeaban la nada, impotentes. Diego cayó de rodillas, con las palmas planas contra la barrera, el cabello pegado al rostro, las lágrimas fundidas con el agua.
  • ¡Mi amor! - sollozó, la voz quebrada, sin que nadie pudiera escuchar al otro lado.
Grace apretó sus palmas contra el muro con ambas manos, su respiración entrecortada. Vihaan golpeó con furia, hasta que sus nudillos sangraron. El Perro sacó su arma y disparo pero la bala rebotó sin atravesarlo. No pudo evitar soltar un alarido animal.

Y detrás de todo aquel estrépito, los cazadores permanecían en la montaña. Silenciosos. Implacables. Testigos de cómo la maldición castigaba al anciano. Atrapado dentro de la cúpula, Bishnu extendió los dedos temblorosos hasta alcanzar el bastón. La madera crujió bajo su agarre, firme y viejo como él. Entonces apoyó su palma contra el muro invisible y levantó la cabeza. Más allá del cristal, los vio a todos: rostros empapados, ojos desbordados de angustia, labios moviéndose sin voz, puños chocando contra la nada.
  • ¿De qué se ríe ese viejo? - gruñó Macfarlane con la mandíbula apretada - ¿Es que ha perdido la cabeza?
Todos miraban asustados su sonrisa. La arena se volvió a levantar del suelo, en una ráfaga aún más grande, más violenta. Intentaron avisarle, haciendo señas, golpeando aquella barrera mágica. Pero él no se movió. Siguió sonriendo pero no por locura. Sintió el viento de nuevo, arañándole los pies, levantando ráfagas a su alrededor. Lo volvería a alzar, lo volvería a golpear, lo tiraría contra la tierra seca hasta matarlo… y, sin embargo, sabía que aquella violencia no era odio. El viento no odia, el viento no elige. El viento tan solo es. Se retuerce, cambia, danza sin razón ni propósito, porque esa es su naturaleza.

Cerró los ojos. La sonrisa permaneció, imperturbable. Había entendido lo que debía hacer.

Al otro lado, Grace lo observó con el corazón en un puño. Y de repente comprendió. Recordó Svalbard, las siete pruebas, el gigante de piedra… allí, el collar había representado la unidad y solo unidos fueron capaces de vencer a Krûlthorak. Después, en el corazón del mundo, la brújula les mostró el destino, fueron bendecidos con el don y la condena. Y ahora, en ese páramo desolado, el anciano se enfrentaba a la libertad. No había cadenas que romper ni enemigos que vencer. El adversario era el viento mismo, y su naturaleza indomable.

Grace apretó los labios, las lágrimas cayendo con la lluvia.
  • No pienses, anciano… - murmuró con un hilo de voz - Sé libre. Impredecible. Déjate llevar por el viento.
Los demás la miraron sin entender del todo. Sus ojos brillaban con incertidumbre, con miedo, con esperanza. Pero Vihaan, a su lado, la tomó de la mano con firmeza. La miró, profundo, y asintió en silencio. Él también había comprendido.

Bishnu tembló un instante al sostenerse en pie, como un tronco resquebrajado que desafía la tormenta. Estaba sangrando por todos lados, los moretones en su piel. Cerró los ojos y, poco a poco, su respiración se acompasó con el rugido silencioso de la lluvia contra la cúpula invisible. Despejó su mente, una brizna tras otra, hasta dejarla desnuda. Se arrancó los recuerdos como hojas secas en otoño, dejó ir los rostros, las voces, las victorias y las derrotas. Se olvidó del nombre que alguna vez tuvo, de los sueños que lo habían guiado, del dolor que había cargado. Ya no amaba, ya no sufría, ya no sentía. Era vacío, silencio, un espacio en calma.

Entonces, sin pensarlo, se dejó caer de espaldas. El viento confuso impacto contra el muro invisible, salió rebotado y lo arrebató de inmediato, lo alzó como a un muñeco de trapo y lo lanzó contra la tierra muerta. Pero Bishnu no se resistió. No alzó el bastón, no tensó los músculos, no gritó. Se entregó por completo. Donde cualquiera se defendería, él abrió los brazos. Donde cualquiera se aferraría al suelo, él se dejó arrancar. Y así, el combate dejó de serlo. No había golpes ni defensa, no había violencia ni huida. Era un baile. El viento rugía en ataques impredecibles, sin patrón, sin sentido, y el anciano seguía su ritmo, dejándose guiar por aquella furia ciega.
  • ¿Por qué no te defiendes? - gritó Yara golpeando el cristal con rabia - Maldito saco de huesos, estúpido! ¡Peleaaaaa!
Bishnu apoyó sus manos sobre el áspero suelo, se incorporó lentamente y se sentó en el páramo. Los ojos cerrados, la sonrisa inmutable. Sentía al viento rugir a su alrededor, subiendo, bajando, de un lado a otro. Supo que esperaba su reacción, que estudiaba sus gestos. Como un enemigo furioso que analiza a su rival en medio de una batalla.

Pero no la tubo. El mortal se tocó el hombro sintiendo un dolor horrible. Su clavícula estaba desencajada y con un movimiento rápido la puso de nuevo en su sitio. Ni una mueca de dolor, ni un atisbo de buscar venganza.

El viento se enfureció aún más. Una ráfaga lo levantó de nuevo, arrastrándolo en círculos como si fuera un simple remolino de hojas secas. Lo empujó hacia arriba, cada vez más alto, las miradas de los piratas lo siguieron hasta perderlo entre las nubes bajas. Los de afuera gritaron, las manos golpearon contra la cúpula invisible, el miedo se clavó en sus gargantas.

De repente el viento cambió de rumbo y Bishnu descendió a toda velocidad. Cuando todos temieron que el anciano se estrellaría contra el suelo con la fuerza de una roca caída, cuando todos pensaron que iba a morir. El sabio alzó suavemente la palma hacia adelante, un gesto apenas visible. El aire se curvó a su voluntad. Su caída se frenó, lenta, imposible, hasta que su cuerpo descendió con la delicadeza de una pluma, posándose en la arena seca con una suavidad inhumana.

El silencio cayó como un manto. La lluvia golpeaba la cúpula, los truenos rugían en el horizonte, pero nadie oyó nada más que el propio desconcierto. Todos lo contemplaban con los ojos muy abiertos, confundidos, como si aquello que veían fuera un espejismo, una mentira de sus propios sentidos.
  • No… - balbuceó Diego, con la voz rota - No puede ser… ¿Cómo? ¿Cómo ha podido?
Grace, con el corazón acelerado, se acercó a su lado. Su rostro estaba empapado, entre lágrimas y agua, y sin apartar la vista del anciano, se inclinó hacia la oreja del español.
  • Creo que… - susurró, apenas audible - olvidé comentarte un pequeño detalle…
No hubo dudas. Quizás unas horas antes sí, cuando el anciano parecía un saco de huesos sostenido apenas por su bastón, un alma cansada, desvencijada por el tiempo. Pero ahora no. Ahora todos lo veían con otros ojos. Bishnu dominaba el viento. No había vacilación en sus gestos, no había resistencia inútil ni miedo en sus movimientos.

El aire se detuvo un momento, como si él tampoco fuera capaz de comprender. Sin previo aviso volvió a rugir alrededor suyo, levantando remolinos de arena que giraban como serpientes doradas en torno a su figura. Y él, con un leve giro de hombros, con un movimiento apenas perceptible de la muñeca, desvió aquellas corrientes como si fueran prolongaciones de su propio cuerpo. El bastón se alzó de la tierra seca y empezó a agitar el viento. Cada movimiento arrancaba un nuevo suspiro al vendaval, un murmullo que obedecía a su ritmo. No parecía luchar, parecía danzar: cada ráfaga que debería aplastarlo se convertía en una caricia, cada empujón brutal en un giro fluido, como si el anciano y el elemento hubieran alcanzado una extraña armonía.

Diego lo miraba con los ojos desorbitados, el agua chorreando por su frente, incapaz de apartar la vista. Sabía lo que estaba viendo. Sabía lo que era Elektra, sabía lo que significaba ser uno de los elegidos. Había estudiado centenares de manuscritos, había escuchado todas las historias habidas y por haber, había recorrido el mundo durante siglos intentando entender. La fuerza de los elementos dormía en ellos, sí… pero siempre como un don incompleto, una herencia rota, un poder que podía guiar, nunca poseer. Ningún mortal podía aspirar a dominar el alma de un elemento.

Y sin embargo, allí estaba él, arrancándole al vendaval su furia, danzando con el aire, doblegándolo con la suavidad de quien no necesita vencer porque ya es parte de lo que teme. Diego sintió el vértigo en el pecho, una mezcla de maravilla y desconcierto. No entendía cómo había podido hacerlo. Cómo había liberado la fuerza de su alma.

Lo imposible estaba sucediendo frente a él. Y aunque su razón lo negaba, su corazón ardía con la certeza de que aquello era real. Bishnu había dejado de ser hombre. En ese instante, él era el viento.

El Perro lo contemplaba todo en silencio. La pipa muerta entre sus dientes, apagada por la tormenta, chorreando agua como si fuese un manantial. Pensó que no le habían contado toda la verdad, que en aquellas historias aún quedaban sombras. Pero cuando vio el rostro de Diego comprendió que ni siquiera el español lo sabía. Nadie lo sabía. Nadie, salvo aquel anciano que ahora estaba solo, enfrentándose a lo imposible.

Dentro de la cúpula, Bishnu permanecía de pie, inmóvil como un árbol en medio del vendaval. La palma rígida contra el vacío invisible, los ojos cerrados, el bastón perpendicular al suelo, firme y recto, sus pulmones respirando despacio. Tan solo escuchaba sus movimientos, intentando comprender su esencia, adelantándose a cualquier golpe que quisiera arrebatarle la vida.

El viento comenzó a arremolinarse a su alrededor, levantando columnas de arena que lo envolvieron como un sudario. El día se oscureció, tragado por el polvo, y en ese silencio que se vuelve eterno escuchó por primera vez una voz que no era la suya.

Una voz vasta, infinita, como un millar de susurros resonando en un mismo trueno. Era áspera y dulce al mismo tiempo, grave como el rugido de la montaña y ligera como el roce de las hojas. El viento le hablaba, y en su eco cabía el mundo entero.
  • ¿Quién eres, mortal? - retumbó, con un eco que hacía vibrar hasta los huesos - ¿Cómo eres capaz de darme forma?
Bishnu abrió los ojos. Y lo vio. El polvo flotante, la arena suspendida en torno a él, se unió en formas fugaces, danzando en espirales hasta formar un rostro. Un semblante sin edad, cambiante, que se deshacía y recomponía a cada instante. El ceño arrugado de un anciano, la frescura cruel de un niño, los labios abiertos de una mujer en un soplo eterno. El rostro del viento lo contemplaba.

El anciano apretó su bastón con fuerza.
  • Soy tu hijo… tu discípulo. - Su voz no tembló - Aquel que sigue tus pasos.
El viento rió. Una carcajada inmensa que no salía de boca alguna, sino del propio cielo. La arena vibró, el suelo retumbó bajo aquella risa que era burla y desafío a la vez.
  • Yo no soy padre. - retumbó la voz, desbordante, impía - No soy maestro. Y nadie puede seguir mis pasos.
Y entonces lo intentó levantar. Una fuerza brutal lo arrancó del suelo, tirando de su cuerpo hacia el cielo abierto. Sus ropas se agitaron como alas desgarradas, cada pliegue azotado con violencia, arrancándole jirones. Pero Bishnu no cedió.

Clavó el bastón en la arena, con ambas manos firmes como grilletes de hierro. Su espalda arqueada, sus músculos tensos, sus arrugas azotadas por la furia invisible. El viento lo desnudaba, lo despojaba de todo, pero sus pies permanecieron allí, incrustados en la tierra seca. Ni el huracán pudo arrancarlo.

Bishnu no era un hombre resistiendo. Era la roca sobre la que el viento debía partirse.
La risa cesó. No se apagó como un eco que muere, sino que fue sofocada de golpe, como si el propio cielo hubiera retenido la respiración. El rostro de arena se recompuso ante Bishnu, los ojos infinitos del viento posándose sobre él. No había asombro en aquella mirada, tampoco miedo ni ira. Solo un reconocimiento frío, desnudo, implacable: el reconocimiento de un igual.
  • Eres fuerte… - susurró la voz, deslizándose por cada grano de arena, resonando en cada pliegue del aire - Pero fuerte es cualquiera que se aferra a la roca. Tú crees sostenerte, crees resistirme… y aun sabiendo la verdad, sonríes. - El viento dejó escapar una nueva carcajada breve, cortante - ¡Nadie puede atrapar al viento, anciano. ¡Nadieeeee!
Bishnu alzó la mirada, sus pupilas clavadas en aquel rostro que mutaba sin cesar. No había desafío en sus ojos, ni orgullo, ni miedo. Tampoco había valor, porque el valor aún guarda un propósito. En él no quedaba nada. Nada salvo la nada misma. Un vacío tan absoluto que el viento no pudo más que enfurecerse.

El aire se agitó con violencia. Una sacudida recorrió la cúpula, como si la propia tierra quisiera apartarse del lugar. Bishnu se preparó, había llegado el momento.

Primero llegó una ráfaga caprichosa, ligera como el roce de un amante, que lo envolvió en espirales juguetonas. El viento giraba en torno a él, deslizándose bajo sus pies, sobre su nuca, tirando de sus manos con la curiosidad de un niño que tantea un juguete nuevo. Pero Bishnu no respondió. Su bastón permaneció firme, sus brazos inmóviles, y su mente vacía.

Entonces la brisa se tornó cuchilla. El aire se comprimió en torbellinos veloces que cortaban como filos invisibles, rasgándole la piel, intentando arrancarle la carne del cuerpo. Sus ropas se deshacían en jirones, pero Bishnu no se protegió. No elevó un brazo, no esquivó. Se entregó al golpe, aceptando cada herida como quien recibe un soplo.

El viento rugió frustrado.
Se elevó en tromba, levantando al anciano por los aires. Bishnu flotó como un muñeco a merced de un titiritero cruel, sacudido de un lado a otro, su cuerpo girando en círculos imposibles. Pero su rostro seguía impasible.

Lo lanzó hacia arriba, tan alto que pareció perderse en el cielo. Y cuando cayó, la arena se abrió como un abismo dispuesto a tragárselo. Y entonces, justo antes del impacto, esta vez el anciano no hizo nada. Su cuerpo golpeó brutalmente contra el suelo. El bastón se le escapó de las manos, el aire se vació de sus pulmones, sintió el dolor en sus huesos, algo roto que punzaba en su abdomen. Se ahogaba, se asfixiaba, sintió que moría.

Los gritos de afuera, retumbaron más fuertes que la tormenta. Todos golpeaban el cristal, patadas, rodillazos, puñetazos, disparos, cortes. La ira se desataba en un caos lleno de furia y violencia. Mientras dentro, el rostro del viento volvió a formarse frente a él. Y esta vez no rió, lo levantó suavemente del suelo, meciéndolo como una madre lo hace con su hijo.
  • Comprendes ahora mortal… - susurró la voz, grave, honda, como el murmullo de un universo sin principio ni fin - No puedes luchar. No puedes perseguirme. Nadie puede dominarme.
Contempló el cuerpo del anciano, no mostró pena, ni alegría. El viento no entendía de eso. No obstante pareció contemplarlo con cierto orgullo, pues entendía que aquel humano poseía un poder muy parecido al suyo. Sintió su corazón latir entre sus ráfagas, estaba débil, apunto de apagarse. Había llegado el momento de acabar con él. Debía matarlo, ofrecerle la libertad.

El viento se tensó una última vez, arremolinando arena con fuerza brutal. Bishnu fue levantado en un torbellino imposible, girando sin control, sus brazos extendidos, su cuerpo al límite dando tumbos. Todo a su alrededor se volvió caos: la arena cortando la piel, ráfagas que podían arrancar la vida, viento cortando como cuchillas.

Parecía inevitable. Todos contuvieron la respiración, sabiendo que aquel momento marcaría el fin, era imposible sobrevivir a otra caída.
La furia del viento no era caprichosa; era la prueba final, un juicio de vida o muerte. El anciano cayó en picado, el suelo acercándose con velocidad imparable, y justo cuando el impacto parecía inminente, el aire se detuvo. Todo se congeló. El torbellino dejó de girar. Bishnu flotó suspendido, inmóvil, los pies apenas rozando la arena seca. Abrió los ojos y vio el rostro cambiante, que no podía creerse lo que estaba ocurriendo.

El anciano sonrió. Lo sintió en su mano cerrada. El dios había picado el anzuelo.
Lo había atrapado.

No hubo risas. No hubo admiración ni ira, por parte del viento. Solo los ojos fijos en él.
No hubo miedo. No hubo temor ni duda. Bishnu le devolvió la mirada y en esa mirada los dos se entendieron.
  • No se puede atrapar al viento - susurró el anciano, la sangre brotando de su interior - Se que te dejaré escapar, que no podré retenerte demasiado tiempo. Pues no puedo luchar contra tu naturaleza. No hay mayor pecado que encarcelar lo que debe ser libre.
El viento no respondió, tan solo contemplaba el puño cerrado del viejo sobre él. Jamás había sentido aquella sensación. Jamás había sido atrapado. Antes de que pudiera luchar, antes de que pudiera escapar. La mano lo soltó. Lo liberó.
  • Si queréis acabar con mi vida, hacedlo - sonrió el anciano - Acepto mi destino. Liberadme del peso de esta cárcel que es mi cuerpo. Pero antes, reconocedlo… reconoced que os he vencido. Reconoced que he andado más caminos que vos.
Entonces, lo incontrolable, lo infinito, lo indomable reconoció al elegido. No como maestro ni como padre, sino como aquel que ha entendido su esencia. La cúpula que había aprisionado el páramo se deshizo. La lluvia cayó libre, golpeando la tierra, embarrándolo todo, mezclando arena y agua. Los piratas cayeron unos sobre otros, jadeando, empapados, sorprendidos por la libertad repentina. Diego levantó la cabeza, su rostro cubierto de lodo y gotas que le cegaban momentáneamente la visión. Miró alrededor y vio que el páramo volvía a ser un terreno abierto, despojado de barreras invisibles, pero impregnado de la magia que acababan de presenciar.

El viento se retiró, moviéndose caprichoso, sin dirección, revolviendo la hierba, el polvo y la lluvia. Susurraba entre las rocas y los troncos, como un mensajero que no sabe a dónde ir. Y entre esas corrientes, Bishnu se alzó, magullado y dolorido, envuelto en el remolino restante, sosteniendo su bastón.
  • !Lo ha conseguido! - sonrió Grace al ver lo que agarraba su mano huesuda - !Maldito anciano loco, lo has conseguido!
Bishnu se giró para observarla y sonrió. Ya no se sostenía en su bastón. El Mulakaboko lo sostenía a él.
El bastón mágico brillaba débilmente bajo la luz gris de la mañana africana, como si guardara siglos de secretos en su madera oscura y vetas doradas. Era más que un arma; era un conducto, un símbolo de equilibrio y poder, forjado por manos divinas y bendecido por los elementos. El viento seguía a su alrededor, pero ya no lo atacaba; lo rodeaba, danzando, respetuoso, reconociendo que ahora el anciano no era simplemente un mortal, sino el guardián del aire.

Bishnu sostuvo el Mulakaboko con ambas manos, los dedos tensos pero seguros, los brazos firmes contra el último suspiro del viento. Cada línea del bastón parecía vibrar con energía contenida, resonando con la fuerza de un poder que solo podía manejar un elegido. Y allí, rodeado de viento y lluvia, el anciano permanecía en silencio, su mirada fija, serena y eterna, demostrando sin palabras que lo imposible había sido conquistado.

La lluvia aún golpeaba fuerte sobre sus hombros, mezclándose con barro y polvo, pero nadie parecía importarle. Todos corrían hacia Bishnu, tropezando, resbalando, empujándose unos a otros, empapados y exhaustos, movidos por la urgencia de tocarlo, de asegurarse de que estaba realmente allí.

Diego fue el primero en llegar. Sin pensarlo, se lanzó a él, abrazándolo con fuerza. Por un instante sintió que Bishnu podría escaparse, como si la fuerza del viento aún lo mantuviera suspendido, fuera del alcance de los mortales. Pero el anciano no se resistió. Se dejó abrazar, sonriendo con serenidad mientras los brazos del español lo envolvían, el bastón apoyado contra su hombro, firme y tranquilo.

Uno a uno, los demás se acercaron, sumándose al abrazo colectivo. Las preguntas, la incredulidad, la alegría contenida y la ilusión de verlo vivo se mezclaban en risas nerviosas y miradas desconcertadas. Grace alzó la vista hacia el regalo divino, deseando tocarlo, pero sus manos se cerraron sobre la nada. El bastón parecía tan sencillo, tan común, como un palo que podrías encontrar tirado en cualquier bosque: madera lisa, oscura, con vetas claras que serpenteaban a lo largo de su superficie. Sin embargo, había algo vivo en él, algo que cambiaba lentamente de forma, como si la naturaleza misma respirara en su interior. Colores y texturas de diferentes árboles parecían aparecer y desaparecer sobre su madera, nunca manteniéndose iguales por mucho tiempo, adaptándose al entorno, a la energía de quien lo sostenía.

Vihaan se acercó a su lado, curioso, observándolo con atención. Cada vez que lo intentaba tocar, parecía vibrar, como si reaccionara a su presencia, a su espíritu. Sus manos temblaban ligeramente, deseando comprender cómo algo tan simple podía contener tanta fuerza y poder.
Grace se volvió hacia él y, con un susurro, le entregó su collar.
  • Ten, Vi… - dijo, desatándolo cuidadosamente - creo que esto te pertenece.
Vihaan tomó el collar. Tan pronto como lo sostuvo, un calor extraño recorrió sus manos; un latido profundo pareció emerger desde el interior del objeto, como si por fin estuviera completo. Con reverencia, se lo colocó al cuello, sintiendo que algo dentro de él encajaba, que una parte de su destino se alineaba con aquella pieza de magia y memoria.

Grace levantó la cabeza y, suavemente, le acarició la mejilla, dejando que sus dedos dibujaran un sendero de afecto y complicidad. Luego, inclinándose un instante, le dio un beso breve pero cargado de significado. Fue un gesto de unión, de confianza y de esperanza compartida: un puente silencioso entre la capitana y el astrónomo, entre la fuerza y la mente, entre los elementos que los habían guiado hasta allí.

El Mulakaboko permaneció en manos de Bishnu, respirando con el viento, mientras Vihaan llevaba el collar sobre su pecho y Grace sostenía la brújula en su mano. Diego, empapado y exhausto, comprendió que la alianza, la magia y el destino que los había reunido, apenas comenzaba a desplegarse.
  • Estás hecho un desastre, saco de huesos - rió Yara revisando las heridas del anciano - ¿te duele aquí?
Bishnu no dejó de sonreír, pero cuando le tocaron las costillas no pudo evitar soltar un quejido.
  • ¿Es grave, señorita Yara? - preguntó Bhagirath acercándose.
  • Costillas rotas, y un par de huesos fracturados en el hombro y el brazo derecho - dijo rápidamente - se pondrá bien… aunque tiene suerte de no estar muerto. Pero si ha sobrevivido a lo que demonios fuera aquello, podrá con esto sin duda.
El Perro contemplaba con curiosidad el bastón. Este cambiaba de forma y de madera a cada instante: roble, abedul, pino… y sus colores y texturas variaban como si fueran reflejos de árboles distintos, nunca permaneciendo igual por mucho tiempo. Mordisquitos a su lado intentaba aferrarlo una y otra vez, pero sus enormes manos atravesaban la madera como si fuese humo sólido.
  • Creo que jamás había visto nada igual en mi larga y miserable vida - dijo empapado bajo la lluvia.
Grace miró al cielo enfurecido y luego su brújula. Sintió el calor que emanaba. De repente comenzó a girar sin control, hasta fijarse en un punto concreto.
  • ¡Compañeros! Tenemos un nuevo rumbo al que seguir - dijo alzando la voz - ¡Debemos continuar nuestro camino!
Todos la miraron, cubiertos por la tormenta y el barro que se pegaba a sus cuerpos. Sabían que debían continuar, pero también que al final del río los esperaba el enemigo. La muerte los aguardaba, disfrazada esta vez de ciudad flotante.

Grace los miró uno a uno. El Perro se acercó por su derecha, el Errante por su izquierda. Sus músculos se tensaron, las manos temblorosas acariciando sus aceros. La capitana hizo una única y simple pregunta.
  • ¿Quién de aquí teme a la muerte?
El viento rugió entre las rocas y la llanura, arrancando hojas y polvo de la tierra, arrastrando la lluvia como látigos contra sus cuerpos. La tormenta misma parecía contestar, azotando los árboles y los riscos, doblando el horizonte con su furia, dibujando sombras rápidas y cambiantes sobre sus rostros. Cada relámpago iluminaba los ojos de los presentes, revelando determinación, coraje y una certeza inquebrantable.

No hubo un solo titubeo. Las manos apretadas sobre armas, bastones o amuletos, los cuerpos tensos y erguidos, el barro resbalando entre sus rostros: todo gritaba que la muerte no era temida, sino aceptada. Era un desafío compartido, una promesa silenciosa que cruzaba sus corazones: mejor morir libres que vivir encadenados.

La lluvia golpeaba sus mejillas como si besara su rebeldía, el viento jugueteaba con sus cabellos, arrancando gemidos de sorpresa y risas contenidas. Cada trueno resonaba como un tambor de guerra, marcando el pulso de su audacia. Sus miradas se encontraron, entrecruzadas, reflejando la misma resolución: el miedo no tenía cabida allí. Solo existía la tormenta, y ellos eran parte de ella, indomables, indivisos, preparados para arrasar con todo lo que se interpusiera.

La respuesta a la pregunta de Grace no se pronunció con palabras. Fue el estruendo de la lluvia sobre la roca, el siseo del viento entre la hierba seca, el relámpago que iluminaba los músculos tensos de los hombres y mujeres que la seguían. Era la tempestad misma la que hablaba: audaz, furiosa, imparable. Cada uno de ellos era la encarnación de esa fuerza, lista para arrollar a quien se interpusiera, sabiendo que ningún poder del mundo podría doblegar su voluntad.

El enemigo aguardaba al final del río, la muerte disfrazada de tiranía. Pero allí, en medio de la tormenta, bajo el cielo gris y el barro que se pegaba a sus botas, la pregunta ya no necesitaba respuesta. Sus ojos la dijeron por ellos: no hay miedo. Solo la furia del viento, la rabia del río, la llama de la libertad y la fuerza de quienes jamás se inclinarán sobre la tierra.

Sin decir nada, se pusieron en marcha. Pero Bishnu no se movió.
  • Deinó Elektra… ti ginetai? Ou dunamai peripatéin? - le preguntó Diego, sujetándolo del brazo. Pensando que el anciano estaría demasiado débil para caminar.
Entonces el viejo levantó levemente el bastón. Un viento suave abrazó a los que ya partían y los empujó hacia él. Algunos gritaron asustados, temiendo que aquel fantasma hubiera vuelto. Incluso Akuma, que observaba oculta en la distancia, fue arrastrada. Todos se resistían, pero no podían desatarse del abrazo. Diego observaba la escena como si estuviera viendo un milagro. Y entonces, cuando estuvieron lo suficientemente cerca del anciano, el viento se hizo más fuerte… y desaparecieron.

El aire enfurecido se levanto del páramo, corrió libre atravesando a los guerreros que observaban desde la lejanía como una ola de fuerza imparable. Un par cayeron al suelo, golpeados por el vendaval, intentando resistirse, mientras las voces del pasado y del presente se arrastraban por entre el ruido del viento, gritos que parecían susurrar secretos antiguos y advertencias olvidadas.

Pero el viento no se detuvo. Avanzó atravesando el poblado, levantándolo todo a su paso y arrastrando las hojas de los árboles. Las mujeres Bakuba dejaron sus tareas, incapaces de comprender cómo aquel torbellino parecía moverse con inteligencia, siguiendo un rumbo invisible. Las Ngoma, que ya trabajaban a su lado, aprendiendo a integrarse en su nueva familia, hicieron lo mismo: recogieron a sus hijos, los protegieron y se escondieron ante tal manifestación de magia incomprensible. Solo la más anciana sonrió, con la serenidad de quien ha visto más allá de la vida, observando cómo aquel viento lleno de voces se alejaba.
  • Tika baninga, bomoyi malamu na nzela - murmuró la anciana en lingala.
Adiós amigos, suerte en el camino, les dijo. Pero el viento no se detuvo. Atravesó la jungla con violencia: los elefantes retrocedieron, los gorilas treparon a los árboles asustados, la selva se convirtió en pantano. Los cocodrilos se ocultaron dentro del agua fangosa, y los pájaros elevaron el vuelo en un frenesí de aleteos y gritos. Cuando finalmente los piratas salieron del pantano, lo que vieron los llenó de alegría. El Red Viper y el Madra Ifrinn. Los dos navíos anclados a la orilla del río, imponentes y listos para zarpar. Las velas plegadas ondeaban bajo la fuerza del viento, la madera crujía bajo la presión de la tormenta, y cada miembro de la tripulación se preparaba, sabiendo que el próximo rumbo los llevaría al corazón del peligro.
  • Alguna novedad? - preguntó Cortés, el ceño fruncido, observando el río con cautela.
  • Nada, no hay enemigos a la vista – contestó Akuma – el Madra Ifrinn tampoco ha detectado señales. Acaban de regresar los exploradores, bajaron río abajo y no hay rastro de ellos.
  • No me gusta nada… - murmuró Halcón, la mirada fija en el horizonte - ¿por qué no han venido a por nosotros aún?
  • Está claro - dijo Aibori, con una sonrisa fría y calculadora - saben que solo tenemos una salida… y allí nos esperan.
Los cuatro compartieron una mirada tensa, conscientes de la verdad: eran ratones atrapados en una jaula, sin escapatoria posible. De repente, Kage alzó las orejas. Estaba tranquila hasta ese instante, pero un estremecimiento recorrió su cuerpo. Su pelaje se erizó, la cola se tensó, los músculos rígidos; sus dientes brillaron entreabiertos. Su pose de ataque fue inmediata: las patas firmes, la mirada afilada y penetrante, detectando algo que los demás aún no percibían.

Akuma se agachó a su lado, reflejando la misma tensión. Todos contuvieron el aliento mientras la observaban acercarse a esa bestia. La japonesa acarició su torso y se dio cuenta que sus ojos dorados buscaban algo en la distancia, y sin necesidad de palabras, la entendió.
Rápidamente las dos salieron disparadas hacía la borda de estribor. Los demás, siguieron su dirección y entonces lo vieron.

Lo que apareció ante ellos les heló la sangre.
Del viento surgieron sus compañeros, como si volvieran de otro mundo: Grace avanzando con determinación, su cabello agitado por la fuerza del aire; Diego a su lado, firme y seguro, con la mirada fija en el horizonte; Vihaan, elegante y concentrado; y Bishnu, sereno, caminando como si el viento lo abrazara y lo protegiera. Sus ropas ondeaban, arrastradas por ráfagas que parecían obedecer a la voluntad del anciano, y en su rostro una sonrisa tranquila, desafiante y plena de poder. Vieron el bastón que sujetaba y lo supieron al instante. Lo habían conseguido. Ahora poseían ‘El que camina todos los caminos’.

No hubo palabras. Solo el silencio de la incredulidad y la certeza de que aquellos que emergían del torbellino no eran los mismos. Cada movimiento, cada gesto, cada cabello movido por la brisa parecía impulsado por la fuerza de la naturaleza misma.

Los cuatro de la cubierta permanecieron inmóviles, incapaces de comprender del todo cómo habían llegado hasta allí, pero conscientes de que lo que veían era imposible de ignorar.
  • ¡Diego! - gritó Cortés, los ojos brillantes de emoción, empapados por la lluvia y la intensidad del momento. Sin dudarlo, saltó a tierra firme - ¡Capitaaaaaaaan!
El grito resonó a lo largo del río, alertando a los demás españoles. Al ver a su capitán, todos hicieron lo mismo, corrieron a reunirse con él. Allí estaban, vivos, reunidos: su capitán, sus amigos, su familia. Los cachorros también saltaron de su embarcación, corriendo hacia sus hermanos, mientras los miembros de la Víbora Roja los seguían de cerca, sumándose al reencuentro.

Abrazos, risas, lágrimas y preguntas se entrelazaban en el aire. Todos querían saber, todos querían comprender. Las historias del pasado, los secretos guardados, las cicatrices y los triunfos, todo pedía ser contado.
  • Me parece, capitan - dijo el Perro, rodeado de abrazos y lametones de los suyos - que vais a tener que volver a contar la historia otra vez.
Diego sonrió, asintiendo mientras se dejaba abrazar por los suyos, sintiendo la calidez y la fuerza de su familia unida. El río se llenó de risas, de cariño, de energía compartida.

Mientras tanto, dos hermanas se miraban en silencio, aprovechando la distracción del caos y la alegría. Una de ellas había comprendido que estaba equivocada, la otra en cambio no podía salir de las sombras; su corazón solo creía en una verdad: la venganza.

Continuará…
 
Capítulo 42 - Asamblea pirata en cubierta: Hermanas enfrentadas en las sombras

En un barco pirata, las decisiones nunca se toman en calma. No hay sillas alineadas ni silencios respetuosos, ni mucho menos un orden de palabra. Allí se grita más fuerte que el vecino, se golpea la mesa para respaldar un argumento y, si hace falta, se lanza una botella de ron a la cabeza del que no quiera entender razones. Es un debate a la manera del mar: con insultos, empujones y carcajadas.

El Red Viper, mientras deliberaba su propia tripulación, era un polvorín a punto de estallar. Pero ahora tenían a bordo no solo a Grace y sus víboras, sino también al Perro con sus cachorros y al español con sus errantes. Tres capitanes, tres banderas, tres tripulaciones con lenguas afiladas y egos más grandes que el casco de sus navíos. El caos estaba servido, y el estruendo de aquella asamblea improvisada podía escucharse desde la otra punta del mundo.

La cubierta rugía más que el propio río y la propia tormenta. La cubierta estaba hecha una jungla de gritos, golpes de botas, escupitajos y carcajadas. Aquello parecía la antesala del fin del mundo.
  • ¡Escuchadme de una maldita vez! - gritó Grace golpeando la mesa con su puño - Debemos ayudar a la gente de este continente. ¡No vamos a dejarlos en manos de esos malditos egoístas! Hay que plantar cara, devolverles la libertad, lo que les robaron y les pertenece!
  • ¡Bah! - bufó el Perro, echando humo de su pipa apagada - Palabrerías. ¿Qué me importan a mí los africanos, capitana? ¡Yo quiero su sangre, la de los que destruyeron mi hogar! La ciudad flotante y los galeones de ese inglés malnacido… ahí está nuestra presa, ahí nos cobraremos nuestra venganza.
Los cachorros rugieron en apoyo, alguno incluso mordió un cabo como si fuese el cuello de un enemigo invisible.
  • ¡Eso! - tronó Snatch, alzando una botella que se derramó por la borda - ¡Un hueso que morder! ¡De frente, sin rodeos!
  • ¿De frente? - se rió Vihaan, con esa calma irónica que lo hacía parecer aún más insolente - Perfecto, así os matarán en diez segundos y no tendréis ni tiempo de escupir vuestro ron. ¿Dónde está el Perro que se preocupaba por sus cachorros? Ahora los manda a la muerte.
  • ¿Qué dijiste, larguirucho? - gruñó el Perro, golpeando la mesa con tanta fuerza que tres dados salieron rodando solos.
  • Que si dependiera de usted, la historia de los perros acabaría como empieza: enterrados bajo tierra. Le ciega la venganza viejo y hay que pensar con cabeza. Yo estoy con Grace, debemos ayudar a los que no pueden luchar y quien diga lo contrarío no es mejor que esos tiranos que nos esperan rio abajo.

Las víboras silbaron y rieron, disfrutando de la provocación.
Diego, que hasta ese momento había mantenido las manos en los bolsillos, se inclinó hacia delante.
  • Yo sigo insistiendo en que solo hay un camino a tomar. La ciudad flotante seguirá ahí, Sir Reginald, desgraciadamente también. Aunque acabemos con ellos, otros vendrán a sustituirlos. Y lastimosamente creo que los africanos… me temo que seguirán luchando toda su vida, prestemos o no ayuda. Pero el Èkó Yemayá… ese objeto es lo que importa. El último de los cuatro. Sin él, nada de esto tendrá sentido. Debemos recuperarlo.
Al oír el nombre maldito, varios se persignaron, otros escupieron al suelo soltando maldiciones.
  • ¡Bah! - gruñó el Perro - Ya empezamos con tus cuentos de dioses y leyendas imposibles.
  • No son cuentos, capitán. Ya lo visteis - replicó De la Vega, clavando la mirada a través del humo de su pipa - Son las piezas de un juego más grande que usted o yo. Si recuperamos el Èkó Yemayá, estaremos un paso más cerca de acabar con todo esto.
  • ¿Acabar con qué? ¿Con mi paciencia? - rió Macfarlane, que a esas alturas ya había sacado sus puñales e intentaba imponerse al griterío. Nadie lo escuchó.
  • ¡Nosotros prometimos ayudar a los africanos! - gritó Yara - ¡y no vamos a ceder!
  • Promesas… - rió de forma burlona De la Vega.
Grace dio un paso adelante, ofendida.
  • Así que lo que propones es dar la espalda a una promesa. ¿Eso es lo que significa navegar en tu navío, Diego? ¿Olvidar a los que confían en ti?
  • Golpe bajo, pequeña. Muy bajo… - sonrió Diego.
Un silencio pesado, interrumpido solo por el crujido de la madera bajo el vaivén del río. Cortés, que hasta ese momento había permanecido callado con los brazos cruzados, se adelantó con un paso firme.
  • Capitana - dijo con voz grave, mirándola sin pestañear - Se que hice un pacto con usted, y no dudo ni un instante de a quién seguiré. Jamás. Pero De la Vega tiene razón, debemos seguir nuestro camino.
Grace lo sostuvo la mirada, la sangre ardiendo en las venas. Se sintió ofendida, sí, pero también reconoció en esas palabras la verdad de un hombre que nunca había retrocedido.

El resto de la cubierta explotó de nuevo en gritos, abucheos y risas. Unos golpeaban la madera, otros pedían más ron. Halcón, borracho como una cuba, intentaba hacer equilibrio sobre el palo mayor gritando que él proponía “¡atacar los tres sitios a la vez!”, lo que provocó más carcajadas e insultos.

El caos era absoluto. Tres capitanes, tres visiones, tres tripulaciones a punto de arrancarse la garganta… y sin embargo, todos sabían que al final, de una forma u otra, decidirían juntos.

La furia no cedió; al contrario, se alimentó del ron y del vino. Las botellas pasaban de mano en mano, las voces subían y bajaban como olas embravecidas, y en cada trago las palabras se volvían más duras. El Red Viper ya no era un barco: era una plaza pública en llamas, un juicio sin juez donde la ley la marcaba el que tenía más garganta.

Alguien sacó la espada para enfatizar un punto; otro intentó clavársela en el estomago como quien clava una bandera, pero un par de manos rápidas lo sujetaron y el acero tintineó, brillando entre risas y amenazas. “El pan de cada día”, dijo Macfarlane a carcajadas. Aibori lo miró con una sonrisa confusa, escuchando su risa desafinada acompañando a las voces.
  • ¡Usemos el poder del viejo! - bramó el Perro, señalando a Bishnu con la pipa firme entre los dedos huesudos - Que arranque el viento y parta en dos esa maldita ciudad flotante. Que los galeones se hundan como anclas. ¡Venganza ahora, por mi isla, por mi gente!
Los cachorros rugieron, golpeando el suelo con los puños. Snatch se puso en pie y aulló una propuesta aún más brutal, invitando a saquear y prender fuego a cada barco que se cruzara en su camino. Había en su voz hambre. El gusto de la caza, la sed de ajuste.
  • ¡Eso sería convertirnos en verdugos, igual que ellos! - contestó De la Vega, con la calma afilada que le daba la experiencia - Si usamos la fuerza de los dioses contra sus navíos, ¿en qué nos diferenciamos de los que colonizan y destruyen? Nuestra misión es protegerlos para que no caigan en manos humanas. Si decidiéramos usarlos, traicionaríamos todo lo que juramos defender.
Un grupo de la tripulación del Madra Ifrinn bufó y escupió al agua; las palabras del español sonaban a moral, y la moral, se sabe, es peligrosa en alta mar.
  • ¿Y qué propones, señorito filósofo? - escupió Yara, clavando la mirada - ¿Dejar que maten a mujeres y niños porque tú tienes miedo de ser como los dioses?
Grace golpeó la mesa con la palma abierta; la madera vibró y hasta el jarro más cercano tembló. Su voz, cortante, se hizo oír por encima del estruendo:
  • No somos verdugos ni dioses. Podemos usar lo que tenemos para liberar a los que no pueden luchar. Si la brújula nos guía, si el collar nos une y el bastón del viento nos libera, ¿no es nuestro deber emplearlo para romper cadenas? Libertad para ellos, venganza para quien la merezca.
Vihaan acompañó su argumento con una calma calculada:
  • Si no los ayudamos ahora, los imperios se harán más poderoso. Nos devorarán y esos objetos acabarán en manos equivocadas. No es ser “como ellos”; es impedir que ellos lo sean.
Las intervenciones llegaban como metralla. La discusión se convirtió en pelea de principios. Los que seguían al Perro hablaban de venganza como de un derecho sagrado; los que estaban de acuerdo con De la Vega invocaban juramentos, custodia y la responsabilidad sagrada de los regalos divinos; los del Red Viper, con Grace y Vihaan al frente, hablaban de ayudar a los débiles e impartir justicia.

Entre gritos e insultos, una voz débil más antigua que el hambre se hizo escuchar por encima de todos. Bishnu se subió a un barril y, con voz temblorosa pero firme, soltó algo que cortó por un segundo la algarabía.
  • Si usáis lo que no entendéis, el mundo os hará pagar el precio.
Eso, sin embargo, solo alimentó la discusión. El Perro lanzó una carcajada amarga.
  • ¡Pues que pague el mundo! - bramó - Yo ya pagué.
  • No usaremos nada anciano, pero lucharemos. - gritó Grace - No por venganza Perro, no me miréis así. Lucharemos por lo que representa la bandera del Red Viper. Y quien no esté de acuerdo, es un cobarde.
El aire se heló en cuanto Grace dejó caer la palabra. Cobarde.
En la mar, entre piratas, no había insulto peor. Era la daga que cortaba más hondo que cualquier acero, la ofensa que exigía sangre para lavarse. Las manos volaron a los aceros; en un parpadeo, la mesa quedó rodeada de hojas brillando bajo los relámpagos. El vino derramado parecía sangre anticipada. Los gritos se apagaron, dejando un silencio tenso, apenas roto por el crujir de los nudillos sobre las empuñaduras.

Entonces el estruendo retumbó. ¡BAM!
El martillo de Yrsa cayó con furia, partiendo la mesa en dos como si fuera una rama seca. Los mapas volaron por el aire, las botellas rodaron y estallaron contra el suelo, los platos rebotaron desparramando restos de comida.

Nadie rió. Nadie habló. Los aceros, uno tras otro, fueron envainados al contemplar el rostro de la vikinga, endurecido como piedra, sus ojos azules encendidos por una furia que no pedía permiso. Nadie osó desafiarla. Nadie.

La tempestad de voces murió allí, en el eco sordo del martillazo.
Cortés tomó la palabra, con la calma de quien lanza una red tras muchas tormentas.
  • Capitanes - dijo, dirigiéndose a los otros dos - No es necesario seguir discutiendo. Entiendo vuestra rabia Perro, y vuestra sed de lucha Víbora Roja. Pero me obligo a recordar, como dije antes, que nuestro compromiso fue con el deber que nos fue asignado. La libertad no entiende de venganza ni de luchas locales, es algo más global, más necesario. Debemos seguir nuestro camino.
Cortés vio el fuego en los ojos de Grace, y se apresuró a añadir:
  • Capitana, no puedo decir lo que no creo. Lo siento si la he ofendido.
Sus palabras, orgánicas, herían. Grace alzó la mirada, ofendida, y le salió automática la réplica:
  • ¿Con qué navío cumple usted promesa, señor Cortés? ¿Con el mío? ¿O con el suyo?
Cortés, con el orgullo hecho costra, la miró como quien mira a un espejo que le devuelve una promesa incumplida y respondió con voz honda:
  • Con la libertad. Y si eso la hiere, capitana, vuelvo a pedir disculpas. Pero no dude nunca: donde vaya ella, allí estará mi bandera.
La cubierta explotó de nuevo: gritos, insultos, ovaciones y algún que otra botella volando. Un joven grumete, convencido, se subió al cornamusa para gritar “¡A por el Èkó Yemayá! ¡A la libertad!” y un marinero mayor le tiró de la coleta con una carcajada que acabó en abrazo.

El caos, como siempre, contenía su propio orden: al final, por más que gritaran, empujaran y sacaran el acero, todos sabían que la decisión final tendría que ser una mezcla sucia de juramento, traición y pragmatismo pirata. Y mientras tanto, el ron corría, la madera crujía y la noche se acercaba, cómplice y sin decidirse.
  • ¡Atacad los tres sitios a la vez! - repetía Halcón tambaleándose, la voz pastosa por el alcohol.
Había bajado a cubierta como buenamente pudo, las botas chuecas, la camisa arrugada, su único ojo más cerrado que abierto. Olía a ron hasta las fibras del alma.

Se acercó a la mesa partida y, al intentar apoyarse, perdió el equilibrio y cayó de cabeza entre los mapas y las botellas rodadas. Un charco de vidrio roto, migas y papel le recibió como una alfombra hostil. Macfarlane y Mordisquitos, siempre donde el desorden llama, se arrojaron a levantarlo.
  • Venga, tuerto - dijo Macfarlane, con esa mezcla de griterío y ternura - Un cubo de agua fría y a la cama.
Pero el vigía se zafó de sus brazos como una anguila, se incorporó con la torpeza de quien ha practicado caer más que caminar y volvió a repetir, con la risa desencajada:
  • ¡Atacad los tres sitios a la vez! - las palabras le salían a empellones, sin sentido, pero con esa sinceridad estúpida del borracho que cree en sus propias cosas.
El Perro gruñó y escupió al suelo.
  • ¡Quitad de mi vista a este borracho antes de que lo lance a los cocodrilos! - ordenó, con más sentido práctico que crueldad.
Entonces Bishnu se acercó en calma. El bastón en su mano cambiaba la madera bajo la lluvia - por un instante roble, después abedul, luego pino - como si respirara mil bosques. Caminó entre ellos con paso lento y firme. La cubierta guardó un murmullo: después de lo sucedido en el páramo, cuando el anciano hablaba, se le escuchaba.
  • El vigía tiene razón - dijo Bishnu, de forma sencilla, sin estridencias. Y por su forma de hablar lo escucharon de otra manera, porque en sus palabras iba la calma de quien ha visto mil amaneceres - Hay tres necesidades, y las tres son la misma verdad en distinto lugar: cobrar la venganza, liberar a los oprimidos y recuperar los regalos de los dioses. No son caminos distintos sino un único río con tres afluentes.
Lo miraron. Unos incrédulos, otros esperando más información que los hiciera entender. Bishnu clavó la mirada en cada rostro.
  • Explícate anciano - pidió Grace, tajante.
El anciano apoyó el bastón en la cubierta y habló con la voz de quien no necesita convencer, solo recordar:
  • Los traidores deben pagar. Eso apaga la vieja herida del Perro y devuelve honor a sus muertos. Los oprimidos deben ser liberados: si no, nada cambia; los imperios seguirán devorando sin piedad. Y el cuarto objeto - alzó la mano, el bastón cambió en un instante - es la llave para que nada caiga en manos equivocadas. Los tres actos confluyen y chocan al mismo tiempo. Atacar sin sentido puede haceros perder todo; proteger los objetos es permitir que la tiranía siga; buscar los dones y usarlos con juicio puede inclinar la balanza. Todo debe ser cumplido, tan solo falta decidir el paso inicial, el que haga de palanca.
Grace, mirando a los suyos, comprendió. No del todo, pero si la idea que quería transmitir.
  • Tiene razón, podemos cumplir todos los objetivos. - dijo despacio - Solo debemos decidir por cuál empezar…
  • ¡Entonces decidamos cuál será el primer paso! - gritó el Perro - Yo opto por la venganza.
Diego estalló en carcajadas al ver que volvían a estar como al principio.
Y así fue, volvieron a estallar las voces y los gritos. Diego, entre risas, alzó argumentos con calma ensayada; el Perro rugió con su venganza en la garganta; Grace volvió a clamar por los débiles. Las tripulaciones gritaban, se insultaban, interrumpían con chanzas, una mujer del Red Viper arrojó un plato por indignación, un mozo apostilló con un dicho soez y las tablas crujieron con cada empujón.

Bishnu, con paciencia infinita, se aferró al Mulakaboko. Apoyó la cabeza contra su madera cambiante y sonrió, sin ansiedad. Los jóvenes discutían porque tenían prisa; el anciano sonreía porque ya había caminado todos los caminos y sabía que la impaciencia, a veces, solo sirve para que el destino te dé de su propia medicina.

No muy lejos del caos, de la madera crujiendo bajo los pasos, las antorchas reflejadas en el agua de las tinajas, y los rostros que reían arriba. Todo quedaba cada vez más lejano hasta convertirse en un rumor amortiguado. La luz menguante dibujó un corredor de sombras que terminó en una esquina donde dos figuras hablaban en susurros, apenas más que dos siluetas que compartían el mismo aliento.

No eran “hermanas” en el sentido sencillo de la palabra, aunque nacieron del mismo vientre y al mismo tiempo. Eran sombras atormentadas por una misma herida, entregadas en vida y alma a un destino. Eran dos oscuridades gemelas, idénticas y al mismo tiempo opuestas, reflejos fríos bajo una piel fantasmal. Se comunicaban con la precisión del filo. Su lengua era seca, geométrica y cada frase parecía tallada en acero: palabras cortantes que dejaban pequeñas heridas en el aire.
  • ¿Naita no? - dijo Shinrei, la voz cortante como una hoja que rasga seda.
  • Sō da - respondió Akuma como un eco de espejo - Toirezu, watashi wa hazukashikunai, shimai.
Sus voces no buscaban consuelo; eran mecanismos para medir el abismo, que por primera vez, se había formado entre ambas. Shinrei no apartó la vista. Su tono era desnudo de ternura, pleno de juicio.
  • Revelas nuestra fuerza a desconocidos, entregas tu cuerpo a un extranjero - Shinrei se acercó lentamente hacía su hermana - y ahora has olvidado todo lo que aprendimos. Traicionaste lo que somos.
  • Estoy cansada de vivir así - dijo Akuma, y la frialdad de la frase quedó rota por un hilo de verdad - No lo soporto más.
Se notaba en ella la fatiga de la senda: el hastío de quemar la vida en una venganza que la consumía como un ritual. Akuma quería cumplir la promesa de sangre que las ataba; pero, por primera vez, deseaba otra cosa: acercarse, dejar que alguna mano la tocara sin temer ser apuñalada, permitirse caminar bajo el sol y no existir solo en la noche. Deseaba confiar y que confiaran en ella.
  • Abandonaste la senda, hermana - replicó Shinrei, y el filo en su voz se volvió amenaza - Debería matarte ahora mismo.
Akuma pasó la palma por el mango frío de su kunai. Conocía la precisión de la hoja de su hermana tanto como conocía la voz de la muerte. Podía hacerlo. Sabía que podía.
  • Pero no lo haré - sentenció Shinrei con voz que no admitía discusión - Nuestro camino, no obstante, se separa aquí.
Sin más, como se disuelve una sombra al llegar la luz, Shinrei desapareció. La oscuridad debajo de los arcos tragó su figura y quedó un silencio afilado. Unos segundos después, el olor de la ceniza y el fuego quebró la bodega: Bum-Bum rebuscaba entre los barriles, clavando la cabeza entre maderas, seguro de que allí encontraría el ingrediente para su próximo experimento. Akuma lo observó desde la penumbra; invisible a los ojos humanos, dejó que el ruido de los barriles rellenara el hueco dejado por Shinrei. Solo cuando la bodega quedó a solas con ella, Shinrei volvió a existir en su ausencia o quizá ahora era la ausencia la que la seguía.

Akuma habló a la nada, con la voz que no pide respuesta.
  • ¿Por qué debemos separarnos?
La oscuridad contestó en la forma de una pregunta, en recuerdos que ardían.
  • ¿Olvidaste a nuestros padres? - respondió la oscuridad con frialdad - ¿Olvidaste sus cuerpos calcinados, las risas de esos hombres, la muerte de nuestra familia?
  • No pasa un solo día sin que lo recuerde, hermana - replicó Akuma, y su voz se partió un instante, apenas perceptible.
Entonces Kage emergió desde las sombras: la pantera negra se acercó, sigilosa, buscando caricia. Akuma la rozó con la mano, y mientras lo hacía dijo, como si confesara una verdad prohibida:
  • Mira a Kage. Ella es como nosotras: nacida de las sombras. Nadie se atrevería a acercarse a ella… y, sin embargo, se deja tocar. Cazadora y solitaria; pero necesita el amor de todos modos.
Shinrei volvió a dejarse ver, la figura recortada contra la madera húmeda.
  • Es una bestia - dijo con calma - Por eso permite tus manos: porque entiende que sus garras han arrancado tantas vidas como tus cuchillas. No es amor, Akuma. Es entendimiento entre iguales. Tú misma lo has dicho hermana, nadie que no fuera como nosotras se atrevería a acercarse.
Akuma clavó en ella la mirada, firme y suave a la vez.
  • Shinrei… hicimos una promesa y la cumpliremos. Pero juntas.
Shinrei negó con la cabeza, inquebrantable.
  • No caminaré a tu lado si no vuelves a la senda. Debes abrazar de nuevo el Hagakure… o nuestros caminos se separarán.
El Hagakure apareció entre las palabras como una presencia: no era solo un camino, era un códice de entrega absoluta. Era la senda de la muerte aceptada, la disciplina que convierte la vida en ofrenda. Para ellas, esa senda era la venganza transformada en rito: la renuncia a los lazos mundanos, la inmolación de cada emoción que pudiera distraer del objetivo. El Hagakure pedía soledad, sombras, frío en el corazón. Era aceptar que la vida se reduce a un punto: el golpe justo, el honor restaurado, la sangre que paga la deuda. Akuma sintió esa llamada y al mismo tiempo la otra: la posibilidad de dejarse tocar, de reír, de amar sin concesiones. Su promesa a la muerte seguía intacta - la oscuridad, la soledad, la entrega - pero ahora, por primera vez, la venganza competía con el deseo de ser algo más que un filo.

La bodega volvió a su penumbra normal: barriles, redes, el olor a sal y a ron. Las sombras siguieron allí, idénticas y opuestas, y en el eco de sus palabras quedó la certeza de que la senda no admitía medias tintas. El destino reclamaba elegir.
  • Mi camino es la muerte, hermana - dijo Akuma, la voz plana, como un filo que no titubea - No lo he olvidado. No me aparto de la senda.
  • Sí lo haces cuando estás dispuesta a amar… - replicó Shinrei, la frase como una sentencia - Aquel escocés, lo que sientes por él, te hace débil.
Akuma negó, sin mover el rostro:
  • No es verdad. Al contrario, me hace más fuerte. Me da un motivo para luchar.
Shinrei se acercó de repente, tan rápido que la bodega pareció cerrarse sobre ellas. Quedaron a dos respiraciones, las miradas enfrentadas, sin atisbo de emoción en ningún gesto. La pantera notó la tensión: Kage se erizó, todo su lomo una cuerda tensa; sus pupilas se estrecharon, la cola describió un arco de alerta. Era como si el animal pudiera leer lo que las palabras no decían.
  • Tu motivo no es luchar por ellos, hermana - susurró Shinrei, tan cerca que su aliento sería fuego si no fuera hielo - Tu motivo es el mío: vengar la muerte de nuestros padres, o morir en el intento.
  • Juramos lealtad a la capitana - replicó Akuma, firme.
  • Juramos lo que ella necesitaba oír. - Shinrei clavó la frase como un cuchillo - Ella es un medio, un instrumento, el camino que nos hará llegar a nuestro objetivo. Y si no estás dispuesta a seguirme, lo haré sola.
La sombra de Shinrei se disolvió un instante en la oscuridad, pero no se pudo alejar.
Una sombra no puede huir de su propia sombra. Akuma no titubeó y la agarró de la muñeca. La voz se le quebró sólo lo justo, con una rugosidad contenida:
  • No te dejaré sola. No he olvidado mi senda y cumpliré mi venganza. Tan solo pido que dejes entrar la luz en tu oscuridad. Que entiendas que el camino que siguen nuestros compañeros es más importante que nuestra venganza.
La respuesta de Shinrei no fueron palabras, su acero respondió por ella. Fue un corte deliberado: un gesto seco, controlado, no letal por voluntad. La hoja besó la mejilla de Akuma con la precisión de quien quiere marcar, no destruir. La piel se abrió; la sangre brotó caliente y brillante, recorriendo la línea de su rostro. Akuma no tocó la herida. Sintió la sangre deslizarse, la humedad fría en la piel, y la aceptó como quien recibe una verdad: sin aspavientos, sin replegarse, sin pedir consuelo.

En el silencio que siguió, Kage se acercó un paso, oliendo el hierro en el aire. Shinrei mantuvo la postura, rígida como un juramento, y Akuma alzó la barbilla, mostrando la cicatriz que ya empezaba a contornearse con un rojo intenso. No hubo lágrimas, no hubo gritos: solo el latido de las hermanas contra la madera lejana, el rumor de la cubierta arriba y la certeza de que, sea cual sea la senda elegida, ambas la recorrerían con la misma hoja afilada en la mano.
  • Solo hay un camino, Akuma - amenazó Shinrei, el filo brillando en su puño cerrado - Si no estás a mi lado, estás contra mí.
  • Te equivocas - respondió Akuma con la misma sombra en la voz - Y te lo demostraré.
Las dos figuras se fundieron con la penumbra. No eran hermanas, no eran humanas: eran nombres que evocaban demonios en los cuentos de los marineros, sombras que caminaban entre fantasmas. Kage retrocedió mostrando los dientes, la pantera entendía mejor que nadie lo que estaba a punto de suceder. No se interpuso: sabía que la muerte rondaba demasiado cerca como para tentar su guadaña.

Shinrei fue la primera en moverse. Sus puñales cortaron el aire en destellos, veloces, certeros, buscando arterias, tendones, puntos vitales. Golpes limpios, sin duda ni compasión. Su danza era odio encarnado: cada tajo, un recuerdo del fuego, de la carne calcinada, de la promesa de venganza.

Akuma no contraatacó. Sus pasos eran deslizantes, su cuerpo apenas un suspiro en la oscuridad. No buscaba herir, no buscaba matar. Se limitaba a esquivar, a apartarse una fracción de segundo antes de que el acero encontrara su garganta, su corazón, su vientre. Cada esquiva era un latido contenido, una verdad silenciosa.

Sombras contra sombras: a ojos humanos, nada habría más que ráfagas, chispas en la penumbra, sangre saltando en líneas rojas cuando alguna hoja alcanzaba la piel. Porque aunque Akuma no devolviera el golpe, no siempre escapaba del todo: cortes en brazos, hombros, en la ropa desgarrada que pronto se tiñó de rojo.

No había gritos, ni jadeos. Solo el sonido del acero mordiendo, la madera crujiendo levemente bajo los pies, el eco de un combate que parecía espectral. Shinrei, el fantasma, atacaba sin descanso, un odio tan absoluto que buscaba arrancar la vida de la única persona que aún la amaba. Akuma, el demonio, esperaba, paciente, con la sangre descendiendo por su piel, con la certeza de que llegaría el instante preciso para demostrarle que estaba equivocada.

Era la danza de dos fuerzas inevitables: odio contra amor, venganza contra esperanza. Un demonio desafiando al dolor de un fantasma, en el silencio absoluto de la bodega que parecía contener la respiración del mundo.
  • ¿A qué esperas? ¡Ataca! - el grito de Shinrei sacudió la oscuridad. En ese instante olvidó la senda, olvidó las enseñanzas. Solo quedaba la rabia, creciendo como una tempestad que devoraba todo a su paso.
Akuma no respondió. En vez de eso, sonrió. Sonrió incluso cuando el acero de su hermana le abrió la garganta, un tajo limpio y profundo que hizo que el mundo se detuviera. El fantasma cesó su danza; el demonio cayó de rodillas, sujetándose la herida de la que se escapaba su vida a borbotones. Pero aún así, en esa último respiro, Akuma mantuvo la sonrisa.
  • ¿Por qué? - sollozó Shinrei. Los kunais se le escurrieron de las manos, tintineando en la madera como campanas fúnebres.
Se dejó caer frente a ella. Y al verla desangrarse, al sentir que la perdía, algo se quebró dentro de su vacío corazón. El odio, la venganza, la sed de muerte que la habían sostenido tantos años se deshicieron como humo en el viento. Aquella mitad, que era ella, de la asesina más temida, la otra mitad de la muerte silenciosa, se desplomó. Sus ojos, siempre duros como el hielo, se nublaron. Y entonces lloró. No fue un llanto común, sino un lamento capaz de marchitar las flores más bonitas y matar a la misma primavera, un llanto que impregnó la bodega de tristeza insondable. Su cuerpo temblaba, como no lo hacía desde niña. Había matado a la única persona que la amaba, a su propia sangre, a la mitad de si misma.
  • Te… te quiero - balbuceó Akuma, ahogada en su propia sangre. La voz rota, débil, pero verdadera. - siem… siempre te querré. Hermana…
Dejó de tapar la herida. Sabía lo que significaba hacerlo: cederle a la muerte la última palabra. Y sin embargo lo hizo, sin dudar. Tan solo para extender sus brazos y abrazar a su hermana.

El fantasma apretó los puños hasta que sus nudillos palidecieron. Quería golpearla, hacerle más daño, castigarla por ese amor que la debilitaba. Pero no pudo. La fuerza la abandonó. El corazón dudó, la mente seguía odiando, pero el alma se rindió. Y entonces, temblando, Shinrei permitió que el abrazo la envolviera. El fantasma, por primera vez en años, se dejó atrapar por la sombra del demonio.
  • ¡Kage, rápido, busca a Yara! - gritó Shinrei, desesperada, presionando con ambas manos la herida de su hermana, sintiendo cómo la sangre escapaba entre sus dedos como arena en un reloj roto.
Los ojos de la pantera brillaron en la penumbra, dos brasas encendidas cargadas de amenaza. Su expresión era puro filo, la mandíbula tensa, los bigotes erizados. Un gruñido grave y profundo emergió de su garganta, reverberando como un trueno contenido. De un zarpazo, desgarró el vestido de Shinrei y le abrió la piel del hombro, haciéndola sangrar.
  • ¡Kageeee! - rugió la asesina, ignorando el dolor - ¡Yaaaaaaraaaa!
La bestia le sostuvo la mirada unos instantes más, evaluándola, probando si podía confiar en aquella orden. Entonces, sin más, se desvaneció en las sombras, fundiéndose con ellas como si nunca hubiera estado allí.
  • Aguanta, hermana - lloraba Shinrei, temblando - No me dejes… por favor, no me dejes. Lo siento, lo siento… - su voz se quebraba en un sollozo - No puedo hacerlo sola, te necesito… te necesito…
Arriba, en cubierta, el mundo parecía otro. La disputa no cesaba; los tres capitanes seguían defendiendo su postura con la furia de mil tormentas. Sus tripulaciones, encendidas por el ron y el orgullo, se empujaban, se golpeaban, cada cual defendiendo su bandera como si en ello les fuera la vida. Bishnu intentaba calmar los ánimos, su bastón golpeando la madera, su voz amable repitiendo que escucharan. Pero era imposible: el ruido era demasiado grande, el orgullo demasiado fuerte.

La tormenta que había azotado el cielo empezaba a disiparse; los rayos tímidos de la luna se colaban entre las nubes, blanqueando las velas y el agua del río. Pero los gritos seguían retumbando en el corazón de África, como si los piratas quisieran competir con los truenos.

Y entonces, paradójicamente, no fue un hombre quien impuso silencio en aquella sinrazón, sino un animal.
Kage emergió de la oscuridad de la escalera y apareció en cubierta. La pantera, oscura como la misma noche, avanzó con pasos firmes. Al verla, todos callaron al instante. El silencio fue absoluto. Luego, como un resorte, decenas de mosquetes y pistolas apuntaron a su cuerpo.
  • ¡No disparar! - rugió Yrsa, colocándose en medio, los brazos extendidos.
Todos dudaron. Era difícil no escuchar a aquella mujer que tenía por mascota a un oso blanco. Bajaron las armas… pero solo por un momento. Porque de repente la pantera se lanzó como un rayo hacia Yara.

El pánico estalló. Un cachorro, con el dedo temblando en el gatillo, apretó por reflejo. El disparo resonó en cubierta, la bala se incrustó en la madera, astillando la tabla a centímetros de la bestia.
  • ¡Ek skjóta eigi, fífl! - gritó Yrsa en el idioma de sus ancestros.
De un manotazo le arrancó el mosquete de las manos y, con la otra, lo levantó del suelo sujetándolo del cuello como si fuera un muñeco.
Yara retrocedió con los ojos abiertos de par en par, cayó de culo al ver a la pantera abalanzarse sobre ella. El terror le congeló el rostro. Pero Kage no mordió. Con una precisión terrible, le sujetó el vestido con los colmillos y comenzó a arrastrarla hacia la oscuridad de la escotilla.
  • ¡Yara, nooooo! - gritó Grace, el sable ya desenfundado, corriendo en su ayuda. El miedo le encogió el estómago; estaba dispuesta a enfrentarse a la bestia para salvar a su amiga.
Pero de repente, una mano se alzó frente a ella. Era Bishnu.
  • ¿Qué sucede, anciano? - jadeó Yara, siendo arrastrada por la pantera, el miedo tiñéndole la voz.
Bishnu frunció el ceño, los ojos clavados en los de la sombra felina, como si viera más allá de lo que los demás podían.
  • Akuma… - dijo grave, casi con dolor - Está herida. ¡Herida de muerte!
El Red Viper retumbaba bajo los pasos apresurados de la tripulación. Cada tablón de madera crujía bajo los pies que corrían como si quisieran alcanzar el corazón de la bodega antes que la propia oscuridad. Las respiraciones eran cortas, urgentes, mezcladas con gritos de alarma y preguntas que brotaban como un río furioso, chocando unas con otras, empujando a los cuerpos hacia adelante. Los pasillos del navío se estrechaban, nadie podía adelantarse, todos tropezaban unos con otros, arrastrando el eco de su preocupación por cada rincón del barco.

Al llegar a la bodega, un silencio absoluto les dio la bienvenida. La penumbra era densa, casi sólida, y en ella la pantera había desaparecido. Solo quedaba un lamento apagado, profundo, resonando en la oscuridad como un fantasma que llorara por un mundo al que no pertenecía, un alma condenada atrapada entre la vida y la muerte.

Bishnu avanzó con calma, el bastón cambiando suavemente de forma en su mano, y acercó una antorcha a Yara. Sin pensarlo, ella la agarró y se adentró en la oscuridad, los ojos bien abiertos, siguiendo el hilo de luz que apenas rasgaba las sombras. De repente, se detuvo. Su corazón se paró un instante al ver lo que sus ojos no podían comprender: dos figuras idénticas, gemelas, sombras reflejadas en la penumbra. La confusión la paralizó. Era imposible. Su mente buscaba lógica, pero no existía. El silencio y la oscuridad parecían haber engendrado un espejo de carne y hueso.

Una de las dos Akuma se giró, el rostro cubierto de sangre y lágrimas. La otra estaba al borde de la muerte, temblando, apenas un suspiro lejos de desaparecer. El terror de Yara se mezcló con la urgencia, la adrenalina le subió por la garganta. Sin dudarlo, corrió hacia ellas.
  • ¡Grace, sujétame la antorcha, rápido! - gritó, avanzando con pasos decididos - ¡Y que alguien me traiga mis medicinas, yaaaaa!
Grace no titubeó y le sostuvo la antorcha con firmeza. Al instante vio a Vihaan corriendo hacia arriba, en busca de los ungüentos mágicos de la santera, mientras Bhagirath despejaba los allí reunidos, creando espacio, empujando a los piratas hacia atrás con la ayuda de la fuerza de la vikinga, dejando un claro, un pequeño santuario dentro del caos para que Yara pudiera trabajar.

Los piratas se hicieron a un lado, sorprendidos y expectantes, los ojos fijos en el haz de luz tembloroso que iluminaba a las hermanas, la sangre y las lágrimas brillando en la penumbra. Nadie se movía, todos conteniendo la respiración, como si comprendieran que el tiempo mismo había dejado de correr y que, por unos momentos, solo existían ellas y la frágil línea entre la vida y la muerte.

Yara se arrodilló junto a Akuma, la antorcha proyectando sombras temblorosas sobre el rostro ensangrentado. Sus manos se movían con precisión quirúrgica, presionando donde la piel cedía, deteniendo el flujo de sangre tanto como podía. Cada dedo parecía medir el pulso de la vida que todavía latía débilmente bajo la piel pálida. La tensión en sus hombros era palpable, pero no dejó que el miedo la paralizara; su concentración era absoluta.
  • ¡Atrás, dejad espacio! - gritó Bhagirath, empujando suavemente a los curiosos y creando un pequeño círculo de seguridad alrededor de la santera.
sVihaan apareció jadeando, trayendo consigo ungüentos, un barreño con agua limpia y trapos húmedos. Sus ojos reflejaban la urgencia y la incredulidad al ver a Akuma en aquel estado, pero dejó que Yara tomara la iniciativa.
  • ¿Es grave? - preguntó Grace, su voz temblando, intentando acercarse más de lo que la distancia prudente permitía.
Yara no levantó la vista. Sus dedos seguían palpando, presionando, evaluando, buscando cada fractura invisible, cada corte que amenazaba con drenarla de vida.
  • ¡Yaraaaa! ¡Responde, joder! - gritó Grace, entrando en pánico, la desesperación filtrándose por cada sílaba.
Finalmente, Yara habló, la voz firme aunque cargada de urgencia:
  • Vihaan, sujeta la antorcha - dijo, sin apartar la vista de Akuma - Y que alguien se lleve a Grace. Necesito silencio… que se vaya todo el mundo.
Todos se movieron como una ola, retrocediendo y dejando espacio a la sanadora. El murmullo del miedo y la preocupación se convirtió en un silencio tenso, quebrado solo por la respiración controlada de Yara y el goteo lento de la sangre, mientras sus manos continuaban trabajando sin descanso, protegiendo la vida al borde de la muerte.

Hicieron falta cuatro hombres para llevarse a la capitana. Pataleaba, gritaba de dolor, como si fuera su propia hermana quien estuviera al borde de la muerte. Shinrei la observaba, perpleja, sin comprender cómo aquella mujer podía sentir lo mismo que ella. Poco a poco, la bodega quedó en silencio. Solo quedaron las dos hermanas, Vihaan y Yara. Bhagirath los miró con los ojos negros llenos de preocupación antes de cerrar la puerta. En silencio, deseó suerte a la santera y se alejó.
  • ¿Qué ha pasado? - preguntó Vihaan, con la voz temblorosa.
Shinrei bajó la mirada al suelo, incapaz de responder.
  • Está muerta… - susurró Yara de repente, con la serenidad de quien se enfrenta a la tragedia.
  • ¿Cómo? ¡Nooo! - gritó Vihaan, la desesperación rompiendo su voz - ¡Tienes que ayudarla, Yara, por favor!
  • Vihaan… - dijo Yara, sin apartar la mirada de Akuma.
  • Tú eres la mejor sanadora que conozco. Si alguien puede, eres tú…
  • Vihaan… - volvió a repetir Yara, concentrada.
  • Es una de los nuestros. No puede morir. No así…
De repente, Yara se giró violentamente hacia él, soltó la mano ensangrentada y lo agarró de la camisa.
  • ¡Vihaaan, cállateee! - gritó con furia.
El joven temblaba, las lágrimas recorriéndole las mejillas, y de repente se quedó en silencio, asustado ante la intensidad de la santera.
  • Puedo hacer que vuelva - dijo Yara, manteniendo los ojos fijos en los de Vihaan - Pero escúchame atentamente: pase lo que pase, aunque te lo implore, aunque te lo suplique, aunque sufra, aunque llore de dolor… no debes detenerme.
  • Yara… yo… - murmuró Vihaan, sollozando.
  • ¿Lo has entendido o no? - le gritó, enfurecida.
Vihaan asintió entre sollozos, con el corazón quebrado.
  • Está bien… empecemos.
La bodega estaba envuelta en penumbra, la tenue llama de la antorcha iluminando apenas los contornos de la escena. Yara se movía con precisión meticulosa, cada gesto medido, bajo la atenta mirada de Shinrei y Vihaan, que guardaban un respeto silencioso.

Primero, tomó la mano de Shinrei y la obligó suavemente a presionar sobre la herida de Akuma, tapándola, evitando que la sangre siguiera brotando sin control. Luego colocó un cuenco vacío en el suelo, justo frente a sus rodillas.

De su zurrón de medicinas sacó un pequeño frasco, el vidrio opaco y gastado, con un líquido verdoso y hojas secas flotando en su interior. Con rapidez lo vació en el cuenco y comenzó a machacar el contenido hasta que se volvió una pasta homogénea. A continuación, añadió un aceite espeso, casi viscoso, que se mezcló con la hierba hasta formar una sustancia untuosa, lista para el ritual. Con un movimiento ágil, se arremangó las mangas, dejando al descubierto sus antebrazos, tensos y firmes bajo la luz danzante de la antorcha.
  • ¿Con qué cuchillo le has hecho ese corte? - preguntó Yara, clavando la mirada en Shinrei.
Sin decir una palabra, la japonesa le acercó el kunai, el mango frío y el filo brillante bajo la luz amarillenta.
  • ¿Es esta su sangre? - continuó Yara, mostrando el filo sobre la llama que temblaba.
Shinrei asintió, dejando que unas lágrimas rodaran por sus mejillas.
Con delicadeza, Yara extendió su brazo izquierdo y situó el kunai sobre la vena que pasaba por su muñeca, como preparando el terreno para un equilibrio peligroso entre el dolor y sanación.
  • Vihaan - dijo, mirando fijamente a los ojos del joven - Recuerda… oigas lo que oigas, veas lo que veas… no interrumpas el ritual.
  • D… de acuer… de acuerdo - balbuceó Vihaan, tragando saliva y asintiendo con miedo reverente.
  • Dame tu palabra! Prométemelo!
  • Lo… lo prometo Yara.
La santera miró a los dos lentamente, sus ojos decididos, sin rastro de temor.
  • Si no volviera… decidles… decidles que les quiero.
El silencio volvió a la bodega, solo roto por el crujido de la madera y la respiración contenida de todos los presentes, mientras Yara se preparaba para traer de vuelta a su amiga del mundo de los muertos.

Continuará…
 
Capítulo 43 - Òna Ikú: El camino de los muertos

En la tradición de los pueblos antiguos, pocas plantas cargaban consigo un peso tan ambiguo como la Datura. Los marineros la conocían como hierba del diablo, los curanderos como flor del sueño, y los chamanes como puerta de los espíritus. En los herbarios coloniales se la nombraba con crudeza: yerba loca, toloache, estramonio. Sus flores blancas, abiertas como trompetas, parecían la llamada de mundos invisibles, y sus semillas negras encerraban un poder capaz de sanar, embrujar o matar.

La Datura era una paradoja viva: en pequeñas dosis otorgaba visiones, silencio interior y la capacidad de cruzar los límites de la vigilia. Quien la ingería podía caminar entre los sueños y hablar con los muertos. Pero en exceso, sus efectos se convertían en un infierno: delirios ardientes, alucinaciones imposibles de distinguir de la realidad, parálisis del cuerpo y, muchas veces, la muerte. Su veneno no perdonaba la imprudencia.

Los chamanes de las tribus africanas y americanas la habían utilizado durante siglos, no como medicina común, sino como un puente hacia lo invisible. Con ella invocaban a los ancestros, buscaban respuestas en el mundo de los espíritus, o acompañaban el tránsito de un moribundo hacia la otra orilla. La Datura no curaba el cuerpo, sino el alma. Forzaba a mirar más allá de la carne y el miedo, a enfrentarse con la verdad desnuda que habitaba tras los ojos cerrados.

Así era la magia de Yara: peligrosa, incierta, siempre en el filo entre la vida y la muerte. No era la magia de los templos ni de los dioses, sino la de la tierra y las sombras, la que exige un precio para revelar su poder. Y esa noche, bajo la tenue luz de una antorcha, estaba dispuesta a pagarlo.

La yoruba sostuvo el kunai un instante más, observando en su filo el rastro oscuro de la sangre de Akuma. La misma sangre que reclamaba al mismo tiempo justicia y redención. Luego miró su propia muñeca, donde la vida latía como un tambor profundo. Respiró hondo, llenándose de silencio, y exhaló todo el aire en un soplo largo, lento, como si se vaciara de sí misma. No era miedo. Era abandono.

Cerró los ojos, la línea oscura de la vida latiendo bajo la piel. No vaciló. Con un movimiento que fue más entrega que técnica, abrió su vena; la sangre brotó caliente y poderosa, encontrando la de Akuma en un hilo oscuro que unió ambas existencias. No era una herida menor: era un pacto con la muerte, una renuncia deliberada, la apertura de una puerta que no admite vuelta atrás.

Junto al pecho de la moribunda dejó el kunai manchado, como si devolviera el favor de la vida que le habían robado. Luego, sin prisa, untó la mezcla de hierbas en su propia herida; el olor agrio llenó la bodega y la luz de la antorcha pareció hacerse más íntima.

Sujeta al borde entre el mundo y lo que viene después, contuvo el aire hasta que el oxígeno pareció negarsele: se ofreció a la muerte, y la muerte respondió. Vihaan y Shinrei la miraban con la boca seca, sabiendo que aquello no era un mero remedio sino un tránsito. Entonces, Yara comenzó a cantar, y su voz fue un tambor que marcaba los pasos del ritual.

El canto no buscaba melodía: era un llamado repetido, un mantra que invocaba a los viejos guardianes de los caminos. Las palabras subían y bajaban en olas iguales, siempre volviendo al mismo estribillo, convocando y pidiendo permiso. Era poesía que golpeaba en las almas de quienes escuchaban.

“Eshu abre el paso - Eshu abre el paso.
Eshu que cruza y que mantiene los cruces - Eshu abre el paso.
Oya, sopla la senda - Oya, sopla la senda.
Oya, madre de vientos y cementerios - Oya, sopla la senda.
Obatalá, vísteme de calma - Obatalá, vísteme de calma.
Obatalá, guíame con la blancura de tus manos - Obatalá, vísteme de calma.
Yemayá, toma mi sangre y la suya - Yemayá, toma mi sangre y la suya.
Yemayá, lava, vuelve, devuelve - Yemayá, toma mi sangre y la suya.”

Cada repetición hundía a Yara más hondo en un trance antiguo; cada invocación era una llave que iba peineando los nudos entre vivos y muertos. En la penumbra, la voz se estrechaba hasta hacerse casi solo un latido, un eco insistente que decía una y otra vez lo mismo: permiso, tránsito, paso seguro. La bodega se llenó del ritmo, y por un instante pareció que el tiempo mismo obedeciera al mantra.

Vihaan se estremeció. El aire de la bodega se había vuelto espeso, denso como un sudario invisible que pesaba sobre los pulmones. Giró la cabeza hacia la oscuridad, convencido de que allí había algo. Deseó, con desesperación infantil, que fuera Kage acechando entre las sombras. Pero no lo era.

El canto de Yara seguía, repitiéndose como el golpe constante de las olas. La llama de la antorcha vaciló, menguando hasta casi apagarse. Entonces ella abrió los ojos. Pero, ya no estaban allí: un velo blanco cubría sus pupilas, como si su mirada se hubiera replegado hacia lo más profundo de su ser. En aquella luz mortecina, la visión resultaba insoportable, casi espectral.

Y la voz volvió. No desde sus labios, que permanecían cerrados, sino desde su pecho, desde la madera, desde el aire mismo. Era el idioma antiguo de sus ancestros, palabras que parecían llevar siglos esperando ser pronunciadas.

“Èṣù, ṣí ọ̀nà… ṣí ọ̀nà fún mi…
Oya, jẹ́ kí afẹ́fẹ́ rẹ dá mi lójú…
Obàtálá, fi àlàáfíà bo mi…
Yemọja, gba ẹ̀jẹ̀ mi, gba ẹ̀jẹ̀ rẹ̀…
Èṣù, ṣí ọ̀nà… ṣí ọ̀nà fún mi…”

Las sílabas resonaban como presajios lejanos, como ecos en un templo sin paredes. Con cada repetición, la llama crecía y luego menguaba, respirando al ritmo de aquel conjuro.

Vihaan y Shinrei lo sintieron en la piel, en los huesos. No estaban solos. Algo más habitaba el aire, algo que no podían ver ni oír, pero cuya presencia los atravesaba como una marea. Era la certeza irracional de que allí había santos, guardianes, espíritus viejos que habían respondido al llamado de Yara.

No había forma de comprobarlo con los ojos: las sombras seguían siendo sombras, la madera crujía igual. Pero en el pecho de ambos ardía un fuego extraño, y la presión invisible de lo sagrado los mantuvo inmóviles, en respetuoso silencio.

Yara no estaba sola. Los Orishas velaban por ella.

El Òna Ikú, el camino de los muertos, era uno de los secretos más antiguos y temidos de la brujería yoruba. No se transmitía en cantos ni en ofrendas, ni siquiera en los susurros de las ancianas bajo la ceiba; era un saber prohibido, una frontera que casi nadie osaba cruzar. Porque no era una invocación ni una súplica: era un desafío directo a los dioses.

Para abrir el camino era necesario unir dos sangres: la de quien había partido y la de quien estaba dispuesto a partir. Así se trazaba el vínculo, el puente rojo que conectaba ambos lados del velo. Pero el precio era tan cruel como inevitable: quien deseaba cruzar debía morir primero. Solo así, abandonando la respiración, el calor, la carne, podía seguir la senda oscura hacia el reino donde no habita el sol.

Por eso Yara tomó la datura, hierba del delirio y de los sueños venenosos. Por eso cortó su propia vena con el mismo filo que había arrebatado la vida de Akuma. No era locura ni desesperación: era la lógica terrible del ritual. Si quería traerla de vuelta, primero debía morir con ella.

El Òna Ikú era considerado una aberración, un sacrilegio contra la ley más sagrada: el muerto no regresa, las leyes naturales no deben ser desobedecidas. Aquello que cruza el río eterno debe permanecer en él, pues así lo ordenaron los dioses desde el principio de los tiempos. Romper ese equilibrio era tentar al caos, un pecado que muchos santeros jamás perdonarían.

Pero Yara no dudó. Cerró los ojos y dejó que la sangre escapara de su cuerpo, sintiendo cómo la vida se le iba a cada pulso. La madera de la bodega crujió como si protestara, la llama de la antorcha parpadeó como si quisiera extinguirse. Yara no se aferró a nada: se entregó entera, con la calma de quien sabe que ha elegido su destino.

Desafió a los dioses, retó a la muerte misma. Estaba dispuesta a perderlo todo, a entregar su alma si era necesario… con tal de devolver a su amiga de las sombras.

El pulso de la santera se fue apagando poco a poco, como un tambor que se aleja en la selva hasta ser solo eco. Su respiración se volvió un hilo tenue, luego nada. El mundo material se desvaneció. El calor de la sangre, el roce de la madera, el murmullo de Vihaan y Shinrei… todo quedó atrás.

En la última exhalación, Yara abrió los ojos.
Ya no estaba en la bodega. Había cruzado a la otra orilla.

Ante ella se extendía un sendero interminable, hecho de tierra blanca como ceniza, que brillaba con una luz que no era del sol ni de la luna. A los lados del camino no había árboles, ni montañas, ni agua. Solo sombras. Siluetas humanas que se movían como humo, sin rostro, sin voz, como recuerdos olvidados. Cada una de ellas parecía querer tocarla, rozar su piel, arrastrarla fuera del sendero.

El aire no era aire, era pesado, húmedo, como si respirara a través de un río. Y sin embargo, no necesitaba oxígeno: ya no había vida en sus pulmones. Sobre su cabeza no había cielo, sino un velo inmenso, negro y profundo, donde destellos de fuego azul parpadeaban como miradas. Eran los ojos de los egún, los ancestros, observando en silencio su atrevimiento. El Òna Ikú se había abierto, y Yara caminaba allí donde los vivos no deben caminar. Al fondo del sendero, la Yoruba vio algo: una figura encogida, con el cabello pegado al rostro, inmóvil, como perdida en el borde del abismo. Era Akuma. No un cuerpo, no la herida sangrante, sino su espíritu. Su sombra se debatía entre la nada y el recuerdo de la vida, como si ya no supiera a qué mundo de los dos pertenecía.

Cada paso hacia ella era una carga: las sombras se agitaban más, los murmullos se convertían en susurros incomprensibles, como voces de cientos de lenguas muertas que reclamaban piedad. El sendero temblaba bajo sus pies, como si en cualquier momento fuera a desmoronarse. El viento le quemaba la piel como llamas infernales. Pero Yara avanzó, con el pecho desnudo, con la sangre manando todavía del brazo, con la fe ciega de quien ha entregado todo.

Había cruzado. Estaba en el reino de los muertos.
Y ahora debía arrebatarle a la muerte lo que había tomado.

El silencio de la bodega se hizo tirante como una cuerda a punto de romper. Allí, en medio del silencio que ya no se atrevía a respirar, el cuerpo de Yara volvió a insurgir: un estremecimiento, un grito que no era suyo del todo, un lamento que rasgó la madera como si alguien dentro del navío estuviera siendo quemado vivo.

La antorcha proyectó sombras danzantes sobre su cara pálida; los ojos, antes velados por el blanco del trance, se abrieron un instante y la mirada, vacía y suplicante, se clavó en Vihaan. Ya no era solo dolor: era ruego. Era petición. “Detente. Por favor. No lo hagas. Sálvame.” Gritaba entre sollozos. Ninguno de los dos acudió al rescate, pero el reclamo los atravesó como una saeta.

Vihaan se tensó hasta doler. Sintió un frío que le subía por la espalda y una voz interior que le recordaba la orden de Yara: no interrumpas. Lo había prometido. Había jurado consentimiento. Y sin embargo, el cuerpo de la sanadora gritaba como si la quemaran, y en esos alaridos Vihaan creyó oír todas las muertes posibles.

Eran los sollozos de las mujeres que perdieron a sus hijos en la orilla,
el ahogo de los hombres atragantados por la pólvora,
el grito seco del que se queda sin voz bajo la fusta,
el llanto último de los que se apagan entre manos amigas.

No eran escenas mostradas con detalle: eran sensaciones, fragmentos de agonía que se pegaban a la piel como aceite caliente. El sonido trepaba por las tablas y hacía eco en los estómagos; un coro de pérdidas, todas igual de punzantes, todas reclamando auxilio.

Yara chilló otra vez, con una garganta que parecía incendiarse. Sus dedos se cerraron en el aire como buscando una mano, una voz, un gesto que la devolviera al calor del cuerpo. “Ayúdame… detén esto…” parecía decir cada lágrima que rodaba por sus mejillas y cada espasmo de su carne.

Vihaan vaciló. Dio un paso hacia adelante con los ojos empañados, la voluntad quebrada por el sonido de la súplica. Sus manos temblaron al abrirse. Recordó la orden: no interrumpas. Recordó la urgencia en la voz de Yara. Recordó la promesa hecha con sollozos y juramentos.

La lucha interior se hizo visible en su rostro: la mandíbula apretada, las lágrimas que resbalaban sin permiso por sus mejillas, las manos que querían tomar la muñeca y, al mismo tiempo, permanecer firmes en el aire. Sintió el impulso físico de lanzarse sobre el cuerpo y detener la hemorragia por la fuerza; sintió también el peso del compromiso, del rito que ya había comenzado.

Cada grito de Yara rompía algo en él. Cada gemido le arrancaba una porción de cordura. Estuvo a punto de ceder, de cerrar el hueco entre ellos con un gesto desesperado, pero la promesa volvió a aferrarle la garganta como una cadena. Y aunque su alma se quebraba al verla suplicar como una niña perdida, Vihaan supo que debía dejarla morir.

No hubo alivio inmediato. Solo el crujido de la madera, el chasquido de la antorcha, y la insistente respiración de la bodega que parecía contener el aliento con ellos. Vihaan tragó saliva, soportando el rugido que pedía ayuda, y se mantuvo en silencio como si su propia voz fuera un sacrilegio. La lucha, la de Yara por cruzar y la de él por no detenerla, llenó la estancia con una tensión demasiado humana para el mundo de sombras que se abría al otro lado.

Shinrei se irguió con la sensación de que el mundo se le rompía bajo los pies. Las lágrimas le surcaban el rostro en ríos amargos, la voz le temblaba como una cuerda a punto de romperse.
  • ¡No! - gritó, levantando los brazos - ¡No puedes hacerlo, Yara! ¡No! - sus palabras rebotaron en la madera y volvieron, diminutas y frágiles - ¡Akuma está muerta, vuelve!
Era un sollozo que no pedía razón: era un alarido primario, despellejado por la culpa. Shinrei avanzó, tambaleante, como quien camina sobre cristales rotos, y con manos que ya no obedecían del todo intentó arrancar la tela del trance que envolvía a Yara. Sabía, en lo más hondo que quedaba de su alma, que si lo conseguía, si salvaba a Yara, la sangre que había derramado antes no dejaría de seguir sangrando en su memoria. Si la perdía por su culpa, si su hermana muriera, se hundiría en un abismo sin fondo y desearía la muerte con la desesperación de quien no soporta el propio peso de su vida.

Yara gritó al verla, la voz entrecortada por un miedo que parecía atravesarle la carne.
  • ¡Sálvame! ¡Devuélveme! - sus palabras venían empañadas por la ausencia de aliento, por la blancura de sus ojos - ¿Dónde está mi madre? ¡Dime dónde está! ¡No quiero morir sola!
Era la súplica de una niña dentro del cuerpo de una mujer. Sollozaba, pedía auxilio con la honestidad brutal de quien siente el frío en los huesos y nadie que lo caliente. Shinrei, con la rabia y el arrepentimiento encendiendo su mirada, alcanzó la muñeca de Yara. Sus uñas se clavaron en la piel, pero el trance era un peso más fuerte; las palabras del ritual, el pacto de sangre, tiraban de la santera hacia el otro lado. Aquella escena, la hermana que mata, la sanadora que muere, la mujer que se entrega; la desarmaba hasta los huesos.

Vihaan, viendo el gesto de Shinrei, actuó con la certeza del que ya ha prometido y con la torpeza del que sufre: se puso entre ellas y, con rapidez temblorosa, sujetó la muñeca de Shinrei. La fuerza no era brutal, era un ancla. Trató de hablar, pero le salieron sólo sonidos en vez de razones.
  • Shinrei… - murmuró, con la voz rota - No… no la detengas. No ahora.
Ella le miró con los ojos inundados, vio en él el mismo dolor que la atravesaba a ella. Vihaan también lloraba; sus lágrimas brillaban en la sombra como gotas de sal. En esa mirada compartida hubo una revelación: aquellos a los que Shinrei había usado y despreciado, aquellos con los que apenas cruzaba palabras verdaderas, estaban dispuestos a entregar lo que más amaban, no por su causa, sino por su hermana. Era una verdad que ardía como hierro al rojo vivo: ellos, los extranjeros, los piratas, los que habían vivido lejos de las raíces, podían amar hasta el sacrificio.

Algo dentro de Shinrei se quebró entonces con la claridad del metal partido. La furia se disolvió en un remolino de vergüenza y ternura: la asesina, la muerte silenciosa, la mujer que había hecho del vacío su hogar, contempló cómo su propia sangre, la que ella había jurado proteger y al mismo tiempo había matado, gemía en el cuerpo de la yoruba.

Yara, con los ojos velados de ese blanco mudo, repetía una y otra vez, entre sollozos:
  • ¡Mamá! ¡Mamá! - y el nombre caía como una plegaria sin consuelo.
Vihaan apretó la muñeca de Shinrei con una firmeza que dolía; su sufrimiento se convirtió en barrera. Shinrei, derrotada por el amor y la culpa, dejó escapar un sonido sin voz que significaba todo a la vez: perdón, rabia, agradecimiento, miedo. Sus manos aflojaron, pero no del todo; se permitió dos segundos más de contacto con la vida que imploraba y comprendió que su elección no sería sólo suya. Había dejado de ser la asesina y se había convertido en la hermana que debía cargar con la culpa.

En la bodega, el tiempo se hizo mito. La noche afuera parecía contener la respiración. Vihaan sostuvo ese instante como quien sostiene una vela en el viento: la mantenía encendida aunque todo en él quisiera apagarla. Shinrei miró a Yara con la boca contraída, y por primera vez desde que la venganza les había dado nombre, supo que la redención tenía un precio que ella no estaba segura de poder pagar.

La otra orilla se había abierto ante Yara como un mar sin agua, un horizonte que no terminaba nunca. No había cielo ni tierra, sólo un vasto manto de sombras que latía con una calma solemne. El aire allí no era aire: era un susurro que invitaba a rendirse, una canción silenciosa que prometía descanso eterno.

Y en medio de aquel vacío, Akuma caminaba despacio, como si sus pies no tocaran el suelo. Su cuerpo, tan ligero, parecía apenas un recuerdo de lo que había sido. Su rostro estaba en paz, los ojos entrecerrados, como si una ternura invisible la guiara hacia adelante. El dolor se había desvanecido, las heridas ya no sangraban, la culpa no pesaba. El vacío la acogía con brazos maternales, mostrándole el final de toda lucha, el alivio de abandonar el mundo de odio y violencia que tanto la había marcado.

Era el regreso al hogar. Era la promesa del silencio eterno.
Solo había paz.
  • Akuma… - la voz de Yara rompió la quietud, vibrando como un tambor lejano.
La sombra se estremeció. Los ojos de Akuma se abrieron apenas, con una lentitud resignada. No parecía sorprendida; sólo la miró como quien escucha un eco, un ruido de un lugar que ya no le pertenece.
  • Déjame… - susurró, su voz era un soplo apagado - Aquí no duele nada. Aquí… al fin estoy en paz.
Yara avanzó, el vacío parecía querer rechazarla, como si cada paso arrancara jirones de su propia alma. Pero no se detuvo. Se inclinó hacia Akuma y, con lágrimas que no tenían cuerpo, la sostuvo por los hombros.
  • ¡No! - imploró - ¡No olvides quién eres! ¡Tienes un nombre! ¡Tienes un hogar en el mundo de los vivos!
Akuma cerró los ojos, inclinando la cabeza hacia esa oscuridad que la llamaba. Su rostro brilló de alivio.
  • Ese mundo sólo me dio dolor. Solo dolor… solo odio. Todo lo que fui… todo lo que sufrí… ya no pesa aquí.
La Yoruba apretó los dientes, luchando contra aquella fuerza que intentaba borrarla también a ella. Su voz se volvió un canto desgarrado, mezcla de súplica y orden.
  • ¡Recuerda! ¡Recuerda el amor, Akuma! ¡Recuerda la risa de tus amigos, el calor de un abrazo, el sol en tu rostro! ¡No todo fue sangre! ¡Hubo alegría, hubo bondad, hubo amistad!
Las sombras vibraron. Un murmullo profundo, ancestral, resonó en todas direcciones. Los egun abrieron los ojos. Dos fuegos blancos, antiguos, llenos de autoridad y juicio, se clavaron en Yara.

Una voz, multiplicada en mil, tronó.
  • No eres bienvenida aquí, santera. Vuelve a tu mundo. Cruza atrás antes de que tu alma nos pertenezca.
El vacío tembló con su sentencia. Era el mandato de los muertos. La frontera estaba a punto de cerrarse. Pero Yara se mantuvo firme. No retrocedió ni un paso, aunque el dolor le arrancaba jirones de esencia, aunque sabía que aquello era una muerte segura.
  • ¡No! - gritó con toda la fuerza de su espíritu - ¡No me iré sin ella! ¡No me importa morir! ¡Si tengo que perderme en el abismo, lo haré, pero Akuma no se irá contigo!
Sus manos buscaron de nuevo las de su amiga, las apretó como si fueran raíces. Su llanto se mezcló con su canto: repetía su nombre una y otra vez, como un tambor, como un mantra, como un ancla que luchaba contra el río que la arrastraba.

Akuma vaciló. El vacío aún le prometía descanso, pero aquella voz conocida, aquella obstinación que se negaba a soltarla, le devolvió un destello de memoria. Recordó una sonrisa. Un instante de risa en cubierta. Una mano tendida sin esperar nada a cambio. La sensación, breve pero real, de ser querida.

Yara siguió, aunque el grito de los egun retumbaba con furia, exigiendo obediencia.
  • ¡Vuelve, Akuma! ¡No olvides que aún hay quien te ama! ¡No olvides que aún puedes amar, aún puedes vivir!
El mundo temblaba. La oscuridad se agitaba como un mar embravecido. Yara sabía que estaba al borde de ser arrancada de sí misma, pero no cedió. Su fe, su obstinación, su amor por aquella mujer, era más fuerte que la amenaza de los dioses.

Akuma, entre sombras, tembló. Su cuerpo quiso entregarse al vacío, pero su alma… empezó a recordar. Las imágenes llegaron como olas que retrocedían en una playa: primero lo inmediato, lo cálido, lo humano; luego lo que había enterrado bajo capas de hielo. Una tras otra, las escenas se le pegaron a la piel como sol mojado.

Vio a Grace peleando con Yara en cubierta, no una pelea de odio, sino una refriega de familia, golpes que eran empujones de complicidad, risas broncas entre el crujir de la madera y el olor a ron. Vió a Vihaan arrodillado entre los niños, enseñándoles a atar nudos, la paciencia del que sabe medir el tiempo; las carcajadas infantiles llenando el aire como campanas. Yrsa y Bhagirath trabajaban hombro con hombro, levantando redes, reparando velas; sus manos eran una maquinaria antigua y segura, un dúo que encajaba sin palabras. Y recordó el beso tímido de Macfarlane: un roce torpe, humilde, y el calor que lo siguió, esa cercanía que no necesitaba ruido para ser verdad.

Todo aquello olía a vida: a barro, a pan, a sudor compartido, a pequeñas victorias. Eran instantes que no pedían gloria, solo continuidad, mañanas que se repetían y, por eso, eran eternas.

Y entonces la escena se torció. Como cuando una mano pasa por el agua y las ondas revelan otra forma debajo. Vio a su hermana, a Shinrei: endurecida por la senda del odio, un rostro que ya sólo conocía el filo. Vio las vidas que habían cerrado sus manos; las caras de los que habían caído, ojos abiertos en el último asombro, el alma escapando en un hilo de aire. Aquellos rostros le atravesaron el pecho con la precisión de una aguja, no eran almas ni sombras: eran nombres que revoloteaban reclamando memoria.

Fue todavía más atrás. Volvió a la noche que lo había cambiado todo: el fuego devorando las tablas, el grito en la distancia, los cuerpos caídos de sus padres. Pero junto al horror vino también la otra verdad que había intentado enterrar: la risa de su madre al coserle un dobladillo, la sonrisa amplia y obstinada de su padre cuando la levantaba en brazos. Recuerdos que olían a hogar.

En un destello la vio a ella, la niña que había sido: Akuma corriendo bajo el sol, agarrando la mano de su hermana, las rodillas llenas de polvo, la risa sin veneno. Sin sombras aún. Sin promesas de sangre. Aquellos instantes brillaban como vidrio viejo: frágiles, bellos, casi prohibidos.

La visión la golpeó: el umbral estaba allí, abierto como una boca que ofrecía reposo. La paz que venía del otro lado era real, suave, templada; prometía silencio y olvido, el fin de la culpa y la calma de no sentir más. La tentación era un alivio tangible, una caricia que invitaba a soltar la mano de Yara y fundirse en la noche.

Pero su alma encontró la mano de Yara: la palma temblorosa, la sangre compartida, la fuerza de esa mujer que había venido a arrancarla del olvido. Akuma apretó con todo lo que le quedaba, no era sólo agarre físico; era un ancla, un juramento que regresaba una y otra vez.

Quiso la paz. Quiso el descanso. Pero quiso, más fuerte aún, el calor de las risas, la torpeza de los besos, la alianza de los días comunes. Quiso la vida. Y en la frontera donde la oscuridad murmuraba su nombre, Akuma se resistió. Volvió la cabeza hacia la luz de la bodega, hacia los ojos humedecidos que la esperaban, y dejó que el mundo tirara de ella de vuelta.
  • Akuma! - gritó Vihaan.
  • Ane! - lloró Shinrei.
Akuma se incorporó de un salto, como si la bodega la hubiera escupido. Tomó aire a bocanadas, vomitando la falta de oxígeno; los ojos le hervían, salidos de sus órbitas, el pulso le nacía con violencia en las sienes. La sangre corría por sus venas con la fuerza de un río desvocado. Sintió primero el calor de su hermana, después el de Vihaan: manos que la envolvían, que apaciguaban sus sollozos contra su cuerpo. Tocó su garganta con los dedos temblorosos: la herida mortal ya no estaba. Como si nunca hubiera sucedido.

Entonces se giró. Miró a Yara.

La yoruba sonrió, una sonrisa blanda y luminosa, y en el mismo gesto su mirada se apagó. De sus ojos brotaron lágrimas negras como brea que se deslizaron en cordones, y cayó sobre la madera con un sonido sordo. Todo se soltó: se abalanzaron, sacudiéndola, gritando su nombre, manos que buscaban sacudir la vida de vuelta. Pero Yara convulsionaba; espuma le brotaba de la boca y su respiración era un hilo que se rompía. La sangre ya no manaba de la muñeca: ahora la herida estaba en su cuello, abierta, desangrándose como el de un animal sacrificado.

Akuma lo vio todo en un instante claro como una cuchillada: la vida de Yara había entrado en ella. No la había “devuelto” con un milagro; había pagado con su propia vida para salvarla. La verdad cayó sobre ella con la misma fuerza con la que se toma una decisión irrevocable.
  • Hari to ito o motte kite! Hayaku! - ordenó a su hermana, la voz cortante, entrecortada por la sangre y la rabia.
Shinrei salió disparada de la bodega como una flecha. Al abrir la puerta, la escena golpeó a todos los que se agolparon: cuerpos, voces, el olor de la sangre y la madera caliente. Entraron entre gritos y preguntas, pero la imagen los clavó en tierra: Yara en el suelo, convulsionando; Akuma de rodillas, pálida y fuerte a la vez, aferrando la mano de la que la había salvado.

Grace no esperó a nada. Se lanzó sobre su amiga, sobre su hermana. Gritaba con horror, las manos buscando el cuello de Yara, la vida que se le escapaba. Akuma la calmó con un gesto que parecía imposible: rodeó a la capitana, la abrazó, apoyó su frente contra la de ella y dejó que el llanto se apagase en su pecho. Su cuerpo ya no era frío; la vida que había tomado latía en su interior y transmitía calor. Sus labios temblaron, pero su voz fue firme.
  • La salvaré - prometió - Cueste lo que cueste. Aunque tenga que dar la mía. Aunque tenga que pagar con todo… la salvaré.
Shinrei volvió corriendo con las agujas y el hilo entre las manos, y Akuma supo, en el filo de ese segundo, lo que Yara había hecho: un acto que pocos, en ningún mundo, se atreverían a ejecutar. Y ahora la tarea era suya: demostrar que ese sacrificio no había sido en vano. Quería que Yara supiera, con cada puntada, con cada aliento, que también la amaba. Que no todo estaba perdido. Que su vida habría servido para devolver una más.

El murmullo en la bodega se transformó en una maquinaria precisa: manos que limpiaban, trapos que apretaban, manos que ofrecían agujas y sujetaban antorchas. Y en el centro de todo, Akuma preparó su propio empeño: coser, curar, sostener. Cada puntada sería una promesa, cada nudo un juramento. Y mientras la noche seguía su curso fuera, la bodega se convirtió en un templo improvisado donde la vida y la muerte se jugaban su última carta.

Macfarlane se dobló como una rama vieja; las piernas le flaquearon al ver a Akuma volver de un borde donde nadie debía regresar. Su rostro, normalmente curtido con risas y bravatas, se volvió pequeño y pálido; los ojos le brillaban con una incredulidad que dolía. Cuando por fin cedió, fue Bhagirath quien, con la calma de quien está acostumbrado a sostener más peso del que le corresponde, lo atrapó entre sus brazos; Cortés acudió al instante y, con dos manos firmes pero amables, lo levantaron y lo apoyaron contra la madera, como quien acuna a un hermano aturdido por la visión de lo imposible.

Akuma cosía sin pausa, cada movimiento preciso como una sentencia: agujas que entraban y salían, nudos que sellaban la vida, manos que habían aprendido a cortar ahora aprendían a unir. La operación improvisada temblaba por la prisa, la luz de las antorchas proyectaba sombras largas sobre rostros mudos. Nadie hablaba más de lo necesario; el silencio era una ofrenda. Los españoles, con los ojos cerrados y manos crispadas, murmuraban oraciones a su dios; las voces nórdicas se alzaban en nombres que traían viento y hielo. Hasta los jóvenes cachorros, que pocas horas antes habían gritado y corrido, bajaron la cabeza y apretaron los labios.

Cada uno buscó refugio en la fe que conocía: distintas lenguas, distintos gestos, la misma súplica. Era el único tablón al que poder agarrarse en aquel naufragio: una plegaria compartida para un solo fin. Salvar la vida.

Vihaan sostuvo la antorcha, pero ya no era esa su verdadera luz. Su otra mano, cerrada sobre el collar, temblaba, y al temblar invocó algo más grande que él, más vasto que cualquier dios. No fue un rezo a lo alto, sino a lo profundo: a la tierra que da fruto, al barro que sostiene, a la madre que siempre permanece. Le rogó en silencio que no dejara caer a su hija, que comprendiera el sacrificio de Yara, la osadía de dar su vida para rescatar otra.

Bishnu, desde su rincón, apoyado en su bastón, sonrió con la serenidad de quien ya ha visto lo que otros apenas intuyen. Asintió despacio, inclinando el rostro como si reconociera un pacto sellado mucho antes de aquel instante.

El Bandr Fylkis respondió. El lazo del clan vibró en los dedos de Vihaan como un tambor en el pecho de la tierra. Su ámbar ardió desde dentro, expandiéndose como un sol cautivo. La llama de la antorcha se volvió pequeña, ridícula, un simple insecto de fuego ante aquella otra luz. Y todos lo sintieron.

Primero un calor leve, luego un desgarro dulce: como si sus cuerpos dejaran de importar, como si solo quedaran sus almas. Las barreras entre ellos se disolvieron, el yo desapareció, el tú dejó de tener forma. Solo quedaba un nosotros. Una sola fuerza compartida. Los rezos en mil lenguas se fundieron en una única voz sin nombre ni origen.

Cada cual notó algo salir de dentro: la vida misma, como hilos de luz desprendiéndose en ondas. Brillaban en el aire, flotaban, y uno tras otro empezaron a envolver el cuerpo de Yara. Grace bajó la vista hacia sus manos: eran un firmamento, un cielo sembrado de estrellas palpitantes. Levantó la cabeza hacia Vihaan, y lo amó más que nunca. En ese instante supo que nada les faltaría jamás, porque llevaba vida en su vientre, un nuevo pulso que también estaba siendo bendecido.

Akuma, con sus dedos firmes en la aguja, sintió que la energía fluía por sus manos. No era solo la suya, ni la de Vihaan, sino la suma de todos: nórdicos, españoles, indios, irlandeses… todos eran uno en aquel acto. La aguja cosía, pero era el clan entero quien sostenía el hilo.
Yara abrió los ojos despacio, como quien emerge de un sueño demasiado hondo. Intentó hablar, pero su garganta solo ofreció un gemido suave; los puntos en su cuello le recordaban lo cerca que había estado del fin. Sus ojos buscaron a Akuma, y cuando se encontraron, la palabra ya no fue necesaria. En esa mirada compartieron más amor que mil poemas escritos por mil poetas enamorados. La cubana posó su mano sobre el corazón de la japonesa; Akuma hizo lo mismo.

Dos corazones latieron al unísono.
El mismo compás, la misma sangre, el mismo destino.
Unidas por un lazo. Bajo la unión de un mismo clan.

No hubo festejo alguno en la bodega. Ningún canto, ninguna jarra golpeando otra, ningún ron compartido. Solo un silencio reverente, roto por los sollozos suaves, por los abrazos apretados y las miradas que temblaban aún ante lo imposible. Allí, en el vientre del barco, lo único que flotaba era el amor y la certeza de haber sido testigos de algo que los marcaría para siempre.

El Perro, en su rincón, observaba con calma. Sus ojos curtidos repasaban cada detalle: las tres mujeres enlazadas en un abrazo que parecía eterno, el ámbar del collar de Vihaan aún brillando como un sol pequeño, el bastón de Bishnu que ya no era el mismo, mutando en formas antiguas, indescifrables. Todo escapaba a su entendimiento, todo era magia y misterio. Pero entonces sus ojos se encontraron con los del anciano. Y no hicieron falta palabras. Ni gestos. Ni cabeceos de complicidad. Bastó una sonrisa en cada uno, sincera, tranquila, para revelar una verdad tan simple que parecía un imposible.
  • Español… - susurró el Perro sin apartar la vista.
Diego, que aún tenía la mirada perdida en la mujer que había regresado del reino de los muertos, giró lentamente hacia el capitán. Vio que en su rostro ya no había sombra de duda ni rastro de escepticismo, solo convicción.
  • Soy incapaz de comprender qué demonios ha sucedido hoy - dijo con voz solemne. Y una sonrisa se dibujó en su rostro, sin burla, sin ironía - Despúes de lo ocurrido esta mañana en el páramo y ahora esto… Me siento más confundido que nunca. Pero de algún modo… creo que lo entiendo.
  • Debemos continuar… - murmuró De la Vega, con la mirada encendida - Debemos cumplir con nuestro destino.
  • Así es, os doy la razón - respondió el Perro, clavando los ojos en el herrante - Ahora solo falta convencer a la capitana de ello.
Diego sonrió de nuevo, incluso con el olor a muerte aún flotando en el aire. Se atrevió a sonreír. Sus ojos se fueron hacia Grace, que abrazaba con desesperación a sus dos hermanas de alma y de vida, llorando y riendo a la vez, acariciando con ternura y golpeando con reproches por aquella locura cometida. La capitana estaba rota y, al mismo tiempo, más fuerte que nunca.
  • No creo que haga falta, Perro - dijo Diego, con una gratitud sincera - Ella ya sabe, tanto como nosotros, cuál es el camino a seguir.
El Perro dejó escapar una risa breve, ronca, y sus ojos volvieron a la escena de amor sin límites.
  • La brújula… - susurró.
  • Ella marca el camino… - respondió Diego.
Los dos capitanes lo sabían. Y los hombres y mujeres que compartían su destino lo comprendieron también. Todas las discusiones pasadas se disolvieron como espuma en el oleaje. Ningún voto, ningún consejo, ningún acuerdo tenía ya sentido. Grace O’Malley era quien portaba el Vodrial Shardeth, y con él, la brújula de un destino que nadie podía rebatir. Donde ella señalara, ya fuese hacia la venganza, la liberación o la muerte misma, todos sabían que la seguirían sin dudar, sin contradecir, sin cuestionar.

No eran ya tres banderas ondeando al viento, ni tres navíos desafiando al mundo. No eran tan solo marineros unidos por azar y fortuna. Eran algo más antiguo, más sólido, más sagrado: un clan. Un lazo de unión imposible de quebrar, un pacto que trascendía la sangre y las naciones. Donde uno cayera, los otros lo alzarían. Donde uno avanzara, los otros lo seguirían sin mirar atrás.

Eran roca, indivisibles como la piedra, y al mismo tiempo eran río, fluyendo como un único cuerpo hacia el mar abierto. Un organismo vivo, tejido por las manos invisibles de la naturaleza y la necesidad. Y en el centro de todo, la verdad más ancestral que regía la tierra y el mar desde el inicio de los tiempos: La unión hace la fuerza.

En la penumbra de la bodega, aún impregnada del olor a sangre y humo de antorcha, todos se miraron sin necesidad de palabras. El silencio era denso, casi sagrado, pero bajo él se escuchaba un mismo rumor: la respiración acompasada de docenas de pechos, latiendo al mismo ritmo. Era como si la tripulación entera, los tres barcos, las tres banderas, se hubiesen fundido en un solo ser.

Un único corazón golpeaba contra las paredes de madera, fuerte, poderoso, reclamando su lugar en el mundo. Y en cada mirada, en cada lágrima, en cada puño cerrado, se comprendía lo inevitable: nada ni nadie podría romper aquel lazo.

Eran más que amigos. Mucho más que família.
Eran un clan. Un lazo indestructible los unía.
Un destino compartido los empujaba.
Una fuerza indómita que ningún imperio podría contener.

Continuará…
 
Ha sido un capítulo muy muy bonito. Yara se iba a sacrificar por Akuma y está sabía que no podía permitirlo. Ahora las 2 están más unidas que nunca por algo que jamás las va a poder separar.
Yara ha demostrado lo extraordinaria mujer que es y no merecía morir, así que me alegro de que la hayan podido salvar.
 
Atrás
Top Abajo