La sobri

Me encanta el relato, es muy entretenido y engancha mucho... Lo único, que van saliendo errores al escribirlo. Aquí en una frase que el dice: quiero follarme a mí sobrina en tú cama. (Creo que debería de decir, quiero follarte sobrina en tú cama, o el otro caso, quiero follarme a mi sobrina en su cama.
Y otra cosita, las gafas cuánto cuestan??? 350€? O 300€??
Pero esperando la continuación.... Saludos.
Si te fijas en eso no te gusta mucho jajaja
 
Me encanta el relato, es muy entretenido y engancha mucho... Lo único, que van saliendo errores al escribirlo. Aquí en una frase que el dice: quiero follarme a mí sobrina en tú cama. (Creo que debería de decir, quiero follarte sobrina en tú cama, o el otro caso, quiero follarme a mi sobrina en su cama.
Y otra cosita, las gafas cuánto cuestan??? 350€? O 300€??
Pero esperando la continuación.... Saludos.
Hombre,yo precisamente no leo estos relatos precisamente para las posibles erratas que puedan contener. Creo que todos sabemos en que página estamos y de que va este foro.
Y es de agradecer el esfuerzo que tienen los que por aquí nos hacen participes de sus relatos,sean reales o ficción.
Y que conste que no quiero entrar en polémicas ehh.
Estoy deseando como tu la continuación . Saludos y buenas pajas!!
 
Por cierto, solo le queda un capítulo donde se cerrará todo. Pero tengo en mente un spinoff para darle un poco más de vidilla y creo que gustará 😈

Y paralelamente publicaré otro ahora que está el tema de las putas de lujo en boca de todos por los políticos, en el subforo de cornudos.
Esperando ese final… y es espín off
 
Hombre,yo precisamente no leo estos relatos precisamente para las posibles erratas que puedan contener. Creo que todos sabemos en que página estamos y de que va este foro.
Y es de agradecer el esfuerzo que tienen los que por aquí nos hacen participes de sus relatos,sean reales o ficción.
Y que conste que no quiero entrar en polémicas ehh.
Estoy deseando como tu la continuación . Saludos y buenas pajas!!
Tranquilo que no es mi intención crear alguna polémica.... Simplemente fue un comentario.... Yo también agradezco a los escritores el esfuerzo y tiempo q dedican para conseguir tenernos espectantes y como no, calientes.... 🤣🤣😅😅🔥🔥🔥🔥👏👏👏👏
 
Si te fijas en eso no te gusta mucho jajaja
Si me gusta, e incluso ésas cositas, me hacen gracia... Por ejemplo lo de las gafas... Errores así me hacen gracia, si es de los otros. Lo rectifico en mi cabeza y arreglado.. es que, ahora mismo no recuerdo bien, pero he visto desde el principio, unos cuantos... 😬😅🫢👍🤣🤣🤣
 
Bueno, nada grave. Son pequeños errores que aunque lo reviso antes de publicarlo a veces se cuela alguna cosilla. Sorry 🙏🏻
No lo he hecho con ninguna mala intención.... De verdad,... Me encanta el relato... Como tú dices, son tonterías.. gracias por escribir y conseguir tenernos pendientes de la continuación.. y con el rabo juguetón... 😅🍆🤣🤣🫢
 
Capítulo 10



El cuarto de Itziar todavía olía a sexo, a sudor, a la colonia de Ricardo y al jazmín de su perfume, aunque la ventana abierta para ventilar la habitación dejaba entrar el frío de diciembre, cargado de olor a invierno y chimeneas lejanas. Las sábanas blancas estaban arrugadas, con manchas húmedas, de semen, de flujos y sudor que gritaban lo que había pasado hacía apenas una hora. El chupetón en su teta derecha ardía, rojo y brillante bajo la luz de la lámpara, y los trescientos euros estaban en la mesilla, arrugados, como un trofeo que ya no brillaba tanto. Itziar, desnuda, con el pelo revuelto y acalorada, se levantó de la cama, con el cuerpo sensible y un nudo en el estómago que no podía ignorar. Se lo había pasado de puta madre, su tío la había dejado exhausta, pero ahora pasado el calentón y la euforia del momento, su cabeza no dejaba de dar vueltas a todo,o que estaba haciendo. No era culpa, no exactamente, pero algo se había movido dentro de ella, algo que la hacía mirar el espejo de cuerpo entero y no reconocerse del todo.

Cogió las sábanas, arrancándolas con un movimiento brusco para llevarlas a lavar. El suelo de madera crujió bajo sus pies descalzos mientras iba a la pequeña terraza de la cocina donde estaba la lavadora, con el frío del pasillo mordiéndole la piel. La lavadora, un trasto viejo pero que seguía funcionando como el primer día que zumbaba como un motor de avión, estaba en un rincón, rodeada de botellas de detergente y suavizante con olor a lavanda que tanto le gustaba a su madre. Metió las sábanas, echando un chorro generoso de jabón líquido, y puso el programa largo, como si quisiera borrar más que las manchas. El zumbido de la máquina llenó el silencio, y ella se quedó un momento mirando el tambor girar, con el agua enjabonada salpicando el cristal. Pensó en las gafas Gucci que se iba a comprar, en el bolso Michael Kors, en los billetes que Ricardo le había dado a cambio de su cuerpo. Joder, ¿en qué momento se había convertido en esto?

Fue al baño. Abrió el grifo de la ducha, dejando que el agua caliente llenara el espacio de vapor, con el olor a gel de coco flotando en el aire. Se metió bajo el chorro, cerrando los ojos, dejando que el agua le cayera por el pelo, por la cara, por las tetas, donde el chupetón seguía palpitando. Se lavó con cuidado, frotando la piel como si pudiera borrar algo más que el sudor y el semen. El jabón le escocía un poco en las zonas sensibles, un recordatorio de la intensidad de Ricardo, de cómo la había follado en su propia cama, de cómo se había corrido en su cara. Se quedó bajo el agua más tiempo del necesario, con la mente dando vueltas, hasta que el espejo del baño se empañó por completo.

De vuelta en su cuarto, con una camiseta vieja que usaba por casa y unas bragas sencillas del día a día, se tumbó en la cama, ahora con sábanas limpias que había puesto y que olían a suavizante. La lámpara estaba apagada, y la luz de las farolas se colaba por la ventana, proyectando sombras en el techo. Itziar se tocó el chupetón, con los dedos rozando la piel sensible, y suspiró. ¿Qué coño estaba haciendo? Al principio, todo había sido un juego, una forma de conseguir lo que quería: el bolso, el viaje a Ibiza, las gafas. Ricardo era un cerdo, pero también era fácil, predecible, y ella sabía cómo manejarlo. Cada encuentro le daba un subidón, un poder que la hacía sentir invencible, como si pudiera tenerlo todo con solo follar. Pero ahora, con el chupetón marcándola, con los billetes en la mesilla, algo se sentía mal. No era Álvaro, aunque sabía que lo estaba traicionando y no se lo merecía. No era Maite, que por supuesto nunca la entendería. Era ella misma, la sensación de que cada vez se hundía más en un juego que no controlaba del todo. Pensó en Álvaro, en su sonrisa fácil, en cómo la miraba como si fuera lo único que importaba. Era bueno, demasiado bueno, y una parte de ella sabía que no lo merecía. Pero las gafas, el postureo, la envidia de sus amigas… joder, eso valía más, ¿no? O al menos, eso se había dicho hasta ahora. Cerró los ojos, con el frío de la noche colándose por la ventana, la cerró y se durmió, con el nudo en el estómago todavía ahí, sin respuesta.




A unos kilómetros, en su casa, Ricardo estaba en el salón, con el televisor encendido en un partido de fútbol que no miraba. Laura estaba en la cocina, dando el pecho a Pablo, que gorgoteaba con esa mezcla de hambre y sueño. El aire olía a puré de verduras, a colonia de bebé, y al ambientador que Laura ponía por Navidad. Ricardo se levantó, apagando el televisor, y fue a la cocina, donde Laura, con el pelo recogido y una camiseta vieja, mecía al bebé con una calma que siempre lo desarmaba. Se acercó, besándola en la frente, un gesto suave que ella recibió con una sonrisa cansada.

—Estás agotado, ¿eh? —dijo Laura, mirando a Pablo, que empezaba a cerrar los ojos.

—Un poco —respondió Ricardo, con la voz baja, aunque el cansancio no tenía nada que ver con el trabajo. La imagen de Itziar, a cuatro patas en su cama, con el coño empapado y la cara cubierta de semen, le golpeó como un puñetazo. Sacudió la cabeza, como si pudiera borrarla, y ayudó a Laura a llevar al bebé a la cuna, con el cuarto oliendo a talco y pañales limpios.

En su cama, con Laura dormida a su lado, Ricardo no podía cerrar los ojos. El colchón crujía bajo su peso, y el silencio de la casa, roto solo por la respiración suave de su mujer, lo hacía sentir como un intruso. Se sentía extraño, como si el hombre que se había follado a su sobrina política en su propia cama no fuera él, sino una versión torcida que no reconocía. Itziar era un incendio, una zorra pija que aunque antes le parecía una niñata insoportable, ahora lo volvía loco, pero también era la sobrina de Laura, y cada encuentro era una traición que pesaba más. Se acordó de Julia, la esposa de su amigo que era una escort en secreto y que con ella le puso los cuernos a Laura. Se consideraba a sí mismo un cabrón, pero era su naturaleza desde niño y era muy difícil cambiarse a si mismo. Siempre que alguna se ponía a tiro no se lo pensaba. Pensó en Laura, en cómo confiaba en él, en cómo lo miraba cuando Pablo nació, con una felicidad que no había visto en nadie más. Joder, ¿qué estaba haciendo? El morbo, el poder, la sensación de tener a Itziar de rodillas, todo eso era adictivo, pero ahora, en la oscuridad, sentía un vacío que no podía nombrar. No era solo culpa, era la certeza de que esto no podía seguir, no sin destruirlo todo. Además que no era el banco de España y el fondo de emergencia que tenía para caprichos o imprevistos, se lo había pulido con Itziar.




Días después, a principios de enero, Itziar estaba en el piso de Álvaro, un apartamento pequeño en el centro que tenían sus padres con idea de alquilarlo, con paredes blancas algo descascaradas y un sofá marrón muy usado que crujía bajo el peso de ambos. Habían quedado para ver una película, una excusa para pasar la tarde juntos antes de la cena de Reyes. El aire olía al ambientador de vainilla que Álvaro había puesto, intentando darle un toque acogedor al caos de su vida de estudiante. Itziar llevaba un jersey rosa de punto fino que dejaba un hombro al aire, y unos leggings negros que marcaban cada curva de sus piernas. Álvaro, con una camiseta de manga larga gris y unos vaqueros desgastados, estaba tumbado en el sofá, con ella acurrucada contra su pecho, el calor de sus cuerpos mezclándose mientras la tele emitía una comedia navideña con risas enlatadas que ninguno prestaba atención.

La tarde había empezado tranquila, con risas y alguna caricia furtiva, pero el ambiente cambió cuando Álvaro, que se estaba poniendo cariñoso y le apetecía follar, deslizó una mano bajo el jersey de Itziar. Sin previo aviso, con una mezcla de deseo y juego, le subió la prenda por encima del pecho, bajando la copa izquierda del sujetador negro con un movimiento torpe pero decidido, dejando una de sus tetas al aire. El pezón rosado, endurecido por el aire fresco del salón, quedó expuesto, y Álvaro se inclinó para besarlo, su boca cálida y húmeda iba cerrándose alrededor mientras ella gemía suave, arqueando la espalda. El sexo empezó como un impulso natural, con él quitándole el jersey por completo, tirándolo al suelo con un sonido sordo, y ella ayudándolo a sacarse la camiseta, dejando ver su torso firme, cubierto de un vello oscuro que ella acarició con las uñas.

—Joder, Itzi, estás increíble —murmuró Álvaro, con la voz ronca, besándole el cuello mientras sus manos bajaban los leggings, deslizándolos por sus muslos junto con el tanga, dejándola desnuda de cintura para abajo. Itziar respondió, quitándole los vaqueros y los bóxers con prisas, su piel rozaba la de él, caliente y sudorosa. Se tumbaron en el sofá, con el cuero viejo crujiendo bajo ellos, y él se posicionó entre sus piernas, con su polla ya dura rozándole el muslo. Se puso un condón y se la metió despacio, con un gemido bajo, llenándola mientras ella clavaba las uñas en su espalda, gimiendo más fuerte, el placer iba mezclándose con una tensión que no podía explicar.

El ritmo se aceleró, con Álvaro moviéndose dentro de ella, sus caderas chocando contra las de Itziar, el sonido húmedo de sus cuerpos llenando el salón. Él bajó la boca a sus tetas otra vez, chupando con hambre, lamiendo el pezón izquierdo, pero al sacar la teta derecha del sujetador fue entonces cuando lo vio: un moratón amarillento, más oscuro en los bordes, evidente junto al pezón derecho. No era un golpe cualquiera; era un chupetón, palidecido pero inconfundible, una marca que no había hecho él. Se detuvo en seco, con la polla todavía dentro de ella, y apartó la boca, sentándose recto, con la respiración agitada y la mandíbula tensa.

—¿Qué coño es esto, Itziar? —dijo, con la voz baja, pero cargada de algo que ella no había oído antes: rabia, dolor, desconfianza. Sus ojos, normalmente cálidos, estaban oscurecidos, fijos en esa marca que lo traicionaba todo.

Itziar se tensó, el placer desvaneciéndose como si alguien hubiera apagado una luz. Se subió el sujetador con manos temblorosas, cubriendo la teta, y se incorporó, cruzando los brazos sobre el pecho como un escudo. —Joder, Álvaro, no es nada —dijo, con la voz forzada, intentando sonar convincente—. Me hice un moratón, no sé, en el gym o algo, tropecé con una máquina. —La excusa sonaba débil, hueca, y ella lo sabía. Ni siquiera ella se lo creía, y el calor que subía por su cuello delataba su mentira.

Álvaro la miró, con decepción y dolor, el sudor brillándole en el torso. Soltó una risa seca, sin humor, un sonido que cortó el aire como un cuchillo. —¿Un moratón? ¿En la teta? Venga, Itziar, no me tomes por gilipollas —dijo, alzando la voz, las mejillas enrojecidas por la mezcla de deseo frustrado y furia—. Eso es un chupetón, y no te lo he hecho yo. ¿Quién ha sido? ¿Con quién estás follando a mis espaldas?

Ella sintió el calor subirle por el cuello hasta las mejillas, una mezcla de vergüenza y desafío. Se puso de pie, desnuda de cintura para abajo, solo con el sujetador, y lo enfrentó, el corazón latiéndole en la garganta. —Nadie, joder, te estás flipando —soltó, con la voz temblando pero intentando mantener la fachada—. Es solo una marca, no sé cómo me la hice. ¿Por qué no me crees? ¿Siempre tienes que sacar conclusiones de mierda?

Álvaro se levantó también, con las manos en las caderas, la polla todavía medio dura colgando entre sus piernas, un recordatorio de lo que habían estado haciendo hasta hace un minuto. —Porque no soy idiota, Itziar —replicó, alzando más la voz, el tono cortante como vidrio roto—. Llevas semanas rara, dando largas, con excusas de mierda para no verme o para irte pronto. Y ahora esto. ¿Crees que no me doy cuenta? Estás poniéndome los cuernos, joder, y no lo voy a soportar. Dime quién es, o te juro que me vuelvo loco.

Itziar lo miró, con los ojos verdes brillando, pero no de desafío esta vez, sino de algo que se parecía al pánico. La imagen de Ricardo apareció en su mente como un relámpago: follando con él mientras la llamaba princesita, los billetes en su mano a cambio de sexo. Se odiaba por eso, por haber cruzado esa línea una y otra vez, por sentirse atrapada entre el morbo y la culpa. —No es verdad, Álvaro, te lo juro —dijo, con la voz quebrándose, dando un paso hacia él, intentando tocarle el brazo—. Es solo una marca tonta, no sé cómo pasó. No estoy con nadie, te lo prometo.

Él se apartó de un tirón, como si su mano quemara, con los ojos llenos de dolor. —No me toques —dijo, con la voz rota, dando un paso atrás—. ¿Crees que soy ciego? Ese chupetón no aparece por arte de magia. Llevas días evitándome, y ahora esto. ¿Quién es? ¿Algún cabrón del gym? ¿Algún amigo de Lucía? Dímelo, joder, porque no voy a quedarme aquí como un cornudo mientras tú te ríes de mí.

Itziar sintió un nudo en el estómago, la frustración burbujeando dentro de ella. No era solo el miedo a perderlo; era el asco hacia sí misma, el peso de saber que había traicionado a Álvaro por dinero, por un bolso, por un viaje a Ibiza. —No me estoy riendo de ti, Álvaro, joder —dijo, alzando la voz, con las lágrimas picándole los ojos pero negándose a caer—. No hay nadie, ¿vale? Solo estoy… estoy hecha un lío, no sé cómo explicarlo. Pero no te estoy engañando, te lo juro por mi vida.

Álvaro soltó una carcajada amarga, pasándose las manos por el pelo, despeinándolo más. —¿Hecha un lío? ¿Eso es todo lo que tienes? Joder, Itziar, me estás destrozando. Te he dado todo, mi tiempo, mi confianza, y tú vas por ahí dejando que otro te marque como si fuera un trofeo. ¿Sabes lo que se siente al ver eso? ¿Sabes lo que duele? —Su voz se quebró, y por un momento pareció vulnerable, pero la rabia volvió rápido—. Esto se acabó, Itziar. No quiero estar con alguien que me miente, que me traiciona, alguien en quien no puedo confiar. Coge tus cosas y lárgate de mi casa.

Ella se quedó helada, con el nudo en el estómago apretándose hasta hacerla sentir náuseas. Quiso decir algo, una excusa mejor, una mentira que lo calmara, pero no había nada. Las palabras se le atragantaron, y la imagen de Ricardo volvió, burlona, recordándole cada decisión que la había llevado a este punto. Se odiaba por ser débil, por ser una estúpida caprichosa, por ser una pija creída, por caer en su propio juego, por dejar que un chupetón la delatara. Álvaro la miraba con una mezcla de dolor y desprecio, y eso le dolió más de lo que esperaba, un corte profundo que no podía ignorar.

—Álvaro, por favor… —empezó, con la voz temblando, dando un paso hacia él, pero él levantó una mano, cortándola.

—No, Itziar. Se acabó —dijo, con la voz firme, aunque los ojos le brillaban de lágrimas contenidas—. No quiero oír más mentiras. Vete.

Con las manos temblando, recogió sus leggings del suelo, poniéndoselos con movimientos torpes, y buscó su bolso, que yacía junto al sofá, sintiéndolo como un peso muerto, un símbolo de todo lo que había hecho mal. Se puso el jersey, cubriendo la marca que la había traicionado, y salió del piso sin mirar atrás, el portazo resonando en el descansillo como un eco de su fracaso. En el coche, con las manos temblando en el volante, no lloró, pero el vacío en el pecho era nuevo, un agujero que la hacía cuestionarse quién era realmente, y no le gustaba la respuesta.




Itziar se sentó en el borde de la cama, con el móvil en la mano y el corazón latiéndole con un ritmo irregular. La idea de quedar con Ricardo para de alguna manera poner punto final a esta locura, de cerrar ese capítulo que había oscurecido su vida, le revolvía el estómago, pero también le traía un alivio amargo. Mientras miraba la pantalla, donde el mensaje a Ricardo aún parpadeaba sin enviar, su mente se llenó de sombras. ¿Y si sus padres se enteraran alguna vez? La imagen de Maite, con su pose de reina intocable, descubriendo que su hija, la princesita que siempre había presumido, se vendía por dinero, por bolsos, por viajes, la hacía estremecerse. Su madre la miraría con desprecio, la voz cortante diciéndole “¿Esto es lo que has aprendido, así te hemos educado?”, mientras Juan, su padre, guardaría un silencio pesado, decepcionado, que dolería más que cualquier grito. Perderían la fe en ella, y el peso de esa vergüenza la aplastaría, convirtiendo su casa en un campo de minas donde cada palabra sería una acusación. Sería la destrucción de su familia. Ricardo se divorciaría, por supuesto, su tía Laura, que tanto la quería quedaría destrozada y ella como la culpable de todo, como un ser despreciable a ojos de su familia.

Además su madre estaba cada vez más mosqueada por esas compras de Itziar, cada vez hacía más preguntas y cada vez sentía más desconfianza, cómo si empezara a sospechar que se traía algún chanchullo entre manos para conseguir pasta. Sus excusas de trabajillos en las redes cada vez sonaban más a excusa barata que ya no convencían niña ella misma. Lo mejor sería cortar por lo sano antes de que todo saltara por los aires, por el bien de todos.

Y luego estaban sus amigas, Lucía, Sara, todas las demás, todas esas chicas que la envidiaban por su vida perfecta, por el postureo en el Insta. Si se enteraran de que se follaba a su tío por dinero, el chisme correría como pólvora, y las risas, los susurros, las miradas de asco la seguirían como una sombra. Lucía, con su lengua afilada, la destrozaría en un grupo de WhatsApp, y Sara, siempre tan moralista, la juzgaría desde su pedestal. Adiós a las salidas, a las fotos en la playa, a ser la reina del grupo. Su reputación, ese escudo que tanto le había costado construir, se vendría abajo, y quedaría expuesta como una zorra, una traidora, alguien que no valía nada más allá de lo que podía comprar con su cuerpo. El morbo que sentía con Ricardo, esa mezcla de poder y deseo, se desvanecería, dejando solo el vacío de saber que había cruzado una línea de la que no podía volver. Y lo peor, se odiaría a sí misma más de lo que ya lo hacía, atrapada en un secreto que la definía y la destruía a partes iguales.

Ricardo siempre le había parecido un cerdo, un gilipollas redomado, con esa sonrisa torcida y esos comentarios subidos de tono que no le hacían ni puta gracia. Lo veía como un cerdo, un tío de 43 años con canas en la barba que la miraba como si fuera un trozo de carne. Cada vez que la llamaba “princesita” o “putita”, sentía un nudo de asco en el estómago, una mezcla de rabia y superioridad que la hacía querer mandarlo a la mierda. Pero luego algo cambió. Con el tiempo, Ricardo la había llevado a terrenos que nunca imaginó explorar, y joder, la había hecho disfrutar. Recordaba el sofá, el lubricante frío deslizándose por su piel, el placer sucio del sexo anal. La forma en que su polla la llenaba, el placer crudo que la hacía gemir a pesar de sí misma, el morbo de sentirlo perder el control mientras ella seguía teniendo unos orgasmos brutales. Esos momentos en el descampado, con la tierra dura bajo las rodillas y el sabor salado en la boca, le habían dado un subidón que Álvaro nunca le había ofrecido, una adrenalina que la hacía sentir viva, sucia y poderosa a la vez. Ricardo, con su voz grave y sus manos expertas, había despertado algo en ella, una parte oscura que disfrutaba del juego, del peligro, del dinero que llegaba con cada transacción. Y aunque seguía siendo un cerdo, un cabrón que la usaba, también había sabido tratarla de una manera que la había transformado, dejándola atrapada entre el desprecio inicial y el cariño que ahora no podía negar.




Dos días después, Itziar estaba en un bar pequeño cerca de la plaza, con mesas de madera y un olor a café y licor que flotaba en el aire. Había quedado con Ricardo, un mensaje rápido que él había respondido con un “Vale, a las 5”. No había coqueteo esta vez, solo una necesidad de hablar, de poner las cosas en orden. Itziar llegó con un abrigo negro, unos vaqueros y un jersey gris, sin las gafas Gucci, que había dejado en casa, como si no quisiera que la miraran. Ricardo estaba en una mesa al fondo, con una cerveza y una cazadora de cuero, con la barba más descuidada de lo normal y los ojos cansados.

—Joder, sobri, tienes cara de funeral —dijo, con una media sonrisa, pero sin el tono burlón de siempre.

—Cállate, payaso —replicó ella, sentándose frente a él, pidiendo un café solo al camarero, un chaval que apenas los miró—. Álvaro me ha dejado. Encontró el chupetón y… bueno, se acabó.

Ricardo alzó una ceja, dando un trago a la cerveza. —¿El chupetón? Joder, te dije que lo taparas —dijo, pero no había risa en su voz, solo una especie de resignación—. ¿Qué le dijiste? ¿Cómo te lo pilló?

—Pues íbamos a echar un polvo y lo vio, joder, si ya casi no se nota. Le dije que era un moratón, que me había dado un golpe pero no se lo tragó —respondió Itziar, mirando la mesa, con los dedos tamborileando en la madera—. Me acusó de ponerle los cuernos, y no pude convencerlo. Y, joder, tiene razón, ¿no? Llevo meses follándome a mi tío político a cambio de pasta.

Ricardo se quedó callado, con la botella en la mano, mirando el líquido ámbar como si tuviera respuestas. —Sí, tiene razón. Pobre chaval. —dijo, al fin, con la voz baja—. Y yo soy un cabrón por meterme en esto y aprovecharme de ti. Laura no sabe ni sospecha nada, pero cada vez que la miro, siento que la estoy jodiendo. Y a ti también, aunque no lo parezca.

Itziar lo miró, sorprendida por la honestidad. —No me jodas, Ricardo, ¿ahora te pones profundo? —dijo, con una risa seca, pero sus ojos estaban serios—. Mira, yo no me arrepiento, ¿vale? Pero tampoco estoy orgullosa. Conseguí el bolso, el viaje, las gafas. Pero… joder, no sé, esto se me está yendo de las manos. Álvaro era bueno, y lo he perdido por unas putas gafas. Y tú… tú tienes a Laura y al crío. Esto no puede seguir.

Él asintió, con la mandíbula tensa, dando otro trago a la cerveza. —Tienes razón. Es un puto juego, pero ya no es divertido —dijo, mirándola a los ojos, con una intensidad que no era morbo, sino algo más crudo, más real—. Me he follado a mi sobrina política, joder, en tu cama, en mi sofá, en un descampado. Y cada vez que lo pienso, me siento como una mierda. Pero, nena, no te puedes imaginar lo que he disfrutado contigo, eres un incendio, Itziar. Siempre lo has sido.

Ella sonrió, débil, pero con un toque de su desafío de siempre. —Y tú un cerdo, pero uno que sabe jugar —dijo, dando un sorbo al café, que estaba amargo, como su humor—. Pero se acabó, Ricardo. No más tratos, no más billetes, no más… nada. Antes de que esto se nos vaya de las manos y nos joda a todos.

Ricardo suspiró, recostándose en la silla, con las manos en los bolsillos. —Vale, Itziar. Punto final —dijo, con una media sonrisa que era más triste que burlona—. Pero, hay que reconocer que ha sido una buena partida, ¿no?

Itziar se rió, por primera vez en días, y asintió. —La mejor, capullo. Invítame al café, anda— dijo dispuesta a marcharse ya—.

—Itziar espera. Mira cariño… —dijo cogiéndole la mano y acariciando sus dedos con el pulgar en un gesto tierno— ya se que esto se acaba, pero… me gustaría volver a acostarme contigo. —ella fue a hablar pero él la cortó — No, espera escúchame. Solo una vez más princesa, sin dinero de por medio ni historias, solo un polvo de despedida. Nada de un polvo salvaje, sino más bien, hacerte el amor con dulzura, con cariño.

—No Ricardo. Ya no hay mas. No lo hagas más difícil de lo que ya es, por favor tío, entiéndelo. —le dijo mirándolo con ternura—.

—Ya, tienes razón. Pero… es que…

La conversación había sido cruda, honesta, con el peso de sus decisiones cayendo como una losa. Habían acordado dejar el juego, poner punto final a los tratos, los billetes y los encuentros que los habían llevado demasiado lejos. Itziar, con serenidad, se levantó, cogiendo su bolso y el abrigo lista para irse, con una sonrisa que era más alivio que desafío.

—Cuida de Laura y del crío —dijo, mirándolo con los ojos verdes brillantes, pero sin el filo de antes—. Y no te acerques a las tetas de mi madre, que te conozco.

Ricardo se rió, levantando la cerveza en un brindis silencioso. —Tranquila, princesita, que no soy tan suicida —respondió, con una media sonrisa que era más triste que burlona.

Itziar se detuvo, con una chispa de picardía cruzándole la cara, y sacó el móvil del bolso. —Oye, capullo, hablando de regalos… Como tú me hiciste el del vibrador, yo tengo uno para ti —dijo, con una risa baja, mientras tecleaba rápido en WhatsApp. Pulsó enviar y lo miró, con una ceja alzada, esperando su reacción.

Ricardo frunció el ceño, cogiendo su móvil cuando vibró. Abrió el chat y se quedó quieto, con los ojos fijos en la pantalla. Eran dos fotos. La primera mostraba a una mujer con la cara tapada pero quedaba muy claro que era su madre Maite, con las tetas al aire, grandes, con los pezones más oscuros que los de Itziar, en lo que parecía un baño con azulejos blancos de su casa. La segunda era más explícita: Maite igualmente con la cara tapada tumbada en un sofá, con las piernas abiertas, el coño peludo pero cuidado expuesto, los labios rosados brillando bajo una luz tenue. Ricardo parpadeó, con la boca seca, y levantó la vista hacia Itziar, que lo miraba con una sonrisa traviesa.

—¿Qué coño es esto Itziar? —preguntó, con la voz baja, aunque no pudo evitar una risa incrédula.

Itziar se rió, encogiéndose de hombros, con el pelo castaño cayéndole sobre un hombro. —Las encontré por casualidad en el ordenador de mi madre, buscando unos documentos para la uni —dijo, con un tono que era puro divertimento—. Las debió de hacer mi padre, me imagino. Joder, casi me da algo cuando las vi. Y me acordé de ti, espero que te gusten. Hazte una buena paja con ellas golfo.

Ricardo soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza, todavía mirando las fotos con una mezcla de incredulidad y morbo. —Joder, niña, eres un puto peligro —dijo, guardándose el móvil en el bolsillo, aunque no borró las fotos—. Las habrá hecho tu padre supongo. No me imagino yo a tu madre en plan zorra con otro tio, pero, joder, menuda sorpresa. Eres una cabrona.

Ella sonrió, con un brillo en los ojos que era el último eco de su juego. —disfrútalas, capullo —dijo, acercándose y dándole un beso suave en la mejilla, un gesto inesperado que los dejó a ambos en silencio por un segundo. Su perfume de jazmín flotó un instante, y luego se apartó, con el abrigo en la mano—. Cuídate, tío.

Él se rió, tocándose la mejilla donde había sentido sus labios, y levantó la cerveza en un último brindis. —Y tú también, princesa. Nos vemos.

Itziar le respondió con un gesto de la mano, con una sonrisa, y salió del bar, con el frío de la Navidad golpeándole la cara. Mientras caminaba hacia su coche, con las luces navideñas brillando en las calles, sintió el nudo en el estómago aflojarse un poco. Las fotos eran su última jugada, un guiño al juego que acababan de cerrar. Por primera vez en meses, respiró hondo, sabiendo que el punto final era real, y que, tal vez eso era lo mejor para todos.



Fin.



Hasta aquí la historia de Itziar y Ricardo. Espero que os haya gustado y hayáis disfrutado de verla perder la virginidad de su culo, de verla comerse la polla como una campeona y de un polvo intenso en su propia cama.
A lo largo del verano habrá un spinoff, lo tengo ya medio creado el guion a falta de ir rematándolo poco a poco. Será breve de tres capítulos, pero creo que estará bien y complementará la historia. 🙂

Un saludo 🫡
 
Era lo mejor para la familia. No podían seguir así y creo que Itziar ha hecho lo que tenía que hacer
Le ha costado su relación con un buen chico como Álvaro, pero seguro que ha aprendido de los errores.
Fue bonito y excitante mientras duró, pero es mejor terminar antes de que pase algo de lo que lamentarse.
Menos mal que no ha accedido a la ultima petición de Ricardo, que parece mentira que se supone que debería ser más sensato.
 
Capítulo 10



El cuarto de Itziar todavía olía a sexo, a sudor, a la colonia de Ricardo y al jazmín de su perfume, aunque la ventana abierta para ventilar la habitación dejaba entrar el frío de diciembre, cargado de olor a invierno y chimeneas lejanas. Las sábanas blancas estaban arrugadas, con manchas húmedas, de semen, de flujos y sudor que gritaban lo que había pasado hacía apenas una hora. El chupetón en su teta derecha ardía, rojo y brillante bajo la luz de la lámpara, y los trescientos euros estaban en la mesilla, arrugados, como un trofeo que ya no brillaba tanto. Itziar, desnuda, con el pelo revuelto y acalorada, se levantó de la cama, con el cuerpo sensible y un nudo en el estómago que no podía ignorar. Se lo había pasado de puta madre, su tío la había dejado exhausta, pero ahora pasado el calentón y la euforia del momento, su cabeza no dejaba de dar vueltas a todo,o que estaba haciendo. No era culpa, no exactamente, pero algo se había movido dentro de ella, algo que la hacía mirar el espejo de cuerpo entero y no reconocerse del todo.

Cogió las sábanas, arrancándolas con un movimiento brusco para llevarlas a lavar. El suelo de madera crujió bajo sus pies descalzos mientras iba a la pequeña terraza de la cocina donde estaba la lavadora, con el frío del pasillo mordiéndole la piel. La lavadora, un trasto viejo pero que seguía funcionando como el primer día que zumbaba como un motor de avión, estaba en un rincón, rodeada de botellas de detergente y suavizante con olor a lavanda que tanto le gustaba a su madre. Metió las sábanas, echando un chorro generoso de jabón líquido, y puso el programa largo, como si quisiera borrar más que las manchas. El zumbido de la máquina llenó el silencio, y ella se quedó un momento mirando el tambor girar, con el agua enjabonada salpicando el cristal. Pensó en las gafas Gucci que se iba a comprar, en el bolso Michael Kors, en los billetes que Ricardo le había dado a cambio de su cuerpo. Joder, ¿en qué momento se había convertido en esto?

Fue al baño. Abrió el grifo de la ducha, dejando que el agua caliente llenara el espacio de vapor, con el olor a gel de coco flotando en el aire. Se metió bajo el chorro, cerrando los ojos, dejando que el agua le cayera por el pelo, por la cara, por las tetas, donde el chupetón seguía palpitando. Se lavó con cuidado, frotando la piel como si pudiera borrar algo más que el sudor y el semen. El jabón le escocía un poco en las zonas sensibles, un recordatorio de la intensidad de Ricardo, de cómo la había follado en su propia cama, de cómo se había corrido en su cara. Se quedó bajo el agua más tiempo del necesario, con la mente dando vueltas, hasta que el espejo del baño se empañó por completo.

De vuelta en su cuarto, con una camiseta vieja que usaba por casa y unas bragas sencillas del día a día, se tumbó en la cama, ahora con sábanas limpias que había puesto y que olían a suavizante. La lámpara estaba apagada, y la luz de las farolas se colaba por la ventana, proyectando sombras en el techo. Itziar se tocó el chupetón, con los dedos rozando la piel sensible, y suspiró. ¿Qué coño estaba haciendo? Al principio, todo había sido un juego, una forma de conseguir lo que quería: el bolso, el viaje a Ibiza, las gafas. Ricardo era un cerdo, pero también era fácil, predecible, y ella sabía cómo manejarlo. Cada encuentro le daba un subidón, un poder que la hacía sentir invencible, como si pudiera tenerlo todo con solo follar. Pero ahora, con el chupetón marcándola, con los billetes en la mesilla, algo se sentía mal. No era Álvaro, aunque sabía que lo estaba traicionando y no se lo merecía. No era Maite, que por supuesto nunca la entendería. Era ella misma, la sensación de que cada vez se hundía más en un juego que no controlaba del todo. Pensó en Álvaro, en su sonrisa fácil, en cómo la miraba como si fuera lo único que importaba. Era bueno, demasiado bueno, y una parte de ella sabía que no lo merecía. Pero las gafas, el postureo, la envidia de sus amigas… joder, eso valía más, ¿no? O al menos, eso se había dicho hasta ahora. Cerró los ojos, con el frío de la noche colándose por la ventana, la cerró y se durmió, con el nudo en el estómago todavía ahí, sin respuesta.




A unos kilómetros, en su casa, Ricardo estaba en el salón, con el televisor encendido en un partido de fútbol que no miraba. Laura estaba en la cocina, dando el pecho a Pablo, que gorgoteaba con esa mezcla de hambre y sueño. El aire olía a puré de verduras, a colonia de bebé, y al ambientador que Laura ponía por Navidad. Ricardo se levantó, apagando el televisor, y fue a la cocina, donde Laura, con el pelo recogido y una camiseta vieja, mecía al bebé con una calma que siempre lo desarmaba. Se acercó, besándola en la frente, un gesto suave que ella recibió con una sonrisa cansada.

—Estás agotado, ¿eh? —dijo Laura, mirando a Pablo, que empezaba a cerrar los ojos.

—Un poco —respondió Ricardo, con la voz baja, aunque el cansancio no tenía nada que ver con el trabajo. La imagen de Itziar, a cuatro patas en su cama, con el coño empapado y la cara cubierta de semen, le golpeó como un puñetazo. Sacudió la cabeza, como si pudiera borrarla, y ayudó a Laura a llevar al bebé a la cuna, con el cuarto oliendo a talco y pañales limpios.

En su cama, con Laura dormida a su lado, Ricardo no podía cerrar los ojos. El colchón crujía bajo su peso, y el silencio de la casa, roto solo por la respiración suave de su mujer, lo hacía sentir como un intruso. Se sentía extraño, como si el hombre que se había follado a su sobrina política en su propia cama no fuera él, sino una versión torcida que no reconocía. Itziar era un incendio, una zorra pija que aunque antes le parecía una niñata insoportable, ahora lo volvía loco, pero también era la sobrina de Laura, y cada encuentro era una traición que pesaba más. Se acordó de Julia, la esposa de su amigo que era una escort en secreto y que con ella le puso los cuernos a Laura. Se consideraba a sí mismo un cabrón, pero era su naturaleza desde niño y era muy difícil cambiarse a si mismo. Siempre que alguna se ponía a tiro no se lo pensaba. Pensó en Laura, en cómo confiaba en él, en cómo lo miraba cuando Pablo nació, con una felicidad que no había visto en nadie más. Joder, ¿qué estaba haciendo? El morbo, el poder, la sensación de tener a Itziar de rodillas, todo eso era adictivo, pero ahora, en la oscuridad, sentía un vacío que no podía nombrar. No era solo culpa, era la certeza de que esto no podía seguir, no sin destruirlo todo. Además que no era el banco de España y el fondo de emergencia que tenía para caprichos o imprevistos, se lo había pulido con Itziar.




Días después, a principios de enero, Itziar estaba en el piso de Álvaro, un apartamento pequeño en el centro que tenían sus padres con idea de alquilarlo, con paredes blancas algo descascaradas y un sofá marrón muy usado que crujía bajo el peso de ambos. Habían quedado para ver una película, una excusa para pasar la tarde juntos antes de la cena de Reyes. El aire olía al ambientador de vainilla que Álvaro había puesto, intentando darle un toque acogedor al caos de su vida de estudiante. Itziar llevaba un jersey rosa de punto fino que dejaba un hombro al aire, y unos leggings negros que marcaban cada curva de sus piernas. Álvaro, con una camiseta de manga larga gris y unos vaqueros desgastados, estaba tumbado en el sofá, con ella acurrucada contra su pecho, el calor de sus cuerpos mezclándose mientras la tele emitía una comedia navideña con risas enlatadas que ninguno prestaba atención.

La tarde había empezado tranquila, con risas y alguna caricia furtiva, pero el ambiente cambió cuando Álvaro, que se estaba poniendo cariñoso y le apetecía follar, deslizó una mano bajo el jersey de Itziar. Sin previo aviso, con una mezcla de deseo y juego, le subió la prenda por encima del pecho, bajando la copa izquierda del sujetador negro con un movimiento torpe pero decidido, dejando una de sus tetas al aire. El pezón rosado, endurecido por el aire fresco del salón, quedó expuesto, y Álvaro se inclinó para besarlo, su boca cálida y húmeda iba cerrándose alrededor mientras ella gemía suave, arqueando la espalda. El sexo empezó como un impulso natural, con él quitándole el jersey por completo, tirándolo al suelo con un sonido sordo, y ella ayudándolo a sacarse la camiseta, dejando ver su torso firme, cubierto de un vello oscuro que ella acarició con las uñas.

—Joder, Itzi, estás increíble —murmuró Álvaro, con la voz ronca, besándole el cuello mientras sus manos bajaban los leggings, deslizándolos por sus muslos junto con el tanga, dejándola desnuda de cintura para abajo. Itziar respondió, quitándole los vaqueros y los bóxers con prisas, su piel rozaba la de él, caliente y sudorosa. Se tumbaron en el sofá, con el cuero viejo crujiendo bajo ellos, y él se posicionó entre sus piernas, con su polla ya dura rozándole el muslo. Se puso un condón y se la metió despacio, con un gemido bajo, llenándola mientras ella clavaba las uñas en su espalda, gimiendo más fuerte, el placer iba mezclándose con una tensión que no podía explicar.

El ritmo se aceleró, con Álvaro moviéndose dentro de ella, sus caderas chocando contra las de Itziar, el sonido húmedo de sus cuerpos llenando el salón. Él bajó la boca a sus tetas otra vez, chupando con hambre, lamiendo el pezón izquierdo, pero al sacar la teta derecha del sujetador fue entonces cuando lo vio: un moratón amarillento, más oscuro en los bordes, evidente junto al pezón derecho. No era un golpe cualquiera; era un chupetón, palidecido pero inconfundible, una marca que no había hecho él. Se detuvo en seco, con la polla todavía dentro de ella, y apartó la boca, sentándose recto, con la respiración agitada y la mandíbula tensa.

—¿Qué coño es esto, Itziar? —dijo, con la voz baja, pero cargada de algo que ella no había oído antes: rabia, dolor, desconfianza. Sus ojos, normalmente cálidos, estaban oscurecidos, fijos en esa marca que lo traicionaba todo.

Itziar se tensó, el placer desvaneciéndose como si alguien hubiera apagado una luz. Se subió el sujetador con manos temblorosas, cubriendo la teta, y se incorporó, cruzando los brazos sobre el pecho como un escudo. —Joder, Álvaro, no es nada —dijo, con la voz forzada, intentando sonar convincente—. Me hice un moratón, no sé, en el gym o algo, tropecé con una máquina. —La excusa sonaba débil, hueca, y ella lo sabía. Ni siquiera ella se lo creía, y el calor que subía por su cuello delataba su mentira.

Álvaro la miró, con decepción y dolor, el sudor brillándole en el torso. Soltó una risa seca, sin humor, un sonido que cortó el aire como un cuchillo. —¿Un moratón? ¿En la teta? Venga, Itziar, no me tomes por gilipollas —dijo, alzando la voz, las mejillas enrojecidas por la mezcla de deseo frustrado y furia—. Eso es un chupetón, y no te lo he hecho yo. ¿Quién ha sido? ¿Con quién estás follando a mis espaldas?

Ella sintió el calor subirle por el cuello hasta las mejillas, una mezcla de vergüenza y desafío. Se puso de pie, desnuda de cintura para abajo, solo con el sujetador, y lo enfrentó, el corazón latiéndole en la garganta. —Nadie, joder, te estás flipando —soltó, con la voz temblando pero intentando mantener la fachada—. Es solo una marca, no sé cómo me la hice. ¿Por qué no me crees? ¿Siempre tienes que sacar conclusiones de mierda?

Álvaro se levantó también, con las manos en las caderas, la polla todavía medio dura colgando entre sus piernas, un recordatorio de lo que habían estado haciendo hasta hace un minuto. —Porque no soy idiota, Itziar —replicó, alzando más la voz, el tono cortante como vidrio roto—. Llevas semanas rara, dando largas, con excusas de mierda para no verme o para irte pronto. Y ahora esto. ¿Crees que no me doy cuenta? Estás poniéndome los cuernos, joder, y no lo voy a soportar. Dime quién es, o te juro que me vuelvo loco.

Itziar lo miró, con los ojos verdes brillando, pero no de desafío esta vez, sino de algo que se parecía al pánico. La imagen de Ricardo apareció en su mente como un relámpago: follando con él mientras la llamaba princesita, los billetes en su mano a cambio de sexo. Se odiaba por eso, por haber cruzado esa línea una y otra vez, por sentirse atrapada entre el morbo y la culpa. —No es verdad, Álvaro, te lo juro —dijo, con la voz quebrándose, dando un paso hacia él, intentando tocarle el brazo—. Es solo una marca tonta, no sé cómo pasó. No estoy con nadie, te lo prometo.

Él se apartó de un tirón, como si su mano quemara, con los ojos llenos de dolor. —No me toques —dijo, con la voz rota, dando un paso atrás—. ¿Crees que soy ciego? Ese chupetón no aparece por arte de magia. Llevas días evitándome, y ahora esto. ¿Quién es? ¿Algún cabrón del gym? ¿Algún amigo de Lucía? Dímelo, joder, porque no voy a quedarme aquí como un cornudo mientras tú te ríes de mí.

Itziar sintió un nudo en el estómago, la frustración burbujeando dentro de ella. No era solo el miedo a perderlo; era el asco hacia sí misma, el peso de saber que había traicionado a Álvaro por dinero, por un bolso, por un viaje a Ibiza. —No me estoy riendo de ti, Álvaro, joder —dijo, alzando la voz, con las lágrimas picándole los ojos pero negándose a caer—. No hay nadie, ¿vale? Solo estoy… estoy hecha un lío, no sé cómo explicarlo. Pero no te estoy engañando, te lo juro por mi vida.

Álvaro soltó una carcajada amarga, pasándose las manos por el pelo, despeinándolo más. —¿Hecha un lío? ¿Eso es todo lo que tienes? Joder, Itziar, me estás destrozando. Te he dado todo, mi tiempo, mi confianza, y tú vas por ahí dejando que otro te marque como si fuera un trofeo. ¿Sabes lo que se siente al ver eso? ¿Sabes lo que duele? —Su voz se quebró, y por un momento pareció vulnerable, pero la rabia volvió rápido—. Esto se acabó, Itziar. No quiero estar con alguien que me miente, que me traiciona, alguien en quien no puedo confiar. Coge tus cosas y lárgate de mi casa.

Ella se quedó helada, con el nudo en el estómago apretándose hasta hacerla sentir náuseas. Quiso decir algo, una excusa mejor, una mentira que lo calmara, pero no había nada. Las palabras se le atragantaron, y la imagen de Ricardo volvió, burlona, recordándole cada decisión que la había llevado a este punto. Se odiaba por ser débil, por ser una estúpida caprichosa, por ser una pija creída, por caer en su propio juego, por dejar que un chupetón la delatara. Álvaro la miraba con una mezcla de dolor y desprecio, y eso le dolió más de lo que esperaba, un corte profundo que no podía ignorar.

—Álvaro, por favor… —empezó, con la voz temblando, dando un paso hacia él, pero él levantó una mano, cortándola.

—No, Itziar. Se acabó —dijo, con la voz firme, aunque los ojos le brillaban de lágrimas contenidas—. No quiero oír más mentiras. Vete.

Con las manos temblando, recogió sus leggings del suelo, poniéndoselos con movimientos torpes, y buscó su bolso, que yacía junto al sofá, sintiéndolo como un peso muerto, un símbolo de todo lo que había hecho mal. Se puso el jersey, cubriendo la marca que la había traicionado, y salió del piso sin mirar atrás, el portazo resonando en el descansillo como un eco de su fracaso. En el coche, con las manos temblando en el volante, no lloró, pero el vacío en el pecho era nuevo, un agujero que la hacía cuestionarse quién era realmente, y no le gustaba la respuesta.




Itziar se sentó en el borde de la cama, con el móvil en la mano y el corazón latiéndole con un ritmo irregular. La idea de quedar con Ricardo para de alguna manera poner punto final a esta locura, de cerrar ese capítulo que había oscurecido su vida, le revolvía el estómago, pero también le traía un alivio amargo. Mientras miraba la pantalla, donde el mensaje a Ricardo aún parpadeaba sin enviar, su mente se llenó de sombras. ¿Y si sus padres se enteraran alguna vez? La imagen de Maite, con su pose de reina intocable, descubriendo que su hija, la princesita que siempre había presumido, se vendía por dinero, por bolsos, por viajes, la hacía estremecerse. Su madre la miraría con desprecio, la voz cortante diciéndole “¿Esto es lo que has aprendido, así te hemos educado?”, mientras Juan, su padre, guardaría un silencio pesado, decepcionado, que dolería más que cualquier grito. Perderían la fe en ella, y el peso de esa vergüenza la aplastaría, convirtiendo su casa en un campo de minas donde cada palabra sería una acusación. Sería la destrucción de su familia. Ricardo se divorciaría, por supuesto, su tía Laura, que tanto la quería quedaría destrozada y ella como la culpable de todo, como un ser despreciable a ojos de su familia.

Además su madre estaba cada vez más mosqueada por esas compras de Itziar, cada vez hacía más preguntas y cada vez sentía más desconfianza, cómo si empezara a sospechar que se traía algún chanchullo entre manos para conseguir pasta. Sus excusas de trabajillos en las redes cada vez sonaban más a excusa barata que ya no convencían niña ella misma. Lo mejor sería cortar por lo sano antes de que todo saltara por los aires, por el bien de todos.

Y luego estaban sus amigas, Lucía, Sara, todas las demás, todas esas chicas que la envidiaban por su vida perfecta, por el postureo en el Insta. Si se enteraran de que se follaba a su tío por dinero, el chisme correría como pólvora, y las risas, los susurros, las miradas de asco la seguirían como una sombra. Lucía, con su lengua afilada, la destrozaría en un grupo de WhatsApp, y Sara, siempre tan moralista, la juzgaría desde su pedestal. Adiós a las salidas, a las fotos en la playa, a ser la reina del grupo. Su reputación, ese escudo que tanto le había costado construir, se vendría abajo, y quedaría expuesta como una zorra, una traidora, alguien que no valía nada más allá de lo que podía comprar con su cuerpo. El morbo que sentía con Ricardo, esa mezcla de poder y deseo, se desvanecería, dejando solo el vacío de saber que había cruzado una línea de la que no podía volver. Y lo peor, se odiaría a sí misma más de lo que ya lo hacía, atrapada en un secreto que la definía y la destruía a partes iguales.

Ricardo siempre le había parecido un cerdo, un gilipollas redomado, con esa sonrisa torcida y esos comentarios subidos de tono que no le hacían ni puta gracia. Lo veía como un cerdo, un tío de 43 años con canas en la barba que la miraba como si fuera un trozo de carne. Cada vez que la llamaba “princesita” o “putita”, sentía un nudo de asco en el estómago, una mezcla de rabia y superioridad que la hacía querer mandarlo a la mierda. Pero luego algo cambió. Con el tiempo, Ricardo la había llevado a terrenos que nunca imaginó explorar, y joder, la había hecho disfrutar. Recordaba el sofá, el lubricante frío deslizándose por su piel, el placer sucio del sexo anal. La forma en que su polla la llenaba, el placer crudo que la hacía gemir a pesar de sí misma, el morbo de sentirlo perder el control mientras ella seguía teniendo unos orgasmos brutales. Esos momentos en el descampado, con la tierra dura bajo las rodillas y el sabor salado en la boca, le habían dado un subidón que Álvaro nunca le había ofrecido, una adrenalina que la hacía sentir viva, sucia y poderosa a la vez. Ricardo, con su voz grave y sus manos expertas, había despertado algo en ella, una parte oscura que disfrutaba del juego, del peligro, del dinero que llegaba con cada transacción. Y aunque seguía siendo un cerdo, un cabrón que la usaba, también había sabido tratarla de una manera que la había transformado, dejándola atrapada entre el desprecio inicial y el cariño que ahora no podía negar.




Dos días después, Itziar estaba en un bar pequeño cerca de la plaza, con mesas de madera y un olor a café y licor que flotaba en el aire. Había quedado con Ricardo, un mensaje rápido que él había respondido con un “Vale, a las 5”. No había coqueteo esta vez, solo una necesidad de hablar, de poner las cosas en orden. Itziar llegó con un abrigo negro, unos vaqueros y un jersey gris, sin las gafas Gucci, que había dejado en casa, como si no quisiera que la miraran. Ricardo estaba en una mesa al fondo, con una cerveza y una cazadora de cuero, con la barba más descuidada de lo normal y los ojos cansados.

—Joder, sobri, tienes cara de funeral —dijo, con una media sonrisa, pero sin el tono burlón de siempre.

—Cállate, payaso —replicó ella, sentándose frente a él, pidiendo un café solo al camarero, un chaval que apenas los miró—. Álvaro me ha dejado. Encontró el chupetón y… bueno, se acabó.

Ricardo alzó una ceja, dando un trago a la cerveza. —¿El chupetón? Joder, te dije que lo taparas —dijo, pero no había risa en su voz, solo una especie de resignación—. ¿Qué le dijiste? ¿Cómo te lo pilló?

—Pues íbamos a echar un polvo y lo vio, joder, si ya casi no se nota. Le dije que era un moratón, que me había dado un golpe pero no se lo tragó —respondió Itziar, mirando la mesa, con los dedos tamborileando en la madera—. Me acusó de ponerle los cuernos, y no pude convencerlo. Y, joder, tiene razón, ¿no? Llevo meses follándome a mi tío político a cambio de pasta.

Ricardo se quedó callado, con la botella en la mano, mirando el líquido ámbar como si tuviera respuestas. —Sí, tiene razón. Pobre chaval. —dijo, al fin, con la voz baja—. Y yo soy un cabrón por meterme en esto y aprovecharme de ti. Laura no sabe ni sospecha nada, pero cada vez que la miro, siento que la estoy jodiendo. Y a ti también, aunque no lo parezca.

Itziar lo miró, sorprendida por la honestidad. —No me jodas, Ricardo, ¿ahora te pones profundo? —dijo, con una risa seca, pero sus ojos estaban serios—. Mira, yo no me arrepiento, ¿vale? Pero tampoco estoy orgullosa. Conseguí el bolso, el viaje, las gafas. Pero… joder, no sé, esto se me está yendo de las manos. Álvaro era bueno, y lo he perdido por unas putas gafas. Y tú… tú tienes a Laura y al crío. Esto no puede seguir.

Él asintió, con la mandíbula tensa, dando otro trago a la cerveza. —Tienes razón. Es un puto juego, pero ya no es divertido —dijo, mirándola a los ojos, con una intensidad que no era morbo, sino algo más crudo, más real—. Me he follado a mi sobrina política, joder, en tu cama, en mi sofá, en un descampado. Y cada vez que lo pienso, me siento como una mierda. Pero, nena, no te puedes imaginar lo que he disfrutado contigo, eres un incendio, Itziar. Siempre lo has sido.

Ella sonrió, débil, pero con un toque de su desafío de siempre. —Y tú un cerdo, pero uno que sabe jugar —dijo, dando un sorbo al café, que estaba amargo, como su humor—. Pero se acabó, Ricardo. No más tratos, no más billetes, no más… nada. Antes de que esto se nos vaya de las manos y nos joda a todos.

Ricardo suspiró, recostándose en la silla, con las manos en los bolsillos. —Vale, Itziar. Punto final —dijo, con una media sonrisa que era más triste que burlona—. Pero, hay que reconocer que ha sido una buena partida, ¿no?

Itziar se rió, por primera vez en días, y asintió. —La mejor, capullo. Invítame al café, anda— dijo dispuesta a marcharse ya—.

—Itziar espera. Mira cariño… —dijo cogiéndole la mano y acariciando sus dedos con el pulgar en un gesto tierno— ya se que esto se acaba, pero… me gustaría volver a acostarme contigo. —ella fue a hablar pero él la cortó — No, espera escúchame. Solo una vez más princesa, sin dinero de por medio ni historias, solo un polvo de despedida. Nada de un polvo salvaje, sino más bien, hacerte el amor con dulzura, con cariño.

—No Ricardo. Ya no hay mas. No lo hagas más difícil de lo que ya es, por favor tío, entiéndelo. —le dijo mirándolo con ternura—.

—Ya, tienes razón. Pero… es que…

La conversación había sido cruda, honesta, con el peso de sus decisiones cayendo como una losa. Habían acordado dejar el juego, poner punto final a los tratos, los billetes y los encuentros que los habían llevado demasiado lejos. Itziar, con serenidad, se levantó, cogiendo su bolso y el abrigo lista para irse, con una sonrisa que era más alivio que desafío.

—Cuida de Laura y del crío —dijo, mirándolo con los ojos verdes brillantes, pero sin el filo de antes—. Y no te acerques a las tetas de mi madre, que te conozco.

Ricardo se rió, levantando la cerveza en un brindis silencioso. —Tranquila, princesita, que no soy tan suicida —respondió, con una media sonrisa que era más triste que burlona.

Itziar se detuvo, con una chispa de picardía cruzándole la cara, y sacó el móvil del bolso. —Oye, capullo, hablando de regalos… Como tú me hiciste el del vibrador, yo tengo uno para ti —dijo, con una risa baja, mientras tecleaba rápido en WhatsApp. Pulsó enviar y lo miró, con una ceja alzada, esperando su reacción.

Ricardo frunció el ceño, cogiendo su móvil cuando vibró. Abrió el chat y se quedó quieto, con los ojos fijos en la pantalla. Eran dos fotos. La primera mostraba a una mujer con la cara tapada pero quedaba muy claro que era su madre Maite, con las tetas al aire, grandes, con los pezones más oscuros que los de Itziar, en lo que parecía un baño con azulejos blancos de su casa. La segunda era más explícita: Maite igualmente con la cara tapada tumbada en un sofá, con las piernas abiertas, el coño peludo pero cuidado expuesto, los labios rosados brillando bajo una luz tenue. Ricardo parpadeó, con la boca seca, y levantó la vista hacia Itziar, que lo miraba con una sonrisa traviesa.

—¿Qué coño es esto Itziar? —preguntó, con la voz baja, aunque no pudo evitar una risa incrédula.

Itziar se rió, encogiéndose de hombros, con el pelo castaño cayéndole sobre un hombro. —Las encontré por casualidad en el ordenador de mi madre, buscando unos documentos para la uni —dijo, con un tono que era puro divertimento—. Las debió de hacer mi padre, me imagino. Joder, casi me da algo cuando las vi. Y me acordé de ti, espero que te gusten. Hazte una buena paja con ellas golfo.

Ricardo soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza, todavía mirando las fotos con una mezcla de incredulidad y morbo. —Joder, niña, eres un puto peligro —dijo, guardándose el móvil en el bolsillo, aunque no borró las fotos—. Las habrá hecho tu padre supongo. No me imagino yo a tu madre en plan zorra con otro tio, pero, joder, menuda sorpresa. Eres una cabrona.

Ella sonrió, con un brillo en los ojos que era el último eco de su juego. —disfrútalas, capullo —dijo, acercándose y dándole un beso suave en la mejilla, un gesto inesperado que los dejó a ambos en silencio por un segundo. Su perfume de jazmín flotó un instante, y luego se apartó, con el abrigo en la mano—. Cuídate, tío.

Él se rió, tocándose la mejilla donde había sentido sus labios, y levantó la cerveza en un último brindis. —Y tú también, princesa. Nos vemos.

Itziar le respondió con un gesto de la mano, con una sonrisa, y salió del bar, con el frío de la Navidad golpeándole la cara. Mientras caminaba hacia su coche, con las luces navideñas brillando en las calles, sintió el nudo en el estómago aflojarse un poco. Las fotos eran su última jugada, un guiño al juego que acababan de cerrar. Por primera vez en meses, respiró hondo, sabiendo que el punto final era real, y que, tal vez eso era lo mejor para todos.



Fin.



Hasta aquí la historia de Itziar y Ricardo. Espero que os haya gustado y hayáis disfrutado de verla perder la virginidad de su culo, de verla comerse la polla como una campeona y de un polvo intenso en su propia cama.
A lo largo del verano habrá un spinoff, lo tengo ya medio creado el guion a falta de ir rematándolo poco a poco. Será breve de tres capítulos, pero creo que estará bien y complementará la historia. 🙂

Un saludo 🫡muy bien me pudo muy cachondo y me gustó la forma de relatarlo
 
Genial final, un relato que engancha esperando que nos muestres más y no estaría mal saber el origen de las fotos de la madre creo que no está claro quien las ha hecho jeje, gracias por entretenerme
 
Capítulo 10



El cuarto de Itziar todavía olía a sexo, a sudor, a la colonia de Ricardo y al jazmín de su perfume, aunque la ventana abierta para ventilar la habitación dejaba entrar el frío de diciembre, cargado de olor a invierno y chimeneas lejanas. Las sábanas blancas estaban arrugadas, con manchas húmedas, de semen, de flujos y sudor que gritaban lo que había pasado hacía apenas una hora. El chupetón en su teta derecha ardía, rojo y brillante bajo la luz de la lámpara, y los trescientos euros estaban en la mesilla, arrugados, como un trofeo que ya no brillaba tanto. Itziar, desnuda, con el pelo revuelto y acalorada, se levantó de la cama, con el cuerpo sensible y un nudo en el estómago que no podía ignorar. Se lo había pasado de puta madre, su tío la había dejado exhausta, pero ahora pasado el calentón y la euforia del momento, su cabeza no dejaba de dar vueltas a todo,o que estaba haciendo. No era culpa, no exactamente, pero algo se había movido dentro de ella, algo que la hacía mirar el espejo de cuerpo entero y no reconocerse del todo.

Cogió las sábanas, arrancándolas con un movimiento brusco para llevarlas a lavar. El suelo de madera crujió bajo sus pies descalzos mientras iba a la pequeña terraza de la cocina donde estaba la lavadora, con el frío del pasillo mordiéndole la piel. La lavadora, un trasto viejo pero que seguía funcionando como el primer día que zumbaba como un motor de avión, estaba en un rincón, rodeada de botellas de detergente y suavizante con olor a lavanda que tanto le gustaba a su madre. Metió las sábanas, echando un chorro generoso de jabón líquido, y puso el programa largo, como si quisiera borrar más que las manchas. El zumbido de la máquina llenó el silencio, y ella se quedó un momento mirando el tambor girar, con el agua enjabonada salpicando el cristal. Pensó en las gafas Gucci que se iba a comprar, en el bolso Michael Kors, en los billetes que Ricardo le había dado a cambio de su cuerpo. Joder, ¿en qué momento se había convertido en esto?

Fue al baño. Abrió el grifo de la ducha, dejando que el agua caliente llenara el espacio de vapor, con el olor a gel de coco flotando en el aire. Se metió bajo el chorro, cerrando los ojos, dejando que el agua le cayera por el pelo, por la cara, por las tetas, donde el chupetón seguía palpitando. Se lavó con cuidado, frotando la piel como si pudiera borrar algo más que el sudor y el semen. El jabón le escocía un poco en las zonas sensibles, un recordatorio de la intensidad de Ricardo, de cómo la había follado en su propia cama, de cómo se había corrido en su cara. Se quedó bajo el agua más tiempo del necesario, con la mente dando vueltas, hasta que el espejo del baño se empañó por completo.

De vuelta en su cuarto, con una camiseta vieja que usaba por casa y unas bragas sencillas del día a día, se tumbó en la cama, ahora con sábanas limpias que había puesto y que olían a suavizante. La lámpara estaba apagada, y la luz de las farolas se colaba por la ventana, proyectando sombras en el techo. Itziar se tocó el chupetón, con los dedos rozando la piel sensible, y suspiró. ¿Qué coño estaba haciendo? Al principio, todo había sido un juego, una forma de conseguir lo que quería: el bolso, el viaje a Ibiza, las gafas. Ricardo era un cerdo, pero también era fácil, predecible, y ella sabía cómo manejarlo. Cada encuentro le daba un subidón, un poder que la hacía sentir invencible, como si pudiera tenerlo todo con solo follar. Pero ahora, con el chupetón marcándola, con los billetes en la mesilla, algo se sentía mal. No era Álvaro, aunque sabía que lo estaba traicionando y no se lo merecía. No era Maite, que por supuesto nunca la entendería. Era ella misma, la sensación de que cada vez se hundía más en un juego que no controlaba del todo. Pensó en Álvaro, en su sonrisa fácil, en cómo la miraba como si fuera lo único que importaba. Era bueno, demasiado bueno, y una parte de ella sabía que no lo merecía. Pero las gafas, el postureo, la envidia de sus amigas… joder, eso valía más, ¿no? O al menos, eso se había dicho hasta ahora. Cerró los ojos, con el frío de la noche colándose por la ventana, la cerró y se durmió, con el nudo en el estómago todavía ahí, sin respuesta.




A unos kilómetros, en su casa, Ricardo estaba en el salón, con el televisor encendido en un partido de fútbol que no miraba. Laura estaba en la cocina, dando el pecho a Pablo, que gorgoteaba con esa mezcla de hambre y sueño. El aire olía a puré de verduras, a colonia de bebé, y al ambientador que Laura ponía por Navidad. Ricardo se levantó, apagando el televisor, y fue a la cocina, donde Laura, con el pelo recogido y una camiseta vieja, mecía al bebé con una calma que siempre lo desarmaba. Se acercó, besándola en la frente, un gesto suave que ella recibió con una sonrisa cansada.

—Estás agotado, ¿eh? —dijo Laura, mirando a Pablo, que empezaba a cerrar los ojos.

—Un poco —respondió Ricardo, con la voz baja, aunque el cansancio no tenía nada que ver con el trabajo. La imagen de Itziar, a cuatro patas en su cama, con el coño empapado y la cara cubierta de semen, le golpeó como un puñetazo. Sacudió la cabeza, como si pudiera borrarla, y ayudó a Laura a llevar al bebé a la cuna, con el cuarto oliendo a talco y pañales limpios.

En su cama, con Laura dormida a su lado, Ricardo no podía cerrar los ojos. El colchón crujía bajo su peso, y el silencio de la casa, roto solo por la respiración suave de su mujer, lo hacía sentir como un intruso. Se sentía extraño, como si el hombre que se había follado a su sobrina política en su propia cama no fuera él, sino una versión torcida que no reconocía. Itziar era un incendio, una zorra pija que aunque antes le parecía una niñata insoportable, ahora lo volvía loco, pero también era la sobrina de Laura, y cada encuentro era una traición que pesaba más. Se acordó de Julia, la esposa de su amigo que era una escort en secreto y que con ella le puso los cuernos a Laura. Se consideraba a sí mismo un cabrón, pero era su naturaleza desde niño y era muy difícil cambiarse a si mismo. Siempre que alguna se ponía a tiro no se lo pensaba. Pensó en Laura, en cómo confiaba en él, en cómo lo miraba cuando Pablo nació, con una felicidad que no había visto en nadie más. Joder, ¿qué estaba haciendo? El morbo, el poder, la sensación de tener a Itziar de rodillas, todo eso era adictivo, pero ahora, en la oscuridad, sentía un vacío que no podía nombrar. No era solo culpa, era la certeza de que esto no podía seguir, no sin destruirlo todo. Además que no era el banco de España y el fondo de emergencia que tenía para caprichos o imprevistos, se lo había pulido con Itziar.




Días después, a principios de enero, Itziar estaba en el piso de Álvaro, un apartamento pequeño en el centro que tenían sus padres con idea de alquilarlo, con paredes blancas algo descascaradas y un sofá marrón muy usado que crujía bajo el peso de ambos. Habían quedado para ver una película, una excusa para pasar la tarde juntos antes de la cena de Reyes. El aire olía al ambientador de vainilla que Álvaro había puesto, intentando darle un toque acogedor al caos de su vida de estudiante. Itziar llevaba un jersey rosa de punto fino que dejaba un hombro al aire, y unos leggings negros que marcaban cada curva de sus piernas. Álvaro, con una camiseta de manga larga gris y unos vaqueros desgastados, estaba tumbado en el sofá, con ella acurrucada contra su pecho, el calor de sus cuerpos mezclándose mientras la tele emitía una comedia navideña con risas enlatadas que ninguno prestaba atención.

La tarde había empezado tranquila, con risas y alguna caricia furtiva, pero el ambiente cambió cuando Álvaro, que se estaba poniendo cariñoso y le apetecía follar, deslizó una mano bajo el jersey de Itziar. Sin previo aviso, con una mezcla de deseo y juego, le subió la prenda por encima del pecho, bajando la copa izquierda del sujetador negro con un movimiento torpe pero decidido, dejando una de sus tetas al aire. El pezón rosado, endurecido por el aire fresco del salón, quedó expuesto, y Álvaro se inclinó para besarlo, su boca cálida y húmeda iba cerrándose alrededor mientras ella gemía suave, arqueando la espalda. El sexo empezó como un impulso natural, con él quitándole el jersey por completo, tirándolo al suelo con un sonido sordo, y ella ayudándolo a sacarse la camiseta, dejando ver su torso firme, cubierto de un vello oscuro que ella acarició con las uñas.

—Joder, Itzi, estás increíble —murmuró Álvaro, con la voz ronca, besándole el cuello mientras sus manos bajaban los leggings, deslizándolos por sus muslos junto con el tanga, dejándola desnuda de cintura para abajo. Itziar respondió, quitándole los vaqueros y los bóxers con prisas, su piel rozaba la de él, caliente y sudorosa. Se tumbaron en el sofá, con el cuero viejo crujiendo bajo ellos, y él se posicionó entre sus piernas, con su polla ya dura rozándole el muslo. Se puso un condón y se la metió despacio, con un gemido bajo, llenándola mientras ella clavaba las uñas en su espalda, gimiendo más fuerte, el placer iba mezclándose con una tensión que no podía explicar.

El ritmo se aceleró, con Álvaro moviéndose dentro de ella, sus caderas chocando contra las de Itziar, el sonido húmedo de sus cuerpos llenando el salón. Él bajó la boca a sus tetas otra vez, chupando con hambre, lamiendo el pezón izquierdo, pero al sacar la teta derecha del sujetador fue entonces cuando lo vio: un moratón amarillento, más oscuro en los bordes, evidente junto al pezón derecho. No era un golpe cualquiera; era un chupetón, palidecido pero inconfundible, una marca que no había hecho él. Se detuvo en seco, con la polla todavía dentro de ella, y apartó la boca, sentándose recto, con la respiración agitada y la mandíbula tensa.

—¿Qué coño es esto, Itziar? —dijo, con la voz baja, pero cargada de algo que ella no había oído antes: rabia, dolor, desconfianza. Sus ojos, normalmente cálidos, estaban oscurecidos, fijos en esa marca que lo traicionaba todo.

Itziar se tensó, el placer desvaneciéndose como si alguien hubiera apagado una luz. Se subió el sujetador con manos temblorosas, cubriendo la teta, y se incorporó, cruzando los brazos sobre el pecho como un escudo. —Joder, Álvaro, no es nada —dijo, con la voz forzada, intentando sonar convincente—. Me hice un moratón, no sé, en el gym o algo, tropecé con una máquina. —La excusa sonaba débil, hueca, y ella lo sabía. Ni siquiera ella se lo creía, y el calor que subía por su cuello delataba su mentira.

Álvaro la miró, con decepción y dolor, el sudor brillándole en el torso. Soltó una risa seca, sin humor, un sonido que cortó el aire como un cuchillo. —¿Un moratón? ¿En la teta? Venga, Itziar, no me tomes por gilipollas —dijo, alzando la voz, las mejillas enrojecidas por la mezcla de deseo frustrado y furia—. Eso es un chupetón, y no te lo he hecho yo. ¿Quién ha sido? ¿Con quién estás follando a mis espaldas?

Ella sintió el calor subirle por el cuello hasta las mejillas, una mezcla de vergüenza y desafío. Se puso de pie, desnuda de cintura para abajo, solo con el sujetador, y lo enfrentó, el corazón latiéndole en la garganta. —Nadie, joder, te estás flipando —soltó, con la voz temblando pero intentando mantener la fachada—. Es solo una marca, no sé cómo me la hice. ¿Por qué no me crees? ¿Siempre tienes que sacar conclusiones de mierda?

Álvaro se levantó también, con las manos en las caderas, la polla todavía medio dura colgando entre sus piernas, un recordatorio de lo que habían estado haciendo hasta hace un minuto. —Porque no soy idiota, Itziar —replicó, alzando más la voz, el tono cortante como vidrio roto—. Llevas semanas rara, dando largas, con excusas de mierda para no verme o para irte pronto. Y ahora esto. ¿Crees que no me doy cuenta? Estás poniéndome los cuernos, joder, y no lo voy a soportar. Dime quién es, o te juro que me vuelvo loco.

Itziar lo miró, con los ojos verdes brillando, pero no de desafío esta vez, sino de algo que se parecía al pánico. La imagen de Ricardo apareció en su mente como un relámpago: follando con él mientras la llamaba princesita, los billetes en su mano a cambio de sexo. Se odiaba por eso, por haber cruzado esa línea una y otra vez, por sentirse atrapada entre el morbo y la culpa. —No es verdad, Álvaro, te lo juro —dijo, con la voz quebrándose, dando un paso hacia él, intentando tocarle el brazo—. Es solo una marca tonta, no sé cómo pasó. No estoy con nadie, te lo prometo.

Él se apartó de un tirón, como si su mano quemara, con los ojos llenos de dolor. —No me toques —dijo, con la voz rota, dando un paso atrás—. ¿Crees que soy ciego? Ese chupetón no aparece por arte de magia. Llevas días evitándome, y ahora esto. ¿Quién es? ¿Algún cabrón del gym? ¿Algún amigo de Lucía? Dímelo, joder, porque no voy a quedarme aquí como un cornudo mientras tú te ríes de mí.

Itziar sintió un nudo en el estómago, la frustración burbujeando dentro de ella. No era solo el miedo a perderlo; era el asco hacia sí misma, el peso de saber que había traicionado a Álvaro por dinero, por un bolso, por un viaje a Ibiza. —No me estoy riendo de ti, Álvaro, joder —dijo, alzando la voz, con las lágrimas picándole los ojos pero negándose a caer—. No hay nadie, ¿vale? Solo estoy… estoy hecha un lío, no sé cómo explicarlo. Pero no te estoy engañando, te lo juro por mi vida.

Álvaro soltó una carcajada amarga, pasándose las manos por el pelo, despeinándolo más. —¿Hecha un lío? ¿Eso es todo lo que tienes? Joder, Itziar, me estás destrozando. Te he dado todo, mi tiempo, mi confianza, y tú vas por ahí dejando que otro te marque como si fuera un trofeo. ¿Sabes lo que se siente al ver eso? ¿Sabes lo que duele? —Su voz se quebró, y por un momento pareció vulnerable, pero la rabia volvió rápido—. Esto se acabó, Itziar. No quiero estar con alguien que me miente, que me traiciona, alguien en quien no puedo confiar. Coge tus cosas y lárgate de mi casa.

Ella se quedó helada, con el nudo en el estómago apretándose hasta hacerla sentir náuseas. Quiso decir algo, una excusa mejor, una mentira que lo calmara, pero no había nada. Las palabras se le atragantaron, y la imagen de Ricardo volvió, burlona, recordándole cada decisión que la había llevado a este punto. Se odiaba por ser débil, por ser una estúpida caprichosa, por ser una pija creída, por caer en su propio juego, por dejar que un chupetón la delatara. Álvaro la miraba con una mezcla de dolor y desprecio, y eso le dolió más de lo que esperaba, un corte profundo que no podía ignorar.

—Álvaro, por favor… —empezó, con la voz temblando, dando un paso hacia él, pero él levantó una mano, cortándola.

—No, Itziar. Se acabó —dijo, con la voz firme, aunque los ojos le brillaban de lágrimas contenidas—. No quiero oír más mentiras. Vete.

Con las manos temblando, recogió sus leggings del suelo, poniéndoselos con movimientos torpes, y buscó su bolso, que yacía junto al sofá, sintiéndolo como un peso muerto, un símbolo de todo lo que había hecho mal. Se puso el jersey, cubriendo la marca que la había traicionado, y salió del piso sin mirar atrás, el portazo resonando en el descansillo como un eco de su fracaso. En el coche, con las manos temblando en el volante, no lloró, pero el vacío en el pecho era nuevo, un agujero que la hacía cuestionarse quién era realmente, y no le gustaba la respuesta.




Itziar se sentó en el borde de la cama, con el móvil en la mano y el corazón latiéndole con un ritmo irregular. La idea de quedar con Ricardo para de alguna manera poner punto final a esta locura, de cerrar ese capítulo que había oscurecido su vida, le revolvía el estómago, pero también le traía un alivio amargo. Mientras miraba la pantalla, donde el mensaje a Ricardo aún parpadeaba sin enviar, su mente se llenó de sombras. ¿Y si sus padres se enteraran alguna vez? La imagen de Maite, con su pose de reina intocable, descubriendo que su hija, la princesita que siempre había presumido, se vendía por dinero, por bolsos, por viajes, la hacía estremecerse. Su madre la miraría con desprecio, la voz cortante diciéndole “¿Esto es lo que has aprendido, así te hemos educado?”, mientras Juan, su padre, guardaría un silencio pesado, decepcionado, que dolería más que cualquier grito. Perderían la fe en ella, y el peso de esa vergüenza la aplastaría, convirtiendo su casa en un campo de minas donde cada palabra sería una acusación. Sería la destrucción de su familia. Ricardo se divorciaría, por supuesto, su tía Laura, que tanto la quería quedaría destrozada y ella como la culpable de todo, como un ser despreciable a ojos de su familia.

Además su madre estaba cada vez más mosqueada por esas compras de Itziar, cada vez hacía más preguntas y cada vez sentía más desconfianza, cómo si empezara a sospechar que se traía algún chanchullo entre manos para conseguir pasta. Sus excusas de trabajillos en las redes cada vez sonaban más a excusa barata que ya no convencían niña ella misma. Lo mejor sería cortar por lo sano antes de que todo saltara por los aires, por el bien de todos.

Y luego estaban sus amigas, Lucía, Sara, todas las demás, todas esas chicas que la envidiaban por su vida perfecta, por el postureo en el Insta. Si se enteraran de que se follaba a su tío por dinero, el chisme correría como pólvora, y las risas, los susurros, las miradas de asco la seguirían como una sombra. Lucía, con su lengua afilada, la destrozaría en un grupo de WhatsApp, y Sara, siempre tan moralista, la juzgaría desde su pedestal. Adiós a las salidas, a las fotos en la playa, a ser la reina del grupo. Su reputación, ese escudo que tanto le había costado construir, se vendría abajo, y quedaría expuesta como una zorra, una traidora, alguien que no valía nada más allá de lo que podía comprar con su cuerpo. El morbo que sentía con Ricardo, esa mezcla de poder y deseo, se desvanecería, dejando solo el vacío de saber que había cruzado una línea de la que no podía volver. Y lo peor, se odiaría a sí misma más de lo que ya lo hacía, atrapada en un secreto que la definía y la destruía a partes iguales.

Ricardo siempre le había parecido un cerdo, un gilipollas redomado, con esa sonrisa torcida y esos comentarios subidos de tono que no le hacían ni puta gracia. Lo veía como un cerdo, un tío de 43 años con canas en la barba que la miraba como si fuera un trozo de carne. Cada vez que la llamaba “princesita” o “putita”, sentía un nudo de asco en el estómago, una mezcla de rabia y superioridad que la hacía querer mandarlo a la mierda. Pero luego algo cambió. Con el tiempo, Ricardo la había llevado a terrenos que nunca imaginó explorar, y joder, la había hecho disfrutar. Recordaba el sofá, el lubricante frío deslizándose por su piel, el placer sucio del sexo anal. La forma en que su polla la llenaba, el placer crudo que la hacía gemir a pesar de sí misma, el morbo de sentirlo perder el control mientras ella seguía teniendo unos orgasmos brutales. Esos momentos en el descampado, con la tierra dura bajo las rodillas y el sabor salado en la boca, le habían dado un subidón que Álvaro nunca le había ofrecido, una adrenalina que la hacía sentir viva, sucia y poderosa a la vez. Ricardo, con su voz grave y sus manos expertas, había despertado algo en ella, una parte oscura que disfrutaba del juego, del peligro, del dinero que llegaba con cada transacción. Y aunque seguía siendo un cerdo, un cabrón que la usaba, también había sabido tratarla de una manera que la había transformado, dejándola atrapada entre el desprecio inicial y el cariño que ahora no podía negar.




Dos días después, Itziar estaba en un bar pequeño cerca de la plaza, con mesas de madera y un olor a café y licor que flotaba en el aire. Había quedado con Ricardo, un mensaje rápido que él había respondido con un “Vale, a las 5”. No había coqueteo esta vez, solo una necesidad de hablar, de poner las cosas en orden. Itziar llegó con un abrigo negro, unos vaqueros y un jersey gris, sin las gafas Gucci, que había dejado en casa, como si no quisiera que la miraran. Ricardo estaba en una mesa al fondo, con una cerveza y una cazadora de cuero, con la barba más descuidada de lo normal y los ojos cansados.

—Joder, sobri, tienes cara de funeral —dijo, con una media sonrisa, pero sin el tono burlón de siempre.

—Cállate, payaso —replicó ella, sentándose frente a él, pidiendo un café solo al camarero, un chaval que apenas los miró—. Álvaro me ha dejado. Encontró el chupetón y… bueno, se acabó.

Ricardo alzó una ceja, dando un trago a la cerveza. —¿El chupetón? Joder, te dije que lo taparas —dijo, pero no había risa en su voz, solo una especie de resignación—. ¿Qué le dijiste? ¿Cómo te lo pilló?

—Pues íbamos a echar un polvo y lo vio, joder, si ya casi no se nota. Le dije que era un moratón, que me había dado un golpe pero no se lo tragó —respondió Itziar, mirando la mesa, con los dedos tamborileando en la madera—. Me acusó de ponerle los cuernos, y no pude convencerlo. Y, joder, tiene razón, ¿no? Llevo meses follándome a mi tío político a cambio de pasta.

Ricardo se quedó callado, con la botella en la mano, mirando el líquido ámbar como si tuviera respuestas. —Sí, tiene razón. Pobre chaval. —dijo, al fin, con la voz baja—. Y yo soy un cabrón por meterme en esto y aprovecharme de ti. Laura no sabe ni sospecha nada, pero cada vez que la miro, siento que la estoy jodiendo. Y a ti también, aunque no lo parezca.

Itziar lo miró, sorprendida por la honestidad. —No me jodas, Ricardo, ¿ahora te pones profundo? —dijo, con una risa seca, pero sus ojos estaban serios—. Mira, yo no me arrepiento, ¿vale? Pero tampoco estoy orgullosa. Conseguí el bolso, el viaje, las gafas. Pero… joder, no sé, esto se me está yendo de las manos. Álvaro era bueno, y lo he perdido por unas putas gafas. Y tú… tú tienes a Laura y al crío. Esto no puede seguir.

Él asintió, con la mandíbula tensa, dando otro trago a la cerveza. —Tienes razón. Es un puto juego, pero ya no es divertido —dijo, mirándola a los ojos, con una intensidad que no era morbo, sino algo más crudo, más real—. Me he follado a mi sobrina política, joder, en tu cama, en mi sofá, en un descampado. Y cada vez que lo pienso, me siento como una mierda. Pero, nena, no te puedes imaginar lo que he disfrutado contigo, eres un incendio, Itziar. Siempre lo has sido.

Ella sonrió, débil, pero con un toque de su desafío de siempre. —Y tú un cerdo, pero uno que sabe jugar —dijo, dando un sorbo al café, que estaba amargo, como su humor—. Pero se acabó, Ricardo. No más tratos, no más billetes, no más… nada. Antes de que esto se nos vaya de las manos y nos joda a todos.

Ricardo suspiró, recostándose en la silla, con las manos en los bolsillos. —Vale, Itziar. Punto final —dijo, con una media sonrisa que era más triste que burlona—. Pero, hay que reconocer que ha sido una buena partida, ¿no?

Itziar se rió, por primera vez en días, y asintió. —La mejor, capullo. Invítame al café, anda— dijo dispuesta a marcharse ya—.

—Itziar espera. Mira cariño… —dijo cogiéndole la mano y acariciando sus dedos con el pulgar en un gesto tierno— ya se que esto se acaba, pero… me gustaría volver a acostarme contigo. —ella fue a hablar pero él la cortó — No, espera escúchame. Solo una vez más princesa, sin dinero de por medio ni historias, solo un polvo de despedida. Nada de un polvo salvaje, sino más bien, hacerte el amor con dulzura, con cariño.

—No Ricardo. Ya no hay mas. No lo hagas más difícil de lo que ya es, por favor tío, entiéndelo. —le dijo mirándolo con ternura—.

—Ya, tienes razón. Pero… es que…

La conversación había sido cruda, honesta, con el peso de sus decisiones cayendo como una losa. Habían acordado dejar el juego, poner punto final a los tratos, los billetes y los encuentros que los habían llevado demasiado lejos. Itziar, con serenidad, se levantó, cogiendo su bolso y el abrigo lista para irse, con una sonrisa que era más alivio que desafío.

—Cuida de Laura y del crío —dijo, mirándolo con los ojos verdes brillantes, pero sin el filo de antes—. Y no te acerques a las tetas de mi madre, que te conozco.

Ricardo se rió, levantando la cerveza en un brindis silencioso. —Tranquila, princesita, que no soy tan suicida —respondió, con una media sonrisa que era más triste que burlona.

Itziar se detuvo, con una chispa de picardía cruzándole la cara, y sacó el móvil del bolso. —Oye, capullo, hablando de regalos… Como tú me hiciste el del vibrador, yo tengo uno para ti —dijo, con una risa baja, mientras tecleaba rápido en WhatsApp. Pulsó enviar y lo miró, con una ceja alzada, esperando su reacción.

Ricardo frunció el ceño, cogiendo su móvil cuando vibró. Abrió el chat y se quedó quieto, con los ojos fijos en la pantalla. Eran dos fotos. La primera mostraba a una mujer con la cara tapada pero quedaba muy claro que era su madre Maite, con las tetas al aire, grandes, con los pezones más oscuros que los de Itziar, en lo que parecía un baño con azulejos blancos de su casa. La segunda era más explícita: Maite igualmente con la cara tapada tumbada en un sofá, con las piernas abiertas, el coño peludo pero cuidado expuesto, los labios rosados brillando bajo una luz tenue. Ricardo parpadeó, con la boca seca, y levantó la vista hacia Itziar, que lo miraba con una sonrisa traviesa.

—¿Qué coño es esto Itziar? —preguntó, con la voz baja, aunque no pudo evitar una risa incrédula.

Itziar se rió, encogiéndose de hombros, con el pelo castaño cayéndole sobre un hombro. —Las encontré por casualidad en el ordenador de mi madre, buscando unos documentos para la uni —dijo, con un tono que era puro divertimento—. Las debió de hacer mi padre, me imagino. Joder, casi me da algo cuando las vi. Y me acordé de ti, espero que te gusten. Hazte una buena paja con ellas golfo.

Ricardo soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza, todavía mirando las fotos con una mezcla de incredulidad y morbo. —Joder, niña, eres un puto peligro —dijo, guardándose el móvil en el bolsillo, aunque no borró las fotos—. Las habrá hecho tu padre supongo. No me imagino yo a tu madre en plan zorra con otro tio, pero, joder, menuda sorpresa. Eres una cabrona.

Ella sonrió, con un brillo en los ojos que era el último eco de su juego. —disfrútalas, capullo —dijo, acercándose y dándole un beso suave en la mejilla, un gesto inesperado que los dejó a ambos en silencio por un segundo. Su perfume de jazmín flotó un instante, y luego se apartó, con el abrigo en la mano—. Cuídate, tío.

Él se rió, tocándose la mejilla donde había sentido sus labios, y levantó la cerveza en un último brindis. —Y tú también, princesa. Nos vemos.

Itziar le respondió con un gesto de la mano, con una sonrisa, y salió del bar, con el frío de la Navidad golpeándole la cara. Mientras caminaba hacia su coche, con las luces navideñas brillando en las calles, sintió el nudo en el estómago aflojarse un poco. Las fotos eran su última jugada, un guiño al juego que acababan de cerrar. Por primera vez en meses, respiró hondo, sabiendo que el punto final era real, y que, tal vez eso era lo mejor para todos.



Fin.



Hasta aquí la historia de Itziar y Ricardo. Espero que os haya gustado y hayáis disfrutado de verla perder la virginidad de su culo, de verla comerse la polla como una campeona y de un polvo intenso en su propia cama.
A lo largo del verano habrá un spinoff, lo tengo ya medio creado el guion a falta de ir rematándolo poco a poco. Será breve de tres capítulos, pero creo que estará bien y complementará la historia. 🙂

Un saludo 🫡
Pero no eran 350€???? 😅😅😅🤣🤣🤔. Voy a leerlo entero... Un saludo.
 
Buen final.
Aunque me ha sorprendido para bien, la madurez de Itziar, y para mal, la última petición de Ricardo.
Si Itziar hubiera accedido a acostarse nuevamente con Ricardo, y sin ningún incentivo material. La trama nos llevaba sin remedio, a una relación de amantes.
Felicidades al autor, muy buena historia
 
Buen final.
Aunque me ha sorprendido para bien, la madurez de Itziar, y para mal, la última petición de Ricardo.
Si Itziar hubiera accedido a acostarse nuevamente con Ricardo, y sin ningún incentivo material. La trama nos llevaba sin remedio, a una relación de amantes.
Felicidades al autor, muy buena historia
Ricardo se ha ido enchochando poco a poco, piensa más con la polla que con la cabeza. Para ella en cambio, solo ha sido un morboso juego para conseguir lo que quiere. Aunque el desprecio inicial hacia Ricardo ha cambiado a una relación más de colegueo. En el solo ve sexo sin pillamientos ni movidas.
 
Hola, buenas noches.

Gracias. Ha sido un estupendo relato, bien escrito y con escenas de mucho morbo.

Un placer seguirlo.

Saludos

Hotam
 
Capítulo 10



El cuarto de Itziar todavía olía a sexo, a sudor, a la colonia de Ricardo y al jazmín de su perfume, aunque la ventana abierta para ventilar la habitación dejaba entrar el frío de diciembre, cargado de olor a invierno y chimeneas lejanas. Las sábanas blancas estaban arrugadas, con manchas húmedas, de semen, de flujos y sudor que gritaban lo que había pasado hacía apenas una hora. El chupetón en su teta derecha ardía, rojo y brillante bajo la luz de la lámpara, y los trescientos euros estaban en la mesilla, arrugados, como un trofeo que ya no brillaba tanto. Itziar, desnuda, con el pelo revuelto y acalorada, se levantó de la cama, con el cuerpo sensible y un nudo en el estómago que no podía ignorar. Se lo había pasado de puta madre, su tío la había dejado exhausta, pero ahora pasado el calentón y la euforia del momento, su cabeza no dejaba de dar vueltas a todo,o que estaba haciendo. No era culpa, no exactamente, pero algo se había movido dentro de ella, algo que la hacía mirar el espejo de cuerpo entero y no reconocerse del todo.

Cogió las sábanas, arrancándolas con un movimiento brusco para llevarlas a lavar. El suelo de madera crujió bajo sus pies descalzos mientras iba a la pequeña terraza de la cocina donde estaba la lavadora, con el frío del pasillo mordiéndole la piel. La lavadora, un trasto viejo pero que seguía funcionando como el primer día que zumbaba como un motor de avión, estaba en un rincón, rodeada de botellas de detergente y suavizante con olor a lavanda que tanto le gustaba a su madre. Metió las sábanas, echando un chorro generoso de jabón líquido, y puso el programa largo, como si quisiera borrar más que las manchas. El zumbido de la máquina llenó el silencio, y ella se quedó un momento mirando el tambor girar, con el agua enjabonada salpicando el cristal. Pensó en las gafas Gucci que se iba a comprar, en el bolso Michael Kors, en los billetes que Ricardo le había dado a cambio de su cuerpo. Joder, ¿en qué momento se había convertido en esto?

Fue al baño. Abrió el grifo de la ducha, dejando que el agua caliente llenara el espacio de vapor, con el olor a gel de coco flotando en el aire. Se metió bajo el chorro, cerrando los ojos, dejando que el agua le cayera por el pelo, por la cara, por las tetas, donde el chupetón seguía palpitando. Se lavó con cuidado, frotando la piel como si pudiera borrar algo más que el sudor y el semen. El jabón le escocía un poco en las zonas sensibles, un recordatorio de la intensidad de Ricardo, de cómo la había follado en su propia cama, de cómo se había corrido en su cara. Se quedó bajo el agua más tiempo del necesario, con la mente dando vueltas, hasta que el espejo del baño se empañó por completo.

De vuelta en su cuarto, con una camiseta vieja que usaba por casa y unas bragas sencillas del día a día, se tumbó en la cama, ahora con sábanas limpias que había puesto y que olían a suavizante. La lámpara estaba apagada, y la luz de las farolas se colaba por la ventana, proyectando sombras en el techo. Itziar se tocó el chupetón, con los dedos rozando la piel sensible, y suspiró. ¿Qué coño estaba haciendo? Al principio, todo había sido un juego, una forma de conseguir lo que quería: el bolso, el viaje a Ibiza, las gafas. Ricardo era un cerdo, pero también era fácil, predecible, y ella sabía cómo manejarlo. Cada encuentro le daba un subidón, un poder que la hacía sentir invencible, como si pudiera tenerlo todo con solo follar. Pero ahora, con el chupetón marcándola, con los billetes en la mesilla, algo se sentía mal. No era Álvaro, aunque sabía que lo estaba traicionando y no se lo merecía. No era Maite, que por supuesto nunca la entendería. Era ella misma, la sensación de que cada vez se hundía más en un juego que no controlaba del todo. Pensó en Álvaro, en su sonrisa fácil, en cómo la miraba como si fuera lo único que importaba. Era bueno, demasiado bueno, y una parte de ella sabía que no lo merecía. Pero las gafas, el postureo, la envidia de sus amigas… joder, eso valía más, ¿no? O al menos, eso se había dicho hasta ahora. Cerró los ojos, con el frío de la noche colándose por la ventana, la cerró y se durmió, con el nudo en el estómago todavía ahí, sin respuesta.




A unos kilómetros, en su casa, Ricardo estaba en el salón, con el televisor encendido en un partido de fútbol que no miraba. Laura estaba en la cocina, dando el pecho a Pablo, que gorgoteaba con esa mezcla de hambre y sueño. El aire olía a puré de verduras, a colonia de bebé, y al ambientador que Laura ponía por Navidad. Ricardo se levantó, apagando el televisor, y fue a la cocina, donde Laura, con el pelo recogido y una camiseta vieja, mecía al bebé con una calma que siempre lo desarmaba. Se acercó, besándola en la frente, un gesto suave que ella recibió con una sonrisa cansada.

—Estás agotado, ¿eh? —dijo Laura, mirando a Pablo, que empezaba a cerrar los ojos.

—Un poco —respondió Ricardo, con la voz baja, aunque el cansancio no tenía nada que ver con el trabajo. La imagen de Itziar, a cuatro patas en su cama, con el coño empapado y la cara cubierta de semen, le golpeó como un puñetazo. Sacudió la cabeza, como si pudiera borrarla, y ayudó a Laura a llevar al bebé a la cuna, con el cuarto oliendo a talco y pañales limpios.

En su cama, con Laura dormida a su lado, Ricardo no podía cerrar los ojos. El colchón crujía bajo su peso, y el silencio de la casa, roto solo por la respiración suave de su mujer, lo hacía sentir como un intruso. Se sentía extraño, como si el hombre que se había follado a su sobrina política en su propia cama no fuera él, sino una versión torcida que no reconocía. Itziar era un incendio, una zorra pija que aunque antes le parecía una niñata insoportable, ahora lo volvía loco, pero también era la sobrina de Laura, y cada encuentro era una traición que pesaba más. Se acordó de Julia, la esposa de su amigo que era una escort en secreto y que con ella le puso los cuernos a Laura. Se consideraba a sí mismo un cabrón, pero era su naturaleza desde niño y era muy difícil cambiarse a si mismo. Siempre que alguna se ponía a tiro no se lo pensaba. Pensó en Laura, en cómo confiaba en él, en cómo lo miraba cuando Pablo nació, con una felicidad que no había visto en nadie más. Joder, ¿qué estaba haciendo? El morbo, el poder, la sensación de tener a Itziar de rodillas, todo eso era adictivo, pero ahora, en la oscuridad, sentía un vacío que no podía nombrar. No era solo culpa, era la certeza de que esto no podía seguir, no sin destruirlo todo. Además que no era el banco de España y el fondo de emergencia que tenía para caprichos o imprevistos, se lo había pulido con Itziar.




Días después, a principios de enero, Itziar estaba en el piso de Álvaro, un apartamento pequeño en el centro que tenían sus padres con idea de alquilarlo, con paredes blancas algo descascaradas y un sofá marrón muy usado que crujía bajo el peso de ambos. Habían quedado para ver una película, una excusa para pasar la tarde juntos antes de la cena de Reyes. El aire olía al ambientador de vainilla que Álvaro había puesto, intentando darle un toque acogedor al caos de su vida de estudiante. Itziar llevaba un jersey rosa de punto fino que dejaba un hombro al aire, y unos leggings negros que marcaban cada curva de sus piernas. Álvaro, con una camiseta de manga larga gris y unos vaqueros desgastados, estaba tumbado en el sofá, con ella acurrucada contra su pecho, el calor de sus cuerpos mezclándose mientras la tele emitía una comedia navideña con risas enlatadas que ninguno prestaba atención.

La tarde había empezado tranquila, con risas y alguna caricia furtiva, pero el ambiente cambió cuando Álvaro, que se estaba poniendo cariñoso y le apetecía follar, deslizó una mano bajo el jersey de Itziar. Sin previo aviso, con una mezcla de deseo y juego, le subió la prenda por encima del pecho, bajando la copa izquierda del sujetador negro con un movimiento torpe pero decidido, dejando una de sus tetas al aire. El pezón rosado, endurecido por el aire fresco del salón, quedó expuesto, y Álvaro se inclinó para besarlo, su boca cálida y húmeda iba cerrándose alrededor mientras ella gemía suave, arqueando la espalda. El sexo empezó como un impulso natural, con él quitándole el jersey por completo, tirándolo al suelo con un sonido sordo, y ella ayudándolo a sacarse la camiseta, dejando ver su torso firme, cubierto de un vello oscuro que ella acarició con las uñas.

—Joder, Itzi, estás increíble —murmuró Álvaro, con la voz ronca, besándole el cuello mientras sus manos bajaban los leggings, deslizándolos por sus muslos junto con el tanga, dejándola desnuda de cintura para abajo. Itziar respondió, quitándole los vaqueros y los bóxers con prisas, su piel rozaba la de él, caliente y sudorosa. Se tumbaron en el sofá, con el cuero viejo crujiendo bajo ellos, y él se posicionó entre sus piernas, con su polla ya dura rozándole el muslo. Se puso un condón y se la metió despacio, con un gemido bajo, llenándola mientras ella clavaba las uñas en su espalda, gimiendo más fuerte, el placer iba mezclándose con una tensión que no podía explicar.

El ritmo se aceleró, con Álvaro moviéndose dentro de ella, sus caderas chocando contra las de Itziar, el sonido húmedo de sus cuerpos llenando el salón. Él bajó la boca a sus tetas otra vez, chupando con hambre, lamiendo el pezón izquierdo, pero al sacar la teta derecha del sujetador fue entonces cuando lo vio: un moratón amarillento, más oscuro en los bordes, evidente junto al pezón derecho. No era un golpe cualquiera; era un chupetón, palidecido pero inconfundible, una marca que no había hecho él. Se detuvo en seco, con la polla todavía dentro de ella, y apartó la boca, sentándose recto, con la respiración agitada y la mandíbula tensa.

—¿Qué coño es esto, Itziar? —dijo, con la voz baja, pero cargada de algo que ella no había oído antes: rabia, dolor, desconfianza. Sus ojos, normalmente cálidos, estaban oscurecidos, fijos en esa marca que lo traicionaba todo.

Itziar se tensó, el placer desvaneciéndose como si alguien hubiera apagado una luz. Se subió el sujetador con manos temblorosas, cubriendo la teta, y se incorporó, cruzando los brazos sobre el pecho como un escudo. —Joder, Álvaro, no es nada —dijo, con la voz forzada, intentando sonar convincente—. Me hice un moratón, no sé, en el gym o algo, tropecé con una máquina. —La excusa sonaba débil, hueca, y ella lo sabía. Ni siquiera ella se lo creía, y el calor que subía por su cuello delataba su mentira.

Álvaro la miró, con decepción y dolor, el sudor brillándole en el torso. Soltó una risa seca, sin humor, un sonido que cortó el aire como un cuchillo. —¿Un moratón? ¿En la teta? Venga, Itziar, no me tomes por gilipollas —dijo, alzando la voz, las mejillas enrojecidas por la mezcla de deseo frustrado y furia—. Eso es un chupetón, y no te lo he hecho yo. ¿Quién ha sido? ¿Con quién estás follando a mis espaldas?

Ella sintió el calor subirle por el cuello hasta las mejillas, una mezcla de vergüenza y desafío. Se puso de pie, desnuda de cintura para abajo, solo con el sujetador, y lo enfrentó, el corazón latiéndole en la garganta. —Nadie, joder, te estás flipando —soltó, con la voz temblando pero intentando mantener la fachada—. Es solo una marca, no sé cómo me la hice. ¿Por qué no me crees? ¿Siempre tienes que sacar conclusiones de mierda?

Álvaro se levantó también, con las manos en las caderas, la polla todavía medio dura colgando entre sus piernas, un recordatorio de lo que habían estado haciendo hasta hace un minuto. —Porque no soy idiota, Itziar —replicó, alzando más la voz, el tono cortante como vidrio roto—. Llevas semanas rara, dando largas, con excusas de mierda para no verme o para irte pronto. Y ahora esto. ¿Crees que no me doy cuenta? Estás poniéndome los cuernos, joder, y no lo voy a soportar. Dime quién es, o te juro que me vuelvo loco.

Itziar lo miró, con los ojos verdes brillando, pero no de desafío esta vez, sino de algo que se parecía al pánico. La imagen de Ricardo apareció en su mente como un relámpago: follando con él mientras la llamaba princesita, los billetes en su mano a cambio de sexo. Se odiaba por eso, por haber cruzado esa línea una y otra vez, por sentirse atrapada entre el morbo y la culpa. —No es verdad, Álvaro, te lo juro —dijo, con la voz quebrándose, dando un paso hacia él, intentando tocarle el brazo—. Es solo una marca tonta, no sé cómo pasó. No estoy con nadie, te lo prometo.

Él se apartó de un tirón, como si su mano quemara, con los ojos llenos de dolor. —No me toques —dijo, con la voz rota, dando un paso atrás—. ¿Crees que soy ciego? Ese chupetón no aparece por arte de magia. Llevas días evitándome, y ahora esto. ¿Quién es? ¿Algún cabrón del gym? ¿Algún amigo de Lucía? Dímelo, joder, porque no voy a quedarme aquí como un cornudo mientras tú te ríes de mí.

Itziar sintió un nudo en el estómago, la frustración burbujeando dentro de ella. No era solo el miedo a perderlo; era el asco hacia sí misma, el peso de saber que había traicionado a Álvaro por dinero, por un bolso, por un viaje a Ibiza. —No me estoy riendo de ti, Álvaro, joder —dijo, alzando la voz, con las lágrimas picándole los ojos pero negándose a caer—. No hay nadie, ¿vale? Solo estoy… estoy hecha un lío, no sé cómo explicarlo. Pero no te estoy engañando, te lo juro por mi vida.

Álvaro soltó una carcajada amarga, pasándose las manos por el pelo, despeinándolo más. —¿Hecha un lío? ¿Eso es todo lo que tienes? Joder, Itziar, me estás destrozando. Te he dado todo, mi tiempo, mi confianza, y tú vas por ahí dejando que otro te marque como si fuera un trofeo. ¿Sabes lo que se siente al ver eso? ¿Sabes lo que duele? —Su voz se quebró, y por un momento pareció vulnerable, pero la rabia volvió rápido—. Esto se acabó, Itziar. No quiero estar con alguien que me miente, que me traiciona, alguien en quien no puedo confiar. Coge tus cosas y lárgate de mi casa.

Ella se quedó helada, con el nudo en el estómago apretándose hasta hacerla sentir náuseas. Quiso decir algo, una excusa mejor, una mentira que lo calmara, pero no había nada. Las palabras se le atragantaron, y la imagen de Ricardo volvió, burlona, recordándole cada decisión que la había llevado a este punto. Se odiaba por ser débil, por ser una estúpida caprichosa, por ser una pija creída, por caer en su propio juego, por dejar que un chupetón la delatara. Álvaro la miraba con una mezcla de dolor y desprecio, y eso le dolió más de lo que esperaba, un corte profundo que no podía ignorar.

—Álvaro, por favor… —empezó, con la voz temblando, dando un paso hacia él, pero él levantó una mano, cortándola.

—No, Itziar. Se acabó —dijo, con la voz firme, aunque los ojos le brillaban de lágrimas contenidas—. No quiero oír más mentiras. Vete.

Con las manos temblando, recogió sus leggings del suelo, poniéndoselos con movimientos torpes, y buscó su bolso, que yacía junto al sofá, sintiéndolo como un peso muerto, un símbolo de todo lo que había hecho mal. Se puso el jersey, cubriendo la marca que la había traicionado, y salió del piso sin mirar atrás, el portazo resonando en el descansillo como un eco de su fracaso. En el coche, con las manos temblando en el volante, no lloró, pero el vacío en el pecho era nuevo, un agujero que la hacía cuestionarse quién era realmente, y no le gustaba la respuesta.




Itziar se sentó en el borde de la cama, con el móvil en la mano y el corazón latiéndole con un ritmo irregular. La idea de quedar con Ricardo para de alguna manera poner punto final a esta locura, de cerrar ese capítulo que había oscurecido su vida, le revolvía el estómago, pero también le traía un alivio amargo. Mientras miraba la pantalla, donde el mensaje a Ricardo aún parpadeaba sin enviar, su mente se llenó de sombras. ¿Y si sus padres se enteraran alguna vez? La imagen de Maite, con su pose de reina intocable, descubriendo que su hija, la princesita que siempre había presumido, se vendía por dinero, por bolsos, por viajes, la hacía estremecerse. Su madre la miraría con desprecio, la voz cortante diciéndole “¿Esto es lo que has aprendido, así te hemos educado?”, mientras Juan, su padre, guardaría un silencio pesado, decepcionado, que dolería más que cualquier grito. Perderían la fe en ella, y el peso de esa vergüenza la aplastaría, convirtiendo su casa en un campo de minas donde cada palabra sería una acusación. Sería la destrucción de su familia. Ricardo se divorciaría, por supuesto, su tía Laura, que tanto la quería quedaría destrozada y ella como la culpable de todo, como un ser despreciable a ojos de su familia.

Además su madre estaba cada vez más mosqueada por esas compras de Itziar, cada vez hacía más preguntas y cada vez sentía más desconfianza, cómo si empezara a sospechar que se traía algún chanchullo entre manos para conseguir pasta. Sus excusas de trabajillos en las redes cada vez sonaban más a excusa barata que ya no convencían niña ella misma. Lo mejor sería cortar por lo sano antes de que todo saltara por los aires, por el bien de todos.

Y luego estaban sus amigas, Lucía, Sara, todas las demás, todas esas chicas que la envidiaban por su vida perfecta, por el postureo en el Insta. Si se enteraran de que se follaba a su tío por dinero, el chisme correría como pólvora, y las risas, los susurros, las miradas de asco la seguirían como una sombra. Lucía, con su lengua afilada, la destrozaría en un grupo de WhatsApp, y Sara, siempre tan moralista, la juzgaría desde su pedestal. Adiós a las salidas, a las fotos en la playa, a ser la reina del grupo. Su reputación, ese escudo que tanto le había costado construir, se vendría abajo, y quedaría expuesta como una zorra, una traidora, alguien que no valía nada más allá de lo que podía comprar con su cuerpo. El morbo que sentía con Ricardo, esa mezcla de poder y deseo, se desvanecería, dejando solo el vacío de saber que había cruzado una línea de la que no podía volver. Y lo peor, se odiaría a sí misma más de lo que ya lo hacía, atrapada en un secreto que la definía y la destruía a partes iguales.

Ricardo siempre le había parecido un cerdo, un gilipollas redomado, con esa sonrisa torcida y esos comentarios subidos de tono que no le hacían ni puta gracia. Lo veía como un cerdo, un tío de 43 años con canas en la barba que la miraba como si fuera un trozo de carne. Cada vez que la llamaba “princesita” o “putita”, sentía un nudo de asco en el estómago, una mezcla de rabia y superioridad que la hacía querer mandarlo a la mierda. Pero luego algo cambió. Con el tiempo, Ricardo la había llevado a terrenos que nunca imaginó explorar, y joder, la había hecho disfrutar. Recordaba el sofá, el lubricante frío deslizándose por su piel, el placer sucio del sexo anal. La forma en que su polla la llenaba, el placer crudo que la hacía gemir a pesar de sí misma, el morbo de sentirlo perder el control mientras ella seguía teniendo unos orgasmos brutales. Esos momentos en el descampado, con la tierra dura bajo las rodillas y el sabor salado en la boca, le habían dado un subidón que Álvaro nunca le había ofrecido, una adrenalina que la hacía sentir viva, sucia y poderosa a la vez. Ricardo, con su voz grave y sus manos expertas, había despertado algo en ella, una parte oscura que disfrutaba del juego, del peligro, del dinero que llegaba con cada transacción. Y aunque seguía siendo un cerdo, un cabrón que la usaba, también había sabido tratarla de una manera que la había transformado, dejándola atrapada entre el desprecio inicial y el cariño que ahora no podía negar.




Dos días después, Itziar estaba en un bar pequeño cerca de la plaza, con mesas de madera y un olor a café y licor que flotaba en el aire. Había quedado con Ricardo, un mensaje rápido que él había respondido con un “Vale, a las 5”. No había coqueteo esta vez, solo una necesidad de hablar, de poner las cosas en orden. Itziar llegó con un abrigo negro, unos vaqueros y un jersey gris, sin las gafas Gucci, que había dejado en casa, como si no quisiera que la miraran. Ricardo estaba en una mesa al fondo, con una cerveza y una cazadora de cuero, con la barba más descuidada de lo normal y los ojos cansados.

—Joder, sobri, tienes cara de funeral —dijo, con una media sonrisa, pero sin el tono burlón de siempre.

—Cállate, payaso —replicó ella, sentándose frente a él, pidiendo un café solo al camarero, un chaval que apenas los miró—. Álvaro me ha dejado. Encontró el chupetón y… bueno, se acabó.

Ricardo alzó una ceja, dando un trago a la cerveza. —¿El chupetón? Joder, te dije que lo taparas —dijo, pero no había risa en su voz, solo una especie de resignación—. ¿Qué le dijiste? ¿Cómo te lo pilló?

—Pues íbamos a echar un polvo y lo vio, joder, si ya casi no se nota. Le dije que era un moratón, que me había dado un golpe pero no se lo tragó —respondió Itziar, mirando la mesa, con los dedos tamborileando en la madera—. Me acusó de ponerle los cuernos, y no pude convencerlo. Y, joder, tiene razón, ¿no? Llevo meses follándome a mi tío político a cambio de pasta.

Ricardo se quedó callado, con la botella en la mano, mirando el líquido ámbar como si tuviera respuestas. —Sí, tiene razón. Pobre chaval. —dijo, al fin, con la voz baja—. Y yo soy un cabrón por meterme en esto y aprovecharme de ti. Laura no sabe ni sospecha nada, pero cada vez que la miro, siento que la estoy jodiendo. Y a ti también, aunque no lo parezca.

Itziar lo miró, sorprendida por la honestidad. —No me jodas, Ricardo, ¿ahora te pones profundo? —dijo, con una risa seca, pero sus ojos estaban serios—. Mira, yo no me arrepiento, ¿vale? Pero tampoco estoy orgullosa. Conseguí el bolso, el viaje, las gafas. Pero… joder, no sé, esto se me está yendo de las manos. Álvaro era bueno, y lo he perdido por unas putas gafas. Y tú… tú tienes a Laura y al crío. Esto no puede seguir.

Él asintió, con la mandíbula tensa, dando otro trago a la cerveza. —Tienes razón. Es un puto juego, pero ya no es divertido —dijo, mirándola a los ojos, con una intensidad que no era morbo, sino algo más crudo, más real—. Me he follado a mi sobrina política, joder, en tu cama, en mi sofá, en un descampado. Y cada vez que lo pienso, me siento como una mierda. Pero, nena, no te puedes imaginar lo que he disfrutado contigo, eres un incendio, Itziar. Siempre lo has sido.

Ella sonrió, débil, pero con un toque de su desafío de siempre. —Y tú un cerdo, pero uno que sabe jugar —dijo, dando un sorbo al café, que estaba amargo, como su humor—. Pero se acabó, Ricardo. No más tratos, no más billetes, no más… nada. Antes de que esto se nos vaya de las manos y nos joda a todos.

Ricardo suspiró, recostándose en la silla, con las manos en los bolsillos. —Vale, Itziar. Punto final —dijo, con una media sonrisa que era más triste que burlona—. Pero, hay que reconocer que ha sido una buena partida, ¿no?

Itziar se rió, por primera vez en días, y asintió. —La mejor, capullo. Invítame al café, anda— dijo dispuesta a marcharse ya—.

—Itziar espera. Mira cariño… —dijo cogiéndole la mano y acariciando sus dedos con el pulgar en un gesto tierno— ya se que esto se acaba, pero… me gustaría volver a acostarme contigo. —ella fue a hablar pero él la cortó — No, espera escúchame. Solo una vez más princesa, sin dinero de por medio ni historias, solo un polvo de despedida. Nada de un polvo salvaje, sino más bien, hacerte el amor con dulzura, con cariño.

—No Ricardo. Ya no hay mas. No lo hagas más difícil de lo que ya es, por favor tío, entiéndelo. —le dijo mirándolo con ternura—.

—Ya, tienes razón. Pero… es que…

La conversación había sido cruda, honesta, con el peso de sus decisiones cayendo como una losa. Habían acordado dejar el juego, poner punto final a los tratos, los billetes y los encuentros que los habían llevado demasiado lejos. Itziar, con serenidad, se levantó, cogiendo su bolso y el abrigo lista para irse, con una sonrisa que era más alivio que desafío.

—Cuida de Laura y del crío —dijo, mirándolo con los ojos verdes brillantes, pero sin el filo de antes—. Y no te acerques a las tetas de mi madre, que te conozco.

Ricardo se rió, levantando la cerveza en un brindis silencioso. —Tranquila, princesita, que no soy tan suicida —respondió, con una media sonrisa que era más triste que burlona.

Itziar se detuvo, con una chispa de picardía cruzándole la cara, y sacó el móvil del bolso. —Oye, capullo, hablando de regalos… Como tú me hiciste el del vibrador, yo tengo uno para ti —dijo, con una risa baja, mientras tecleaba rápido en WhatsApp. Pulsó enviar y lo miró, con una ceja alzada, esperando su reacción.

Ricardo frunció el ceño, cogiendo su móvil cuando vibró. Abrió el chat y se quedó quieto, con los ojos fijos en la pantalla. Eran dos fotos. La primera mostraba a una mujer con la cara tapada pero quedaba muy claro que era su madre Maite, con las tetas al aire, grandes, con los pezones más oscuros que los de Itziar, en lo que parecía un baño con azulejos blancos de su casa. La segunda era más explícita: Maite igualmente con la cara tapada tumbada en un sofá, con las piernas abiertas, el coño peludo pero cuidado expuesto, los labios rosados brillando bajo una luz tenue. Ricardo parpadeó, con la boca seca, y levantó la vista hacia Itziar, que lo miraba con una sonrisa traviesa.

—¿Qué coño es esto Itziar? —preguntó, con la voz baja, aunque no pudo evitar una risa incrédula.

Itziar se rió, encogiéndose de hombros, con el pelo castaño cayéndole sobre un hombro. —Las encontré por casualidad en el ordenador de mi madre, buscando unos documentos para la uni —dijo, con un tono que era puro divertimento—. Las debió de hacer mi padre, me imagino. Joder, casi me da algo cuando las vi. Y me acordé de ti, espero que te gusten. Hazte una buena paja con ellas golfo.

Ricardo soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza, todavía mirando las fotos con una mezcla de incredulidad y morbo. —Joder, niña, eres un puto peligro —dijo, guardándose el móvil en el bolsillo, aunque no borró las fotos—. Las habrá hecho tu padre supongo. No me imagino yo a tu madre en plan zorra con otro tio, pero, joder, menuda sorpresa. Eres una cabrona.

Ella sonrió, con un brillo en los ojos que era el último eco de su juego. —disfrútalas, capullo —dijo, acercándose y dándole un beso suave en la mejilla, un gesto inesperado que los dejó a ambos en silencio por un segundo. Su perfume de jazmín flotó un instante, y luego se apartó, con el abrigo en la mano—. Cuídate, tío.

Él se rió, tocándose la mejilla donde había sentido sus labios, y levantó la cerveza en un último brindis. —Y tú también, princesa. Nos vemos.

Itziar le respondió con un gesto de la mano, con una sonrisa, y salió del bar, con el frío de la Navidad golpeándole la cara. Mientras caminaba hacia su coche, con las luces navideñas brillando en las calles, sintió el nudo en el estómago aflojarse un poco. Las fotos eran su última jugada, un guiño al juego que acababan de cerrar. Por primera vez en meses, respiró hondo, sabiendo que el punto final era real, y que, tal vez eso era lo mejor para todos.



Fin.



Hasta aquí la historia de Itziar y Ricardo. Espero que os haya gustado y hayáis disfrutado de verla perder la virginidad de su culo, de verla comerse la polla como una campeona y de un polvo intenso en su propia cama.
A lo largo del verano habrá un spinoff, lo tengo ya medio creado el guion a falta de ir rematándolo poco a poco. Será breve de tres capítulos, pero creo que estará bien y complementará la historia. 🙂

Un saludo 🫡
Historia de 10 y muy bien narrada. Con muchos detalles y una profundidad en las personalidades de los personajes muy interesante. Esperando con ganas el spin-off. Espero que incluya a la madre de Itziar, jajajaja. De nuevo, muchas gracias por la historia 🫡
 
Capítulo 10



El cuarto de Itziar todavía olía a sexo, a sudor, a la colonia de Ricardo y al jazmín de su perfume, aunque la ventana abierta para ventilar la habitación dejaba entrar el frío de diciembre, cargado de olor a invierno y chimeneas lejanas. Las sábanas blancas estaban arrugadas, con manchas húmedas, de semen, de flujos y sudor que gritaban lo que había pasado hacía apenas una hora. El chupetón en su teta derecha ardía, rojo y brillante bajo la luz de la lámpara, y los trescientos euros estaban en la mesilla, arrugados, como un trofeo que ya no brillaba tanto. Itziar, desnuda, con el pelo revuelto y acalorada, se levantó de la cama, con el cuerpo sensible y un nudo en el estómago que no podía ignorar. Se lo había pasado de puta madre, su tío la había dejado exhausta, pero ahora pasado el calentón y la euforia del momento, su cabeza no dejaba de dar vueltas a todo,o que estaba haciendo. No era culpa, no exactamente, pero algo se había movido dentro de ella, algo que la hacía mirar el espejo de cuerpo entero y no reconocerse del todo.

Cogió las sábanas, arrancándolas con un movimiento brusco para llevarlas a lavar. El suelo de madera crujió bajo sus pies descalzos mientras iba a la pequeña terraza de la cocina donde estaba la lavadora, con el frío del pasillo mordiéndole la piel. La lavadora, un trasto viejo pero que seguía funcionando como el primer día que zumbaba como un motor de avión, estaba en un rincón, rodeada de botellas de detergente y suavizante con olor a lavanda que tanto le gustaba a su madre. Metió las sábanas, echando un chorro generoso de jabón líquido, y puso el programa largo, como si quisiera borrar más que las manchas. El zumbido de la máquina llenó el silencio, y ella se quedó un momento mirando el tambor girar, con el agua enjabonada salpicando el cristal. Pensó en las gafas Gucci que se iba a comprar, en el bolso Michael Kors, en los billetes que Ricardo le había dado a cambio de su cuerpo. Joder, ¿en qué momento se había convertido en esto?

Fue al baño. Abrió el grifo de la ducha, dejando que el agua caliente llenara el espacio de vapor, con el olor a gel de coco flotando en el aire. Se metió bajo el chorro, cerrando los ojos, dejando que el agua le cayera por el pelo, por la cara, por las tetas, donde el chupetón seguía palpitando. Se lavó con cuidado, frotando la piel como si pudiera borrar algo más que el sudor y el semen. El jabón le escocía un poco en las zonas sensibles, un recordatorio de la intensidad de Ricardo, de cómo la había follado en su propia cama, de cómo se había corrido en su cara. Se quedó bajo el agua más tiempo del necesario, con la mente dando vueltas, hasta que el espejo del baño se empañó por completo.

De vuelta en su cuarto, con una camiseta vieja que usaba por casa y unas bragas sencillas del día a día, se tumbó en la cama, ahora con sábanas limpias que había puesto y que olían a suavizante. La lámpara estaba apagada, y la luz de las farolas se colaba por la ventana, proyectando sombras en el techo. Itziar se tocó el chupetón, con los dedos rozando la piel sensible, y suspiró. ¿Qué coño estaba haciendo? Al principio, todo había sido un juego, una forma de conseguir lo que quería: el bolso, el viaje a Ibiza, las gafas. Ricardo era un cerdo, pero también era fácil, predecible, y ella sabía cómo manejarlo. Cada encuentro le daba un subidón, un poder que la hacía sentir invencible, como si pudiera tenerlo todo con solo follar. Pero ahora, con el chupetón marcándola, con los billetes en la mesilla, algo se sentía mal. No era Álvaro, aunque sabía que lo estaba traicionando y no se lo merecía. No era Maite, que por supuesto nunca la entendería. Era ella misma, la sensación de que cada vez se hundía más en un juego que no controlaba del todo. Pensó en Álvaro, en su sonrisa fácil, en cómo la miraba como si fuera lo único que importaba. Era bueno, demasiado bueno, y una parte de ella sabía que no lo merecía. Pero las gafas, el postureo, la envidia de sus amigas… joder, eso valía más, ¿no? O al menos, eso se había dicho hasta ahora. Cerró los ojos, con el frío de la noche colándose por la ventana, la cerró y se durmió, con el nudo en el estómago todavía ahí, sin respuesta.




A unos kilómetros, en su casa, Ricardo estaba en el salón, con el televisor encendido en un partido de fútbol que no miraba. Laura estaba en la cocina, dando el pecho a Pablo, que gorgoteaba con esa mezcla de hambre y sueño. El aire olía a puré de verduras, a colonia de bebé, y al ambientador que Laura ponía por Navidad. Ricardo se levantó, apagando el televisor, y fue a la cocina, donde Laura, con el pelo recogido y una camiseta vieja, mecía al bebé con una calma que siempre lo desarmaba. Se acercó, besándola en la frente, un gesto suave que ella recibió con una sonrisa cansada.

—Estás agotado, ¿eh? —dijo Laura, mirando a Pablo, que empezaba a cerrar los ojos.

—Un poco —respondió Ricardo, con la voz baja, aunque el cansancio no tenía nada que ver con el trabajo. La imagen de Itziar, a cuatro patas en su cama, con el coño empapado y la cara cubierta de semen, le golpeó como un puñetazo. Sacudió la cabeza, como si pudiera borrarla, y ayudó a Laura a llevar al bebé a la cuna, con el cuarto oliendo a talco y pañales limpios.

En su cama, con Laura dormida a su lado, Ricardo no podía cerrar los ojos. El colchón crujía bajo su peso, y el silencio de la casa, roto solo por la respiración suave de su mujer, lo hacía sentir como un intruso. Se sentía extraño, como si el hombre que se había follado a su sobrina política en su propia cama no fuera él, sino una versión torcida que no reconocía. Itziar era un incendio, una zorra pija que aunque antes le parecía una niñata insoportable, ahora lo volvía loco, pero también era la sobrina de Laura, y cada encuentro era una traición que pesaba más. Se acordó de Julia, la esposa de su amigo que era una escort en secreto y que con ella le puso los cuernos a Laura. Se consideraba a sí mismo un cabrón, pero era su naturaleza desde niño y era muy difícil cambiarse a si mismo. Siempre que alguna se ponía a tiro no se lo pensaba. Pensó en Laura, en cómo confiaba en él, en cómo lo miraba cuando Pablo nació, con una felicidad que no había visto en nadie más. Joder, ¿qué estaba haciendo? El morbo, el poder, la sensación de tener a Itziar de rodillas, todo eso era adictivo, pero ahora, en la oscuridad, sentía un vacío que no podía nombrar. No era solo culpa, era la certeza de que esto no podía seguir, no sin destruirlo todo. Además que no era el banco de España y el fondo de emergencia que tenía para caprichos o imprevistos, se lo había pulido con Itziar.




Días después, a principios de enero, Itziar estaba en el piso de Álvaro, un apartamento pequeño en el centro que tenían sus padres con idea de alquilarlo, con paredes blancas algo descascaradas y un sofá marrón muy usado que crujía bajo el peso de ambos. Habían quedado para ver una película, una excusa para pasar la tarde juntos antes de la cena de Reyes. El aire olía al ambientador de vainilla que Álvaro había puesto, intentando darle un toque acogedor al caos de su vida de estudiante. Itziar llevaba un jersey rosa de punto fino que dejaba un hombro al aire, y unos leggings negros que marcaban cada curva de sus piernas. Álvaro, con una camiseta de manga larga gris y unos vaqueros desgastados, estaba tumbado en el sofá, con ella acurrucada contra su pecho, el calor de sus cuerpos mezclándose mientras la tele emitía una comedia navideña con risas enlatadas que ninguno prestaba atención.

La tarde había empezado tranquila, con risas y alguna caricia furtiva, pero el ambiente cambió cuando Álvaro, que se estaba poniendo cariñoso y le apetecía follar, deslizó una mano bajo el jersey de Itziar. Sin previo aviso, con una mezcla de deseo y juego, le subió la prenda por encima del pecho, bajando la copa izquierda del sujetador negro con un movimiento torpe pero decidido, dejando una de sus tetas al aire. El pezón rosado, endurecido por el aire fresco del salón, quedó expuesto, y Álvaro se inclinó para besarlo, su boca cálida y húmeda iba cerrándose alrededor mientras ella gemía suave, arqueando la espalda. El sexo empezó como un impulso natural, con él quitándole el jersey por completo, tirándolo al suelo con un sonido sordo, y ella ayudándolo a sacarse la camiseta, dejando ver su torso firme, cubierto de un vello oscuro que ella acarició con las uñas.

—Joder, Itzi, estás increíble —murmuró Álvaro, con la voz ronca, besándole el cuello mientras sus manos bajaban los leggings, deslizándolos por sus muslos junto con el tanga, dejándola desnuda de cintura para abajo. Itziar respondió, quitándole los vaqueros y los bóxers con prisas, su piel rozaba la de él, caliente y sudorosa. Se tumbaron en el sofá, con el cuero viejo crujiendo bajo ellos, y él se posicionó entre sus piernas, con su polla ya dura rozándole el muslo. Se puso un condón y se la metió despacio, con un gemido bajo, llenándola mientras ella clavaba las uñas en su espalda, gimiendo más fuerte, el placer iba mezclándose con una tensión que no podía explicar.

El ritmo se aceleró, con Álvaro moviéndose dentro de ella, sus caderas chocando contra las de Itziar, el sonido húmedo de sus cuerpos llenando el salón. Él bajó la boca a sus tetas otra vez, chupando con hambre, lamiendo el pezón izquierdo, pero al sacar la teta derecha del sujetador fue entonces cuando lo vio: un moratón amarillento, más oscuro en los bordes, evidente junto al pezón derecho. No era un golpe cualquiera; era un chupetón, palidecido pero inconfundible, una marca que no había hecho él. Se detuvo en seco, con la polla todavía dentro de ella, y apartó la boca, sentándose recto, con la respiración agitada y la mandíbula tensa.

—¿Qué coño es esto, Itziar? —dijo, con la voz baja, pero cargada de algo que ella no había oído antes: rabia, dolor, desconfianza. Sus ojos, normalmente cálidos, estaban oscurecidos, fijos en esa marca que lo traicionaba todo.

Itziar se tensó, el placer desvaneciéndose como si alguien hubiera apagado una luz. Se subió el sujetador con manos temblorosas, cubriendo la teta, y se incorporó, cruzando los brazos sobre el pecho como un escudo. —Joder, Álvaro, no es nada —dijo, con la voz forzada, intentando sonar convincente—. Me hice un moratón, no sé, en el gym o algo, tropecé con una máquina. —La excusa sonaba débil, hueca, y ella lo sabía. Ni siquiera ella se lo creía, y el calor que subía por su cuello delataba su mentira.

Álvaro la miró, con decepción y dolor, el sudor brillándole en el torso. Soltó una risa seca, sin humor, un sonido que cortó el aire como un cuchillo. —¿Un moratón? ¿En la teta? Venga, Itziar, no me tomes por gilipollas —dijo, alzando la voz, las mejillas enrojecidas por la mezcla de deseo frustrado y furia—. Eso es un chupetón, y no te lo he hecho yo. ¿Quién ha sido? ¿Con quién estás follando a mis espaldas?

Ella sintió el calor subirle por el cuello hasta las mejillas, una mezcla de vergüenza y desafío. Se puso de pie, desnuda de cintura para abajo, solo con el sujetador, y lo enfrentó, el corazón latiéndole en la garganta. —Nadie, joder, te estás flipando —soltó, con la voz temblando pero intentando mantener la fachada—. Es solo una marca, no sé cómo me la hice. ¿Por qué no me crees? ¿Siempre tienes que sacar conclusiones de mierda?

Álvaro se levantó también, con las manos en las caderas, la polla todavía medio dura colgando entre sus piernas, un recordatorio de lo que habían estado haciendo hasta hace un minuto. —Porque no soy idiota, Itziar —replicó, alzando más la voz, el tono cortante como vidrio roto—. Llevas semanas rara, dando largas, con excusas de mierda para no verme o para irte pronto. Y ahora esto. ¿Crees que no me doy cuenta? Estás poniéndome los cuernos, joder, y no lo voy a soportar. Dime quién es, o te juro que me vuelvo loco.

Itziar lo miró, con los ojos verdes brillando, pero no de desafío esta vez, sino de algo que se parecía al pánico. La imagen de Ricardo apareció en su mente como un relámpago: follando con él mientras la llamaba princesita, los billetes en su mano a cambio de sexo. Se odiaba por eso, por haber cruzado esa línea una y otra vez, por sentirse atrapada entre el morbo y la culpa. —No es verdad, Álvaro, te lo juro —dijo, con la voz quebrándose, dando un paso hacia él, intentando tocarle el brazo—. Es solo una marca tonta, no sé cómo pasó. No estoy con nadie, te lo prometo.

Él se apartó de un tirón, como si su mano quemara, con los ojos llenos de dolor. —No me toques —dijo, con la voz rota, dando un paso atrás—. ¿Crees que soy ciego? Ese chupetón no aparece por arte de magia. Llevas días evitándome, y ahora esto. ¿Quién es? ¿Algún cabrón del gym? ¿Algún amigo de Lucía? Dímelo, joder, porque no voy a quedarme aquí como un cornudo mientras tú te ríes de mí.

Itziar sintió un nudo en el estómago, la frustración burbujeando dentro de ella. No era solo el miedo a perderlo; era el asco hacia sí misma, el peso de saber que había traicionado a Álvaro por dinero, por un bolso, por un viaje a Ibiza. —No me estoy riendo de ti, Álvaro, joder —dijo, alzando la voz, con las lágrimas picándole los ojos pero negándose a caer—. No hay nadie, ¿vale? Solo estoy… estoy hecha un lío, no sé cómo explicarlo. Pero no te estoy engañando, te lo juro por mi vida.

Álvaro soltó una carcajada amarga, pasándose las manos por el pelo, despeinándolo más. —¿Hecha un lío? ¿Eso es todo lo que tienes? Joder, Itziar, me estás destrozando. Te he dado todo, mi tiempo, mi confianza, y tú vas por ahí dejando que otro te marque como si fuera un trofeo. ¿Sabes lo que se siente al ver eso? ¿Sabes lo que duele? —Su voz se quebró, y por un momento pareció vulnerable, pero la rabia volvió rápido—. Esto se acabó, Itziar. No quiero estar con alguien que me miente, que me traiciona, alguien en quien no puedo confiar. Coge tus cosas y lárgate de mi casa.

Ella se quedó helada, con el nudo en el estómago apretándose hasta hacerla sentir náuseas. Quiso decir algo, una excusa mejor, una mentira que lo calmara, pero no había nada. Las palabras se le atragantaron, y la imagen de Ricardo volvió, burlona, recordándole cada decisión que la había llevado a este punto. Se odiaba por ser débil, por ser una estúpida caprichosa, por ser una pija creída, por caer en su propio juego, por dejar que un chupetón la delatara. Álvaro la miraba con una mezcla de dolor y desprecio, y eso le dolió más de lo que esperaba, un corte profundo que no podía ignorar.

—Álvaro, por favor… —empezó, con la voz temblando, dando un paso hacia él, pero él levantó una mano, cortándola.

—No, Itziar. Se acabó —dijo, con la voz firme, aunque los ojos le brillaban de lágrimas contenidas—. No quiero oír más mentiras. Vete.

Con las manos temblando, recogió sus leggings del suelo, poniéndoselos con movimientos torpes, y buscó su bolso, que yacía junto al sofá, sintiéndolo como un peso muerto, un símbolo de todo lo que había hecho mal. Se puso el jersey, cubriendo la marca que la había traicionado, y salió del piso sin mirar atrás, el portazo resonando en el descansillo como un eco de su fracaso. En el coche, con las manos temblando en el volante, no lloró, pero el vacío en el pecho era nuevo, un agujero que la hacía cuestionarse quién era realmente, y no le gustaba la respuesta.




Itziar se sentó en el borde de la cama, con el móvil en la mano y el corazón latiéndole con un ritmo irregular. La idea de quedar con Ricardo para de alguna manera poner punto final a esta locura, de cerrar ese capítulo que había oscurecido su vida, le revolvía el estómago, pero también le traía un alivio amargo. Mientras miraba la pantalla, donde el mensaje a Ricardo aún parpadeaba sin enviar, su mente se llenó de sombras. ¿Y si sus padres se enteraran alguna vez? La imagen de Maite, con su pose de reina intocable, descubriendo que su hija, la princesita que siempre había presumido, se vendía por dinero, por bolsos, por viajes, la hacía estremecerse. Su madre la miraría con desprecio, la voz cortante diciéndole “¿Esto es lo que has aprendido, así te hemos educado?”, mientras Juan, su padre, guardaría un silencio pesado, decepcionado, que dolería más que cualquier grito. Perderían la fe en ella, y el peso de esa vergüenza la aplastaría, convirtiendo su casa en un campo de minas donde cada palabra sería una acusación. Sería la destrucción de su familia. Ricardo se divorciaría, por supuesto, su tía Laura, que tanto la quería quedaría destrozada y ella como la culpable de todo, como un ser despreciable a ojos de su familia.

Además su madre estaba cada vez más mosqueada por esas compras de Itziar, cada vez hacía más preguntas y cada vez sentía más desconfianza, cómo si empezara a sospechar que se traía algún chanchullo entre manos para conseguir pasta. Sus excusas de trabajillos en las redes cada vez sonaban más a excusa barata que ya no convencían niña ella misma. Lo mejor sería cortar por lo sano antes de que todo saltara por los aires, por el bien de todos.

Y luego estaban sus amigas, Lucía, Sara, todas las demás, todas esas chicas que la envidiaban por su vida perfecta, por el postureo en el Insta. Si se enteraran de que se follaba a su tío por dinero, el chisme correría como pólvora, y las risas, los susurros, las miradas de asco la seguirían como una sombra. Lucía, con su lengua afilada, la destrozaría en un grupo de WhatsApp, y Sara, siempre tan moralista, la juzgaría desde su pedestal. Adiós a las salidas, a las fotos en la playa, a ser la reina del grupo. Su reputación, ese escudo que tanto le había costado construir, se vendría abajo, y quedaría expuesta como una zorra, una traidora, alguien que no valía nada más allá de lo que podía comprar con su cuerpo. El morbo que sentía con Ricardo, esa mezcla de poder y deseo, se desvanecería, dejando solo el vacío de saber que había cruzado una línea de la que no podía volver. Y lo peor, se odiaría a sí misma más de lo que ya lo hacía, atrapada en un secreto que la definía y la destruía a partes iguales.

Ricardo siempre le había parecido un cerdo, un gilipollas redomado, con esa sonrisa torcida y esos comentarios subidos de tono que no le hacían ni puta gracia. Lo veía como un cerdo, un tío de 43 años con canas en la barba que la miraba como si fuera un trozo de carne. Cada vez que la llamaba “princesita” o “putita”, sentía un nudo de asco en el estómago, una mezcla de rabia y superioridad que la hacía querer mandarlo a la mierda. Pero luego algo cambió. Con el tiempo, Ricardo la había llevado a terrenos que nunca imaginó explorar, y joder, la había hecho disfrutar. Recordaba el sofá, el lubricante frío deslizándose por su piel, el placer sucio del sexo anal. La forma en que su polla la llenaba, el placer crudo que la hacía gemir a pesar de sí misma, el morbo de sentirlo perder el control mientras ella seguía teniendo unos orgasmos brutales. Esos momentos en el descampado, con la tierra dura bajo las rodillas y el sabor salado en la boca, le habían dado un subidón que Álvaro nunca le había ofrecido, una adrenalina que la hacía sentir viva, sucia y poderosa a la vez. Ricardo, con su voz grave y sus manos expertas, había despertado algo en ella, una parte oscura que disfrutaba del juego, del peligro, del dinero que llegaba con cada transacción. Y aunque seguía siendo un cerdo, un cabrón que la usaba, también había sabido tratarla de una manera que la había transformado, dejándola atrapada entre el desprecio inicial y el cariño que ahora no podía negar.




Dos días después, Itziar estaba en un bar pequeño cerca de la plaza, con mesas de madera y un olor a café y licor que flotaba en el aire. Había quedado con Ricardo, un mensaje rápido que él había respondido con un “Vale, a las 5”. No había coqueteo esta vez, solo una necesidad de hablar, de poner las cosas en orden. Itziar llegó con un abrigo negro, unos vaqueros y un jersey gris, sin las gafas Gucci, que había dejado en casa, como si no quisiera que la miraran. Ricardo estaba en una mesa al fondo, con una cerveza y una cazadora de cuero, con la barba más descuidada de lo normal y los ojos cansados.

—Joder, sobri, tienes cara de funeral —dijo, con una media sonrisa, pero sin el tono burlón de siempre.

—Cállate, payaso —replicó ella, sentándose frente a él, pidiendo un café solo al camarero, un chaval que apenas los miró—. Álvaro me ha dejado. Encontró el chupetón y… bueno, se acabó.

Ricardo alzó una ceja, dando un trago a la cerveza. —¿El chupetón? Joder, te dije que lo taparas —dijo, pero no había risa en su voz, solo una especie de resignación—. ¿Qué le dijiste? ¿Cómo te lo pilló?

—Pues íbamos a echar un polvo y lo vio, joder, si ya casi no se nota. Le dije que era un moratón, que me había dado un golpe pero no se lo tragó —respondió Itziar, mirando la mesa, con los dedos tamborileando en la madera—. Me acusó de ponerle los cuernos, y no pude convencerlo. Y, joder, tiene razón, ¿no? Llevo meses follándome a mi tío político a cambio de pasta.

Ricardo se quedó callado, con la botella en la mano, mirando el líquido ámbar como si tuviera respuestas. —Sí, tiene razón. Pobre chaval. —dijo, al fin, con la voz baja—. Y yo soy un cabrón por meterme en esto y aprovecharme de ti. Laura no sabe ni sospecha nada, pero cada vez que la miro, siento que la estoy jodiendo. Y a ti también, aunque no lo parezca.

Itziar lo miró, sorprendida por la honestidad. —No me jodas, Ricardo, ¿ahora te pones profundo? —dijo, con una risa seca, pero sus ojos estaban serios—. Mira, yo no me arrepiento, ¿vale? Pero tampoco estoy orgullosa. Conseguí el bolso, el viaje, las gafas. Pero… joder, no sé, esto se me está yendo de las manos. Álvaro era bueno, y lo he perdido por unas putas gafas. Y tú… tú tienes a Laura y al crío. Esto no puede seguir.

Él asintió, con la mandíbula tensa, dando otro trago a la cerveza. —Tienes razón. Es un puto juego, pero ya no es divertido —dijo, mirándola a los ojos, con una intensidad que no era morbo, sino algo más crudo, más real—. Me he follado a mi sobrina política, joder, en tu cama, en mi sofá, en un descampado. Y cada vez que lo pienso, me siento como una mierda. Pero, nena, no te puedes imaginar lo que he disfrutado contigo, eres un incendio, Itziar. Siempre lo has sido.

Ella sonrió, débil, pero con un toque de su desafío de siempre. —Y tú un cerdo, pero uno que sabe jugar —dijo, dando un sorbo al café, que estaba amargo, como su humor—. Pero se acabó, Ricardo. No más tratos, no más billetes, no más… nada. Antes de que esto se nos vaya de las manos y nos joda a todos.

Ricardo suspiró, recostándose en la silla, con las manos en los bolsillos. —Vale, Itziar. Punto final —dijo, con una media sonrisa que era más triste que burlona—. Pero, hay que reconocer que ha sido una buena partida, ¿no?

Itziar se rió, por primera vez en días, y asintió. —La mejor, capullo. Invítame al café, anda— dijo dispuesta a marcharse ya—.

—Itziar espera. Mira cariño… —dijo cogiéndole la mano y acariciando sus dedos con el pulgar en un gesto tierno— ya se que esto se acaba, pero… me gustaría volver a acostarme contigo. —ella fue a hablar pero él la cortó — No, espera escúchame. Solo una vez más princesa, sin dinero de por medio ni historias, solo un polvo de despedida. Nada de un polvo salvaje, sino más bien, hacerte el amor con dulzura, con cariño.

—No Ricardo. Ya no hay mas. No lo hagas más difícil de lo que ya es, por favor tío, entiéndelo. —le dijo mirándolo con ternura—.

—Ya, tienes razón. Pero… es que…

La conversación había sido cruda, honesta, con el peso de sus decisiones cayendo como una losa. Habían acordado dejar el juego, poner punto final a los tratos, los billetes y los encuentros que los habían llevado demasiado lejos. Itziar, con serenidad, se levantó, cogiendo su bolso y el abrigo lista para irse, con una sonrisa que era más alivio que desafío.

—Cuida de Laura y del crío —dijo, mirándolo con los ojos verdes brillantes, pero sin el filo de antes—. Y no te acerques a las tetas de mi madre, que te conozco.

Ricardo se rió, levantando la cerveza en un brindis silencioso. —Tranquila, princesita, que no soy tan suicida —respondió, con una media sonrisa que era más triste que burlona.

Itziar se detuvo, con una chispa de picardía cruzándole la cara, y sacó el móvil del bolso. —Oye, capullo, hablando de regalos… Como tú me hiciste el del vibrador, yo tengo uno para ti —dijo, con una risa baja, mientras tecleaba rápido en WhatsApp. Pulsó enviar y lo miró, con una ceja alzada, esperando su reacción.

Ricardo frunció el ceño, cogiendo su móvil cuando vibró. Abrió el chat y se quedó quieto, con los ojos fijos en la pantalla. Eran dos fotos. La primera mostraba a una mujer con la cara tapada pero quedaba muy claro que era su madre Maite, con las tetas al aire, grandes, con los pezones más oscuros que los de Itziar, en lo que parecía un baño con azulejos blancos de su casa. La segunda era más explícita: Maite igualmente con la cara tapada tumbada en un sofá, con las piernas abiertas, el coño peludo pero cuidado expuesto, los labios rosados brillando bajo una luz tenue. Ricardo parpadeó, con la boca seca, y levantó la vista hacia Itziar, que lo miraba con una sonrisa traviesa.

—¿Qué coño es esto Itziar? —preguntó, con la voz baja, aunque no pudo evitar una risa incrédula.

Itziar se rió, encogiéndose de hombros, con el pelo castaño cayéndole sobre un hombro. —Las encontré por casualidad en el ordenador de mi madre, buscando unos documentos para la uni —dijo, con un tono que era puro divertimento—. Las debió de hacer mi padre, me imagino. Joder, casi me da algo cuando las vi. Y me acordé de ti, espero que te gusten. Hazte una buena paja con ellas golfo.

Ricardo soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza, todavía mirando las fotos con una mezcla de incredulidad y morbo. —Joder, niña, eres un puto peligro —dijo, guardándose el móvil en el bolsillo, aunque no borró las fotos—. Las habrá hecho tu padre supongo. No me imagino yo a tu madre en plan zorra con otro tio, pero, joder, menuda sorpresa. Eres una cabrona.

Ella sonrió, con un brillo en los ojos que era el último eco de su juego. —disfrútalas, capullo —dijo, acercándose y dándole un beso suave en la mejilla, un gesto inesperado que los dejó a ambos en silencio por un segundo. Su perfume de jazmín flotó un instante, y luego se apartó, con el abrigo en la mano—. Cuídate, tío.

Él se rió, tocándose la mejilla donde había sentido sus labios, y levantó la cerveza en un último brindis. —Y tú también, princesa. Nos vemos.

Itziar le respondió con un gesto de la mano, con una sonrisa, y salió del bar, con el frío de la Navidad golpeándole la cara. Mientras caminaba hacia su coche, con las luces navideñas brillando en las calles, sintió el nudo en el estómago aflojarse un poco. Las fotos eran su última jugada, un guiño al juego que acababan de cerrar. Por primera vez en meses, respiró hondo, sabiendo que el punto final era real, y que, tal vez eso era lo mejor para todos.



Fin.



Hasta aquí la historia de Itziar y Ricardo. Espero que os haya gustado y hayáis disfrutado de verla perder la virginidad de su culo, de verla comerse la polla como una campeona y de un polvo intenso en su propia cama.
A lo largo del verano habrá un spinoff, lo tengo ya medio creado el guion a falta de ir rematándolo poco a poco. Será breve de tres capítulos, pero creo que estará bien y complementará la historia. 🙂

Un saludo 🫡
Me encantó !!!! Gracias por idear está fantastica historia , si tuvieras pdf me lo pudieras haces llegar??? Mil gracias , lo leí hoy de una sentada ajjajaj
 

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