El baño del parque

Alexkanemura

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27 Jun 2023
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Andalucia
Eran casi las ocho. El parque se iba vaciando y el aire olía a tierra seca. Me metí en el baño público del fondo, ese que casi nadie usa. El que está medio en ruinas, con los azulejos sucios, grafitis en las paredes y puertas que no cierran. Perfecto para lo que yo quería.

Nada más entrar, el olor a humedad y orina vieja me golpeó, pero me daba igual. Me ponía. Ese lugar tenía historia. Me fui directo al urinario, abrí la bragueta y saqué la polla. Empecé a mear despacio, con los ojos en el azulejo agrietado frente a mí. Enseguida oí la puerta chirriar. Entró alguien. No miré.

Lo sentí colocarse a mi lado. Silencio. Apenas unos pasos.

No se bajó la cremallera. No se sacó la polla. Solo me miraba. Lo supe sin girarme.

Y entonces, su voz, ronca, clara:

—Vaya polla tienes, tío... y esos huevos... joder, parecen que están cargados desde hace días.

Me giré un poco. Ahí estaba. Tendría unos cincuenta y pico. Moreno, piel curtida, cara de tío que no se anda con hostias. Alto, con un un poco de barriga pero brazos fuertes, pecho peludo, barba canosa recortada. Tenía una mirada que me dejó impactado. Me escaneaba el cuerpo como si ya supiera lo que iba a hacer conmigo.

—Ese culo lo tienes muy bien puesto… ¿te lo afeitas tu solo?

No dije nada. Me temblaban las piernas. Me sentía ya medio entregado. Me agarró por detrás, me apretó las nalgas por encima del pantalón y gruñó:

—Mmm… esto pide polla. Y la mía va a ser la que lo estrene esta tarde.

Me bajó los pantalones de golpe. Sin preguntar. Sin avisar. Quedé ahí, con el culo al aire, las piernas temblando y la polla colgando aún medio mojada. Me abrió las nalgas con ambas manos, escupiéndome el ojete sin pudor.

—Hostia… lo tienes cerradito, ¿eh? Qué gustazo… me encanta follarme culos así, que se resisten, que hay que romperlos.

Metió un dedo. Costó. Yo apreté. El cabrón sonrió.

—Relájate, zorra. Hoy vas a ver lo que es que te follen como un macho manda.

Me empotró contra la pared, de cara al urinario. Me tenía firme, con la polla ya dura restregándome la raja.

—¿Estás notando mi rabo? Pues prepárate. No es de esos de niñato que entran fácil. Esto te lo vas a tragar llorando.

Escupió más, metió dos dedos a la fuerza, me abrió como si nada. Me dolía, pero el morbo me tenía empapado. Me manoseaba los huevos mientras me hurgaba el ojete con los dedos, girándolos, metiéndolos hasta el fondo.

—Qué cerrado estás, joder. Esto me va a costar… pero cuando te entre, no voy a parar hasta dejarte reventado.

Se bajó el pantalón. La vi por el rabillo del ojo: gruesa, venuda, cabezona. Tenía esa polla de tío que sabe usarla. Me la apoyó en la entrada, empujó un poco… y no entró. Mi culo se cerraba como un candado.

—Ah, así que eres de los estrechos de verdad… qué gustazo, coño. Esto me pone aún más.

Agarró mi cadera con fuerza y empujó otra vez. La punta forzaba, rozaba, me quemaba. Yo me agarraba al urinario con fuerza, sudando, con el corazón a mil.

—Vas a abrirte para mí. Aunque tenga que desgarrarte este ojete de niñato. Lo vas a tragar.

Y empujó más fuerte. Sentí cómo se me clavaba la cabeza, cómo el músculo cedía, milímetro a milímetro. Gemí. Me mordí el labio. El cabrón lo disfrutaba.

—Eso es… así… ya estás tragándola. Poco a poco… sientes cómo te va rompiendo, ¿eh? Esto es follar.

Cuando por fin entró la mitad, me quedé sin aire. Me dolía. Me ardía. Pero estaba tan empalmado que no podía más.

—Mira cómo te la meto… cerradito como estás, tu ojete parece una boca tragando rabos. Y la mía no es pequeña, zorra.

Siguió empujando. Me la metió entera. Sentí cómo me llenaba. Me tenía completamente empalado, con el culo abierto, la polla colgando, y su rabo palpitando dentro de mí.

Y entonces empezó a moverse. Despacio al principio, sacando medio rabo y volviéndolo a meter. Luego más rápido. Más bruto. Me empotró con fuerza contra la pared, haciéndome tambalear.

—Así me gusta, putita… que no te quede más opción que comértela entera.

Me agarró del cuello, me lamió la oreja, me apretó los pezones, me azotó el culo.

—Estás babeando la polla del gusto… mira cómo se menean tus huevos. Qué puta más agradecida me he encontrado hoy.

Las embestidas eran cada vez más salvajes. Me follaba con todo. Como si no hubiera mañana. Me empujaba con fuerza, sin compasión. Mi ojete ardía, pero el placer me atravesaba entero.

—¿Sientes mi polla? Está a punto de reventar. Te voy a llenar, maricón. Te voy a dejar el culo echando leche.

Y con un último gemido me apretó fuerte contra él. Se corrió. Lo sentí. El calor. El peso de su corrida preñandome por dentro. Se quedó ahí, clavado. Sin moverse. Respirando como un animal satisfecho.

—Eso es. Bien follado. Bien preñado. Ahora sí que tienes un culo de macho usado.

Se salió lento. Un hilo blanco bajó por mi muslo. Me temblaban las piernas.

Se subió el pantalón. Me dio una palmada seca en el culo y dijo:

—Mañana a la misma hora. Y tráelo más abierto.

Y se fue.

Yo me quedé ahí. Sucio. Lleno. Con el culo ardiente. Y la certeza de que volvería.

———————

Muy buenas, me animo con otro relato, esta vez cruising en los baños y es que últimamente me da mucho morbo esas situaciones, no puedo evitarlo.

Aunque el relato no está basado en hechos reales, espero haber conseguido que lo hayáis vivido como si se tratara de una experiencia real. Si me preguntáis por qué en los dos que he publicado “hago” de pasivo y con maduros pues os diría que por morbo. Me dan mucho morbo los maduros y el hecho de que yo sea activo en la vida real, le da un toque más morboso al relato haciendo de pasivo, por eso lo del culo estrecho y poco usado.

En fin, no me enrollo más, espero que os guste y quien sabe, puede que haya continuación.
 
Las piernas me temblaban.

Apoyado en el azulejo frío, con los pantalones aún a medio muslo, sentía el peso del polvo recién echado. El maduro ya se había ido, pero el cuerpo seguía hablando: el culo aún abierto, palpitante, ardiendo. No era la primera vez que me follaban, pero sí una de las pocas. Yo suelo estar del otro lado. El que mete, no el que recibe. El que aprieta, no el que se abre.

Y sin embargo… ahí estaba yo. Con el ojete húmedo, marcado, y una sensación entre las piernas que no podía ignorar.

Bajé la mano, lento, y rocé los huevos. Los tenía pegados, calientes, sensibles. Como si todo mi cuerpo estuviera aún envuelto en su respiración. El aire del baño estaba cargado de un olor espeso: humedad, sexo, testosterona. Cerré los ojos un segundo, y me vino el momento exacto en que me lo metió entero. Cómo el culo se resistió, cómo dolió al ceder, y cómo, al final, el placer superó al orgullo.

Me giré un poco. El urinario seguía ahí, como testigo mudo. Saqué la polla, todavía un poco húmeda del morbo, y la empecé a tocar con dos dedos. Estaba dura. No había llegado a correrme antes. Demasiada tensión. Demasiado centrado en sentir cómo me follaban, cómo me abrían ese agujero que siempre me había guardado para mí.

Ahora me tocaba terminar.

Me apoyé con una mano en la pared sucia y empecé a pajearme, despacio. El movimiento hacía que las nalgas se me tensaran y el agujero doliera un poco más. Como si el cuerpo recordara que todavía estaba usado, aún con restos dentro.

—Joder… —murmuré para mí, mientras me apretaba los huevos con la otra mano.

Me excitaba sentirlos llenos, pegados, mientras la polla palpitaba entre mis dedos. Cerré los ojos y lo visualicé de nuevo: él sujetándome, sus manos rudas abriéndome el culo, su polla clavándose sin compasión. El calor de su leche dentro. La forma en que me dijo "te vas a acordar de esto".

Y me acordaba. Vaya si me acordaba.

El orgasmo no tardó. Me corrí de pie, con la mano aún en los huevos, temblando, mientras el cuerpo me soltaba todo lo que había guardado. Los gemidos ahogados contra mi antebrazo, el cuerpo tenso, y el corazón latiendo en los oídos.

El chorro fue espeso, caliente. Cayó sobre el urinario, mezclándose con restos del agua estancada. Me apoyé un rato más, dejando que la respiración volviera a su sitio. El culo seguía ardiendo, pero ahora lo sentía distinto. No como algo robado. Sino como algo que había entregado.

Con el tiempo, me subí los pantalones, despacio. Notando cada roce. Cada paso de tela por la piel sensible
 
Las piernas me temblaban.

Apoyado en el azulejo frío, con los pantalones aún a medio muslo, sentía el peso del polvo recién echado. El maduro ya se había ido, pero el cuerpo seguía hablando: el culo aún abierto, palpitante, ardiendo. No era la primera vez que me follaban, pero sí una de las pocas. Yo suelo estar del otro lado. El que mete, no el que recibe. El que aprieta, no el que se abre.

Y sin embargo… ahí estaba yo. Con el ojete húmedo, marcado, y una sensación entre las piernas que no podía ignorar.

Bajé la mano, lento, y rocé los huevos. Los tenía pegados, calientes, sensibles. Como si todo mi cuerpo estuviera aún envuelto en su respiración. El aire del baño estaba cargado de un olor espeso: humedad, sexo, testosterona. Cerré los ojos un segundo, y me vino el momento exacto en que me lo metió entero. Cómo el culo se resistió, cómo dolió al ceder, y cómo, al final, el placer superó al orgullo.

Me giré un poco. El urinario seguía ahí, como testigo mudo. Saqué la polla, todavía un poco húmeda del morbo, y la empecé a tocar con dos dedos. Estaba dura. No había llegado a correrme antes. Demasiada tensión. Demasiado centrado en sentir cómo me follaban, cómo me abrían ese agujero que siempre me había guardado para mí.

Ahora me tocaba terminar.

Me apoyé con una mano en la pared sucia y empecé a pajearme, despacio. El movimiento hacía que las nalgas se me tensaran y el agujero doliera un poco más. Como si el cuerpo recordara que todavía estaba usado, aún con restos dentro.

—Joder… —murmuré para mí, mientras me apretaba los huevos con la otra mano.

Me excitaba sentirlos llenos, pegados, mientras la polla palpitaba entre mis dedos. Cerré los ojos y lo visualicé de nuevo: él sujetándome, sus manos rudas abriéndome el culo, su polla clavándose sin compasión. El calor de su leche dentro. La forma en que me dijo "te vas a acordar de esto".

Y me acordaba. Vaya si me acordaba.

El orgasmo no tardó. Me corrí de pie, con la mano aún en los huevos, temblando, mientras el cuerpo me soltaba todo lo que había guardado. Los gemidos ahogados contra mi antebrazo, el cuerpo tenso, y el corazón latiendo en los oídos.

El chorro fue espeso, caliente. Cayó sobre el urinario, mezclándose con restos del agua estancada. Me apoyé un rato más, dejando que la respiración volviera a su sitio. El culo seguía ardiendo, pero ahora lo sentía distinto. No como algo robado. Sino como algo que había entregado.

Con el tiempo, me subí los pantalones, despacio. Notando cada roce. Cada paso de tela por la piel sensible
Que cerdo me ha puesto leerte Alex,ufffffff
 
Volví al baño. No era casualidad. Lo buscaba. Sabía lo que quería, aunque no tuviera el valor de decirlo en voz alta. A esas horas, con el sol ya cayendo y ese olor a tarde húmeda en el aire, el viejo edificio parecía una trampa abierta.

Entré.Nada.O eso creí, hasta que oí cómo se cerraba la puerta detrás de mí.

—Sabía que volverías —dijo su voz. Grave. Con una calma que me desarmaba.

Me giré. Estaba igual que la otra vez: camiseta ajustada, algo sudada en el pecho, y ese vaquero gastado que apenas contenía su volumen. El mismo cuerpo de macho maduro, algo barrigón, peludo justo lo suficiente. Olor a hombre, no a perfume.

—Pensé en ti todos estos días —me dijo, avanzando lento —. En lo apretado que eras. En cómo te resististe. Y en cómo al final gemías como un perro rendido.

No dije nada. No hacía falta. Mi cuerpo hablaba por mí. La tensión, la espera, el pulso acelerado.

Se acercó y me giró con fuerza. Sin preguntar.

—Enséñamelo otra vez.

Yo tragué saliva y, con manos algo temblorosas, bajé mis pantalones. El aire frío me golpeó el culo. Sentí sus ojos clavados ahí, en ese punto exacto donde aún me sentía marcado.

—Más lento esta vez. Quiero sentir cómo se te cierra, cómo me lo niega. Quiero tener que ganármelo.

Sus dedos se acercaron. Uno solo, primero. Lo apoyó, sin meterlo, como tanteando. El cuerpo reaccionó. Me apreté, por instinto. Él rió.

—¿Aún te cuesta? Mejor.

Su otra mano fue a mi nuca. Me empujó hacia adelante, sobre el lavabo mugriento. Yo me apoyé, con las piernas abiertas, sintiendo la exposición total. Vulnerable. Dispuesto. Pero no fácil.

Empezó a escupirme. No mucho. Justo lo necesario para abrir camino. El dedo entró lento, con esfuerzo. Me tensé. Dolía.

—Así me gusta… —susurró—. Que te duela. Que te acuerdes de quién manda aquí.

El segundo dedo costó más. Me hizo gemir. No de placer todavía. Era presión. Ardor. Era esa mezcla de incomodidad y deseo que solo aparece cuando te estás rindiendo del todo.Y entonces, lo noté.

Su polla.Gruesa, dura, cálida, apuntando justo al ojete.

—Vas a tener que tragártela entera, campeón —susurró, mientras apoyaba la punta justo en la entrada—. Y esta vez… no voy a tener piedad.

Empujó.

Mi cuerpo se negó. Intenté relajarme, pero era demasiado. Apreté los dientes. Apoyé la frente contra el espejo rajado. Me ardían las mejillas. El cuello. Todo el cuerpo estaba tenso, como un resorte.

Él no paraba.

—Dámelo. Ábrete. Ya lo has hecho antes. Sé que lo quieres.

Entró un poco más. Me estremecí. Respiraba entrecortado. Sentía cómo el agujero se estiraba al límite. Una quemazón lenta, profunda. Y entonces, algo hizo clic. El cuerpo se rindió.

—Eso es —dijo—. Así… bien apretado. Joder, qué gusto da follarte.

Los movimientos se volvieron más rítmicos. Mis nalgas golpeaban su pelvis. Cada embestida era una mezcla de dolor y placer que se confundían. Me agarraba fuerte, como si me clavara en el sitio. Me susurraba cosas al oído, sucias, brutas.

—Te la estoy metiendo hasta el fondo. ¿Notas cómo te rompo? Mira cómo te tiembla la polla. Te estás empalmando solo de que te folle.

Y tenía razón.

Mi polla estaba dura, colgando, golpeando el lavabo sucio con cada sacudida. No la había tocado. No hacía falta. Todo mi cuerpo era una mecha encendida. Cada gemido suyo, cada empujón, me acercaba más.

—Vas a correrte sin tocarte, ¿verdad? Qué puta maravilla eres.

Yo solo podía gemir. Me temblaban las piernas. El esfínter palpitaba alrededor de su polla, como si intentara expulsarla y al mismo tiempo no soltarla jamás. Sentía su respiración, su sudor, sus dedos hundidos en mis caderas.

Y entonces, sin aviso, estallé.

Un espasmo me sacudió entero. La corrida salió sola, caliente, espesa, pegándose al lavabo y cayendo al suelo. Un gemido se me escapó de la garganta, ronco, deshecho. Me corría como nunca, sin tocarme, solo con la polla del maduro hurgándome el alma.

Él no paró.

—Eso es… fóllate tu propio orgullo —susurró, mientras seguía embistiéndome—. Qué culo más bueno tienes. Me vas a tener que dejar volver a reventártelo.

Cuando al fin acabó, se quedó unos segundos dentro. Como para marcar territorio. Luego salió lento. Sentí cómo el cuerpo se me cerraba, dolorido pero satisfecho.

—Nos veremos pronto —dijo, mientras se subía los pantalones.

Y se fue. Tranquilo. Como si hubiera venido solo a usar lo que ya consideraba suyo.

Yo me quedé allí. Con el cuerpo vencido. El culo palpitante. Y la certeza de que volvería a dejarme follar.
 
El gimnasio estaba casi vacío. Última hora. Las luces frías ya titilaban con ese zumbido que solo suena cuando nadie hace ruido. Me duché rápido. Me había tocado pierna ese día, y notaba los cuádriceps tensos al caminar. Apreté la toalla contra la cintura y avancé hacia el vestuario, donde solo se oía el goteo de una ducha mal cerrada y el eco lejano de una máquina de correr.

Entré. Ni un alma.

Hasta que giré hacia los casilleros.

Y allí estaba él.

Sentado en el banco, camiseta negra pegada al cuerpo, los brazos cruzados sobre su barriga algo abultada. Me miraba. Directo. Sin disimulo. Como si hubiera estado esperándome.

—Vaya, mira quién es —dijo sin moverse—. ¿Tú también vienes a estirar los músculos?

Me paré en seco.

El estómago se me encogió. No de miedo. De anticipación. De puro recuerdo físico.

—No sabía que entrenabas aquí —murmuré.

—A veces sí. A veces no. Pero cuando vengo… tengo suerte —y su mirada se deslizó lenta desde mi cara hasta la toalla. Se detuvo ahí.

Me acerqué a mi casillero. Él no se movió. Solo me observaba. Notaba su respiración, su presencia física, su control.

Dejé la toalla colgada. Me quedé desnudo de espaldas, buscando distraerme, pero sabiendo que él me estaba escaneando entero.

—El culo lo sigues teniendo marcado, ¿no? —su voz sonaba más baja ahora, más cerca—. Se te notaba al andar.

No dije nada.

Sentí sus pasos. Luego su mano. Caliente, amplia, callosa. Me agarró del hombro, como tanteando mi reacción. No me aparté. Solo me quedé de pie, desnudo, en silencio.

—Dime —susurró—, ¿te entrenas tanto para follar más fuerte… o para aguantar cuando te follan?

Sentí su mano bajar. Pasó por mi costado, rodeó mi cintura. Y entonces, la noté. Ahí. Su palma, cerrándose en mi polla.

—¿Esto también se entrena? Porque la tienes dura como una piedra.

Yo gemí bajo. No podía evitarlo. Su mano no apretaba con violencia, pero sí con intención. Su tacto era rudo, como todo en él. Sabía cómo provocar. Cómo medir el ritmo. Cómo detenerse justo cuando quería más.

—No te la toqué la otra vez. No hacía falta. Pero hoy te veo muy... receptivo.

Yo asentí, apenas. El cuerpo hablaba por mí.

Me giró.

Ahora estaba de frente a él. Completamente expuesto. Su mirada me lo recorrió entero: el pecho, los muslos, la polla palpitante. No se reía. Solo me analizaba, como si ya supiera lo que iba a hacerme.

Me empujó hacia el banco. Me sentó. Luego se puso de pie frente a mí.

Sacó su polla.

Grande. Aún semi blanda, pero colgando. Tenía el glande grueso, con una vena marcada. Su mano bajó y empezó a pajeársela despacio. Su mirada no se apartaba de mi cara.

—¿Tú te creías muy activo, no? —murmuró—. Muy dominante. Hasta que te abrí el ojete en ese baño de mierda.

Me ardieron las mejillas. Y sin embargo, no bajé la mirada. Al contrario.

Extendí la mano. Le toqué el abdomen. Luego los huevos. Y después, su polla. Él gruñó, aprobando.

—Hoy te la voy a meter aquí mismo —dijo—. Vas a comer banco mientras te la encajo. Y esta vez, me vas a mirar a los ojos.

Yo asentí.

Sabía que no había vuelta atrás.
 

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