El vibrador zumbaba en su mano, un rugido que cortaba el aire mientras su pene embestía mi vagina con una furia salvaje, cada golpe sacudiéndome hasta el alma. Mis piernas temblaban, a punto de colapsar, el ano seguía sangrando y abierto, un dolor punzante que se mezclaba con el placer brutal que me atravesaba, mi vagina chorreando sin control alrededor de él. Estaba a cuatro patas, expuesta, mi cuerpo roto y suplicante, y David, cada vez más agresivo, gruñía como una bestia, su mano libre levantando el vibrador hacia mí. "¿Qué iba a hacer con eso ahora que me tenía al límite?" No tuve tiempo de pensar: lo aplastó contra mi clítoris, el zumbido explotando en mi carne, y un relámpago de placer me arrancó un grito que resonó en el Hotel Sercotel Princesa Móstoles, el piercing en mi lengua chocando contra mis dientes.
"¡Grita, puta!", rugió, su voz un trueno que me humillaba, y me abofeteó con fuerza, el ardor en mi mejilla encendiendo un fuego que me puso más cachonda, mi cuerpo temblando entre el dolor y el placer. "Fóllame más, rómpeme", supliqué, mi voz un lamento roto, complaciente, entregada a su violencia, y él obedeció, sus embestidas volviéndose un torbellino, el vibrador aplastado contra mi clítoris mientras mi ano sangraba, la sangre goteando por mis muslos, un sacrificio que no me importaba. Los celos por su mujer, guapa o no, se desvanecían, su rostro curtido y atractivo sobre mí era todo lo que veía, y la culpa de antes era ceniza, consumida por este incendio que me devoraba.
Me abofeteó otra vez, y otra, cada golpe un latigazo que me hacía arquearme, mi vagina apretándose alrededor de su pene, chorreando más, el vibrador llevándome al borde de la locura. "Eres una mierda, zorra", escupió, y me levantó por el pelo con una fuerza brutal, poniéndome de rodillas sobre la cama, su pene saliendo un instante solo para volver a entrar con un embate que me desgarró, profundo y sin piedad. El dolor era cegador, el ano abierto palpitando, la sangre manchando todo, pero el placer era más grande, y yo lo buscaba más, mis piernas temblando, mi cuerpo suplicando en cada gemido. "Más, más", balbuceé, cachonda hasta el delirio, humillada bajo su dominio.
Entonces, su respiración se quebró, un jadeo salvaje, y sentí su pene hincharse dentro de mí. "Toma, puta", rugió, y me abofeteó una última vez, el vibrador zumbando al máximo contra mi clítoris mientras él se corría, un torrente caliente que me llenó, sin condón, su semen mezclándose con mi sangre y mi deseo. El placer explotó, un clímax apoteósico que me arrancó un alarido, mi cuerpo convulsionando, las piernas cediendo por fin mientras caía sobre la cama, temblando, sangrando, rota. Pero él no había terminado: se apartó, jadeando, y me agarró por el pelo otra vez, metiéndome su pene en la boca, húmedo de semen y mi propia sangre. Supuse que era para que lo limpiara, y lo hice, mi lengua lamiendo con un ansia sucia, el sabor amargo y metálico llenándome mientras él gruñía, satisfecho.
Miré el reloj en su muñeca: llevábamos 3 horas y media, mucho más que el trato, y la humillación me golpeó como un martillo. David sacó cuatro billetes de 100 euros de su cartera, los enrolló en un rulo apretado y, con una risa cruel, los metió en mi ano abierto, empujándolos profundo mientras la sangre los teñía. El dolor me arrancó un gemido, y el flash de su móvil me cegó: me hizo una foto, desnuda, sangrando, con los billetes dentro de mí, mi cara marcada por las bofetadas, mi cuerpo un desastre de placer y vergüenza. "Guarda eso, zorra", gruñó, vistiéndose con calma mientras yo yacía allí, temblando. Pero entonces, en un impulso que me hundió aún más, saqué los billetes de mi ano con dedos temblorosos, la sangre y el semen manchándolos, y los limpié como pude contra las sábanas, el acto sucio y humillante quemándome por dentro. Me levanté, las piernas apenas sosteniéndome, el ano palpitando, y me acerqué a él, mi cuerpo roto pero mi mirada cargada de una sumisión retorcida. Lo besé, jugando con mi lengua en su boca, el piercing rozando sus dientes, un beso húmedo y sucio que sabía a sexo, sangre y derrota. "¿Te ha gustado?", susurré, mi voz temblorosa, un eco de humillación que me arrastró al fondo del abismo, y él rió, bajo y cruel, empujándome lejos con un desprecio que me marcó.
Me vestí temblando, el vestido negro ajustado pegándose a mi piel sudorosa y ensangrentada, los tacones resonando como un lamento mientras recogía mi abrigo largo. Salí del hotel, andando a casa bajo la lluvia, los 400 euros arrugados en mi mano, mi ano sangrando, la foto en su móvil un eco eterno de mi vergüenza. El aire olía a sexo, sangre y lluvia, y cada paso era un recordatorio de este final apoteósico, un abismo de dolor, placer y humillación que me marcó para siempre.
"¡Grita, puta!", rugió, su voz un trueno que me humillaba, y me abofeteó con fuerza, el ardor en mi mejilla encendiendo un fuego que me puso más cachonda, mi cuerpo temblando entre el dolor y el placer. "Fóllame más, rómpeme", supliqué, mi voz un lamento roto, complaciente, entregada a su violencia, y él obedeció, sus embestidas volviéndose un torbellino, el vibrador aplastado contra mi clítoris mientras mi ano sangraba, la sangre goteando por mis muslos, un sacrificio que no me importaba. Los celos por su mujer, guapa o no, se desvanecían, su rostro curtido y atractivo sobre mí era todo lo que veía, y la culpa de antes era ceniza, consumida por este incendio que me devoraba.
Me abofeteó otra vez, y otra, cada golpe un latigazo que me hacía arquearme, mi vagina apretándose alrededor de su pene, chorreando más, el vibrador llevándome al borde de la locura. "Eres una mierda, zorra", escupió, y me levantó por el pelo con una fuerza brutal, poniéndome de rodillas sobre la cama, su pene saliendo un instante solo para volver a entrar con un embate que me desgarró, profundo y sin piedad. El dolor era cegador, el ano abierto palpitando, la sangre manchando todo, pero el placer era más grande, y yo lo buscaba más, mis piernas temblando, mi cuerpo suplicando en cada gemido. "Más, más", balbuceé, cachonda hasta el delirio, humillada bajo su dominio.
Entonces, su respiración se quebró, un jadeo salvaje, y sentí su pene hincharse dentro de mí. "Toma, puta", rugió, y me abofeteó una última vez, el vibrador zumbando al máximo contra mi clítoris mientras él se corría, un torrente caliente que me llenó, sin condón, su semen mezclándose con mi sangre y mi deseo. El placer explotó, un clímax apoteósico que me arrancó un alarido, mi cuerpo convulsionando, las piernas cediendo por fin mientras caía sobre la cama, temblando, sangrando, rota. Pero él no había terminado: se apartó, jadeando, y me agarró por el pelo otra vez, metiéndome su pene en la boca, húmedo de semen y mi propia sangre. Supuse que era para que lo limpiara, y lo hice, mi lengua lamiendo con un ansia sucia, el sabor amargo y metálico llenándome mientras él gruñía, satisfecho.
Miré el reloj en su muñeca: llevábamos 3 horas y media, mucho más que el trato, y la humillación me golpeó como un martillo. David sacó cuatro billetes de 100 euros de su cartera, los enrolló en un rulo apretado y, con una risa cruel, los metió en mi ano abierto, empujándolos profundo mientras la sangre los teñía. El dolor me arrancó un gemido, y el flash de su móvil me cegó: me hizo una foto, desnuda, sangrando, con los billetes dentro de mí, mi cara marcada por las bofetadas, mi cuerpo un desastre de placer y vergüenza. "Guarda eso, zorra", gruñó, vistiéndose con calma mientras yo yacía allí, temblando. Pero entonces, en un impulso que me hundió aún más, saqué los billetes de mi ano con dedos temblorosos, la sangre y el semen manchándolos, y los limpié como pude contra las sábanas, el acto sucio y humillante quemándome por dentro. Me levanté, las piernas apenas sosteniéndome, el ano palpitando, y me acerqué a él, mi cuerpo roto pero mi mirada cargada de una sumisión retorcida. Lo besé, jugando con mi lengua en su boca, el piercing rozando sus dientes, un beso húmedo y sucio que sabía a sexo, sangre y derrota. "¿Te ha gustado?", susurré, mi voz temblorosa, un eco de humillación que me arrastró al fondo del abismo, y él rió, bajo y cruel, empujándome lejos con un desprecio que me marcó.
Me vestí temblando, el vestido negro ajustado pegándose a mi piel sudorosa y ensangrentada, los tacones resonando como un lamento mientras recogía mi abrigo largo. Salí del hotel, andando a casa bajo la lluvia, los 400 euros arrugados en mi mano, mi ano sangrando, la foto en su móvil un eco eterno de mi vergüenza. El aire olía a sexo, sangre y lluvia, y cada paso era un recordatorio de este final apoteósico, un abismo de dolor, placer y humillación que me marcó para siempre.