Eldric
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Capítulo 8
Un día, mientras mi mujer estaba en la ducha y el sonido del agua corría por el baño, me acomodé en el sofá para ver la tele. Sin embargo, una serie de vibraciones interrumpió mi concentración. Eran suaves al principio, casi imperceptibles, pero se intensificaron lo suficiente para que decidiera investigar.
Me levanté y, con pasos silenciosos, seguí el sonido hasta su bolso, que reposaba descuidadamente en la mesa de la entrada. Al acercarme, me di cuenta de que el móvil vibraba dentro de él. Era un modelo básico, un smartphone sencillo que no había visto antes. Mi curiosidad se disparó: ¿por qué tenía Laura un teléfono así?
Aunque siempre había sido respetuoso con su privacidad y no me gustaba espiar, la sospecha me empujó a mirar. Abrí el bolso y saqué el teléfono. Al encenderlo, vi que tenía varios mensajes sin leer.
Mis manos temblaban un poco al navegar por la pantalla. Los mensajes eran recientes, y a medida que los leía, una mezcla de adrenalina y desasosiego se apoderó de mí. Alex era el remitente, y las conversaciones eran insinuantes y coquetas, llenas de emoticonos y frases cargadas de doble sentido.
“No puedo dejar de pensar en ti”, decía uno. Otro le preguntaba si podía “verla” después de la cena.
De repente, el agua de la ducha se detuvo, y un escalofrío recorrió mi espalda. Debía ser rápido. Rápidamente, devolví el teléfono al bolso y me senté de nuevo en el sofá, fingiendo concentración en la televisión. Laura salió del baño poco después, envuelta en una toalla, con el cabello húmedo cayendo sobre sus hombros.
—¿Todo bien? —me preguntó, notando mi nerviosismo.
—Sí, claro, solo estaba esperando que salieras —respondí, tratando de que mi voz sonara casual.
Una noche decidí invitar a Laura a una cena romántica, algo que sabía que le encantaría. Quería crear un momento especial, un respiro en nuestra rutina. Sin embargo, para mi sorpresa, ella me dijo que estaba cansada. Con el ánimo un tanto decaído, decidí no quedarme en casa. Tenía ganas de salir, así que opté por ir al cine solo, disfrutando de la película que había estado esperando ver.
Las horas pasaron volando. Cuando regresé a casa, la casa estaba en silencio. Entré en el dormitorio y allí estaba Laura, profundamente dormida, con una expresión tranquila en su rostro. La miré un momento, sintiendo una mezcla de cariño y frustración. Me gustaría haber compartido esa velada con ella.
Cogí mi móvil para ponerme al día, pero me di cuenta de que se había quedado sin batería. Sin poder localizar el mío, decidí abrir el cajón de Laura en busca de un cargador. Al hacerlo, noté que había un desorden inusual. Laura siempre había sido meticulosa con sus cosas, así que esa pequeña alteración me pareció extraña.
Mientras buscaba, algo captó mi atención: un consolador, un objeto que nunca había visto antes en su cajón. Mi curiosidad, mezclada con una punzada de incomodidad, me llevó a inspeccionarlo más de cerca. Lo levanté y, en un impulso, lo llevé a mi nariz. El olor me golpeó como una ola. Era inconfundible, y me hizo sentir un nudo en el estómago.
Era el olor a coño, a deseo. La revelación se hizo clara de inmediato. Laura había usado ese consolador mientras yo estaba fuera, había preferido masturbarse con ese objeto de plástico en lugar de compartir un momento íntimo conmigo. La imagen de ella, disfrutando de ese placer en mi ausencia, se instaló en mi mente como una sombra oscura.
Decidí dejar el consolador donde estaba y cerré el cajón. Me senté en el borde de la cama, sintiendo la necesidad de un respiro. Mientras tanto, Laura continuó durmiendo.
Durante esos meses, algo había comenzado a cambiar entre Laura y yo, una sensación incómoda que se colaba en los momentos más íntimos, en nuestras conversaciones diarias, en la manera en que me miraba, o más bien, en cómo había dejado de hacerlo. Las discusiones se habían vuelto constantes, pequeñas chispas que parecían encender fuegos sin razón aparente. Era como si todo lo que nos unía se desmoronara, lento pero seguro, mientras yo intentaba aferrarme a lo poco que quedaba. La frialdad se había instalado entre nosotros, palpable en cada silencio incómodo, en cada mirada esquiva, y lo que más me dolía era que la intimidad había desaparecido por completo. Las caricias y besos que antes eran naturales se convirtieron en gestos forzados, casi inexistentes.
Un día, después de una discusión particularmente absurda sobre algo trivial, Laura me miró con una mezcla de tristeza y resolución en sus ojos. Me pidió que me sentara junto a ella en el sofá, como si lo que estuviera por decir fuera demasiado pesado para ambos.
—Tenemos que hablar —dijo con voz temblorosa, como si temiera las palabras que estaban por salir de su boca.
Lo sabía, lo sentía venir desde hacía tiempo, pero eso no disminuía el nudo que comenzó a formarse en mi estómago.
—¿Qué pasa? —pregunté, intentando mantener la calma, aunque mi corazón latía con fuerza en mis oídos.
Laura respiró hondo, bajando la mirada antes de reunir el valor para hablar.
—Necesito un tiempo —contestó a secas.
Mi mundo se derrumbó en ese instante. Podía sentir el miedo apoderándose de mí, ese miedo irracional a perderla, a quedarme solo. No pude procesar bien lo que implicaba "tomarse un tiempo". Para mí, esa frase era sinónimo de separación definitiva, de un adiós disfrazado de pausa temporal. Y, sin embargo, aunque cada fibra de mi ser gritaba que no lo hiciera, que peleara por nuestra relación, lo acepté.
—Está bien... si eso es lo que necesitas, lo acepto —dije con la voz quebrada, casi sin reconocerme. Le di todas las facilidades del mundo, convencido de que, si le daba el espacio que pedía, todo volvería a la normal.