King Crimson
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- 26 Sep 2025
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Habían pasado ya varias semanas desde la primera vez que me senté en la barra de aquel bar. Iba más por verla a ella que por la cerveza. Xiomara. Sólo el nombre se me quedaba en la boca como un trozo de fruta madura. Morena, de piel oscura y brillante, el pelo rizado y largo hasta la cintura, los ojos negros que parecían leerme las intenciones sin yo abrir la boca. Cuando se inclinaba para servirme, olía a ron, a sudor dulce, a noche húmeda.
Charlábamos siempre con ese punto medio inocente, medio cómplice. Ella me contaba cosas de Venezuela, de su familia, del calor de allá, y yo la escuchaba, más pendiente de cómo se le marcaban las curvas bajo la camiseta apretada que de las palabras.
Esa noche, ya con la persiana medio bajada, me soltó de pronto:
—Oye… ¿me podrías hacer el favor de llevarme a casa? Ya está muy tarde y no quiero caminar sola.
Me pilló con la guardia baja, pero dije que sí sin pensarlo. Media hora más tarde, estábamos en el coche, con el silencio pesado de las calles vacías alrededor. Al principio, nada. Pero cuando aparqué frente a su edificio, ella se giró hacia mí, y la risa tímida se convirtió en otra cosa. Se inclinó y me besó. Directo. Los labios gruesos, dulces, con un leve sabor a ron y chicle de menta.
El beso creció rápido, con urgencia, como si lo hubiéramos estado ensayando semanas. Le acaricié la nuca, el pelo rizado se enredó en mis dedos, y pronto ya estábamos devorándonos la boca, el aliento mezclado, el calor subiendo entre los dos.
—Vamos arriba —me dijo, sin soltarme.
Su piso era pequeño, oscuro, olía a especias y a ropa recién lavada. Apenas cerró la puerta, me empujó contra la pared y volvió a besarme. Yo le agarré la cintura, dura, marcada, y sentí su culo redondo y firme bajo el pantalón ajustado. No tardamos en desnudarnos a trompicones.
Cuando vi su cuerpo al fin desnudo, se me secó la garganta. La piel oscura y brillante, los pechos medianos pero firmes, con pezones prominentes, de un marrón oscuro casi chocolate, duros y tiesos desde el primer roce. El pubis espeso, olor fuerte, animal, húmedo. Un aroma que no pedía permiso.
Caí de rodillas y me metí entre sus piernas. Ella abrió sin pudor, sujetándose del borde de la mesa. Le lamí los labios oscuros, largos, carnosos, y ella jadeó, arqueando la espalda. Su sabor era intenso, salino, poderoso. Me hundí en ese olor y ese gusto como si me tragara entero.
—Ay, sí… así… —me murmuraba, con voz ronca, cerrando los ojos.
Cuando la tumbé en la cama, ella me recibió con las piernas abiertas, urgentes. Nos acariciamos y comimos a besos con hambre, con fuerza, sudando enseguida. Cuando después de ponerme el condón la penetré despacio, ella gimió alto, sin vergüenza, llamándome “papi” entre jadeos, mordiéndome los hombros.
Me aferré a sus caderas, duras, de carne prieta bajo la piel oscura y caliente, y la penetré más hondo. El cuarto olía a sudor y a su sexo, un olor espeso, animal, que se mezclaba con el de las sábanas viejas. Xiomara gimoteaba alto, ronco, con esa voz que parecía salirle del vientre, y me clavaba las uñas en los brazos como si quisiera retenerme dentro. El vaivén era frenético, nuestros cuerpos chocaban con un ruido húmedo, rítmico, mientras sus nalgas redondas me rebotaban en el vientre. Yo la sentía resbalar por dentro, estrecha y caliente, apretándome cada vez más fuerte cuanto más rápido íbamos.
Ella se arqueaba, tirando la cabeza hacia atrás, los pezones oscuros erguidos rozándome el pecho cuando la aplastaba contra mí. Cada embestida la arrancaba un grito corto, y de repente me pedía más: “Más duro, papi, más duro…”. Obedecí, sujetándola por la cintura, embistiéndola con toda la fuerza, hasta que la cama chirriaba bajo nuestro peso y el colchón parecía hundirse. El sudor corría por mi espalda y caía sobre su vientre, mezclándose con el brillo húmedo de su pubis, con el jugo que empapaba mis muslos. Yo me perdí en esa sensación total: su olor, su piel oscura pegada a la mía, sus piernas rodeándome, y el temblor de su cuerpo que anunciaba que estaba a punto de correrse.
De pronto me empujó con fuerza en el pecho y me hizo rodar sobre la cama. Se subió encima de mí, con ese culo duro y redondo que me había vuelto loco desde el primer día, y se acomodó sobre mi polla sin quitarme los ojos de encima. Bajó lento, rozándome entero hasta hundirse de golpe, y soltó un gemido grave que me erizó la piel.
La visión me dejó sin aire: su piel oscura brillando de sudor, los pechos firmes rebotando con cada movimiento, los pezones oscuros y duros marcando círculos en el aire. Me cabalgaba con fuerza, moviendo las caderas en círculos, buscando el ritmo exacto que la hacía gemir más fuerte. Sus muslos se tensaban, y yo la sujetaba de las nalgas, abiertas y firmes, sintiendo cómo se enterraba en mí una y otra vez.
—Así, papi… así… —susurraba, con la voz quebrada.
Me dejé arrastrar por ese vaivén hasta que ella empezó a perder el control, jadeando con la boca abierta, y la tomé por la cintura para volver a girarla. Esta vez me coloqué de nuevo encima, ella tendida bajo mi peso, la piel de su vientre chocando contra la mía. La penetré con embestidas largas, profundas, y sus piernas se cruzaron en mi espalda, clavándome los talones para obligarme a ir aún más dentro. La besaba con la boca abierta, con la lengua enredada, mientras el sudor nos corría por la cara y los pechos se aplastaban entre nosotros.
La cama crujía, los gemidos llenaban la habitación, y todo se reducía a ese choque rítmico de cuerpos, a ese calor denso y húmedo en el que los dos nos disolvimos.
En medio del frenesí, me atreví a bajar los dedos más abajo, a rozar con la lengua la hendidura entre sus nalgas. Ella se tensó, sorprendida.
—¿Qué haces? —preguntó, entre risa y sobresalto.
—Quiero probarte toda —le dije.
Ella soltó un grito corto, mitad placer, mitad rechazo, y me apartó con la mano.
—¡No, no! Eso no.
—Confía en mí… te va a gustar —intenté convencerla, volviendo a besarla despacio mientras acariciaba con picardía ese agujero arrugado y fruncido.
Pero ella fue tajante, aunque con una sonrisa en la cara:
—Ni lo sueñes, papi. Ese culo está cerrado con candado.
Nos reímos, incluso mientras la penetraba con más fuerza, excitado por la prohibición. Ella me abrazaba fuerte con las piernas, clavándome las uñas en la espalda, y me dejaba claro que no había negociación posible.
Terminamos exhaustos, sudados, con el olor fuerte de su sexo impregnando toda la habitación. Ella me besó en la boca, aún jadeante, y me susurró al oído:
—Lo demás, lo que quieras. Pero ahí atrás, nunca.
Me quedé con la sensación de haber tocado un límite infranqueable, y al mismo tiempo con la certeza de que esa negativa también formaba parte del hechizo.
Ella se tumbó a mi lado, todavía con la piel perlada de sudor, el pelo rizado pegado a la frente. Me miró con esos ojos oscuros, brillantes, y sonrió con malicia.
—No me vengas con más mañas, ¿eh? —me dijo, dándome un pequeño empujón en el pecho.
—Yo solo quería… —empecé, pero me calló con un beso en el cuello.
—Ya te dije que por atrás no, papi. Pero… —me susurró— …por aquí adelante sí.
Se deslizó hacia abajo, despacio, como felina. Me abrió las piernas con sus manos pequeñas pero firmes y rodeó mi polla aún dura con los dedos. El contraste de su piel oscura sobre la mía me encendió de nuevo.
Cuando la sentí lamerme la punta, lenta, con esa lengua cálida y húmeda, solté un gemido. Me la tragó poco a poco, cerrando los labios alrededor, y comenzó un vaivén constante, húmedo, con un ritmo hipnótico.
—Xiomara… —murmuré, echando la cabeza atrás.
Ella me miraba, los ojos brillantes, mientras me chupaba con una entrega casi solemne. No tenía prisa: alternaba succión profunda con caricias de lengua, deteniéndose a saborear cada parte, como si quisiera dejar claro que allí sí me daría todo. Su saliva me empapaba hasta el pubis, chorreando, y con la otra mano me acariciaba los huevos con suavidad.
Me llevó al borde varias veces, retirándose justo antes, riéndose bajito, disfrutando de la tortura. Yo gemía, retorciéndome, rogándole sin palabras.
—¿Quieres terminar, papi? —me preguntó, sacándose mi polla de la boca y frotándola con la mano.
—Sí… joder, sí…
—Pues dame todo —susurró, y se la metió de nuevo hasta el fondo.
No aguanté más. El orgasmo me estalló en oleadas, ella no apartó la boca. Lo tragó todo con un gemido gutural, sin soltarme, como si quisiera ordeñarme hasta el último espasmo. Luego me limpió con la lengua, lenta, cuidadosa, mientras yo jadeaba, incapaz de moverme.
Se incorporó, me miró a los ojos y se pasó la lengua por los labios húmedos.
—¿Ves? —me dijo, sonriendo con descaro—. Te dije que por atrás no, pero por aquí… hasta el final.
Me quedé rendido, con la risa atrapada entre el pecho y el cansancio. En ese momento entendí que su negativa no restaba nada, sino que formaba parte de su juego: dar, negar, provocar, entregar. Y que a su manera, Xiomara había puesto las reglas, y yo no podía más que agradecerle cada segundo.
La mañana siguiente me desperté con el olor fuerte de café y el murmullo de la cafetera en la cocina. Xiomara ya estaba de pie, con una camiseta ancha que apenas le cubría las caderas. El pelo rizado, todavía húmedo, caía como una cascada negra sobre su espalda.
—Mira quién se digna a levantarse —me soltó, sin mirarme, removiendo el café con una cuchara.
Me senté en la cama, aún medio adormilado.
—Después de lo de anoche, cualquiera se levanta temprano…
Ella se giró, arqueando una ceja.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué parte hablas? ¿Del polvo, o de cuando te tuve temblando con la boca?
Reí, frotándome la cara.
—De todo. Pero lo de la boca… joder, eso me dejó seco.
Se acercó con la taza, me la puso en la mano y se quedó mirándome desde arriba.
—Pues quédate con eso, papi. Porque lo otro que querías… —dijo señalando su culo con un manotazo juguetón— …eso sigue cerrado.
—Algún día… —le respondí, medio en broma, medio en serio.
Ella negó con la cabeza, riéndose.
—Ni en tus mejores sueños. Pero si te portas bien, puedo darte otra de las mías.
—¿Otro café? —pregunté, fingiendo ingenuidad.
—No, bruto —rió a carcajadas, dándome un beso rápido en la frente—. Otra mamada.
El resto de la mañana transcurrió entre risas, café fuerte y silencios cómodos. Y yo supe, mientras la miraba moverse por la cocina, que sus reglas eran férreas… pero que cada vez que aceptara jugar conmigo dentro de esos límites, iba a valer la pena.
Charlábamos siempre con ese punto medio inocente, medio cómplice. Ella me contaba cosas de Venezuela, de su familia, del calor de allá, y yo la escuchaba, más pendiente de cómo se le marcaban las curvas bajo la camiseta apretada que de las palabras.
Esa noche, ya con la persiana medio bajada, me soltó de pronto:
—Oye… ¿me podrías hacer el favor de llevarme a casa? Ya está muy tarde y no quiero caminar sola.
Me pilló con la guardia baja, pero dije que sí sin pensarlo. Media hora más tarde, estábamos en el coche, con el silencio pesado de las calles vacías alrededor. Al principio, nada. Pero cuando aparqué frente a su edificio, ella se giró hacia mí, y la risa tímida se convirtió en otra cosa. Se inclinó y me besó. Directo. Los labios gruesos, dulces, con un leve sabor a ron y chicle de menta.
El beso creció rápido, con urgencia, como si lo hubiéramos estado ensayando semanas. Le acaricié la nuca, el pelo rizado se enredó en mis dedos, y pronto ya estábamos devorándonos la boca, el aliento mezclado, el calor subiendo entre los dos.
—Vamos arriba —me dijo, sin soltarme.
Su piso era pequeño, oscuro, olía a especias y a ropa recién lavada. Apenas cerró la puerta, me empujó contra la pared y volvió a besarme. Yo le agarré la cintura, dura, marcada, y sentí su culo redondo y firme bajo el pantalón ajustado. No tardamos en desnudarnos a trompicones.
Cuando vi su cuerpo al fin desnudo, se me secó la garganta. La piel oscura y brillante, los pechos medianos pero firmes, con pezones prominentes, de un marrón oscuro casi chocolate, duros y tiesos desde el primer roce. El pubis espeso, olor fuerte, animal, húmedo. Un aroma que no pedía permiso.
Caí de rodillas y me metí entre sus piernas. Ella abrió sin pudor, sujetándose del borde de la mesa. Le lamí los labios oscuros, largos, carnosos, y ella jadeó, arqueando la espalda. Su sabor era intenso, salino, poderoso. Me hundí en ese olor y ese gusto como si me tragara entero.
—Ay, sí… así… —me murmuraba, con voz ronca, cerrando los ojos.
Cuando la tumbé en la cama, ella me recibió con las piernas abiertas, urgentes. Nos acariciamos y comimos a besos con hambre, con fuerza, sudando enseguida. Cuando después de ponerme el condón la penetré despacio, ella gimió alto, sin vergüenza, llamándome “papi” entre jadeos, mordiéndome los hombros.
Me aferré a sus caderas, duras, de carne prieta bajo la piel oscura y caliente, y la penetré más hondo. El cuarto olía a sudor y a su sexo, un olor espeso, animal, que se mezclaba con el de las sábanas viejas. Xiomara gimoteaba alto, ronco, con esa voz que parecía salirle del vientre, y me clavaba las uñas en los brazos como si quisiera retenerme dentro. El vaivén era frenético, nuestros cuerpos chocaban con un ruido húmedo, rítmico, mientras sus nalgas redondas me rebotaban en el vientre. Yo la sentía resbalar por dentro, estrecha y caliente, apretándome cada vez más fuerte cuanto más rápido íbamos.
Ella se arqueaba, tirando la cabeza hacia atrás, los pezones oscuros erguidos rozándome el pecho cuando la aplastaba contra mí. Cada embestida la arrancaba un grito corto, y de repente me pedía más: “Más duro, papi, más duro…”. Obedecí, sujetándola por la cintura, embistiéndola con toda la fuerza, hasta que la cama chirriaba bajo nuestro peso y el colchón parecía hundirse. El sudor corría por mi espalda y caía sobre su vientre, mezclándose con el brillo húmedo de su pubis, con el jugo que empapaba mis muslos. Yo me perdí en esa sensación total: su olor, su piel oscura pegada a la mía, sus piernas rodeándome, y el temblor de su cuerpo que anunciaba que estaba a punto de correrse.
De pronto me empujó con fuerza en el pecho y me hizo rodar sobre la cama. Se subió encima de mí, con ese culo duro y redondo que me había vuelto loco desde el primer día, y se acomodó sobre mi polla sin quitarme los ojos de encima. Bajó lento, rozándome entero hasta hundirse de golpe, y soltó un gemido grave que me erizó la piel.
La visión me dejó sin aire: su piel oscura brillando de sudor, los pechos firmes rebotando con cada movimiento, los pezones oscuros y duros marcando círculos en el aire. Me cabalgaba con fuerza, moviendo las caderas en círculos, buscando el ritmo exacto que la hacía gemir más fuerte. Sus muslos se tensaban, y yo la sujetaba de las nalgas, abiertas y firmes, sintiendo cómo se enterraba en mí una y otra vez.
—Así, papi… así… —susurraba, con la voz quebrada.
Me dejé arrastrar por ese vaivén hasta que ella empezó a perder el control, jadeando con la boca abierta, y la tomé por la cintura para volver a girarla. Esta vez me coloqué de nuevo encima, ella tendida bajo mi peso, la piel de su vientre chocando contra la mía. La penetré con embestidas largas, profundas, y sus piernas se cruzaron en mi espalda, clavándome los talones para obligarme a ir aún más dentro. La besaba con la boca abierta, con la lengua enredada, mientras el sudor nos corría por la cara y los pechos se aplastaban entre nosotros.
La cama crujía, los gemidos llenaban la habitación, y todo se reducía a ese choque rítmico de cuerpos, a ese calor denso y húmedo en el que los dos nos disolvimos.
En medio del frenesí, me atreví a bajar los dedos más abajo, a rozar con la lengua la hendidura entre sus nalgas. Ella se tensó, sorprendida.
—¿Qué haces? —preguntó, entre risa y sobresalto.
—Quiero probarte toda —le dije.
Ella soltó un grito corto, mitad placer, mitad rechazo, y me apartó con la mano.
—¡No, no! Eso no.
—Confía en mí… te va a gustar —intenté convencerla, volviendo a besarla despacio mientras acariciaba con picardía ese agujero arrugado y fruncido.
Pero ella fue tajante, aunque con una sonrisa en la cara:
—Ni lo sueñes, papi. Ese culo está cerrado con candado.
Nos reímos, incluso mientras la penetraba con más fuerza, excitado por la prohibición. Ella me abrazaba fuerte con las piernas, clavándome las uñas en la espalda, y me dejaba claro que no había negociación posible.
Terminamos exhaustos, sudados, con el olor fuerte de su sexo impregnando toda la habitación. Ella me besó en la boca, aún jadeante, y me susurró al oído:
—Lo demás, lo que quieras. Pero ahí atrás, nunca.
Me quedé con la sensación de haber tocado un límite infranqueable, y al mismo tiempo con la certeza de que esa negativa también formaba parte del hechizo.
*
Ella se tumbó a mi lado, todavía con la piel perlada de sudor, el pelo rizado pegado a la frente. Me miró con esos ojos oscuros, brillantes, y sonrió con malicia.
—No me vengas con más mañas, ¿eh? —me dijo, dándome un pequeño empujón en el pecho.
—Yo solo quería… —empecé, pero me calló con un beso en el cuello.
—Ya te dije que por atrás no, papi. Pero… —me susurró— …por aquí adelante sí.
Se deslizó hacia abajo, despacio, como felina. Me abrió las piernas con sus manos pequeñas pero firmes y rodeó mi polla aún dura con los dedos. El contraste de su piel oscura sobre la mía me encendió de nuevo.
Cuando la sentí lamerme la punta, lenta, con esa lengua cálida y húmeda, solté un gemido. Me la tragó poco a poco, cerrando los labios alrededor, y comenzó un vaivén constante, húmedo, con un ritmo hipnótico.
—Xiomara… —murmuré, echando la cabeza atrás.
Ella me miraba, los ojos brillantes, mientras me chupaba con una entrega casi solemne. No tenía prisa: alternaba succión profunda con caricias de lengua, deteniéndose a saborear cada parte, como si quisiera dejar claro que allí sí me daría todo. Su saliva me empapaba hasta el pubis, chorreando, y con la otra mano me acariciaba los huevos con suavidad.
Me llevó al borde varias veces, retirándose justo antes, riéndose bajito, disfrutando de la tortura. Yo gemía, retorciéndome, rogándole sin palabras.
—¿Quieres terminar, papi? —me preguntó, sacándose mi polla de la boca y frotándola con la mano.
—Sí… joder, sí…
—Pues dame todo —susurró, y se la metió de nuevo hasta el fondo.
No aguanté más. El orgasmo me estalló en oleadas, ella no apartó la boca. Lo tragó todo con un gemido gutural, sin soltarme, como si quisiera ordeñarme hasta el último espasmo. Luego me limpió con la lengua, lenta, cuidadosa, mientras yo jadeaba, incapaz de moverme.
Se incorporó, me miró a los ojos y se pasó la lengua por los labios húmedos.
—¿Ves? —me dijo, sonriendo con descaro—. Te dije que por atrás no, pero por aquí… hasta el final.
Me quedé rendido, con la risa atrapada entre el pecho y el cansancio. En ese momento entendí que su negativa no restaba nada, sino que formaba parte de su juego: dar, negar, provocar, entregar. Y que a su manera, Xiomara había puesto las reglas, y yo no podía más que agradecerle cada segundo.
*
La mañana siguiente me desperté con el olor fuerte de café y el murmullo de la cafetera en la cocina. Xiomara ya estaba de pie, con una camiseta ancha que apenas le cubría las caderas. El pelo rizado, todavía húmedo, caía como una cascada negra sobre su espalda.
—Mira quién se digna a levantarse —me soltó, sin mirarme, removiendo el café con una cuchara.
Me senté en la cama, aún medio adormilado.
—Después de lo de anoche, cualquiera se levanta temprano…
Ella se giró, arqueando una ceja.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué parte hablas? ¿Del polvo, o de cuando te tuve temblando con la boca?
Reí, frotándome la cara.
—De todo. Pero lo de la boca… joder, eso me dejó seco.
Se acercó con la taza, me la puso en la mano y se quedó mirándome desde arriba.
—Pues quédate con eso, papi. Porque lo otro que querías… —dijo señalando su culo con un manotazo juguetón— …eso sigue cerrado.
—Algún día… —le respondí, medio en broma, medio en serio.
Ella negó con la cabeza, riéndose.
—Ni en tus mejores sueños. Pero si te portas bien, puedo darte otra de las mías.
—¿Otro café? —pregunté, fingiendo ingenuidad.
—No, bruto —rió a carcajadas, dándome un beso rápido en la frente—. Otra mamada.
El resto de la mañana transcurrió entre risas, café fuerte y silencios cómodos. Y yo supe, mientras la miraba moverse por la cocina, que sus reglas eran férreas… pero que cada vez que aceptara jugar conmigo dentro de esos límites, iba a valer la pena.