Ventanas Abiertas

Alfonso91

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30 Mar 2025
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Era viernes por la noche, y el calor del verano se colaba por cada rendija del viejo edificio. La ciudad estaba viva allá afuera, pero dentro del departamento, todo era lento, casi detenido, como si el tiempo se hubiera puesto en pausa para observar lo que estaba por comenzar.
Claudia estaba sentada en el borde del sofá, con una copa de vino tinto en la mano. Llevaba puesta solo una camisa blanca de su pareja, Tomás, apenas abotonada. Bajo la tela, sus pezones marcaban el ritmo de su respiración. Tenía las piernas cruzadas y una sonrisa ladeada, de esas que no se ensayan: nacen del deseo y del poder de saberse deseada.
Tomás se acercó por detrás y deslizó los dedos por su cuello, despacio, hundiéndolos entre su cabello. Había algo diferente en la forma en que la tocaba esta noche. Algo más cargado, más oscuro. Le había hecho una propuesta unos días antes… algo que no habían probado nunca. Y Claudia, después de pensarlo, había dicho que sí.
Del otro lado de la calle, en el edificio de enfrente, una ventana estaba abierta. La persiana medio bajada, pero no del todo. Claudia sabía que alguien miraba desde ahí. No era la primera vez que notaban esos ojos curiosos, esa silueta en la sombra. Un vecino anónimo que parecía observarlos desde el anonimato, noche tras noche.

Y esta vez, lo iban a dejar mirar.

Tomás deslizó la camisa de Claudia hacia un hombro, dejando al descubierto su piel. Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza hacia atrás, ofreciéndose. Todo comenzaba a girar en espiral.
Tomás la miró desde atrás, deteniéndose un instante en la curva de su cuello. Claudia seguía sentada, la copa de vino entre los dedos, las piernas cruzadas y esa camisa suya que le quedaba un poco grande… pero no lo suficiente para ocultarla.
Con un gesto silencioso, él le quitó la copa de las manos y la dejó sobre la mesa baja. No dijo una palabra. Tomás no necesitaba hablar cuando sabía exactamente qué quería. La tomó por la cintura, y ella se dejó guiar como si supiera que el juego había empezado.
Se puso de pie frente a él. La tela blanca apenas cubría la piel desnuda de sus muslos, que temblaban con un calor contenido. Tomás deslizó las manos por sus caderas, despacio, y luego las bajó por la parte trasera de sus muslos, presionando con los dedos mientras la acercaba a su cuerpo.

Le susurró al oído:

—Vamos a darle un buen espectáculo.

Claudia sonrió, un poco nerviosa, un poco excitada. Sintió que su piel se erizaba, no de miedo, sino de anticipación. Tomás la tomó de la mano y la llevó hacia la gran ventana del salón. Era ancha, con cortinas translúcidas corridas hacia los lados. Frente a ellos, el edificio vecino: ladrillo naranja, ventanas cuadradas… y una de ellas entreabierta. La penumbra adentro no dejaba ver mucho. Solo una figura oscura. Silenciosa. Atenta.
Claudia se quedó de pie frente al vidrio, de cara al vecino, mirando a su reflejo. Tomás se colocó detrás de ella. Muy cerca. Su respiración le golpeaba el cuello.

—Apoya las manos en el vidrio —le ordenó, con voz grave.

Ella lo hizo. Las palmas marcadas contra el vidrio, la frente a unos centímetros del cristal caliente por el aire de la noche. La camisa colgaba de sus hombros, apenas sujeta por los últimos botones. Tomás colocó una mano en su nuca y la empujó ligeramente hacia adelante, arqueando su espalda. La otra mano bajó por su cintura, con calma, hasta alcanzar el borde de la camisa.
La tela se deslizó por su cuerpo como si fuera agua. Primero un hombro, luego el otro… hasta que cayó al suelo. Claudia se quedó completamente desnuda frente a la ventana, vulnerable y expuesta. Pero no había vergüenza en su cuerpo, solo fuego. Sabía que la miraban. Y eso la excitaba como nunca.
Tomás la observó desde atrás unos segundos, sin tocarla. Solo disfrutando de la vista. La espalda desnuda, los glúteos firmes, las piernas ligeramente separadas, temblando. Luego se acercó, colocó una mano en la base de su cuello y deslizó la otra entre sus muslos. Claudia dejó escapar un gemido suave, que se perdió entre el vidrio y el silencio de la ciudad.

—Estás tan mojada —le susurró, pegando su boca a su oído.

Ella asintió, sin poder hablar.

Tomás empezó a acariciarla desde atrás, con dedos lentos y expertos, mientras la otra mano la sujetaba por la cadera para mantenerla en posición. Claudia se aferró al vidrio, conteniendo los jadeos, pero su cuerpo la traicionaba: se movía hacia él, buscándolo, empujando hacia atrás con las caderas, deseando más.
Y del otro lado de la calle, la silueta seguía allí, inmóvil. Mirando. Quizás tocándose. Quizás grabando cada detalle en la memoria.

La escena ardía.

Claudia tenía la frente apoyada contra el vidrio, los ojos cerrados y la boca entreabierta. El aire caliente de la ciudad la envolvía, pero lo que la quemaba por dentro era otra cosa: el roce de los dedos de Tomás entre sus muslos, la certeza de estar completamente expuesta, y esa silueta muda al otro lado de la calle… siempre ahí, siempre mirando.
Tomás se agachó sin decir nada, como si obedeciera a un instinto primitivo. Le besó la parte baja de la espalda primero, suave, lento, con los labios apenas abiertos. Luego deslizó sus manos por los muslos de Claudia, desde atrás, y con cada movimiento fue separando sus piernas un poco más.
Ella obedeció sin decir una palabra, solo dejando que el deseo hablara por ella. Sus manos seguían presionadas contra el vidrio, los pezones rozando la superficie tibia, su aliento dejando marcas empañadas sobre el cristal. Su cuerpo era una ofrenda.
Tomás se colocó justo detrás, de rodillas. Se tomó un segundo para mirar de cerca. El calor de su cuerpo, la humedad entre sus labios, la tensión en los músculos de sus muslos… Claudia estaba temblando.

Y entonces la lamió.

Desde abajo hacia arriba, despacio, con la lengua firme. La primera pasada fue suave, como una provocación. Claudia dejó escapar un jadeo ahogado y apretó el vidrio con más fuerza. Su cadera se movió sin querer, buscando más.

Tomás sonrió contra su piel.

Volvió a pasar la lengua, esta vez más profundo, abriéndola con los dedos para saborearla entera. Usaba su lengua como si estuviera explorándola por primera vez, pero con la precisión de quien conoce cada centímetro. La lamía con hambre, desde el clítoris hacia abajo, rozándola, succionando con fuerza leve, como si quisiera volverla loca lentamente.

Y lo estaba logrando.

Claudia se arqueó, apretando los dientes, intentando no gemir en voz alta. Pero era imposible. El placer era demasiado intenso, demasiado real. Sentía la lengua de Tomás moverse rítmica, insistente, húmeda, juguetona. A veces subía hasta su entrada, otras se concentraba en su clítoris, lo rodeaba, lo succionaba… y cada vez que lo hacía, Claudia perdía el control un poco más.
Del otro lado de la calle, la silueta seguía inmóvil. Tal vez ya no solo miraba. Tal vez también se tocaba. Pero Claudia ya no podía pensar en eso. Solo sentía. Solo ardía.
Tomás le clavó los dedos en las caderas y empezó a comerla con más intensidad. La lengua entraba, salía, se deslizaba entre sus labios mientras él gemía con el rostro pegado a su coño. Cada sonido, cada jadeo, se mezclaba con la noche. Y Claudia se rendía.
Su cuerpo vibraba, tenso, como un arco a punto de disparar. Sentía el orgasmo cerca, acumulándose. El calor subía por su columna, la quemaba desde el vientre. El clítoris palpitaba con cada caricia, y la lengua de Tomás no se detenía.

Hasta que…

Claudia se corrio. Contra el vidrio. Sin gritar, sin poder contener los espasmos que la sacudieron entera. Sus piernas temblaron. Su espalda se contrajo. Y su frente golpeó suavemente el cristal mientras el placer la recorría de arriba a abajo como una ola violenta, cálida, envolvente.
Tomás no se apartó. Siguió lamiéndola mientras gemía contra su cuerpo, prolongando su orgasmo, bebiendo cada reacción. Solo cuando la sintió temblar sin fuerzas, se puso de pie detrás de ella.
Le acarició el cabello, le besó la nuca. Claudia se sostuvo en el marco de la ventana, respirando agitadamente, con las mejillas encendidas.

Y entonces él dijo, en voz baja:

—No hemos terminado.

Claudia seguía de pie frente al vidrio, con las piernas aún temblorosas y la piel ardiente. El reflejo en el cristal le devolvía la imagen de su cuerpo desnudo: la espalda perlada de sudor, los muslos húmedos, las marcas suaves de los dedos de Tomás aún visibles en su piel. Su respiración era irregular, como si hubiera corrido una maratón en silencio.
Sintió a Tomás detrás de ella. Lo notó de pie, firme, caliente. Su cuerpo irradiaba una tensión densa, pura necesidad. Y entonces Claudia giró.
Se arrodilló lentamente frente a él. No por sumisión, sino por deseo. Por hambre. Por el fuego que seguía latiendo entre sus piernas a pesar del orgasmo.
Mientras bajaba la mirada, sus pechos se movieron con suavidad, firmes, turgentes, los pezones aún duros, oscuros, sensibles por la brisa tibia que se colaba desde la ventana. Sus areolas eran grandes, suaves, y palpitaban con cada latido. Las gotas de sudor deslizándose por el canal de su pecho solo aumentaban el efecto de lo prohibido, de lo inevitable.
Tomás la miraba desde arriba, fascinado. Su pene estaba ya duro, palpitante, marcado por venas gruesas, con el glande brillante, húmedo, expuesto por completo. Tenía ese tono oscuro, ligeramente rojizo, de los hombres que están a punto de estallar. Su miembro era grueso, largo, de esos que se imponen incluso sin moverse. Su piel, tensa, vibraba con cada impulso contenido.
Claudia levantó la mirada con una sonrisa que mezclaba picardía y rendición. Colocó sus manos en los muslos de Tomás y lo observó desde abajo, justo como a él le gustaba.

—Quiero saborearte —dijo, casi en un susurro.

Y lo hizo.

Comenzó por besarle el abdomen, despacio, con los labios húmedos, bajando poco a poco. Luego lamió la base de su miembro, con una lengua suave y lenta, como si estuviera descubriéndolo por primera vez. Tomás jadeó, y ella lo sintió temblar bajo sus manos.
Su lengua lo rodeó con movimientos circulares, subiendo desde la base hasta el glande, que ahora latía con cada respiración. Lo miró a los ojos antes de llevárselo a la boca. Primero la punta, húmeda, salada, caliente. Luego un poco más… y más. Tomás lanzó un suspiro grave, casi un gruñido contenido.
Claudia lo devoraba sin prisa, disfrutando de cada centímetro. Sus labios lo envolvían con una presión perfecta, y su lengua no dejaba de moverse, acariciándolo por dentro. Lo sacaba lentamente y lo lamía de nuevo, solo para volver a tomarlo más profundo. Con cada embestida suave de su boca, sus pechos se movían al ritmo, brillando bajo la luz cálida del departamento.
Tomás se aferró a su cabello, no para guiarla, sino para no perderse. El placer le subía como electricidad. La visión de Claudia arrodillada, con la boca llena de él, los pechos saltando suavemente, la mirada encendida… era demasiado.
Ella sabía exactamente cuándo apretar, cuándo aflojar, cuándo acelerar. Su boca era un templo y él, un sacrificio. El sonido húmedo, los jadeos contenidos, el calor entre ellos… la habitación era una cámara de deseo.
Claudia se lo sacó de la boca un segundo, lo miró mientras lo acariciaba con la mano, y le dijo:

—Quiero que te corras…

Y volvió a tomarlo entero, profundo, dejando que su garganta lo abrazara hasta hacer que Tomás perdiera el control por un momento, soltando un gemido ronco que se mezcló con el eco de la noche.
Tomás tenía la cabeza inclinada hacia atrás, los ojos cerrados, la respiración descontrolada. Sus dedos enredados en el cabello de Claudia ya no marcaban el ritmo: ella lo tenía completamente bajo su dominio.
Su boca era una mezcla perfecta de presión y calor, su lengua se movía como si pudiera leer su cuerpo. Cada vez que lo deslizaba profundamente dentro de su garganta, lo hacía con una entrega deliciosa, sin miedo, sin titubeos. Se retiraba un poco, lo lamía con precisión, lo masajeaba con la mano mientras lo miraba desde abajo con una mirada feroz, deseosa.
Claudia estaba decidida a llevárselo entero. A hacerlo explotar.
Aumentó el ritmo. No con violencia, sino con una cadencia firme, segura. Sus labios lo rodeaban con un sello húmedo, y la succión era perfecta. Tomás jadeaba, luchando por no perderse demasiado pronto, pero su cuerpo ya no respondía. Estaba al borde. Cada fibra de su ser se tensaba con anticipación.

—Claudia… —susurró él, con la voz rota—. Me voy a correr…

Ella no se detuvo. Lo miró, con la boca llena de él, y asintió con los ojos. Quería que lo hiciera. Quería tragárselo todo.

Y entonces sucedió.

El cuerpo de Tomás se contrajo con una sacudida profunda. Un gemido ronco escapó de su pecho. Claudia lo sintió palpitar dentro de su boca y recibió cada descarga, cada latido caliente, con una entrega absoluta. Tragó sin dudar, manteniendo el ritmo suave, lento, casi reconfortante mientras succionaba lo último, mientras lo limpiaba con la lengua, con devoción.
No apartó la boca hasta que sintió que él bajaba las manos, exhausto. Solo entonces lo dejó salir con un leve pop húmedo, y lo lamió una última vez, con ternura, como cerrando un acto sagrado.
Lo miró desde abajo, sus labios aún húmedos, los ojos brillando de deseo satisfecho. En sus mejillas, el calor del momento. En su boca, el sabor de la entrega.
Tomás la miraba como si no pudiera creer lo que acababa de pasar. Respiraba agitado, y aún tenía una mano temblorosa sobre su cabello.

—Mierda, Claudia… —dijo, sin aire—. Me acabas de destruir.

Ella sonrió, se relamió lentamente los labios y se puso de pie, acercando su cuerpo aún desnudo al de él, pegándose al torso sudoroso.

—¿Te gustó el espectáculo? —preguntó, con la boca rozando su oído—. Porque creo que nuestro vecino también lo disfrutó.

Ambos rieron. Y se quedaron así, piel contra piel, mirando hacia la ventana aún abierta.



Continuará…
 
Noche siguiente.

El departamento estaba en penumbra, bañado por una luz cálida y tenue que salía desde la lámpara del pasillo. La ciudad respiraba en silencio detrás de los cristales. El calor seguía apretando. Tomás estaba en la cocina, preparando algo para picar, aún desnudo de la cintura para arriba, con el cabello húmedo por la ducha.
Claudia estaba en la sala, sentada en el sofá con una pierna cruzada sobre la otra, solo con una bata de satén que apenas cubría su cuerpo desnudo. Aún sentía en el cuerpo los ecos de la noche anterior. Había algo en ella que se había encendido, una curiosidad más allá del placer físico… una atracción por lo desconocido, por la mirada muda de aquel que no tocaba, pero deseaba.
Entonces lo oyó: un leve desliz en la puerta de entrada. Un sonido rápido, casi imperceptible, como el roce de papel sobre madera. Claudia frunció el ceño, se levantó y caminó hasta allí descalza, despacio, sintiendo el pulso latirle en los muslos.
Se agachó y encontró una hoja doblada. Papel blanco, sin sobre. Ningún nombre. La recogió. Su piel se erizó de inmediato, como si su cuerpo ya supiera lo que estaba por leer.
La abrió. Las letras eran pequeñas, firmes, manuscritas con tinta negra. Un trazo masculino. Seguro. Directo.

“Anoche fue hermoso. No solo lo que hicieron… sino cómo tú te entregaste sabiendo que eras observada. Esa fue la parte más excitante.
Si alguna vez quieres más… si alguna vez quieres sentirme más cerca, más que solo con la mirada… deja la ventana abierta y las cortinas completamente corridas. Una vela encendida en el alféizar bastará. Yo sabré qué significa.”

Claudia sintió el estómago dar un vuelco. Su nombre estaba ahí. No era un mensaje para ambos. Era para ella. Solo para ella.
El papel tembló entre sus dedos. Podía oír a Tomás riendo suavemente desde la cocina, sin saber nada. Sin imaginar lo que acababa de llegar.
Ella cerró la nota despacio y, sin pensar demasiado, la metió entre los pliegues de su bata. Su respiración se volvió lenta, pesada.
No dijo nada.
Volvió al sofá, se sentó como si nada hubiera pasado, y cruzó las piernas de nuevo, apretando un poco más el nudo de la bata. Pero dentro de su mente, el juego había comenzado.
Tomás entró con dos copas de vino y se sentó a su lado, ajeno a la electricidad que se arremolinaba bajo la piel de Claudia. Le pasó una copa, sonrió, la besó en el hombro.

—¿Estás bien?

Ella sonrió de vuelta, tranquila, suave.

—Perfectamente —dijo.

Pero en su interior, ya empezaba a arder una nueva pregunta:

¿Y si encendiera esa vela?

La noche avanzó sin apuro, envuelta en vino tinto, piel tibia y caricias suaves. Tomás, satisfecho, se quedó dormido con la cabeza sobre el pecho desnudo de Claudia. Ella acariciaba su cabello con lentitud, pero no podía concentrarse.
La nota seguía ahí, doblada bajo la almohada, como una semilla ardiendo.
Cuando sintió que la respiración de Tomás se volvió pesada y profunda, Claudia se movió con cuidado. Se deslizó fuera de la cama, sin hacer ruido. Estaba desnuda, su cuerpo aún húmedo por el calor de la noche y los restos de la pasión anterior.
Caminó descalza por el pasillo en penumbra hasta el baño. Encendió la luz tenue del espejo y se miró. Se sostuvo la mirada por unos segundos. Había algo distinto en sus ojos: una promesa, una provocación, una confesión silenciosa.
Abrió la ducha y dejó caer el agua sobre su piel sin prisa. Se lavó lentamente, como si cada gota preparara su cuerpo para algo sagrado. Usó un jabón con aroma a vainilla y ámbar, espumoso, sedoso. Se enjuagó los muslos, el vientre, los pechos, dejando que sus dedos rozaran apenas su coño, ya húmedo por algo más que el agua.
Cuando salió, se secó con una toalla suave, pero no se vistió de inmediato. Fue al armario y eligió algo especial. Algo que nunca se había puesto solo para sí misma.
Eligió una bata de seda negra.
Transparente. Larga hasta los tobillos, pero tan fina que dejaba entrever su piel como una sombra detrás de una cortina. Debajo, nada. Ni ropa interior, ni excusas. Solo su cuerpo.
Se perfumó ligeramente el cuello, el escote y la parte interna de los muslos. Un toque leve de un aroma profundo y dulce, apenas perceptible… solo si alguien estaba lo bastante cerca como para merecerlo.
Sus pezones, aún sensibles, se marcaban a través de la seda. El vello entre sus piernas apenas se intuía bajo la tela. El contraste entre la piel clara y el negro de la bata era casi obsceno.
Pasó frente al espejo otra vez. Se miró.
Y se gustó.
Se deseó.
Volvió al salón, donde la ventana la esperaba. El lugar exacto donde todo había comenzado. Frente al ventanal, sobre una pequeña repisa, colocó una vela blanca. La encendió con un fósforo largo y la dejó allí, como un faro, como una señal.
La llama iluminaba apenas su figura. Todo lo demás era sombra.
Claudia se quedó de pie frente a la ventana, con la bata flotando alrededor de su cuerpo como una promesa. El calor de la vela acariciaba su muslo. El vidrio estaba frío contra la piel de su pecho desnudo cuando se acercó y apoyó las palmas.
Y entonces lo vio.
La silueta.
En el mismo departamento de la noche anterior. De pie. Mirando.
Pero esta vez, él sabía que esa luz era una invitación.
Claudia no se movió. Solo dejó que él la mirara. Sintiéndose viva, deseada, poderosa.
Abrió un poco la bata con las manos. La deslizó hacia los lados, dejando al descubierto sus pechos, tensos, duros, brillantes por el reflejo de la vela. La seda cayó por sus hombros y se quedó colgando apenas de los codos.
Estaba desnuda. Delante del fuego. Delante del ojo que la observaba.
Y no había vuelta atrás.
La llama de la vela temblaba en el alféizar, proyectando sombras suaves sobre la sala. Afuera, la ciudad dormía. Adentro, Claudia ardía.
La seda negra colgaba de sus brazos, abierta. Sus pechos estaban completamente expuestos, brillando a la luz tenue. La piel aún húmeda por la ducha parecía más suave, más vulnerable. Pero no había nada débil en ella.
Era una diosa esperando ser adorada.
Después de varios segundos de contacto visual con esa sombra silenciosa en la ventana de enfrente, Claudia se giró. Despacio. Sin cubrirse.
Sus caderas se movían con una sensualidad que no era fingida, sino instintiva.
Caminó hacia el sofá y se dejó caer con una gracia indolente. Se recostó hacia atrás, apoyando los codos sobre los cojines. Y abrió las piernas.
Desnuda.
Completamente ofrecida.
Y quieta.
Sus labios estaban entreabiertos, oscuros, brillantes de humedad y deseo. El vello fino que enmarcaba su coño parecía centellear con la luz del fuego. No se tocó. No se movió. Solo dejó que la escena hablara por ella.
El silencio era denso. El tiempo, lento.
Miró hacia la ventana de nuevo.
Él seguía allí.
Y ahora, él sabía que la señal no era un capricho. Era una llamada.
Claudia sentía cómo su cuerpo latía con fuerza. El pulso entre sus piernas era un tambor. Su respiración, cada vez más pesada.
La vulnerabilidad de estar así, sola, abierta, deseando ser tomada, era tan excitante como cualquier caricia.
Pero no se rendía al impulso. Esperaba.
Y entonces, ocurrió algo.
Una luz se apagó.
La del departamento de enfrente.
La silueta desapareció.
Claudia no se movió. Mantuvo la posición, aunque su corazón se aceleró.
Treinta segundos.
Un minuto.
Silencio.
Y luego, lo escuchó:
un golpe suave en la puerta.
No el timbre. No los nudillos. Solo un toque lento y firme. Como si él supiera que no necesitaba anunciarse.
Claudia se levantó. Cerró la bata, sin atarla. Caminó hacia la puerta sin prisas, sintiendo cómo cada paso la acercaba a algo que aún no tenía forma… pero que la estaba mojando otra vez.
Apoyó la mano en el picaporte.
Dudó solo un instante.
Y entonces…
abrió.
Claudia sintió primero el aire más frío del pasillo colarse por la abertura. Luego, lo vio a él.
Estaba de pie, a medio metro. Alto. Muy alto. Al menos 1,90. Tenía el cuerpo de alguien que no se entrenaba para lucir bien, sino por hábito. Hombros anchos, brazos definidos, cuello grueso. Llevaba una camiseta negra que se ajustaba al torso como una segunda piel, marcando los pectorales firmes y el relieve de sus abdominales que se insinuaban bajo la tela.
Su piel era morena, ligeramente tostada, como quien se broncea sin proponérselo. El cabello, corto, oscuro, desordenado. Barba de tres días, cerrada, perfectamente descuidada. Y los ojos… sus ojos eran grises. Fríos. Inquietantes.
Y estaban clavados en ella.
No en sus ojos.
En su boca.
En su escote abierto.
En el hueco de su bata de seda negra.
No dijo nada.
Claudia tampoco. No sabía qué esperar de sí misma… pero no se apartó.
Él alzó una ceja, con una expresión entre deseo contenido y una ligera arrogancia. Como si ya supiera que ella iba a dejarlo entrar. Como si esta escena ya hubiera sucedido muchas veces, solo en otra realidad.

—¿Vas a invitarme a pasar? —preguntó al fin, con una voz grave, raspada, deliciosamente sucia.

Claudia no respondió. Solo dio un paso hacia atrás. Abrió la puerta un poco más, lo justo para dejarle espacio.
Él entró con esa manera de moverse que tienen los hombres peligrosos: con lentitud medida, pero absolutamente seguro de sí.
Claudia cerró la puerta con suavidad. El clic del cerrojo sonó como una campana que marca el inicio de algo irreversible.
Él se giró para mirarla. No se acercó de inmediato. La observó de pies a cabeza, como si la estuviera desnudando otra vez, aunque ella ya estuviera casi desnuda.

—Eres aún más hermosa de cerca —dijo.

Claudia no apartó la mirada. Sus pezones se tensaron visiblemente bajo la seda.
Él lo notó. Sonrió.
Dio un paso al frente.
Claudia no retrocedio.
Hasta que quedaron a centímetros. No se tocaron aún. El aire entre ellos estaba caliente, vibrando.
Él levantó una mano y rozó su mentón con un solo dedo. Apenas.
Luego bajó el dedo por su cuello, lento, por el canal entre sus pechos, hasta detenerse justo en la abertura de su bata.

—¿Puedo? —susurró.

Claudia asintió. Casi no respiraba.
Él tiró del lazo con un movimiento tan suave que la seda se abrió como una flor.
La bata cayó a sus pies. Desnuda. Otra vez.
Pero esta vez, frente a otro hombre. Uno que la había estado deseando desde la sombra.
Uno que ahora podía tocarla.
Y entonces, él la besó.
Sin permiso. Sin prisa. Sin suavidad.
Un beso cargado, profundo, de esos que no se piden, se toman.
Sus manos le tomaron la cara primero, luego bajaron por sus costados hasta llegar a sus caderas. La pegó contra su cuerpo. Claudia sintió el bulto duro, caliente, pulsando contra su vientre.
Su coño se humedecía con cada roce, cada exhalación entrecortada, cada segundo que pasaba sin pensar.
Ella le respondió con la boca, con las uñas que subieron por su espalda, con el gemido que se le escapó entre dientes.
Él deslizó una mano entre sus piernas sin preguntar, y la encontró abierta. Mojada. Lista.
La besó más fuerte. La apretó contra la pared. Sus dedos comenzaron a acariciarla con precisión.
Ella jadeó contra su cuello.
Él gruñó contra su oído.
Y el juego recién empezaba.
El beso no paraba.
Él la tenía contra la pared, y Claudia sentía que el mundo se reducía a su cuerpo entre esos brazos duros, a la lengua de ese desconocido que no era un hombre cualquiera… era una sombra que había tomado forma, un deseo encarnado.
Su aliento estaba cargado de lujuria. Sus manos ya no preguntaban, exploraban con urgencia.
Una bajó entre sus piernas, la otra le sujetó la nuca mientras la besaba como si quisiera vaciarle el alma por la boca. Claudia se arqueaba hacia él, perdida. Sentía la presión creciente del bulto entre sus muslos, que no dejaba de endurecerse contra ella.
Y de repente, él la levantó.
Con fuerza. Con facilidad.
Como si no pesara nada.
Como si fuera suya.
Claudia lanzó un jadeo entrecortado, pero no opuso resistencia. Rodeó su cintura con las piernas al instante, sus brazos en su cuello.
Él la apretó contra la pared, y su cuerpo tembló al sentir su coño chocar con el de él a través de la ropa. Solo una tela fina los separaba. Y ya estaba empapada.
Él la miró a los ojos, muy de cerca, con el rostro encendido, los labios rojos por el beso feroz.

—Te imaginé así… tantas veces.

Y entonces la penetró.
De una sola embestida, lenta y profunda.
Sin quitarle los ojos de encima.
Sin pausa. Sin permiso.
Claudia gritó, pero no de dolor. Fue un sonido animal, nacido del centro de su cuerpo, del placer instantáneo de sentirse llenada así, contra la pared, en el aire, por ese hombre cuya presencia la consumía.
Él empezó a moverse.
Empujaba con fuerza, con ritmo, haciendo que el sonido de sus cuerpos chocando llenara la sala.
Cada vez que entraba, su glande rozaba el punto exacto dentro de ella que la hacía ver destellos.
Cada vez que salía, lo hacía lo justo… para volver a enterrarse más profundo.
Su espalda golpeaba suavemente la pared con cada embestida. Su boca apenas podía respirar entre gemidos.
Los muslos de Claudia lo apretaban con desesperación. Sentía su miembro caliente, duro, latiendo dentro de ella como si también tuviera corazón.

—Joder… —él murmuraba entre dientes, mordiéndole el cuello—. Estás tan mojada…
—Sigue —jadeó Claudia, apenas con voz—. No pares. No pares…

Él aceleró.
La embestía como si llevara meses esperando ese momento.
Como si cada día espiándola hubiera alimentado una tensión imposible de contener.
Claudia sentía que el clímax se le venía como una ola feroz. Su clítoris frotaba contra su pelvis, y cada fricción la empujaba más cerca del borde.
Y entonces…
Se corrio.
Con un orgasmo violento. Salvaje.
Gritó contra su cuello, aferrada a su cuerpo, mientras su vientre se contraía, mientras su sexo palpitaba con fuerza, apretándolo por dentro.
Él gimió al sentirlo, tembló, y la sostuvo con más fuerza.

—Dios, Claudia… me vas a hacer…

Y en tres embestidas más, él también se corrio.
Muy profundo.
Muy adentro.
Todo su cuerpo se tensó, y se vació en ella con una descarga caliente que la hizo gemir una vez más.
Se quedaron así, jadeando, pegados.
Él aún dentro.
Ella aún abrazada a su cuerpo.
Sudor. Respiraciones mezcladas. Temblor en las piernas.
Y un silencio brutal.
Él la bajó con cuidado. La miró.
Sus cuerpos aún conectados por lo que acababa de pasar.

—¿Estás bien? —preguntó, con voz ronca.

Claudia lo miró.
Sus labios estaban hinchados. Sus pechos subían y bajaban con cada respiración.
Una gota de su orgasmo bajaba por el muslo interno.
Y sonrió.

—No.

Estoy jodidamente viva.
El cuerpo de Claudia aún temblaba.
Sus muslos brillaban con los restos del placer reciente, y el olor en la habitación era mezcla de sudor, sexo y algo más… algo más oscuro.
El peso del silencio.
Él —el vecino— se puso la camiseta de nuevo sin decir una palabra. La observó mientras ella recogía su bata del suelo sin apurarse. Claudia no lo miraba. Mantenía los ojos fijos en el nudo flojo de la tela, mientras lo ataba con dedos algo torpes.
Él se acercó. Le pasó un dedo por la mandíbula, con suavidad, y se inclinó para besarle la mejilla.

—Cuando quieras repetir… sabrás cómo llamarme —dijo en voz baja, con esa misma voz rasposa que le había hecho temblar las piernas una hora antes.

Y entonces se fue.
Sin mirar atrás.
Sin cerrar con fuerza.
La puerta solo hizo un clic suave. Como si nada hubiera pasado.
Claudia se quedó sola.
Desnuda por dentro, aunque cubierta por la seda negra.
Sus pezones aún estaban duros. Su coño palpitaba. Pero su mente ya no estaba allí.
Caminó hasta el baño y encendió la luz baja del espejo. Se miró.
Había sudor en su pecho, el cabello desordenado, la boca roja.
La marca de sus dedos en sus caderas aún se notaba.
Se mojó la cara. Se lavó entre las piernas. No con vergüenza… sino con una sensación extraña. Como si necesitara recuperar una parte de sí que había soltado.
Lo que había hecho le había dado un placer brutal. Salvaje. Pero también… la había roto un poco.

—¿Qué carajo hice…? —susurró, con la toalla presionada entre los muslos.

No lloró. No se maldijo.
Solo respiró hondo y se quedó en silencio.
Luego volvió al cuarto. Tomás dormía profundamente. Girado hacia su lado, la boca apenas abierta. Inocente.
Ajeno.
Claudia se metió a la cama sin hacer ruido.
Se dio vuelta hacia él.
No lo tocó. Solo lo observó.
Sintió una punzada en el pecho. No de culpa… sino de extrañeza. Como si algo entre ellos hubiera cambiado, aunque él no lo supiera.
Y aún así…
Estaba mojada otra vez.
La contradicción era brutal.
Se durmió así. Excitada. Exhausta. Un poco vacía.
Con el olor de otro hombre en la piel.



Continuará…
 

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