Alfonso91
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Era viernes por la noche, y el calor del verano se colaba por cada rendija del viejo edificio. La ciudad estaba viva allá afuera, pero dentro del departamento, todo era lento, casi detenido, como si el tiempo se hubiera puesto en pausa para observar lo que estaba por comenzar.
Claudia estaba sentada en el borde del sofá, con una copa de vino tinto en la mano. Llevaba puesta solo una camisa blanca de su pareja, Tomás, apenas abotonada. Bajo la tela, sus pezones marcaban el ritmo de su respiración. Tenía las piernas cruzadas y una sonrisa ladeada, de esas que no se ensayan: nacen del deseo y del poder de saberse deseada.
Tomás se acercó por detrás y deslizó los dedos por su cuello, despacio, hundiéndolos entre su cabello. Había algo diferente en la forma en que la tocaba esta noche. Algo más cargado, más oscuro. Le había hecho una propuesta unos días antes… algo que no habían probado nunca. Y Claudia, después de pensarlo, había dicho que sí.
Del otro lado de la calle, en el edificio de enfrente, una ventana estaba abierta. La persiana medio bajada, pero no del todo. Claudia sabía que alguien miraba desde ahí. No era la primera vez que notaban esos ojos curiosos, esa silueta en la sombra. Un vecino anónimo que parecía observarlos desde el anonimato, noche tras noche.
Y esta vez, lo iban a dejar mirar.
Tomás deslizó la camisa de Claudia hacia un hombro, dejando al descubierto su piel. Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza hacia atrás, ofreciéndose. Todo comenzaba a girar en espiral.
Tomás la miró desde atrás, deteniéndose un instante en la curva de su cuello. Claudia seguía sentada, la copa de vino entre los dedos, las piernas cruzadas y esa camisa suya que le quedaba un poco grande… pero no lo suficiente para ocultarla.
Con un gesto silencioso, él le quitó la copa de las manos y la dejó sobre la mesa baja. No dijo una palabra. Tomás no necesitaba hablar cuando sabía exactamente qué quería. La tomó por la cintura, y ella se dejó guiar como si supiera que el juego había empezado.
Se puso de pie frente a él. La tela blanca apenas cubría la piel desnuda de sus muslos, que temblaban con un calor contenido. Tomás deslizó las manos por sus caderas, despacio, y luego las bajó por la parte trasera de sus muslos, presionando con los dedos mientras la acercaba a su cuerpo.
Le susurró al oído:
—Vamos a darle un buen espectáculo.
Claudia sonrió, un poco nerviosa, un poco excitada. Sintió que su piel se erizaba, no de miedo, sino de anticipación. Tomás la tomó de la mano y la llevó hacia la gran ventana del salón. Era ancha, con cortinas translúcidas corridas hacia los lados. Frente a ellos, el edificio vecino: ladrillo naranja, ventanas cuadradas… y una de ellas entreabierta. La penumbra adentro no dejaba ver mucho. Solo una figura oscura. Silenciosa. Atenta.
Claudia se quedó de pie frente al vidrio, de cara al vecino, mirando a su reflejo. Tomás se colocó detrás de ella. Muy cerca. Su respiración le golpeaba el cuello.
—Apoya las manos en el vidrio —le ordenó, con voz grave.
Ella lo hizo. Las palmas marcadas contra el vidrio, la frente a unos centímetros del cristal caliente por el aire de la noche. La camisa colgaba de sus hombros, apenas sujeta por los últimos botones. Tomás colocó una mano en su nuca y la empujó ligeramente hacia adelante, arqueando su espalda. La otra mano bajó por su cintura, con calma, hasta alcanzar el borde de la camisa.
La tela se deslizó por su cuerpo como si fuera agua. Primero un hombro, luego el otro… hasta que cayó al suelo. Claudia se quedó completamente desnuda frente a la ventana, vulnerable y expuesta. Pero no había vergüenza en su cuerpo, solo fuego. Sabía que la miraban. Y eso la excitaba como nunca.
Tomás la observó desde atrás unos segundos, sin tocarla. Solo disfrutando de la vista. La espalda desnuda, los glúteos firmes, las piernas ligeramente separadas, temblando. Luego se acercó, colocó una mano en la base de su cuello y deslizó la otra entre sus muslos. Claudia dejó escapar un gemido suave, que se perdió entre el vidrio y el silencio de la ciudad.
—Estás tan mojada —le susurró, pegando su boca a su oído.
Ella asintió, sin poder hablar.
Tomás empezó a acariciarla desde atrás, con dedos lentos y expertos, mientras la otra mano la sujetaba por la cadera para mantenerla en posición. Claudia se aferró al vidrio, conteniendo los jadeos, pero su cuerpo la traicionaba: se movía hacia él, buscándolo, empujando hacia atrás con las caderas, deseando más.
Y del otro lado de la calle, la silueta seguía allí, inmóvil. Mirando. Quizás tocándose. Quizás grabando cada detalle en la memoria.
La escena ardía.
Claudia tenía la frente apoyada contra el vidrio, los ojos cerrados y la boca entreabierta. El aire caliente de la ciudad la envolvía, pero lo que la quemaba por dentro era otra cosa: el roce de los dedos de Tomás entre sus muslos, la certeza de estar completamente expuesta, y esa silueta muda al otro lado de la calle… siempre ahí, siempre mirando.
Tomás se agachó sin decir nada, como si obedeciera a un instinto primitivo. Le besó la parte baja de la espalda primero, suave, lento, con los labios apenas abiertos. Luego deslizó sus manos por los muslos de Claudia, desde atrás, y con cada movimiento fue separando sus piernas un poco más.
Ella obedeció sin decir una palabra, solo dejando que el deseo hablara por ella. Sus manos seguían presionadas contra el vidrio, los pezones rozando la superficie tibia, su aliento dejando marcas empañadas sobre el cristal. Su cuerpo era una ofrenda.
Tomás se colocó justo detrás, de rodillas. Se tomó un segundo para mirar de cerca. El calor de su cuerpo, la humedad entre sus labios, la tensión en los músculos de sus muslos… Claudia estaba temblando.
Y entonces la lamió.
Desde abajo hacia arriba, despacio, con la lengua firme. La primera pasada fue suave, como una provocación. Claudia dejó escapar un jadeo ahogado y apretó el vidrio con más fuerza. Su cadera se movió sin querer, buscando más.
Tomás sonrió contra su piel.
Volvió a pasar la lengua, esta vez más profundo, abriéndola con los dedos para saborearla entera. Usaba su lengua como si estuviera explorándola por primera vez, pero con la precisión de quien conoce cada centímetro. La lamía con hambre, desde el clítoris hacia abajo, rozándola, succionando con fuerza leve, como si quisiera volverla loca lentamente.
Y lo estaba logrando.
Claudia se arqueó, apretando los dientes, intentando no gemir en voz alta. Pero era imposible. El placer era demasiado intenso, demasiado real. Sentía la lengua de Tomás moverse rítmica, insistente, húmeda, juguetona. A veces subía hasta su entrada, otras se concentraba en su clítoris, lo rodeaba, lo succionaba… y cada vez que lo hacía, Claudia perdía el control un poco más.
Del otro lado de la calle, la silueta seguía inmóvil. Tal vez ya no solo miraba. Tal vez también se tocaba. Pero Claudia ya no podía pensar en eso. Solo sentía. Solo ardía.
Tomás le clavó los dedos en las caderas y empezó a comerla con más intensidad. La lengua entraba, salía, se deslizaba entre sus labios mientras él gemía con el rostro pegado a su coño. Cada sonido, cada jadeo, se mezclaba con la noche. Y Claudia se rendía.
Su cuerpo vibraba, tenso, como un arco a punto de disparar. Sentía el orgasmo cerca, acumulándose. El calor subía por su columna, la quemaba desde el vientre. El clítoris palpitaba con cada caricia, y la lengua de Tomás no se detenía.
Hasta que…
Claudia se corrio. Contra el vidrio. Sin gritar, sin poder contener los espasmos que la sacudieron entera. Sus piernas temblaron. Su espalda se contrajo. Y su frente golpeó suavemente el cristal mientras el placer la recorría de arriba a abajo como una ola violenta, cálida, envolvente.
Tomás no se apartó. Siguió lamiéndola mientras gemía contra su cuerpo, prolongando su orgasmo, bebiendo cada reacción. Solo cuando la sintió temblar sin fuerzas, se puso de pie detrás de ella.
Le acarició el cabello, le besó la nuca. Claudia se sostuvo en el marco de la ventana, respirando agitadamente, con las mejillas encendidas.
Y entonces él dijo, en voz baja:
—No hemos terminado.
Claudia seguía de pie frente al vidrio, con las piernas aún temblorosas y la piel ardiente. El reflejo en el cristal le devolvía la imagen de su cuerpo desnudo: la espalda perlada de sudor, los muslos húmedos, las marcas suaves de los dedos de Tomás aún visibles en su piel. Su respiración era irregular, como si hubiera corrido una maratón en silencio.
Sintió a Tomás detrás de ella. Lo notó de pie, firme, caliente. Su cuerpo irradiaba una tensión densa, pura necesidad. Y entonces Claudia giró.
Se arrodilló lentamente frente a él. No por sumisión, sino por deseo. Por hambre. Por el fuego que seguía latiendo entre sus piernas a pesar del orgasmo.
Mientras bajaba la mirada, sus pechos se movieron con suavidad, firmes, turgentes, los pezones aún duros, oscuros, sensibles por la brisa tibia que se colaba desde la ventana. Sus areolas eran grandes, suaves, y palpitaban con cada latido. Las gotas de sudor deslizándose por el canal de su pecho solo aumentaban el efecto de lo prohibido, de lo inevitable.
Tomás la miraba desde arriba, fascinado. Su pene estaba ya duro, palpitante, marcado por venas gruesas, con el glande brillante, húmedo, expuesto por completo. Tenía ese tono oscuro, ligeramente rojizo, de los hombres que están a punto de estallar. Su miembro era grueso, largo, de esos que se imponen incluso sin moverse. Su piel, tensa, vibraba con cada impulso contenido.
Claudia levantó la mirada con una sonrisa que mezclaba picardía y rendición. Colocó sus manos en los muslos de Tomás y lo observó desde abajo, justo como a él le gustaba.
—Quiero saborearte —dijo, casi en un susurro.
Y lo hizo.
Comenzó por besarle el abdomen, despacio, con los labios húmedos, bajando poco a poco. Luego lamió la base de su miembro, con una lengua suave y lenta, como si estuviera descubriéndolo por primera vez. Tomás jadeó, y ella lo sintió temblar bajo sus manos.
Su lengua lo rodeó con movimientos circulares, subiendo desde la base hasta el glande, que ahora latía con cada respiración. Lo miró a los ojos antes de llevárselo a la boca. Primero la punta, húmeda, salada, caliente. Luego un poco más… y más. Tomás lanzó un suspiro grave, casi un gruñido contenido.
Claudia lo devoraba sin prisa, disfrutando de cada centímetro. Sus labios lo envolvían con una presión perfecta, y su lengua no dejaba de moverse, acariciándolo por dentro. Lo sacaba lentamente y lo lamía de nuevo, solo para volver a tomarlo más profundo. Con cada embestida suave de su boca, sus pechos se movían al ritmo, brillando bajo la luz cálida del departamento.
Tomás se aferró a su cabello, no para guiarla, sino para no perderse. El placer le subía como electricidad. La visión de Claudia arrodillada, con la boca llena de él, los pechos saltando suavemente, la mirada encendida… era demasiado.
Ella sabía exactamente cuándo apretar, cuándo aflojar, cuándo acelerar. Su boca era un templo y él, un sacrificio. El sonido húmedo, los jadeos contenidos, el calor entre ellos… la habitación era una cámara de deseo.
Claudia se lo sacó de la boca un segundo, lo miró mientras lo acariciaba con la mano, y le dijo:
—Quiero que te corras…
Y volvió a tomarlo entero, profundo, dejando que su garganta lo abrazara hasta hacer que Tomás perdiera el control por un momento, soltando un gemido ronco que se mezcló con el eco de la noche.
Tomás tenía la cabeza inclinada hacia atrás, los ojos cerrados, la respiración descontrolada. Sus dedos enredados en el cabello de Claudia ya no marcaban el ritmo: ella lo tenía completamente bajo su dominio.
Su boca era una mezcla perfecta de presión y calor, su lengua se movía como si pudiera leer su cuerpo. Cada vez que lo deslizaba profundamente dentro de su garganta, lo hacía con una entrega deliciosa, sin miedo, sin titubeos. Se retiraba un poco, lo lamía con precisión, lo masajeaba con la mano mientras lo miraba desde abajo con una mirada feroz, deseosa.
Claudia estaba decidida a llevárselo entero. A hacerlo explotar.
Aumentó el ritmo. No con violencia, sino con una cadencia firme, segura. Sus labios lo rodeaban con un sello húmedo, y la succión era perfecta. Tomás jadeaba, luchando por no perderse demasiado pronto, pero su cuerpo ya no respondía. Estaba al borde. Cada fibra de su ser se tensaba con anticipación.
—Claudia… —susurró él, con la voz rota—. Me voy a correr…
Ella no se detuvo. Lo miró, con la boca llena de él, y asintió con los ojos. Quería que lo hiciera. Quería tragárselo todo.
Y entonces sucedió.
El cuerpo de Tomás se contrajo con una sacudida profunda. Un gemido ronco escapó de su pecho. Claudia lo sintió palpitar dentro de su boca y recibió cada descarga, cada latido caliente, con una entrega absoluta. Tragó sin dudar, manteniendo el ritmo suave, lento, casi reconfortante mientras succionaba lo último, mientras lo limpiaba con la lengua, con devoción.
No apartó la boca hasta que sintió que él bajaba las manos, exhausto. Solo entonces lo dejó salir con un leve pop húmedo, y lo lamió una última vez, con ternura, como cerrando un acto sagrado.
Lo miró desde abajo, sus labios aún húmedos, los ojos brillando de deseo satisfecho. En sus mejillas, el calor del momento. En su boca, el sabor de la entrega.
Tomás la miraba como si no pudiera creer lo que acababa de pasar. Respiraba agitado, y aún tenía una mano temblorosa sobre su cabello.
—Mierda, Claudia… —dijo, sin aire—. Me acabas de destruir.
Ella sonrió, se relamió lentamente los labios y se puso de pie, acercando su cuerpo aún desnudo al de él, pegándose al torso sudoroso.
—¿Te gustó el espectáculo? —preguntó, con la boca rozando su oído—. Porque creo que nuestro vecino también lo disfrutó.
Ambos rieron. Y se quedaron así, piel contra piel, mirando hacia la ventana aún abierta.
Continuará…
Claudia estaba sentada en el borde del sofá, con una copa de vino tinto en la mano. Llevaba puesta solo una camisa blanca de su pareja, Tomás, apenas abotonada. Bajo la tela, sus pezones marcaban el ritmo de su respiración. Tenía las piernas cruzadas y una sonrisa ladeada, de esas que no se ensayan: nacen del deseo y del poder de saberse deseada.
Tomás se acercó por detrás y deslizó los dedos por su cuello, despacio, hundiéndolos entre su cabello. Había algo diferente en la forma en que la tocaba esta noche. Algo más cargado, más oscuro. Le había hecho una propuesta unos días antes… algo que no habían probado nunca. Y Claudia, después de pensarlo, había dicho que sí.
Del otro lado de la calle, en el edificio de enfrente, una ventana estaba abierta. La persiana medio bajada, pero no del todo. Claudia sabía que alguien miraba desde ahí. No era la primera vez que notaban esos ojos curiosos, esa silueta en la sombra. Un vecino anónimo que parecía observarlos desde el anonimato, noche tras noche.
Y esta vez, lo iban a dejar mirar.
Tomás deslizó la camisa de Claudia hacia un hombro, dejando al descubierto su piel. Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza hacia atrás, ofreciéndose. Todo comenzaba a girar en espiral.
Tomás la miró desde atrás, deteniéndose un instante en la curva de su cuello. Claudia seguía sentada, la copa de vino entre los dedos, las piernas cruzadas y esa camisa suya que le quedaba un poco grande… pero no lo suficiente para ocultarla.
Con un gesto silencioso, él le quitó la copa de las manos y la dejó sobre la mesa baja. No dijo una palabra. Tomás no necesitaba hablar cuando sabía exactamente qué quería. La tomó por la cintura, y ella se dejó guiar como si supiera que el juego había empezado.
Se puso de pie frente a él. La tela blanca apenas cubría la piel desnuda de sus muslos, que temblaban con un calor contenido. Tomás deslizó las manos por sus caderas, despacio, y luego las bajó por la parte trasera de sus muslos, presionando con los dedos mientras la acercaba a su cuerpo.
Le susurró al oído:
—Vamos a darle un buen espectáculo.
Claudia sonrió, un poco nerviosa, un poco excitada. Sintió que su piel se erizaba, no de miedo, sino de anticipación. Tomás la tomó de la mano y la llevó hacia la gran ventana del salón. Era ancha, con cortinas translúcidas corridas hacia los lados. Frente a ellos, el edificio vecino: ladrillo naranja, ventanas cuadradas… y una de ellas entreabierta. La penumbra adentro no dejaba ver mucho. Solo una figura oscura. Silenciosa. Atenta.
Claudia se quedó de pie frente al vidrio, de cara al vecino, mirando a su reflejo. Tomás se colocó detrás de ella. Muy cerca. Su respiración le golpeaba el cuello.
—Apoya las manos en el vidrio —le ordenó, con voz grave.
Ella lo hizo. Las palmas marcadas contra el vidrio, la frente a unos centímetros del cristal caliente por el aire de la noche. La camisa colgaba de sus hombros, apenas sujeta por los últimos botones. Tomás colocó una mano en su nuca y la empujó ligeramente hacia adelante, arqueando su espalda. La otra mano bajó por su cintura, con calma, hasta alcanzar el borde de la camisa.
La tela se deslizó por su cuerpo como si fuera agua. Primero un hombro, luego el otro… hasta que cayó al suelo. Claudia se quedó completamente desnuda frente a la ventana, vulnerable y expuesta. Pero no había vergüenza en su cuerpo, solo fuego. Sabía que la miraban. Y eso la excitaba como nunca.
Tomás la observó desde atrás unos segundos, sin tocarla. Solo disfrutando de la vista. La espalda desnuda, los glúteos firmes, las piernas ligeramente separadas, temblando. Luego se acercó, colocó una mano en la base de su cuello y deslizó la otra entre sus muslos. Claudia dejó escapar un gemido suave, que se perdió entre el vidrio y el silencio de la ciudad.
—Estás tan mojada —le susurró, pegando su boca a su oído.
Ella asintió, sin poder hablar.
Tomás empezó a acariciarla desde atrás, con dedos lentos y expertos, mientras la otra mano la sujetaba por la cadera para mantenerla en posición. Claudia se aferró al vidrio, conteniendo los jadeos, pero su cuerpo la traicionaba: se movía hacia él, buscándolo, empujando hacia atrás con las caderas, deseando más.
Y del otro lado de la calle, la silueta seguía allí, inmóvil. Mirando. Quizás tocándose. Quizás grabando cada detalle en la memoria.
La escena ardía.
Claudia tenía la frente apoyada contra el vidrio, los ojos cerrados y la boca entreabierta. El aire caliente de la ciudad la envolvía, pero lo que la quemaba por dentro era otra cosa: el roce de los dedos de Tomás entre sus muslos, la certeza de estar completamente expuesta, y esa silueta muda al otro lado de la calle… siempre ahí, siempre mirando.
Tomás se agachó sin decir nada, como si obedeciera a un instinto primitivo. Le besó la parte baja de la espalda primero, suave, lento, con los labios apenas abiertos. Luego deslizó sus manos por los muslos de Claudia, desde atrás, y con cada movimiento fue separando sus piernas un poco más.
Ella obedeció sin decir una palabra, solo dejando que el deseo hablara por ella. Sus manos seguían presionadas contra el vidrio, los pezones rozando la superficie tibia, su aliento dejando marcas empañadas sobre el cristal. Su cuerpo era una ofrenda.
Tomás se colocó justo detrás, de rodillas. Se tomó un segundo para mirar de cerca. El calor de su cuerpo, la humedad entre sus labios, la tensión en los músculos de sus muslos… Claudia estaba temblando.
Y entonces la lamió.
Desde abajo hacia arriba, despacio, con la lengua firme. La primera pasada fue suave, como una provocación. Claudia dejó escapar un jadeo ahogado y apretó el vidrio con más fuerza. Su cadera se movió sin querer, buscando más.
Tomás sonrió contra su piel.
Volvió a pasar la lengua, esta vez más profundo, abriéndola con los dedos para saborearla entera. Usaba su lengua como si estuviera explorándola por primera vez, pero con la precisión de quien conoce cada centímetro. La lamía con hambre, desde el clítoris hacia abajo, rozándola, succionando con fuerza leve, como si quisiera volverla loca lentamente.
Y lo estaba logrando.
Claudia se arqueó, apretando los dientes, intentando no gemir en voz alta. Pero era imposible. El placer era demasiado intenso, demasiado real. Sentía la lengua de Tomás moverse rítmica, insistente, húmeda, juguetona. A veces subía hasta su entrada, otras se concentraba en su clítoris, lo rodeaba, lo succionaba… y cada vez que lo hacía, Claudia perdía el control un poco más.
Del otro lado de la calle, la silueta seguía inmóvil. Tal vez ya no solo miraba. Tal vez también se tocaba. Pero Claudia ya no podía pensar en eso. Solo sentía. Solo ardía.
Tomás le clavó los dedos en las caderas y empezó a comerla con más intensidad. La lengua entraba, salía, se deslizaba entre sus labios mientras él gemía con el rostro pegado a su coño. Cada sonido, cada jadeo, se mezclaba con la noche. Y Claudia se rendía.
Su cuerpo vibraba, tenso, como un arco a punto de disparar. Sentía el orgasmo cerca, acumulándose. El calor subía por su columna, la quemaba desde el vientre. El clítoris palpitaba con cada caricia, y la lengua de Tomás no se detenía.
Hasta que…
Claudia se corrio. Contra el vidrio. Sin gritar, sin poder contener los espasmos que la sacudieron entera. Sus piernas temblaron. Su espalda se contrajo. Y su frente golpeó suavemente el cristal mientras el placer la recorría de arriba a abajo como una ola violenta, cálida, envolvente.
Tomás no se apartó. Siguió lamiéndola mientras gemía contra su cuerpo, prolongando su orgasmo, bebiendo cada reacción. Solo cuando la sintió temblar sin fuerzas, se puso de pie detrás de ella.
Le acarició el cabello, le besó la nuca. Claudia se sostuvo en el marco de la ventana, respirando agitadamente, con las mejillas encendidas.
Y entonces él dijo, en voz baja:
—No hemos terminado.
Claudia seguía de pie frente al vidrio, con las piernas aún temblorosas y la piel ardiente. El reflejo en el cristal le devolvía la imagen de su cuerpo desnudo: la espalda perlada de sudor, los muslos húmedos, las marcas suaves de los dedos de Tomás aún visibles en su piel. Su respiración era irregular, como si hubiera corrido una maratón en silencio.
Sintió a Tomás detrás de ella. Lo notó de pie, firme, caliente. Su cuerpo irradiaba una tensión densa, pura necesidad. Y entonces Claudia giró.
Se arrodilló lentamente frente a él. No por sumisión, sino por deseo. Por hambre. Por el fuego que seguía latiendo entre sus piernas a pesar del orgasmo.
Mientras bajaba la mirada, sus pechos se movieron con suavidad, firmes, turgentes, los pezones aún duros, oscuros, sensibles por la brisa tibia que se colaba desde la ventana. Sus areolas eran grandes, suaves, y palpitaban con cada latido. Las gotas de sudor deslizándose por el canal de su pecho solo aumentaban el efecto de lo prohibido, de lo inevitable.
Tomás la miraba desde arriba, fascinado. Su pene estaba ya duro, palpitante, marcado por venas gruesas, con el glande brillante, húmedo, expuesto por completo. Tenía ese tono oscuro, ligeramente rojizo, de los hombres que están a punto de estallar. Su miembro era grueso, largo, de esos que se imponen incluso sin moverse. Su piel, tensa, vibraba con cada impulso contenido.
Claudia levantó la mirada con una sonrisa que mezclaba picardía y rendición. Colocó sus manos en los muslos de Tomás y lo observó desde abajo, justo como a él le gustaba.
—Quiero saborearte —dijo, casi en un susurro.
Y lo hizo.
Comenzó por besarle el abdomen, despacio, con los labios húmedos, bajando poco a poco. Luego lamió la base de su miembro, con una lengua suave y lenta, como si estuviera descubriéndolo por primera vez. Tomás jadeó, y ella lo sintió temblar bajo sus manos.
Su lengua lo rodeó con movimientos circulares, subiendo desde la base hasta el glande, que ahora latía con cada respiración. Lo miró a los ojos antes de llevárselo a la boca. Primero la punta, húmeda, salada, caliente. Luego un poco más… y más. Tomás lanzó un suspiro grave, casi un gruñido contenido.
Claudia lo devoraba sin prisa, disfrutando de cada centímetro. Sus labios lo envolvían con una presión perfecta, y su lengua no dejaba de moverse, acariciándolo por dentro. Lo sacaba lentamente y lo lamía de nuevo, solo para volver a tomarlo más profundo. Con cada embestida suave de su boca, sus pechos se movían al ritmo, brillando bajo la luz cálida del departamento.
Tomás se aferró a su cabello, no para guiarla, sino para no perderse. El placer le subía como electricidad. La visión de Claudia arrodillada, con la boca llena de él, los pechos saltando suavemente, la mirada encendida… era demasiado.
Ella sabía exactamente cuándo apretar, cuándo aflojar, cuándo acelerar. Su boca era un templo y él, un sacrificio. El sonido húmedo, los jadeos contenidos, el calor entre ellos… la habitación era una cámara de deseo.
Claudia se lo sacó de la boca un segundo, lo miró mientras lo acariciaba con la mano, y le dijo:
—Quiero que te corras…
Y volvió a tomarlo entero, profundo, dejando que su garganta lo abrazara hasta hacer que Tomás perdiera el control por un momento, soltando un gemido ronco que se mezcló con el eco de la noche.
Tomás tenía la cabeza inclinada hacia atrás, los ojos cerrados, la respiración descontrolada. Sus dedos enredados en el cabello de Claudia ya no marcaban el ritmo: ella lo tenía completamente bajo su dominio.
Su boca era una mezcla perfecta de presión y calor, su lengua se movía como si pudiera leer su cuerpo. Cada vez que lo deslizaba profundamente dentro de su garganta, lo hacía con una entrega deliciosa, sin miedo, sin titubeos. Se retiraba un poco, lo lamía con precisión, lo masajeaba con la mano mientras lo miraba desde abajo con una mirada feroz, deseosa.
Claudia estaba decidida a llevárselo entero. A hacerlo explotar.
Aumentó el ritmo. No con violencia, sino con una cadencia firme, segura. Sus labios lo rodeaban con un sello húmedo, y la succión era perfecta. Tomás jadeaba, luchando por no perderse demasiado pronto, pero su cuerpo ya no respondía. Estaba al borde. Cada fibra de su ser se tensaba con anticipación.
—Claudia… —susurró él, con la voz rota—. Me voy a correr…
Ella no se detuvo. Lo miró, con la boca llena de él, y asintió con los ojos. Quería que lo hiciera. Quería tragárselo todo.
Y entonces sucedió.
El cuerpo de Tomás se contrajo con una sacudida profunda. Un gemido ronco escapó de su pecho. Claudia lo sintió palpitar dentro de su boca y recibió cada descarga, cada latido caliente, con una entrega absoluta. Tragó sin dudar, manteniendo el ritmo suave, lento, casi reconfortante mientras succionaba lo último, mientras lo limpiaba con la lengua, con devoción.
No apartó la boca hasta que sintió que él bajaba las manos, exhausto. Solo entonces lo dejó salir con un leve pop húmedo, y lo lamió una última vez, con ternura, como cerrando un acto sagrado.
Lo miró desde abajo, sus labios aún húmedos, los ojos brillando de deseo satisfecho. En sus mejillas, el calor del momento. En su boca, el sabor de la entrega.
Tomás la miraba como si no pudiera creer lo que acababa de pasar. Respiraba agitado, y aún tenía una mano temblorosa sobre su cabello.
—Mierda, Claudia… —dijo, sin aire—. Me acabas de destruir.
Ella sonrió, se relamió lentamente los labios y se puso de pie, acercando su cuerpo aún desnudo al de él, pegándose al torso sudoroso.
—¿Te gustó el espectáculo? —preguntó, con la boca rozando su oído—. Porque creo que nuestro vecino también lo disfrutó.
Ambos rieron. Y se quedaron así, piel contra piel, mirando hacia la ventana aún abierta.
Continuará…