Tras la cena del trabajo

xhinin

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25 Jun 2023
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Todos los años la empresa en la que trabajo celebra una cena en la que están invitadas todas las parejas de los trabajadores. El año pasado mi mujer no pudo acompañarme, pues su madre se encontraba enferma y pasaba con ella varias noches a la semana, así que, tuve que acudir a ella solo.

Al tener un puesto de responsabilidad, prácticamente basado en el control del trabajador, son muy pocos compañeros quieren compartir la cena conmigo, así que me senté en uno de los lados y, poco después, se sentó junto a mi una compañera que estaba a punto de jubilarse y que había sido, en mis comienzos, una buena maestra del oficio. Era bastante pelota y, pese a la diferencia de edad (yo estoy llegando a los cincuenta y ella ya ha pasado los sesenta) y una barriga que me acompaña desde hace unos años y que parece disimularse un poco por mi altura, siempre está comiéndome la oreja con lo bien que estoy y lo guapo que soy (cosa que, como comprenderéis, no me creo, al menos mucho).

Ella, viuda desde hacía algo más de un año, aprovechaba los momentos en que no había mucha gente alrededor para hacerme proposiciones que, realmente, me ponían bastante cachondo, quizá por ese juego que sólo existía antes de haber follado con alguien.

A mitad de la cena, con una discreción exquisita, comenzó a acariciar mi paquete, notando que aquel día no había encontrado nada de ropa interior que ponerme, ya que ahora que me encargaba prácticamente de toda la casa, tenía muchos fallos de planificación. He de decir que siempre he sido muy frío para este tipo de cosas, pero con sus caricias, y al no haber hecho el amor a mi mujer en varias semanas, mi picha comenzó a dejar claro que estaba deseosa de juegos.

Fueron varias las veces en las que retiré su mano de mi entrepierna, con mucha educación y disimulo, pues no quería que nadie se diese cuenta (y creo que así fue), ni de su comportamiento, ni del de mi entrepierna, dejando que la razón se impusiera sobre la excitación.

Terminada la cena se ofreció para acompañarme a casa en coche, pero yo me negué, pues no estaba dispuesto a darle lo que buscaba y no quería que se hiciera ilusiones, aunque mi polla le hubiera podido dar alguna esperanza. Además, cenamos cerca de casa y decidí volver a ella andando.

Las caricias que mi paquete había recibido durante la cena, la libertad de mis pelotas y mi polla en el interior de mi pantalón y la fantasía de saberme deseado, hacían que mi excitación, camino a casa, se hiciera muy notable, sintiéndome aliviado al notar que el abrigo parecía taparla y que, realmente, las calles estaban prácticamente desiertas.

Justo cuando intentaba contar las losas del suelo, esperando que mi polla se relajara, noté como dos chicas jóvenes (vamos, lo que es joven para mí a estas alturas de la vida, alrededor de los veinticinco o los treinta) se acercaban a mi. Observé que llevaban puestas unas batas y las zapatillas de andar por casa, cosa que me extrañó.
Al parecer habían bajado a tirar la basura y al intentar subir no lograban abrir la puerta del portal con sus llaves. Intuí que habría que intentar abrir con algo de maña, y comprobando que mi picha se relajaba, decidí ayudarlas.

Comprobé que el bombín de la cerradura se había desplazado un poquito, y, con un poco de paciencia, logré colocarlo en su sitio para abrir la puerta, dándoles unos consejos para que no les volviera a pasar y con la intención de marcharme lo antes posible. Ellas me invitaron a un café en agradecimiento. Intenté rehusarlo, aunque por las horas y la temperatura no era una opción totalmente despreciable, así que, sabiendo que mi mujer no estaría en casa y al ser ellas tan firmes en su proposición, decidí ser cortés y aceptar.

Subimos, abrieron la puerta de la casa y me invitaron a entrar, topándome de pronto con otra chica que estaba allí, con un camisón. Podéis imaginar que aquello me extrañó más que el verlas con zapatillas, y tuve que preguntarles por qué no habían llamado al telefonillo para que les abrieran. Una de ellas me explicó que aquella chica era sorda y que, al haber llegado esa misma tarde, no habían podido instalar ninguna señal luminosa en la casa para avisar de que llamaban de abajo.

Una de ellas comenzó a explicarle lo que había pasado con lenguaje de signos y ella con amabilidad, me saludó con una sonrisa. De las otras dos chicas, la rubia (que a pesar de ser bajita tenía un cuerpo bastante interesante: piel clarita, culo alto y redondito, pechos medianos y bastante tersos, a juzgar por lo que la camiseta que llevaba dejaba entrever al no llevar sujetador,…) comenzó a reírse:

-Se llama Carla, y dice que te pareces a ese presentador gordito y sexy de la tele … –yo sonreí con la ocurrencia también-. Lleva cuidado que esta es muy burra.

-Decidle que me halaga y que no me creo lo de sexy -contesté con una pequeña sonrisa que, según mi mujer, desarmaba a la más dura, y que, sinceramente, nunca conseguía de forma intencionada-.

La chica a la que acababa de conocer, que era algo más grande que las otras, pero que me parecía la más femenina de las tres, marchó a lo que imaginé que era la cocina, mientras las otras me acompañaban al salón, para que me sentara. Su compañera no tardó en llegar con una copa en la mano para mi, ante lo que le dije que prefería el café, explicándoles de dónde venía, pero me aconsejaron que no rechazara su oferta o se mosquearía mucho.

Por contentarla, tome un sorbo de lo que parecía ser ron con cola, aunque lo notaba bastante más dulzón de lo habitual. Entre lo que había bebido en la cena y aquella copa, que tomé mucho más rápido de lo que solía hacer con la intención de marcharme lo antes posible, comencé a marearme y a dejar mi seriedad habitual. Hacía tiempo que no charlaba de una forma tan distendida.

De repente empecé a sentir calor y, ellas, tras notarlo, me comentaron que tenían la calefacción rota y eran incapaces de bajarla.
Carla, delante de mí, me hacía sentir algo incómodo, al no lograr que se integrara en la conversación con sus compañeras, mientras su mente parecía abstraída en mirarme.

De repente se marchó para volver con un consolador con ventosa.

La situación, que rozaba lo inexplicable, me hizo reír azorado y taparme los ojos con las manos, mientras ella lamía la ventosa para colocarlo en la silla.

Traté de levantarme, pero sus compañeras, sin darle más importancia, me lo impidieron, mientras ella, de espaldas a nosotros, se bajaba el pijama y las bragas mostrando los perfectos cachetes de su culo y, subiendo ligeramente el camisón, tras girarse para mirarme de nuevo, se posó sobre aquel pene de silicona que había colocado en su silla.

Intenté seguir con la conversación, pero viendo a la chica cabalgando el consolador, aunque su camisón y su posición le diera algo de privacidad, me costaba concentrarme en lo que sus compañeras iban comentando. Mientras, el calor que sentía cada vez de una forma más intensa, hacía mayor mi mareo y mi confusión.
 
- La has puesto burra, burra –dijo la morenita, susurrándome al oído mientras comenzaba a abrir mi camisa-. Déjanos que la pongamos celosa: a ver qué hace.

Debo confesar que comencé a sentirme mejor al sentir algo de fresco mientras me desvestían. Comenzaron a acariciar mi pecho y mi barriga, algo más flácidos que en mi juventud debidos a mi dejadez en los últimos años, pero aún macizos: dicen que el que tuvo retuvo. Poco después comencé a sentirme avergonzado, pero entre el mareo y el calor mi cabeza no encontraba forma de parar.

Carla comenzó a gesticular.

-Dice que somos unas auténticas zorras – dijo la rubia, y volviendo la cabeza hacia ella, dijo gesticulando también-. Luego no dejas que nadie te folle.

Mientras el enfado de Carla iba en aumento, ellas fueron desnudándose, mostrándome sus pechos erectos y firmes. Yo, a pesar del mareo, me fijaba, sobre todo, en las mamas de Bequi, la rubia, que eran más grandes que las de la otra y tenían unos pezones amplios y sonrosados preciosos. Ella, dándose cuenta, las acercó a mi cara, a mi boca, para que yo las besara. Después las pasó por mi pecho mientras mi pene se endurecía bajo el pantalón, como si quisiera romperlo.

La morena acercó su mano a mi entrepierna y se acercó para decirme que siempre se había preguntado si los hombres con pelo canoso teníamos también canas en la polla. Con delicadeza abrió mi bragueta y me la sacó, algo que agradecí, aunque realmente me hubiera gustado decirles que pararan y poder salir de allí corriendo.

Carla seguía subiendo y bajando sobre el aparato mientras ellas le mostraban mi polla orgullosa. La morena salió de la habitación para volver totalmente desnuda, con otro consolador en la mano, que comenzó a chupar con pasión. El único momento en que me dejaron tranquilo fue mientras Bequi se desnudó por completo y, posteriormente, entre las dos, ya desnudas, me quitaron los pantalones y la ropa interior que habían caído hasta mis tobillos.

Me tumbaron en el suelo y, con las piernas abiertas, la que había traído el consolador comenzó a metérselo con facilidad sobre mi cara, mostrando su raja abierta y húmeda. Mientras, la otra colocaba varias anillas en mis genitales, moviendo mis pelotas que, pese a la excitación, aún podían moverse por mi blando escroto.

En aquel momento mi verga estaba mucho más gorda y larga de lo que yo nunca había recordado, seguramente por la presión de las anillas. Fue entonces cuando, sacando fuerzas no sé de dónde, y teniendo claro que quería parar todo aquello, les dije que me encontraba mal y que necesitaba ir al baño.

Ellas, no sin dificultad (mi altura y mi peso no ayudaban), me ayudaron a levantarme y, con preocupación, me acompañaron al baño, mientras yo, algo más aliviado, pensaba que me estaba librando de una buena, pues a esas alturas no tenía claro si de aquella situación no saldría algún tipo de chantaje o cosas así.

En el camino notaba cómo mi polla palpitaba, cómo se meneaba acompañada de los huevos a cada paso de un lado a otro, sin que la excitación por la presión de las anillas hiciera que pudiera bajar.

Al llegar al baño me apoyé en el lavabo. Ellas, desde la espalda, me sostenían mientras intentaba refrescarme con agua por la cara y el cuello. Sentí cómo aquel agua fresca caía por mi cuerpo: seguramente lo dejé todo perdido de agua.

Pedí que me tumbaran en el suelo, aliviándome el frescor del suelo al ponerme bocarriba, mientras no paraba de darle vueltas a qué habrían puesto en mi bebida que mantuviera tan despierta mi polla mientras mi cuerpo, prácticamente, no era capaz de responder las peticiones que mi cabeza le mandaba.

En aquel momento, mientras mi cabeza parecía no poder liberarse de aquel estado de mareo, me di cuenta de que ambas, con las piernas abiertas, se estaban metiendo mano, con sus chochos anhelando las caricias que una provocaba en la otra y viceversa.

La luz del techo no me dejaba que apreciara bien la escena mientras el mareo parecía ir remitiendo para dejar paso a un estado de placer extraño: Carla había comenzado a meneármela con la mano, dando algún lametón que otro a la cabeza de mi miembro.

La morenita, de la que no recuerdo el nombre, comenzó a hablarme, a animar más mi excitación, mientras su compañera me pajeaba y se la metía en la boca. En aquel momento, mi picha parecía ser la única parte del cuerpo realmente despierta, pero no a mi raciocinio que hubiera querido salir de allí corriendo, sino a un estado de embriaguez y lujuria que era alimentado por sus incansables gemidos.

Sentí que mi eyaculación llegaba, algo que la sorda también apreció, lanzando un lapo sobre mi miembro para comenzar a bajar y subir la mano con rapidez: mi cuerpo se convulsionaba con el tacto de su mano en la cabeza de mi polla, mientras las que estaban de pie, se colocaban sobre mis caderas, haciéndome creer que bajarían hasta metérsela dentro.

La saliva comenzó a pegarse en mi miembro, pasando a ser ligeramente molesto, por lo que la corrida, que llegó a la entrepierna de la chica morena, fue realmente una salvación, ya que Carla dejó de pajearme para comenzar a limpiarme la polla con su boca, tragándose toda mi leche con un disfrute que pocas veces había visto, consiguiendo que su lengua me hiciera saltar en más de una vez al contactar con la cabeza aún henchida de mi pene.

Entre la melopea y la corrida me quedé dormido, tendido en el suelo. Creo que ellas siguieron con su fiesta, pero lo recuerdo todo como si fuera un sueño.
 
Debí estar ensoñiscado bastante tiempo. Me desperté con ganas de salir de allí, sin dejar de pensar en mi mujer. No sin dificultad, me levanté y me acerqué al salón. Ellas seguían desnudas, en el sofá, riendo. Me miraron como si de un trofeo se tratara.

Les pedí permiso para ducharme y ellas me lo dieron, pero me acompañaron al baño y me dijeron que no me dejarían allí solo, mientras comenzaban a meterse mano de nuevo. Traté con todas mis fuerzas que mi pene no volviera a levantarse, ahora que mi cabeza y mi cuerpo parecían volver a estar conectados, pero fue inútil: ni con el agua fría conseguía que mi miembro se relajara con ellas allí, jugando.

Fue entonces cuando Carla, emitiendo sonidos vocales que prácticamente eran inteligibles, echó a sus compañeras del baño, cerrando con el pestillo para, después, tumbarse en el suelo con las piernas abiertas para mí. Hacía tiempo que un coño tan joven no se me ofrecía de aquella manera. Estaba húmedo, carnoso y depiladito, como a mi me gustan. Me fijé en sus tetas, empinadas hacia el techo, cuando ella me hizo un gesto con la mano para que me acercara.

Cerré el grifo y salí de ella para ponerme encima de la chica aún empapado. Mi primera intención, instintiva y salvaje, por supuesto, fue penetrarla, pero ella tapó con sus manos su sexo justo cuando iba a colocarle la polla y, mirándome con ojos de deseo, me la cogió y la llevó hasta su boca, lamiendo con deseo mi glande que, ante la excitación, se había henchido mientras la piel que habitualmente le recubría se había retirado atrás.
Subí mis manos a mi nuca, dejando libertad a su deseo, mientras notaba las gotas de agua fría en mi cuerpo. Sus gemidos eran extraños: se parecían a los de cualquier otra mujer, pero no salían realmente de su garganta, de su voz… parecían salir de algún lugar más íntimo, de su propio deseo, sin cortapisas, sin control. Yo movía lentamente las caderas, con las rodillas en el suelo, abiertas para dejarla obrar sin restricción.

Mis ojos, apenas abiertos, permitían que la excitación fuera en aumento, mientras me concentraba en las sensaciones que su boca producía en todo mi cuerpo, cuando me dí cuenta de que las otras habían conseguido abrir la puerta y que, con sus teléfonos nos grababan mientras comentaban con diversión la escena.

Comencé a hablar, indicando que no daba permiso para que se me grabara, intentando que Carla también se diera cuenta de que nos estaban inmortalizando. No sé cuánto tiempo pasó antes de que ella se diera cuenta, dejara de lamerme la polla y saliera haciendo aspavientos, enfadada, pasando entre sus compañeras que salieron tras ella rompiendo a reír.

Con la polla dura, de rodillas en el suelo y sudado por la excitación, me sentí confundido, tratando de entender la situación, de relajar mi picha. Fue justo cuando había tomado la decisión de irme y salía del baño a comunicar mi decisión, tratando de que se me notara el enfado, cuando ellas volvían cogiendo de la mano a su compañera.

- Quiere que la desvirgues.

Aquello me sorprendió aún más de lo que hubiera imaginado: la forma en que se había penetrado con el juguete en un principio no me hizo pensar siquiera en que aquella muchacha sorda nunca hubiera sido penetrada por un pene real.

Yo había desvirgado a más de una muchacha, sinceramente, pues en el pueblo se sabía que tanto mis hermanos como yo estábamos bien dotados, y las mujeres más maduras solían aconsejar a las inexpertas que nos buscaran, que éramos cuidadosos en esos menesteres. No obstante, yo tenía más éxito que mis hermanos, seguramente, por mi aparente timidez y mi discreción posterior.

Me dirigí a Carla y, despacio, con la cara frente a ella para que me pudiera leer perfectamente los labios, le pregunté si aquello era verdad, y, tras su afirmación, también sin que yo lo esperara, me agarró del rabo para acercárselo a su sexo bruscamente.

Aquello hizo que yo me apartara ligeramente de ella, ya que la presión de su mano me hizo sentir incómodo. Contrariada, me miró lastimeramente.

A mi cabeza volvió el recuerdo de mi mujer, de la compañera que había magreado mi paquete en la cena, calculaba la posible diferencia de edad, recordaba que, seguramente, habían puesto en mi copa algo que había hecho que perdiera la cabeza… pero aquella muchacha necesitaba una respuesta y no había mucho tiempo de calcular pros y contras.

Tardé unos minutos en coger su barbilla para que me volviera a mirar y aceptar, consiguiendo una sonrisa pícara que hizo que mi pene la deseara.

Carla me cogió de la polla que volvía a endurecerse, con más cuidado, y sin soltarla, mientras mis pelotas se balanceaban, me llevó a una habitación con cama de matrimonio, donde, tras soltar mi aparato, se colocó, totalmente desnuda, con las piernas cerradas y boca arriba.
 
Sus compañeras volvieron a coger sus móviles, para grabar, según ellas, por petición de Carla, y yo, para evitar historias (aunque no sabía si aquello serviría para algo), dije que daba permiso para que me grabaran, pero no solo para uso privado.

Vamos a la acción -dijo una sin dejar de mirar el teléfono con el que iba a grabar la escena y mordiéndose el labio inferior-.

Yo, sin pensarlo mucho, abrí las piernas de Carla y le introduje ligeramente mis dedos. Estaba ya algo cachonda, pero aún le faltaba algo de excitación, por lo que decidí acercar mi boca y comerle el coño para ponerla a punto. Me gustaba hacerlo despacio, acariciando con la lengua los labios que poco a poco se humedecían, buscando el clítoris para excitarlo al máximo.

Ella comenzó a gemir, totalmente entregada a la excitación, olvidando todo lo que nos rodeaba, retorciéndose de placer mientras acariciaba sus hermosos pechos, pellizcando sus pezones que se habían contraído y endurecido.

Subí mi cara, sin dejar de lamer, hasta el ombligo, colocando mis dedos de nuevo en la entrada de la vagina, sintiendo que ya estaba preparada, mientras sus amigas nos animaban, haciéndonos saber que ellas también estaban cachondas.

Ella tocó mi cabeza, para que parara, para que le mirara, mientras abría el envase de un condón que se colocó en la boca para, con sus dedos, animarme a llevar mi miembro hasta ella.

Me coloqué en un lateral: mi barriga no me permitía ver la escena totalmente clara, pero esperaba obtener una copia de los vídeos para ver cómo sus labios se colocaban en la cabeza de mi polla, más dura cada vez, enfundando poco a poco mi miembro. Sentí el látex en mi miembro, sus labios tratando de que quedara totalmente plastificado, para lo que, en varias ocasiones me apreté contra su cara, cogiendo su cabeza, produciendo varias arcadas que, aunque en un principio evité, hicieron que ella quisiera llevar mi falo más profundamente en su boca.

Su lengua sabía perfectamente excitar tanto la cabeza como el frenillo y, tras sacarla de su boca, mientras ella complacida me miraba sonriendo, con los dedos excitando su raja, comprobé que las arcadas habían hecho que, incluso, llorara ligeramente, lo que hizo que mi pene se endureciera más aún, si aquello era posible.

De vuelta entre sus piernas exhibí mi pene, ya totalmente endurecido, venoso, con la cabeza totalmente descapullada y cubierto por el preservativo, para que ella me confirmara que lo quería en su interior.

Abrió sus piernas para mí, quedando totalmente expuesto su sexo. Me la cogió con las manos, no sin dificultad, y colocó la punta de mi nabo en su sexo. Una vez apoyada la cabeza en la entrada sentí que estaba preparada, y ella, colocando una mano en mi espalda y la otra en mi trasero, dejó claro que marcaría el trabajo. Apretando ligeramente mis glúteos dio el disparo de salida y yo, sin pensar mucho más, la comencé a penetrar, despacio, mientras ella cerraba los ojos.

Mi pene se acomodaba en el interior caliente de su vagina, haciéndose hueco, despacio, saliendo y entrando sin llegar a forzar la situación, mientras ella gemía, ofreciéndose totalmente a mí. Poco a poco llegué a meterla entera.

Esperaba sentir la pequeña resistencia del himen, pero, sinceramente, tras haber visto cómo montaba aquel dildo enorme al principio de la noche, era difícil que estuviera intacto.

Le acaricié la cabeza para que me mirara y poder preguntarle si todo iba bien. Ella me afirmó con la cabeza para, a continuación, golpear con sus manos mis glúteos sudados y contraídos por el esfuerzo, dejando claro que quería que siguiera metiéndosela.

Comencé a apretar, cada vez más rápido, cada vez con más fuerza, mientras ella se dejaba complacer, gimiendo desde sus propias entrañas, sin dejar de apretarme con sus manos contra ella. A veces metía sólo una parte de mi pene, mientras otras empujaba hasta el fondo, viendo cómo ella disfrutaba, observando su cara de placer, cómo su boca y sus ojos, sorprendidos se abrían conforme apretaba.

No sé cuánto tiempo tardó en comenzar a darme palmadas en la espalda y en el culo, pidiendo una velocidad en mis penetraciones que yo no podía seguir, por lo que decidí cambiar las tornas: en un movimiento rápido me coloqué en su posición y la dejé a ella sobre mi, para que me cabalgara a placer.
 
Ella comenzó a saltar sobre mí, haciendo que mi polla se clavara con fuerza en su interior, mientras su cuerpo sudado botaba sobre mí. Sus manos recorrían su cuello, su cabeza, dejando libres sus perfectos pechos.

Yo, agarrado al cabecero de la cama, era incapaz de seguir sus movimientos, sintiendo que, en alguno de aquellos botes, rompería mi masculinidad. De vez en cuando mi polla salía de su coño y topaba con sus inglés o quedaba al aire, ansiando el calor de su interior, pero ella, con rapidez, la cogía y la introducía de nuevo con rapidez en su coño.

Sus compañeras me animaban, llamándome machote, campeón, hablando de mi pollón y de lo que estaba disfrutando Carla con él. Aquello aumentaba mis deseos por penetrarlas, por follármelas, aunque sabía que tras su amiga no me quedarían fuerzas.

No entendía cómo estaba aguantando tanto, aunque llevaba ya algo de tiempo apretando la musculatura de mi sexo con la intención de no correrme y disfrutar de la situación, sudado, agarrado al cabecero con fuerza mientras notaba cómo la musculatura de mi torso y mis brazos se contraía.

De repente, noté unos dedos acariciando mi escroto con suavidad, testeando si ya estaba preparado para terminar, para disparar la lefa, seguramente con el deseo de recibirla o de verla salir, para notar que aún no estaba contraído. Fue entonces cuando se me ocurrió:

- Excitad su ano -lo tuve que repetir varias ocasiones, pues sus saltos sobre mí no me permitían hablar con facilidad-.

No sé quién lo hizo, pero, en cuanto Carla sintió que una mano jugaba entre sus glúteos, que unos dedos, supuse, se abrían paso en su ojete, dejó de saltar para contraer su vagina aprisionando mi picha en su interior.

Creo que fue el único momento en que ella, no sé si por la sorpresa, volvió a mirarme, así que aproveché para pedirle que no parara, moviendo mis labios despacio, asegurándome que entendía lo que necesitaba, sabiendo que en breve necesitaría descargar.

Me hizo caso, no sin esfuerzo, mientras yo, ante la bajada de velocidad en sus embestidas y la contracción de su sexo sentía más excitado mi miembro. Diferentes manos entre nuestras piernas nos excitaban y, poco a poco, mis huevos se iban preparando para el disparo que, suponía, no debía ser en su interior.

Traté de volver a la posición anterior, no sin que ella, abandonada a su placer, complicara las cosas. Pese a su resistencia, pude dar la vuelta y colocarla sobre la cama de nuevo, aunque no logré que estuviera totalmente bocarriba cuando, tras tirar del condón, dejé que mi polla liberada lanzara su leche sobre su cadera y su glúteo.

Las cámaras de sus compañeras recogieron cómo mi semen caía. Yo, entre sus piernas, bramaba con cada disparo, colocado entre sus piernas, mientras ella, ligeramente girada, trataba de coger la leche y llevarla entre sus piernas, haciéndome sentir que haberme puesto el condón no había servido para nada. Las cámaras de sus compañeras no perdieron detalle mientras ellas, emocionadas, gritaban animándome.

Cuando sentí que mis pelotas habían quedado totalmente vacías, caí rendido a un lado de la cama, sin poder siquiera abrir los ojos, mientras alguna de ellas enganchaba mi nabo, forzándolo a que se endureciera de nuevo, sin éxito alguno y sin encontrar ninguna resistencia por mi parte.
 
La empresa de mi mujer por primera vez desde su existencia invito a la cena de navidad a l@s parejas de sus emplead@s...
Yo conocia algunas de las parejas a otras no...apesar de eso hubo buen filin con todos...me sorprendió mucho una compañera algo bajita pero realmente guapa ..muy aducada y muy bien vestida. Cuando llegamos a casa ya de madrugada nos pusimos jugetones y entre risas y fiestas empezamos con nuestras fantasías eróticas que siempre es la misma " ella quiere follar con otro tipo "....pero esta vez para mi sorpresa y muy sorpresa me dijo que no le importaria con otra chica ..eso hasta ahora era casi tabú algo realmente improbable por su parte. Pero algo cambio con esta compañera con la que se lleva muy bien ..con la que comparte aficiones y algunos gustos mas como la ropa..musica y series de tv. Y como digo desde hace unas semanas cuando follamos su fantasia a cambiado por completo ahora le gustaria con su compañera ...que si tiene unas tetas preciosas...que si la lenceria que usa. ..que si el color del pelo incluso me dice que le gustaría besarle en los labios pues le gustan y le atraen ..sus ojos le encanta......( trabajan en una clinica privada de ahi que se hayan visto en ropa interior pues se cambian juntas).....
Pues yo no se que pensar...igual ya se han liado
 
Me quedé dormido poco después y al despertar, pese a que sentía mi polla algo pegajosa por el semen que había quedado tras mis corridas, decidí vestirme sin más y marcharme, comprobando que ya se estaba haciendo de día.

Ellas estaban dormidas, pero habían dejado un usb cerca de la puerta, con una nota indicando que me lo llevara. Allí encontraría la película: ellas, seguramente, hacían grabaciones con los tipos a los que se tiraban y, aunque no las creía realmente, me habían dicho que no había intención de publicar mi polvo. No obstante, dudé en cogerlo o no, pero finalmente, mientras salía, me lo eché en el bolsillo.
En el camino hasta casa, al no llevar ropa interior y recordando lo ocurrido, me costó mucho no excitarme, por lo que tuve que taparme el paquete con el abrigo, pese a lo incómoda que me resultaba esa forma de llevarlo. Mi casa no estaba muy alejada, pero, poco antes de llegar, me encontré con la compañera rubia que, al principio de la noche, había magreado mi paquete.

Iba de regreso a casa, con un pedete bueno, pero al verme se acercó y se abrazó a mi, intentando besarme y tratando de volver a palparme la entrepierna mientras yo le cogía las manos para evitarlo, y echándome en cara al pensar que le había engañado al decirle que iba a casa.

Traté de no ser brusco, pero fue ella la que, de repente, se apartó de mí para soltar un “Hueles a coño, cabrón” dejando claro que había percibido que aquella noche había pasado algo que ella hubiera querido protagonizar. Me ruboricé y traté de convencerla de que se equivocaba, sabiendo que sería algo complicado en ese momento, y esperando que su borrachera hiciera que olvidara la situación.

Decidí acompañarla a casa, algo que aceptó, no sin dejar claro su enfado. Tuve que ponerme el abrigo, dejando mi paquete, que ella de vez en cuando trataba de sobar, en libertad. Mientras andábamos, y con el esfuerzo de mantenerla de pie, mis atributos se balanceaban de un lado a otro, rozándose con el pantalón, poniendo mi nabo cada vez más morcillón.

Fue ya en el portal de su casa, tratando de abrir con las llaves que ella misma me había dado y sujetándola para que no cayera al suelo, cuando noté que su mano se introducía por la cintura de mi pantalón hasta que logró agarrar mis pelotas y mi polla.

Yo trataba de llevarla hasta el ascensor, de dejarla en casa, mientras ella, cogida a mi entrepierna como si no hubiera otra cosa en el mundo, dejaba claro que estaba cachonda y me deseaba. Evalué la situación en poco tiempo: tras las corridas que ya había tenido creía con seguridad que mi pene no iba a aguantar mucho más, además de que sería la primera en hablar con Marga (mi mujer) para contarle que le había metido el rabo y si la había dejado más o menos satisfecha, aunque con la tajada que llevaba no estaba seguro de que fuera a acordarse al día siguiente de todo.

La convencí de que me guiara a su habitación en cuanto llegamos a su casa y, no sin dificultad, a ella me llevó. La dejé sobre la cama para ver cómo se desnudaba: pese a su delgadez había que reconocer que no estaba mal para su edad. En ese momento me di cuenta de que tenía la picha fuera del pantalón, mostrándose sin tapujos, al haber conseguido ella bajar la cremallera de mi bragueta.

Cayó sobre la cama al levantar una de sus piernas mientras se quitaba las bragas, quedándose medio dormida. Aunque había decidido que no tendría sexo con ella y que, lógicamente, si contaba algo de aquella noche, lo negaría todo, acerqué mi miembro a su boca, con la idea de que al chuparlo, como si de un bebé enganchado al biberón se tratara, se quedara totalmente dormida: al menos, con mi mujer funcionaba, aunque con ella terminaba siempre meneándomela y, tras la corrida, me dormía como un bendito.

Ella trataba de comerla, pero los efectos del alcohol no la dejaban actuar con facilidad y, poco a poco, con mi nabo en sus labios, fue dejándose llevar al descanso que necesitaba.

Una vez que comprobé que estaba totalmente dormida me guardé la herramienta y salí de allí para regresar a casa, darme una ducha y descansar, sabiendo que mi mujer aún no habría llegado. En el camino recordé que llevaba el usb y, nada más llegar, lo dejé detrás de uno de los cajones de mi despacho y obligué a mi memoria a olvidar todo lo que había pasado.
 
Descansé y, tras el fin de semana, de vuelta al trabajo, comprobé que la compañera no recordaba nada de lo ocurrido, por lo que mi conciencia sólo se preocupaba de que mi señora no descubriera el vídeo y yo mismo me perdonara porque lo hecho, hecho está y ya no había marcha atrás.
Unos días más tarde mi mujer y yo nos quedamos solos en casa: mis hijas habían marchado unos días a la casa de los abuelos, fuera de la ciudad. Ella, con cara de pocos amigos, encendió su ordenador y puso “algo que quería que viera”: había descubierto la película de aquella noche y me hizo verla mientras mi cabeza trataba de calcular una respuesta que, por mucho que quisiera, no la convencería. Mis intentos por no volver a empalmarme quedaban en nada.

Mi cara debió ser un poema, pues mis peores temores parecían hacerse realidad, hasta que, de repente, sin que yo hubiera imaginado que aquella podía ser su reacción, comenzó a desnudarse de cintura para abajo, abriendo sus piernas y mostrando su sexo excitado mientras lo acariciaba con sus dedos.

Me quedé ojiplático mirándola, deseando que terminara de desnudarse y que me mostrara su cuerpo totalmente desnudo, que con la edad se había convertido en un digno reflejo de las desnudeces de Rubens: cuerpo rollizo, de pechos pequeños pero bien plantados, con pezones que se excitaban gracias a los roces de las yemas de mis manos, que, con el tiempo, habían aprendido todos sus secretos…

Yo intenté quitarme los pantalones para liberar mi nabo, pero ella me lo impidió cogiéndome las manos y acercándolas a su jersey. Comenzaba a meter mano buscando sus mamas, ya que sabía que no llevaba sujetador, cuando escuchamos el timbre de casa. Ella se acercó para susurrarme al oído:

-Nunca imaginé que me pondría tan cachonda al verte follar con otras. Ahora prepárate y desnúdate para la visita.

Salió del cuarto mientras yo observaba sus glúteos macizos. Sin lograr cerrar la boca la obedecí. No escuché voces ni imaginé quién podía ser la visita, aunque esperaba que fuera alguien de confianza. Marga, mi mujer, abrió la puerta asomando ligeramente la cabeza, para indicarme que debía marchar al dormitorio.
El dormitorio no estaba lejos de la salita, pero salí tratando de tapar mi nabo que estaba más duro que el de un adolescente.

Encontré el dormitorio con las ventanas abiertas, pero no las cerré: a veces la vecina, una beata de misa diaria que parecía no haber roto nunca un plato, me espiaba mientras dormía desnudo o me cambiaba de ropa y, a no ser que nuestra visita las cerrara, no la iba a dejar sin ver un buen espectáculo.

Retiré la colcha de la cama y me tumbé, bocabajo para no tocarme el pene antes de tiempo, esperando que llegaran. Me lo coloqué con cuidado, apuntando a la puerta, que quedaba a mi espalda, abriendo las piernas para que se viera bien al entrar.

Escuché cómo llegaban, sin llegar aún a reconocer más que la voz de mi señora, que le confesaba a nuestra visita haber visto el vídeo varias veces y ponerse cada vez más cachonda:

-De verdad que aprecio un montón que te lo tires delante de mí: entre las dos le vamos a dejar bien seco.

Aquello hizo que me moviera, apretando mi miembro contra las sábanas, anhelando aún más, si se podía, a mi mujer (y, lógicamente, a su visita, ante la que tendría que demostrar mis dotes para no quedar en mal lugar, si quería después que mi señora me utilizara a su antojo).
 
Noté que estaban dentro de la habitación, sin apenas imaginar quién sería la visita, hasta que mi mujer se acercó para besarme, darme la vuelta y exponer mis encantos a nuestra invitada.

-Sabía que tenía buen aparataje.

Ella, mi compañera de trabajo, la que me había sobado el paquete durante la cena de empresa, me miraba desde la puerta, cubierta sólo por su ropa interior, nada conjuntada, lo que me hizo sospechar que no era cómplice de las ideas de mi mujer hasta que había llegado a casa. Pensé que, tras todo lo ocurrido, aquella sería una buena forma de cerrar aquel capítulo.

Mi mujer agarró mi pene de la base para que ella se deleitara observándolo:

-Y mira que firme tiene el soldadito.

Yo, desde la cama, miraba con atención a mi compañera, que no se parecía en nada a mi mujer: aunque delgada, se notaba que tenía un cuerpo bien firme, con buenos glúteos respingones, aunque fueran pequeños, y con unos pechos pequeños como los de una adolescente.

Se quitó el sujetador mientras me miraba la polla, mostrando unos pezones sonrosados ligeramente empinados que hicieron que me palpitara.

-De soldadito nada: es un buen general. No sé si podré metérmelo entero de una o tendré que trabajarme antes -la mujer se metió la mano bajo las bragas para esconderla entre sus piernas, mientras mordía ligeramente sus labios-.

Me quedé allí, tendido, con las piernas abiertas, notando el peso de mis pelotas entre ellas, mientras mi mujer se acercaba a ella para sacarle de la entrepierna las manos e invitarla a acercarse a la cama. La tumbó entre mis piernas y, con delicadeza, bajó mi miembro hasta su boca.

Mari comenzó a lamerme la cabeza del nabo, despacio, con la punta de su lengua, cogiéndomela con dos dedos para que no se alejara de su morro, mientras mi mujer, con tranquilidad, se colocaba tras mi espalda, con las piernas abiertas, haciendo que notara el calor que salía de su entrepierna: era increíble como su vagina, cuando estaba cachonda, se calentaba tanto.

Las manos de Marga acariciaban lentamente mi torso, mi cuello, mientras su amiga se deleitaba lamiéndome la punta de mi nabo. No se atrevió a comérmela entera hasta que mi mujer se lo indicó (no recuerdo exactamente sus palabras) y, para ello, se separó ligeramente de la cama para dejar algo más de libertad a mi erección. Con la cabeza casi apoyada en mi barriga, comenzó a tragarla despacio, hasta llegar a introducirla entera, sintiendo en mi pubis su respiración, sin que mostrara ningún tipo de dificultad pese al tamaño de mi general.

Yo, excitado como nunca, movía mis caderas, dejando claro que necesitaba comenzar a meterla en vagina, mientras mi cuerpo se perlaba de sudor, acalorado por la situación.

Cuando se incorporó, ligeramente, frente a mi, para quitarse las bragas, no perdí atención ninguna: pese a su delgadez lo tenía carnoso, con algo de vello rubio y rizado (no mucho) y un color sonrosado que dejaba clara su excitación. Estaba abriéndose, ya algo humedecido.

Se apoyó en mi cabeza con sus manos, para acercarlo a mi cara: su olor dulce me animó a lamerlo, a tratar de comprobar con mi lengua si ya estaba preparado para mi. Se había pegado tanto que, a veces, me costaba hasta respirar, pero no me hubiera cambiado por ningún otro hombre en aquel momento. Mi mujer, sin dejar de acariciarme, me animaba susurrando a mis espaldas, pidiéndome que la pusiera más cachonda si es que se podía, dejándome claro que a ella también la estaba poniendo a mil.
 
No sé cuánto tiempo tardó en retirarse. Me la cogió y, tras comprobar que estaba dura como una piedra, en cuclillas, se la colocó en la vagina, comenzando a introducírsela a la vez que emitía pequeños gemidos.

No tardó mucho en dejarse caer, como si estuviera montando a caballo, tratando de que entrara hasta el fondo, aunque la posición no acompañaba (quizá un poco más tendido habría sido mejor). Yo, sin poder moverme casi, dejaba que su cuerpo se rozara con mi cara, buscando a veces sus pezones para lamerlos, sin poder utilizar mis manos.

- Sabes lo que quiere -decía mi mujer a mis espaldas, mientras yo, sintiendo sus manos recorriendo mi torso sudado, asentía con la cabeza-. Sabes que la quiere entera dentro, tienes que dársela: quiero que se la metas hasta el fondo, quiero que sea consciente de la suerte que tengo.

Durante un rato sus subidas y bajadas me tenían paralizado: sentía cómo apretaba su vagina alrededor de mi pene, como, a veces, salía mi polla para entrar de golpe cuando bajaba, aunque no entrara completa, intentaba mover mis caderas, sin lograr darle lo que buscaba, escuchando los gemidos apasionados de su cuerpo, mientras los de mi esposa se sentían flojos cerca de mi cabeza…

Mi polla palpitaba y parecía agrandarse cada vez más, endurecerse, ansiando entrar donde tanto la esperaban.

Saqué fuerzas para levantarla, cogiéndola de los muslos, acercando su chocho de nuevo a mi cara y, apartándola a un lado, la coloqué bocarriba, dejando a mi mujer abierta y libre de nuestros pesos. Me puse de rodillas entre las piernas de mi compañera, que no paraba de tocarse la entrepierna, de pellizcarse sus sonrosados y ligeramente empinados pezones, gimiendo como una posesa, para, tras recibir el permiso de mi señora, que asintió mirándome con lascivia, concentrarme en nuestra invitada.

Me coloqué en plancha sobre ella, tratando de que sus piernas estuvieran abiertas para mi, rozando con mi cara sus mejillas para buscar su mirada y, una vez que sentí que había dejado de meterse mano, que tenía vía libre, dirigí la cabeza de mi nabo a su entrepierna y, con delicadeza, empujé hasta meterla entera, mientras ella abría su boca, mientras sus ojos se volvían hacia atrás de placer, sin que su voz fuera capaz de emitir un solo gemido.

Su vagina caliente, se abría a mi polla y, tras unas cuantas entradas, mi miembro se iba haciendo el hueco que necesitaba, mientras ella, acostumbrándose a las sensaciones, comenzaba a acompañarme. Mi mujer, mientras tanto, desde el lateral, acariciaba mis glúteos que se encogían cada vez a un ritmo más frenético, sin dejar de tocarse los pechos, la entrepierna…

Comencé a notar cómo la cama acompañaba con ligeros ruidos la escena (quizá el peso era excesivo). Mis pulsaciones se aceleraban, mis cojones dejaban de golpear al embestir, mostrando que necesitaban descargar, que me harían correrme si no paraba, por lo que decidí bajar el ritmo y, con delicadeza, cambiar mi miembro por una de mis manos, hasta lograr que ella, exhausta, dejara de solicitarme.

Me retiré y busqué la boca de mi mujer, necesitaba besarla con pasión, pero ella me pidió que saliera, que me diera una ducha fría, como tantas otras veces me lo había pedido, sabiendo que si nos enrollábamos soltaría toda la leche.

Anduve despacio, por el cansancio, por la excitación, teniendo que parar en varias ocasiones para no correrme, hasta llegar al baño. Me miré con atención, sintiéndome afortunado, sorprendido por las nuevas aventuras que mi mujer, seguro, estaba fraguando para nosotros.

Mi polla no bajaba, aunque mis testículos sí habían conseguido relajarse. Mi cuerpo sudado, comenzó a relajarse ligeramente antes de entrar en la ducha, en la que, sin darme mucho tiempo, comencé a dejar que el frío rebajara el calor de la experiencia.

No tardé en secarme y volver a la habitación. Mi picha palpitó al ver la escena que me habían preparado.
 
Mi mujer, en el cabecero de la cama, esperaba mostrándose con las piernas abiertas, exhibiendo su coñito pelado, permitiendo que aquella visión me excitara, mientras nuestra invitada, a los pies de la cama, boca abajo y con las piernas abiertas, mostraba sus glúteos y me invitaba a penetrarla de nuevo.

Acerqué mi mano y busqué su coño, que caliente, lubricado y abierto me esperaba, y la hice gemir con unas cuantas caricias, acariciando con la yema de mis dedos cada pliegue, cada molla, su clítoris, antes de colocarme desde atrás y, tras colocar mi pene en posición, comenzar a metérselo de nuevo, ayudándome con mis manos en sus delgadas caderas.

Ella gemía, se agarraba como podía a la cama, mordiendo las sábanas, mientras yo la empitonaba sin dejar de observar a mi mujer que, pasiva, simplemente me sonreía mirándome. Yo, mientras, recordaba la mirada de nuestra invitada en mis primeras entradas profundas en ella, excitándome al pensar que ahora, seguramente, su mirada también estaría en blanco.

Miré a mi mujer y, con los labios, le dejé claro que la deseaba, que necesitaba penetrarla, mientras me movía, dejando que ella admirara mi cuerpo también.

Córrete – me lo ordenó sin casi pestañear-. Córrete dentro.

No tardé en obedecerle, subiendo mis manos a la nuca, gimiendo al soltar cada uno de los chorros de leche dentro de nuestra compañera de aventuras, contrayendo mis glúteos con fuerza para lograr llegar lo más profundo posible, mientras ella, al notar las contracciones, los disparos de mi polla, apretaba contra ella toda su musculatura, gimiendo desde su interior.

Esperé un poco para sacársela, despacio, mientras ella seguía moviéndose para mí.

Supongo que, si hubiera podido, se habría metido mano a sí misma, pero estaba exhausta, mientras mi mujer, complacida, me miraba pícaramente, de pie, con la polla algo flácida ya y dejando que colgara algo del semen que había soltado, mientras veía como del chocho de mi compañera salía también mi leche.

Pensé que, a pesar de que por la edad sería difícil que la hubiera preñado, debía haberme puesto un condón, pero mi mujer, sin duda, no me hubiera permitido que me la enfundara:

Límpiala -me dijo. Sabía que no me gustaba probar mi leche recién recogida en su coño, que lo hacía porque se corría como una posesa para mí y que, sin duda, eso me ponía cachondo pese a que no consiguiera que mi polla se endureciera de nuevo.

Me hice un poco el remolón, pero su mirada no dejó lugar a dudas: no había otra que obedecerla, así que, de rodillas, incliné mi cuerpo y coloqué mi cara entre sus piernas, buscando limpiar a mi compañera. La posición no era la más cómoda, por lo que, una vez que ella supo mis intenciones, la puse boca arriba, perdiéndome entre sus piernas, lamiendo y recibiendo en mi cara y cuello mis fluidos y los suyos que, con mis artes, salían disparados mientras ella se corría agarrando mi cabeza, tirando de mis canosos cabellos.

Casi sin que se le entendiera, me pidió varias veces que terminara, que la dejara, que ya no podía más, pero no lo hice hasta que mi mujer, que tras de mi sin que yo, concentrado en mis nuevos quehaceres, me diera cuenta, me cogiera de la espalda y me levantara.

Me morreó con una pasión que hacía tiempo no sentía, para, de rodillas, limpiar mi miembro morcillón y dirigirme a la cama y pedirme que me tumbara para que nos abrazáramos, desnudos, como tras nuestros primeros coitos.

Ni siquiera nos dimos cuenta cuando nuestra invitada se fue, ni si se aseó antes de hacerlo.

No soy consciente del tiempo que pasamos en la cama, abrazados, amándonos sin tener sexo, pero aprovechamos que nuestras hijas no estaban y nos regodeamos en la situación.

Pese a que insistí en tener sexo con ella, mi pareja prefirió que descansara, que cogiera fuerzas para darle lo mejor de mí. Pasamos aquel día como dos adolescentes que se hubieran follado por primera vez, extrañados de que Mari no se pusiera en contacto con Marga, para agradecer, para comentar.

Yo no la ví hasta que nos encontramos en el trabajo: pese a que no era mi tipo, no dejaba de ser atractiva, mucho más conociendo cómo se comportaba en la intimidad. Me sonrió, pero intuí algo de tristeza, de añoranza. Esperé a que estuviéramos solos para acercarme y hablar con ella:

- Estuvo fantástico -dije tratando de ser elegante-.
- Sí, fue genial -bajó la mirada, con una timidez que nunca había visto en ella-.
- No creo que Marga ponga pegas a repetir -dije, pensando que esa era la razón de su timidez-.

Ella trató de marcharse, sonriendo para sí misma, sin querer hablar. La cogí del brazo, tratando de entender, tratando de encontrar su mirada.

- Sabes que no podré resistirme -dijo con tristeza-, pero os vi y sé que nunca me harás el amor como a ella.
- No nos viste follar.
- No sería capaz de aguantarlo.

Intenté decirle que era una fantástica amante, que había logrado que me excitara de verdad, que no me importaría volver a follármela, pero ella puso un dedo en mi boca para que no dijera nada.

- Nos vemos -susurró casi sin fuerzas-.

Se marchó dejando claro que su problema no era que se hubiera encoñado conmigo, ni que mi mujer hubiera disfrutado de vernos, sino sentir que no había logrado encontrar a alguien que la amara como yo amaba a mi chica y que ellas debían hablar, cuando pudieran, para decidir muchas cosas, tratando de entenderse de la mejor forma posible.

Me senté en mi mesa de trabajo, y, antes de seguir, comprobé mi móvil. El último mensaje era de Marga: “Recuerda que las niñas no duermen en casa: prepárate”.

Me palpé el paquete, comprobando que me había puesto cachondo de nuevo, y traté de volver a mis tareas sin que se notara la excitación.

No os imagináis todo lo que estoy disfrutando tras aquella cena del trabajo.
 
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