agratefuldude
Miembro muy activo
- Desde
- 26 Mar 2025
- Mensajes
- 152
- Reputación
- 4,158
Os voy a explicar una historia que poca gente conoce por lo que agradeceré un poco de discreción
.
Mi esposa Silvia, por aquel entonces aún mi novia, trabajó durante unos meses en un sexshop. Fue un trabajo temporal para ayudar a la incipiente economía doméstica mientras no encontraba algo que se adecuara más a sus intereses. Pero al contrario de lo que podríais pensar, no estaba tan mal como suena. Por supuesto le costó unas semanas acostumbrarse al capullo de su jefe que no paraba de tirarle los trastos, al código de vestimenta de la empresa que era un punto machista y a las miradas de algunos clientes, culpa en gran parte del código de vestimenta…
Tenía un puñado de clientes habituales que eran la crème de la crème de este tipo de sitios. Prototipos de cuñados salidos y sobones que aprovechaban cualquier oportunidad para soltar un cachete en el culo a mi novia o “chocar” accidentalmente con ella por uno de los pasillos con las manos curiosamente a la altura de sus pechos.
Pero también estaba ese viejo asqueroso que debía rondar los 80 y olía a tabaco y sudor como si hiciera meses que no se duchaba. Tenía la manía de acercarse demasiado violando el espacio personal de mi novia y mirarle el cuerpo sin ningún pudor justo antes de meterse en una de las cabinas del local. Su truco preferido era pedir ayuda por el interfono y esperar a que ella abriera la puerta de la cabina con la llave maestra para eyacular copiosamente sobre ella. “¡Uffff! ¡Realmente lo necesitaba!”, decía mientras exprimía las últimas gotas de la punta de su miembro y mi pareja corría hacia la trastienda para limpiarse un poco.
Silvia reportó el viejo verde a su jefe la primera vez pero la respuesta de éste fue un simple “¡Ah sí! ¡El Antonio! Un buen tío…” seguido de un “¡Pero ni se te ocurra no acudir a una llamada de emergencia! Cualquier día de estos el Antonio se nos queda tieso en la cabina y como se sepa que ha pedido ayuda y le hemos desatendido se nos cae el pelo… ¿entendido?” Así que al Antonio, el truco le funcionaba cada vez que lo intentaba. Y dado que la ropa que llevaba mi novia era - digamos - escasa y en la trastienda no había duchas a menudo se veía obligada a llevar su esperma seco en la piel durante toda la jornada. Esos días, cuando volvía a casa, se desnudaba y se metía en la ducha sin ni siquiera un “Ya estoy en casa!” y así era como yo sabía que había tenido un día “Antonio”, como solíamos decir. Mientras se frotaba la piel con saña yo recogía la ropa sucia que había tirado por el pasillo y el cuarto de baño y ponía la lavadora con el programa caliente. Y os puedo decir una cosa: a juzgar por las manchas en su ropa, el pavo era un lechero de cojones, más teniendo en cuenta su edad…
Pero en realidad todos estos “problemas” no eran muy diferentes de los que te puedes encontrar en otros trabajos, ¿verdad?. Clientes desagradables los hay en todas partes, por no hablar de jefes capullos. Y el trabajo también tenía algunos alicientes interesantes. La paga era tan mala como el jefe pero las propinas eran muy generosas. Mi mujer siempre ha tenido muy buena mano y muchos clientes le agradecían sus atenciones con un billetito colocado en sitios un tanto indiscretos. Se podía sacar fácilmente el doble de su sueldo en propinas. Y , de vez en cuando, aparecía algún cliente que pagaba bien por un servicio algo “especial”.
Ella recuerda con especial afecto a un chaval joven, justo lo suficientemente mayor para poder acceder al local. Tímido, con cara de empollón. Me explicó que era divertido ver el esfuerzo que le suponía intentar no mirarla. Ella supo desde el principio que no sería capaz de negarle nada de lo que se atreviera a pedirle. “¡Era tan mono!” me dijo. Así fue como acabó cabalgando sobre él en la trastienda con tres de sus amigos haciendo de testigos. Para compensar su absoluta falta de experiencia el chaval tenía un impresionante instrumento que mi novia se apresuró a estrenar y en pocos minutos el pequeño cuartucho se llenó de gemidos. A cambio de “convertirlo en un hombre” Silvia se llevó una generosa propina y unas no menos generosas corridas de los colegas del chaval en un improvisado bukkake.
Ese día, cuando volvió a casa, su humor era radicalmente opuesto al de un día “Antonio”. Y, a pesar de que necesitaba a todas luces una ducha, saltó sobre mí como una gata en celo. Notar su coño lubricado por otro y las más que obvias manchas de semen en su cara y su pelo apelmazado me pusieron a cien y le estuve dando duro durante más de media hora hasta que los dos caímos rendidos en el sofá.
Un tiempo más tarde consiguió un trabajo del que podía hablar con sus padres: profesora en un instituto concertado no muy lejos de donde vivíamos. Menudo cambio, ¿verdad? Le comenté que había tenido suerte de que el de recursos humanos no le hubiera preguntado sobre sus últimas ocupaciones pero me dijo que, de hecho, sí que lo había hecho. Fuera como fuese que consiguiera el trabajo estaba tan feliz que me importó bien poco. Era un paso adelante para ella y yo le dí todo mi apoyo. El sueldo era ligeramente más alto aunque sin las “propinas” sabíamos que tocaría apretarse un poco el cinturón. Pero en un giro curioso del destino, ese pequeño “pero” de su nuevo trabajo desapareció en el mismo instante que entró en su primera clase para encontrarse con la cara de asombro del empollón de la trastienda y sus colegas.
Después de todo, quizá también se podría ganar un dinerillo extra en el nuevo trabajo…

Mi esposa Silvia, por aquel entonces aún mi novia, trabajó durante unos meses en un sexshop. Fue un trabajo temporal para ayudar a la incipiente economía doméstica mientras no encontraba algo que se adecuara más a sus intereses. Pero al contrario de lo que podríais pensar, no estaba tan mal como suena. Por supuesto le costó unas semanas acostumbrarse al capullo de su jefe que no paraba de tirarle los trastos, al código de vestimenta de la empresa que era un punto machista y a las miradas de algunos clientes, culpa en gran parte del código de vestimenta…
Tenía un puñado de clientes habituales que eran la crème de la crème de este tipo de sitios. Prototipos de cuñados salidos y sobones que aprovechaban cualquier oportunidad para soltar un cachete en el culo a mi novia o “chocar” accidentalmente con ella por uno de los pasillos con las manos curiosamente a la altura de sus pechos.
Pero también estaba ese viejo asqueroso que debía rondar los 80 y olía a tabaco y sudor como si hiciera meses que no se duchaba. Tenía la manía de acercarse demasiado violando el espacio personal de mi novia y mirarle el cuerpo sin ningún pudor justo antes de meterse en una de las cabinas del local. Su truco preferido era pedir ayuda por el interfono y esperar a que ella abriera la puerta de la cabina con la llave maestra para eyacular copiosamente sobre ella. “¡Uffff! ¡Realmente lo necesitaba!”, decía mientras exprimía las últimas gotas de la punta de su miembro y mi pareja corría hacia la trastienda para limpiarse un poco.
Silvia reportó el viejo verde a su jefe la primera vez pero la respuesta de éste fue un simple “¡Ah sí! ¡El Antonio! Un buen tío…” seguido de un “¡Pero ni se te ocurra no acudir a una llamada de emergencia! Cualquier día de estos el Antonio se nos queda tieso en la cabina y como se sepa que ha pedido ayuda y le hemos desatendido se nos cae el pelo… ¿entendido?” Así que al Antonio, el truco le funcionaba cada vez que lo intentaba. Y dado que la ropa que llevaba mi novia era - digamos - escasa y en la trastienda no había duchas a menudo se veía obligada a llevar su esperma seco en la piel durante toda la jornada. Esos días, cuando volvía a casa, se desnudaba y se metía en la ducha sin ni siquiera un “Ya estoy en casa!” y así era como yo sabía que había tenido un día “Antonio”, como solíamos decir. Mientras se frotaba la piel con saña yo recogía la ropa sucia que había tirado por el pasillo y el cuarto de baño y ponía la lavadora con el programa caliente. Y os puedo decir una cosa: a juzgar por las manchas en su ropa, el pavo era un lechero de cojones, más teniendo en cuenta su edad…
Pero en realidad todos estos “problemas” no eran muy diferentes de los que te puedes encontrar en otros trabajos, ¿verdad?. Clientes desagradables los hay en todas partes, por no hablar de jefes capullos. Y el trabajo también tenía algunos alicientes interesantes. La paga era tan mala como el jefe pero las propinas eran muy generosas. Mi mujer siempre ha tenido muy buena mano y muchos clientes le agradecían sus atenciones con un billetito colocado en sitios un tanto indiscretos. Se podía sacar fácilmente el doble de su sueldo en propinas. Y , de vez en cuando, aparecía algún cliente que pagaba bien por un servicio algo “especial”.
Ella recuerda con especial afecto a un chaval joven, justo lo suficientemente mayor para poder acceder al local. Tímido, con cara de empollón. Me explicó que era divertido ver el esfuerzo que le suponía intentar no mirarla. Ella supo desde el principio que no sería capaz de negarle nada de lo que se atreviera a pedirle. “¡Era tan mono!” me dijo. Así fue como acabó cabalgando sobre él en la trastienda con tres de sus amigos haciendo de testigos. Para compensar su absoluta falta de experiencia el chaval tenía un impresionante instrumento que mi novia se apresuró a estrenar y en pocos minutos el pequeño cuartucho se llenó de gemidos. A cambio de “convertirlo en un hombre” Silvia se llevó una generosa propina y unas no menos generosas corridas de los colegas del chaval en un improvisado bukkake.
Ese día, cuando volvió a casa, su humor era radicalmente opuesto al de un día “Antonio”. Y, a pesar de que necesitaba a todas luces una ducha, saltó sobre mí como una gata en celo. Notar su coño lubricado por otro y las más que obvias manchas de semen en su cara y su pelo apelmazado me pusieron a cien y le estuve dando duro durante más de media hora hasta que los dos caímos rendidos en el sofá.
Un tiempo más tarde consiguió un trabajo del que podía hablar con sus padres: profesora en un instituto concertado no muy lejos de donde vivíamos. Menudo cambio, ¿verdad? Le comenté que había tenido suerte de que el de recursos humanos no le hubiera preguntado sobre sus últimas ocupaciones pero me dijo que, de hecho, sí que lo había hecho. Fuera como fuese que consiguiera el trabajo estaba tan feliz que me importó bien poco. Era un paso adelante para ella y yo le dí todo mi apoyo. El sueldo era ligeramente más alto aunque sin las “propinas” sabíamos que tocaría apretarse un poco el cinturón. Pero en un giro curioso del destino, ese pequeño “pero” de su nuevo trabajo desapareció en el mismo instante que entró en su primera clase para encontrarse con la cara de asombro del empollón de la trastienda y sus colegas.
Después de todo, quizá también se podría ganar un dinerillo extra en el nuevo trabajo…