Elena la troya
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- 9 Sep 2025
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—Ave María purísima.
—Sin pecado concebida.
—En el nombre del padre, del hijo, y del Espíritu santo. Amén.
—Padre, bendígame porque he pecado. Ha pasado una semana desde mi última confesión, pero... ay, Dios mío, lo que ha sucedido estos días me quema el alma como un fuego del infierno. No sé si podré contarlo todo sin que me tiemble la voz, padre. Soy Daniela, tengo 35 años, soy colombiana y vivo aquí cerca, en Usera, con mi marido, que lleva meses en paro, y nuestros tres hijos. Esta no es la parroquia a la que suelo ir, pero es que me da tanta vergüenza contarle esto al párroco de allá... Bueno, yo trabajo como limpiadora en un centro comercial y gano una miseria que apenas nos alcanza para el alquiler, la comida y las facturas. Somos una familia devota, padre; rezamos el Rosario todas las noches, vamos a misa los domingos sin falta, y educamos a los niños en el temor de Dios. Mi marido es buen hombre, muy atento y trabajador, pero lleva ya un rato sin empleo… La casa se nos viene encima y, con la Navidad acercándose, mis hijos no paraban de pedirnos una consola de videojuegos, una Nintendo Switch de esas. Camilo, el mayor, que tiene nueve añitos, me miraba con cara de cordero degollado y decía: «Mami, ¿Papá Noel nos olvidará este año?». Mi corazón se partió en pedazos, padre. No quería que pasaran otra fiesta con las manos vacías, como el año pasado.
—Tranquila, hija mía —dijo el padre desde el otro lado de la rejilla del confesionario. Su voz era suave, pero en su tono se advertía la curiosidad—. Dios nos pone pruebas, pero para absolverla, necesito que me cuente todo con detalle. ¿Qué la llevó a pecar? Empiece desde el principio, sin omitir nada. El Señor ve el corazón, pero yo debo entender la gravedad para guiarla.
—Está bien, padre. Todo empezó el 20 de diciembre. Busqué en esa aplicación, Wallapop, algo barato. Encontré una oferta: 100 euros por la consola, casi nueva, con juegos para que mis niños jugaran juntos. El vendedor se llamaba «PapaNoel69», y su foto era de un hombre mayor, obeso, con barba blanca y un gorro rojo, como si se disfrazara de Papá Noel. Pensé que era una broma, pero el precio era lo que podía permitirme... o casi. Solo tenía 50 euros ahorrados, escondidos en un frasco de la cocina. Quedamos en su portal, en Usera, cerca de mi casa. Dejé a los niños con la vecina, una buena mujer de la parroquia, y fui a su dirección. Llevaba mi uniforme de limpiadora debajo del abrigo: falda gris hasta la rodilla, blusa blanca abotonada hasta el cuello, zapatos planos. Nada provocativo, padre; soy una mujer modesta, como Dios manda.
Llego al portal, y ahí estaba él: tenía alrededor de 60 años y una barriga enorme que le colgaba sobre el cinturón, la barba blanca sucia y espesa que le llegaba al pecho, el pelo canoso, grasiento y revuelto. Sus ojos eran pequeños, como los de un animal astuto, y olía a tabaco. Me sonrió, enseñando los dientes, torcidos y amarillos.
«Hola, guapa, soy tu Papá Noel especial. Sube a casa, que te enseño la consola y la probamos, para que veas que no te engaño».
Dudé, padre; mi instinto me decía que no entrara en la casa de un extraño. Soy casada, no hago esas cosas. Pero pensé en las caritas de mis hijos, en cómo llorarían sin regalo.
«Está bien, pero solo un momento, señor. Tengo que volver pronto con mis niños».
Subimos al ascensor, él pegado a mí, con su barriga rozándome el brazo. Sentía su mirada en mi figura; Dios me dio un cuerpo voluptuoso, con caderas anchas y senos abundantes, pero siempre lo cubro con recato. En su piso, un lugar desordenado con botellas vacías por el suelo y olor a cerrado, sentí náuseas. Sacó la consola de una caja polvorienta. La enchufó a una televisión vieja, y funcionaba: los juegos se veían claros, perfectos para mis pequeños.
«Mira, tetona, es un chollo. Pero por 100 euros... ¿Tienes lo mío?».
Le conté la verdad con un hilo de voz:
«Solo tengo 50, señor. Mi marido está sin trabajo, tenemos tres hijos pequeños, por favor, hágame un descuento, por caridad. Somos una familia cristiana, como usted».
Él se rió de un modo ronco y vulgar que me heló la sangre.
«Caridad, dice la mojigata esta. Ho, ho, ho,, yo no doy nada gratis... Pero si eres buena conmigo, te la dejo por 50... y te doy otros 50 de propina para tus mocosos. ¿Qué te parece?».
Se acercó y apoyó su mano gorda en mi hombro, bajando despacio hacia mi pecho.
«¡Señor, por Dios! —grité— ¡No me toque! Soy una mujer casada, voy a la iglesia, tengo familia. Esto es pecado». Intenté apartarme, pero me acorraló contra la pared con su panza, aplastándome. Noté cómo me echaba el aliento caliente en la cara.
«No sales de aquí hasta que me des lo que quiero, puta meapilas. Te doy la consola y las pelas, pero si no quieres que Papá Noel se cabree y te traiga carbón, ¿verdad? Porque tengo muy mala hostia. Vas a ganarte tus regalitos, ¿a que sí?».
—Daniela, hija, eso es terrible —interrumpió el padre. Sonaba un poco alterado, tragaba saliva y le temblaba la voz—. Pero, para… absolverla, necesito los detalles exactos. ¿Qué le dijo él? ¿Cómo la tocó? No omita las palabras vulgares; Dios sabe lo que pasó, pero yo debo entender para juzgar el pecado.
—Padre, es que me da mucha vergüenza... Ay, señor… Pues me agarró de la nuca… me besó a la fuerza y… me metió su lengua gorda como una babosa. Sabía a cerveza, amarga. Luché, empujándolo con las manos, diciendo:
«¡No, por favor, soy devota de la Virgen María! Esto va contra Dios».
Pero él me agarró los brazos, riendo:
«Devota, dice la tetona. Mira cómo se te ponen duros los pezones bajo la blusa. Tss, tss, chica mala. Quítate el abrigo, enseña ese cuerpo de sudaca que Dios te dio para follar».
Moralmente, padre, no quería; mi mente gritaba que era pecado mortal, que traicionaba a mi marido, a mis votos matrimoniales. Pero pensé en mis hijos sin comida, en la Navidad fría y vacía. Cedí un poco y me saqué el abrigo con las manos temblorosas.
«Está bien... pero solo un beso, y me da la consola».
Él no paró. Me desabrochó la blusa botón a botón, mientras yo rezaba en silencio un Padre Nuestro.
«Pero mira tú… Mira qué berzas tan gordas tienes, remilgada. Estas pedazo de ubres no se ven todos los días, apuesto a que tienes leche».
Sacó mis senos del sostén y me pellizcó los pezones con sus dedos gordos y callosos. Dolía, padre, pero... un calor traidor subía por mi cuerpo. Me salió un chorrito de leche y me chupó el pecho para mamar.
«¡Ay, no, señor! Eso es indecente». Él se rió: «Indecente es que con esas tetas vengas a mi casa a pedirme favores. Arrodíllate, vaca lechera, y rézale a mi rabo».
Me empujó al suelo, sentí el piso pringoso y frío contra mis rodillas. Sacó su... su miembro, padre. Era… era… algo grotesco, deforme, grueso, rojo e hinchado, y esas partes colgantes peludas. «Toma mi bastón de caramelo, vaca, verás qué dulce»..
Padre, yo lloraba desconsolada. «Por favor, no me obligue... Tengo marido y tres hijitos. Soy una buena persona». Pero él no tuvo piedad de mí y me sujetó de la cabeza, y empezó a golpearme la cara con aquello y a apretármelo contra los labios hasta que abrí la boca... Sentía un olor nauseabundo, a viejo sucio y sudado. Empujaba aquella cosota enorme bien hondo, hasta que me ahogaba, y acabé vomitando sobre la falda, pero él no se detenía.. «Trágatela, tetona. Ho, ho, ho, pero qué boquita tienes, Daniela… ¿Estás lista para el premio?». Mi cuerpo sucumbía; una humedad pecaminosa me invadía las piernas. No daba crédito a mis acciones. ¿Cómo podía hacer algo semejante? Dios me veía, la Virgen lloraría por mí. Pero pensé en mis niños, en su ilusión, y seguí chupando con todas mis ganas, deseando que aquello se acabara ya de una vez por todas. Las babas me goteaban por la barbilla y caían a mis senos expuestos.
—Siga, Daniela... ¿Qué más le hizo? ¿Qué palabras vulgares usó para humillarla? Dios perdona a los arrepentidos, pero debo saber todo.
—Después de... eso, me levantó, y me arrojó contra el sofá de la sala, dejando mi cara apoyada en el respaldo y sujetándome al asiento, exponiendo todo mi pompis.. «Ahora enséñame ese chochazo de madre. Àbreme las patas que vea lo buena puta que eres. Me subió la falda, apartando mis braguitas. «Mira qué chocho tan peludo, como a mí me gusta.. Y estás mojadita, eh? Pidiendo caña». Entró de golpe, padre, su miembro grueso estirándome hasta doler como un hierro ardiendo. «¡Ay, Dios mío, despacio! Me duele». Pero él me embestía salvaje, y no paraba de apretarme con sus manos gordas como si estuviera ordeñando mis senos. «Toma polla de Papá Noel, tetona. Muge como la vaca lechera. ¡Muu! Je je je. ¡Venga! Tolón, tolón. Ja ja ja, ufff». Me estaba destrozando y disfrutaba humillándome, padre: «Joder con la meapilas. Tu pariento en casa y tú aquí chupándosela a un desconocido, uff.. Qué chocho tienes, hija de puta, no puedo parar». Yo cerraba los ojos para rezar, pero mi cuerpo cedía, un placer pecaminoso que me hacía mover las caderas adelante y atrás contra mi voluntad iba creciendo en mí.
De verdad, padre, que aquellos minutos se me hicieron eternos. No comprendía como aguantaba tanto tiempo un hombre de su edad. Iba cambiando los ritmos: lento para torturarme, rápido para hacerme gritar. «¿Notas cómo me tienes? Guau, no me lo creo. Mira qué pedazo de guarra se viene a mi sofá a darme chocho». Me pellizcaba los pezones hasta que me hacía gritar. «A que te encanta, ¿eh? Mira qué mansita la vaca. Di que te encanta». «No... no me gusta, es pecado». Pero me dio una nalgada fuerte. «¡No te oigo! ¿Te gustan las marcas? ¿Es eso?» Y cedí: «Me... me gusta, señor». Él se rió y me aplastó la cara contra el asiento,. «Quiero ese culo. Ahora». Me escupió, padre, en mi parte trasera, y me metió la lengua, luego un dedo, luego dos, tres, y de pronto noté que me empujaba ese miembro deformado, y un dolor como si me partiera, pero respiré hondo e intenté relajarlo para que no fuera peor. «Ho ho ho, cómo sabe la monjita lo que hay que hacer, uf… Qué rico, joder.. Toma por el culo, qué puta que eres». Me bombeaba como un animal, inclinado con su barriga sudada sobre mi espalda, agarrándome los pechos de nuevo como si fueran unas riendas «Córrete para mí. Ahora, guarra...»
Grité, padre, con una mezcla de dolor y algo prohibido. «¡Por Dios, pare! Mi marido... mis votos». Pero él me humillaba más: «Tu marido es un inútil, y tú una puta que se abre por 50 euros. Di que eres mi vaca, guarra. Muge». Cedí, sollozando: «Muuuuuu». Me vine entonces, temblando entera. Se aprovechó de aquello para alternar: sacaba de atrás, metía en mi boca. «Límpiala bien, meapilas. Venga, traga. Traga. ¡Traga!». Me sentía tan sucia, padre… Pero un placer traidor me hacía ceder. «Ahora di que quieres mi leche en la boca, vaca tetona». «Quiero... su leche, señor».
Explotó finalmente, y expulsó un chorro espeso en mi garganta. Tuve que tragármelo todo para no ahogarme «Buena vaquita. Y ahora toma la consola y la pasta. Vete, pero Papá Noel te vigila». Me recompuse el uniforme. Lo había puesto perdido. Y salí llorando, con el cuerpo dolorido y el alma rota, pero con el regalo de los niños.
A los dos días fui a trabajar. No podía quitarme aquello de la cabeza. Cuando acabé mi jornada y me fui a los vestuarios para cambiarme de uniforme, lo ví entrar. Era el Papá Noel del centro. Acababa de terminar el turno. «Ho, ho, ho, tetona, qué sorpresa. Limpias baños, pero el otro días limpiaste algo mucho mejor». Me acorraló contra las taquillas: Si no quieres que se enteren tus compañeros, empieza a chupar… Y no te hagas de rogar que luego ya sabes lo que pasa».
—Uhmmm… Daniela... todo esto que confiesa es muy grave. Pero, dígame: ¿Cedió al chantaje? ¿Qué siente ahora?
—No lo sé, padre. Es complicado… Mi marido y mis hijos no saben nada. Y sé qué van a pasar sus primeras Navidades felices en un rato. Ay… Cómo me revuelve por dentro hablar de esto. Por favor, dígame, padre: ¿Cree que podrá absolverme? Que Dios me perdone… ¿Qué debería hacer?
—Ho, ho, ho…
—Sin pecado concebida.
—En el nombre del padre, del hijo, y del Espíritu santo. Amén.
—Padre, bendígame porque he pecado. Ha pasado una semana desde mi última confesión, pero... ay, Dios mío, lo que ha sucedido estos días me quema el alma como un fuego del infierno. No sé si podré contarlo todo sin que me tiemble la voz, padre. Soy Daniela, tengo 35 años, soy colombiana y vivo aquí cerca, en Usera, con mi marido, que lleva meses en paro, y nuestros tres hijos. Esta no es la parroquia a la que suelo ir, pero es que me da tanta vergüenza contarle esto al párroco de allá... Bueno, yo trabajo como limpiadora en un centro comercial y gano una miseria que apenas nos alcanza para el alquiler, la comida y las facturas. Somos una familia devota, padre; rezamos el Rosario todas las noches, vamos a misa los domingos sin falta, y educamos a los niños en el temor de Dios. Mi marido es buen hombre, muy atento y trabajador, pero lleva ya un rato sin empleo… La casa se nos viene encima y, con la Navidad acercándose, mis hijos no paraban de pedirnos una consola de videojuegos, una Nintendo Switch de esas. Camilo, el mayor, que tiene nueve añitos, me miraba con cara de cordero degollado y decía: «Mami, ¿Papá Noel nos olvidará este año?». Mi corazón se partió en pedazos, padre. No quería que pasaran otra fiesta con las manos vacías, como el año pasado.
—Tranquila, hija mía —dijo el padre desde el otro lado de la rejilla del confesionario. Su voz era suave, pero en su tono se advertía la curiosidad—. Dios nos pone pruebas, pero para absolverla, necesito que me cuente todo con detalle. ¿Qué la llevó a pecar? Empiece desde el principio, sin omitir nada. El Señor ve el corazón, pero yo debo entender la gravedad para guiarla.
—Está bien, padre. Todo empezó el 20 de diciembre. Busqué en esa aplicación, Wallapop, algo barato. Encontré una oferta: 100 euros por la consola, casi nueva, con juegos para que mis niños jugaran juntos. El vendedor se llamaba «PapaNoel69», y su foto era de un hombre mayor, obeso, con barba blanca y un gorro rojo, como si se disfrazara de Papá Noel. Pensé que era una broma, pero el precio era lo que podía permitirme... o casi. Solo tenía 50 euros ahorrados, escondidos en un frasco de la cocina. Quedamos en su portal, en Usera, cerca de mi casa. Dejé a los niños con la vecina, una buena mujer de la parroquia, y fui a su dirección. Llevaba mi uniforme de limpiadora debajo del abrigo: falda gris hasta la rodilla, blusa blanca abotonada hasta el cuello, zapatos planos. Nada provocativo, padre; soy una mujer modesta, como Dios manda.
Llego al portal, y ahí estaba él: tenía alrededor de 60 años y una barriga enorme que le colgaba sobre el cinturón, la barba blanca sucia y espesa que le llegaba al pecho, el pelo canoso, grasiento y revuelto. Sus ojos eran pequeños, como los de un animal astuto, y olía a tabaco. Me sonrió, enseñando los dientes, torcidos y amarillos.
«Hola, guapa, soy tu Papá Noel especial. Sube a casa, que te enseño la consola y la probamos, para que veas que no te engaño».
Dudé, padre; mi instinto me decía que no entrara en la casa de un extraño. Soy casada, no hago esas cosas. Pero pensé en las caritas de mis hijos, en cómo llorarían sin regalo.
«Está bien, pero solo un momento, señor. Tengo que volver pronto con mis niños».
Subimos al ascensor, él pegado a mí, con su barriga rozándome el brazo. Sentía su mirada en mi figura; Dios me dio un cuerpo voluptuoso, con caderas anchas y senos abundantes, pero siempre lo cubro con recato. En su piso, un lugar desordenado con botellas vacías por el suelo y olor a cerrado, sentí náuseas. Sacó la consola de una caja polvorienta. La enchufó a una televisión vieja, y funcionaba: los juegos se veían claros, perfectos para mis pequeños.
«Mira, tetona, es un chollo. Pero por 100 euros... ¿Tienes lo mío?».
Le conté la verdad con un hilo de voz:
«Solo tengo 50, señor. Mi marido está sin trabajo, tenemos tres hijos pequeños, por favor, hágame un descuento, por caridad. Somos una familia cristiana, como usted».
Él se rió de un modo ronco y vulgar que me heló la sangre.
«Caridad, dice la mojigata esta. Ho, ho, ho,, yo no doy nada gratis... Pero si eres buena conmigo, te la dejo por 50... y te doy otros 50 de propina para tus mocosos. ¿Qué te parece?».
Se acercó y apoyó su mano gorda en mi hombro, bajando despacio hacia mi pecho.
«¡Señor, por Dios! —grité— ¡No me toque! Soy una mujer casada, voy a la iglesia, tengo familia. Esto es pecado». Intenté apartarme, pero me acorraló contra la pared con su panza, aplastándome. Noté cómo me echaba el aliento caliente en la cara.
«No sales de aquí hasta que me des lo que quiero, puta meapilas. Te doy la consola y las pelas, pero si no quieres que Papá Noel se cabree y te traiga carbón, ¿verdad? Porque tengo muy mala hostia. Vas a ganarte tus regalitos, ¿a que sí?».
—Daniela, hija, eso es terrible —interrumpió el padre. Sonaba un poco alterado, tragaba saliva y le temblaba la voz—. Pero, para… absolverla, necesito los detalles exactos. ¿Qué le dijo él? ¿Cómo la tocó? No omita las palabras vulgares; Dios sabe lo que pasó, pero yo debo entender para juzgar el pecado.
—Padre, es que me da mucha vergüenza... Ay, señor… Pues me agarró de la nuca… me besó a la fuerza y… me metió su lengua gorda como una babosa. Sabía a cerveza, amarga. Luché, empujándolo con las manos, diciendo:
«¡No, por favor, soy devota de la Virgen María! Esto va contra Dios».
Pero él me agarró los brazos, riendo:
«Devota, dice la tetona. Mira cómo se te ponen duros los pezones bajo la blusa. Tss, tss, chica mala. Quítate el abrigo, enseña ese cuerpo de sudaca que Dios te dio para follar».
Moralmente, padre, no quería; mi mente gritaba que era pecado mortal, que traicionaba a mi marido, a mis votos matrimoniales. Pero pensé en mis hijos sin comida, en la Navidad fría y vacía. Cedí un poco y me saqué el abrigo con las manos temblorosas.
«Está bien... pero solo un beso, y me da la consola».
Él no paró. Me desabrochó la blusa botón a botón, mientras yo rezaba en silencio un Padre Nuestro.
«Pero mira tú… Mira qué berzas tan gordas tienes, remilgada. Estas pedazo de ubres no se ven todos los días, apuesto a que tienes leche».
Sacó mis senos del sostén y me pellizcó los pezones con sus dedos gordos y callosos. Dolía, padre, pero... un calor traidor subía por mi cuerpo. Me salió un chorrito de leche y me chupó el pecho para mamar.
«¡Ay, no, señor! Eso es indecente». Él se rió: «Indecente es que con esas tetas vengas a mi casa a pedirme favores. Arrodíllate, vaca lechera, y rézale a mi rabo».
Me empujó al suelo, sentí el piso pringoso y frío contra mis rodillas. Sacó su... su miembro, padre. Era… era… algo grotesco, deforme, grueso, rojo e hinchado, y esas partes colgantes peludas. «Toma mi bastón de caramelo, vaca, verás qué dulce»..
Padre, yo lloraba desconsolada. «Por favor, no me obligue... Tengo marido y tres hijitos. Soy una buena persona». Pero él no tuvo piedad de mí y me sujetó de la cabeza, y empezó a golpearme la cara con aquello y a apretármelo contra los labios hasta que abrí la boca... Sentía un olor nauseabundo, a viejo sucio y sudado. Empujaba aquella cosota enorme bien hondo, hasta que me ahogaba, y acabé vomitando sobre la falda, pero él no se detenía.. «Trágatela, tetona. Ho, ho, ho, pero qué boquita tienes, Daniela… ¿Estás lista para el premio?». Mi cuerpo sucumbía; una humedad pecaminosa me invadía las piernas. No daba crédito a mis acciones. ¿Cómo podía hacer algo semejante? Dios me veía, la Virgen lloraría por mí. Pero pensé en mis niños, en su ilusión, y seguí chupando con todas mis ganas, deseando que aquello se acabara ya de una vez por todas. Las babas me goteaban por la barbilla y caían a mis senos expuestos.
—Siga, Daniela... ¿Qué más le hizo? ¿Qué palabras vulgares usó para humillarla? Dios perdona a los arrepentidos, pero debo saber todo.
—Después de... eso, me levantó, y me arrojó contra el sofá de la sala, dejando mi cara apoyada en el respaldo y sujetándome al asiento, exponiendo todo mi pompis.. «Ahora enséñame ese chochazo de madre. Àbreme las patas que vea lo buena puta que eres. Me subió la falda, apartando mis braguitas. «Mira qué chocho tan peludo, como a mí me gusta.. Y estás mojadita, eh? Pidiendo caña». Entró de golpe, padre, su miembro grueso estirándome hasta doler como un hierro ardiendo. «¡Ay, Dios mío, despacio! Me duele». Pero él me embestía salvaje, y no paraba de apretarme con sus manos gordas como si estuviera ordeñando mis senos. «Toma polla de Papá Noel, tetona. Muge como la vaca lechera. ¡Muu! Je je je. ¡Venga! Tolón, tolón. Ja ja ja, ufff». Me estaba destrozando y disfrutaba humillándome, padre: «Joder con la meapilas. Tu pariento en casa y tú aquí chupándosela a un desconocido, uff.. Qué chocho tienes, hija de puta, no puedo parar». Yo cerraba los ojos para rezar, pero mi cuerpo cedía, un placer pecaminoso que me hacía mover las caderas adelante y atrás contra mi voluntad iba creciendo en mí.
De verdad, padre, que aquellos minutos se me hicieron eternos. No comprendía como aguantaba tanto tiempo un hombre de su edad. Iba cambiando los ritmos: lento para torturarme, rápido para hacerme gritar. «¿Notas cómo me tienes? Guau, no me lo creo. Mira qué pedazo de guarra se viene a mi sofá a darme chocho». Me pellizcaba los pezones hasta que me hacía gritar. «A que te encanta, ¿eh? Mira qué mansita la vaca. Di que te encanta». «No... no me gusta, es pecado». Pero me dio una nalgada fuerte. «¡No te oigo! ¿Te gustan las marcas? ¿Es eso?» Y cedí: «Me... me gusta, señor». Él se rió y me aplastó la cara contra el asiento,. «Quiero ese culo. Ahora». Me escupió, padre, en mi parte trasera, y me metió la lengua, luego un dedo, luego dos, tres, y de pronto noté que me empujaba ese miembro deformado, y un dolor como si me partiera, pero respiré hondo e intenté relajarlo para que no fuera peor. «Ho ho ho, cómo sabe la monjita lo que hay que hacer, uf… Qué rico, joder.. Toma por el culo, qué puta que eres». Me bombeaba como un animal, inclinado con su barriga sudada sobre mi espalda, agarrándome los pechos de nuevo como si fueran unas riendas «Córrete para mí. Ahora, guarra...»
Grité, padre, con una mezcla de dolor y algo prohibido. «¡Por Dios, pare! Mi marido... mis votos». Pero él me humillaba más: «Tu marido es un inútil, y tú una puta que se abre por 50 euros. Di que eres mi vaca, guarra. Muge». Cedí, sollozando: «Muuuuuu». Me vine entonces, temblando entera. Se aprovechó de aquello para alternar: sacaba de atrás, metía en mi boca. «Límpiala bien, meapilas. Venga, traga. Traga. ¡Traga!». Me sentía tan sucia, padre… Pero un placer traidor me hacía ceder. «Ahora di que quieres mi leche en la boca, vaca tetona». «Quiero... su leche, señor».
Explotó finalmente, y expulsó un chorro espeso en mi garganta. Tuve que tragármelo todo para no ahogarme «Buena vaquita. Y ahora toma la consola y la pasta. Vete, pero Papá Noel te vigila». Me recompuse el uniforme. Lo había puesto perdido. Y salí llorando, con el cuerpo dolorido y el alma rota, pero con el regalo de los niños.
A los dos días fui a trabajar. No podía quitarme aquello de la cabeza. Cuando acabé mi jornada y me fui a los vestuarios para cambiarme de uniforme, lo ví entrar. Era el Papá Noel del centro. Acababa de terminar el turno. «Ho, ho, ho, tetona, qué sorpresa. Limpias baños, pero el otro días limpiaste algo mucho mejor». Me acorraló contra las taquillas: Si no quieres que se enteren tus compañeros, empieza a chupar… Y no te hagas de rogar que luego ya sabes lo que pasa».
—Uhmmm… Daniela... todo esto que confiesa es muy grave. Pero, dígame: ¿Cedió al chantaje? ¿Qué siente ahora?
—No lo sé, padre. Es complicado… Mi marido y mis hijos no saben nada. Y sé qué van a pasar sus primeras Navidades felices en un rato. Ay… Cómo me revuelve por dentro hablar de esto. Por favor, dígame, padre: ¿Cree que podrá absolverme? Que Dios me perdone… ¿Qué debería hacer?
—Ho, ho, ho…