Mis primeros cuernos

AmadeoCornudo

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19 Ago 2025
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No podría señalar con precisión el instante en que comenzó la fantasía. No hubo una revelación, ni un momento claro de conciencia. Fue algo que se deslizó con lentitud, que se fue formando en los márgenes de lo cotidiano hasta volverse imposible de ignorar. Tal vez surgió aquella tarde de domingo, cuando ella salió del cuarto de baño envuelta en vapor. Caminaba con calma, los pies descalzos sobre el suelo frío, la piel aún húmeda, perlada de gotas que le brillaban en los hombros y en la clavícula. Llevaba una toalla blanca, ajustada apenas lo necesario, ceñida sobre sus caderas. El tejido era fino, y dejaba adivinar la curva de sus glúteos cuando se giraba de perfil. Se inclinó sobre el lavabo para mirarse en el espejo, ajena a mi mirada. Sentí que algo se activaba en mí. No era solo atracción. Era otra cosa. Más profunda. Más inquietante.

Aunque quizás todo comenzó mucho antes. Tal vez fue cuando empecé a notar la forma en que otros hombres la observaban. En la calle, en un restaurante, en el supermercado. Eran miradas breves, contenidas, pero llenas de una intensidad reconocible. Miradas que se detenían en ella uno o dos segundos más de lo habitual. En lugar de sentir celos, como cabría esperar, lo que emergió fue distinto. Un interés turbio. Una excitación difícil de nombrar. Un deseo íntimo que no compartí con nadie. Ni siquiera con ella.

Mi mujer se llama Andrea. Tiene treinta y seis años. A veces, al verla dormida o mientras se recoge el pelo frente al espejo, todavía me asombra que sea mi esposa. Es el tipo de mujer que llama la atención sin proponérselo. No necesita maquillaje ni ropa llamativa. Hay algo en su forma de estar en el mundo que resulta magnético. Tiene el cabello castaño, largo, con una ligera ondulación natural que se acomoda sobre sus hombros. Nunca lo lleva recogido del todo, siempre suelto o atado con descuido, como si le molestara pensar demasiado en su aspecto. Sus labios son carnosos, suaves, y casi siempre tienen un brillo húmedo, como si acabara de pasarse la lengua por ellos. Cuando habla, cuando se ríe, cuando se concentra en algo y frunce el ceño, esos labios parecen tener vida propia.

Pero es su cuerpo lo que más destaca. Su figura es plena, sin artificios. Tiene las tetas generosas, firmes, que insinúan su forma incluso bajo prendas anchas. Sus caderas son redondas, bien proporcionadas, y se mueven con una cadencia natural cuando camina. Nunca apresurada, nunca consciente de las miradas que provoca. La piel de Andrea es suave, cálida al tacto, con ese olor que mezcla la fragancia ligera de su crema corporal con algo más íntimo, algo que no podría describir con palabras pero que reconozco al instante. Es un olor que me pertenece, o al menos eso me gusta pensar.

Una noche, mientras dormía a mi lado, me abrí una cuenta en un foro anónimo. Era tarde, y el resplandor de la pantalla era la única luz encendida en la habitación. Andrea respiraba con profundidad, cubierta por la sábana, ajena a mis pensamientos. El foro era discreto, sin imágenes ni distracciones, un espacio dedicado exclusivamente a fantasías que no pueden compartirse en voz alta. Allí encontré a un usuario llamado “Dario_55”. Su forma de escribir era distinta. Seria. Clara. Mostraba educación, madurez, y una seguridad que solo da el tiempo y la experiencia.

Hablamos durante semanas. Nunca apresurado, nunca vulgar. Le conté lo que deseaba. Se lo conté con palabras exactas, sin adornos. Quería que conociera a Andrea por azar, que entablara conversación con naturalidad. Que la tratase con respeto, con interés genuino. Y que poco a poco, sin que ella lo notara, la sedujera. Todo debía ocurrir sin que ella supiera que yo lo sabía. Sin que sospechara que lo habíamos planeado.

Organizamos el primer encuentro con precisión, aunque desde fuera parecía una coincidencia casual. Lo preparamos para que todo pareciera obra del azar. Fue un sábado por la mañana cuando le propuse a Andrea salir a tomar algo. Le hablé de una cafetería en el centro, un local antiguo, con cierto encanto discreto. Ella no la conocía. Me gustaba la idea de llevarla a un lugar nuevo, de crear la escena sin que sospechara nada. Me gustaba, sobre todo, observarla mientras se preparaba, sin tener la menor idea de que todo estaba previsto.

Ese día eligió un vestido de lino en tono claro, suave al tacto, ligeramente ajustado en la cintura. Era delgado, sin forro, y se ceñía al cuerpo con cada ráfaga de viento. La tela se pegaba brevemente a sus muslos y luego se despegaba con lentitud al caminar. El escote, de forma redondeada y precisa, realzaba la curva de sus pechos sin mostrar más de lo necesario. Debajo del dobladillo, sus piernas brillaban de forma sutil: se había aplicado crema hidratante, la que huele a almendra y vainilla. Un aroma dulce y cálido, que flotaba en el aire cuando pasaba cerca. Llevaba el pelo recogido en una coleta alta, tirante, que dejaba su cuello completamente expuesto. La piel allí era tersa, limpia, con una línea de vello finísimo casi imperceptible. Se había puesto unos pendientes pequeños, apenas visibles, que le daban una apariencia contenida, casi inocente.

Dario llegó con puntualidad exacta. Lo reconocí al instante, aunque nunca lo había visto en persona. Era más alto de lo que imaginaba, vestido con sobriedad, sin ostentación, pero con atención al detalle. Camisa de lino azul oscuro, pantalones claros, gafas de sol con montura discreta. La barba recortada con precisión, sin dejar zonas descuidadas. Su presencia era sólida. No necesitaba decir nada para hacerse notar.

Fingí sorpresa. Me levanté al verle y lo saludé con entusiasmo contenido, como si de verdad no lo hubiera visto en años. “¡Dario! ¿Eres tú?” Mi tono era natural, abierto. Él respondió con una sonrisa perfectamente medida. Se quitó las gafas con lentitud antes de acercarse. Andrea se giró hacia él, curiosa, aunque con esa ligera incomodidad que le generan los desconocidos. Le devolvió la sonrisa, pero sin palabras, apenas una expresión de cortesía.

Les presenté. Observé con atención el primer contacto. Él le tendió la mano, y Andrea respondió al gesto. El apretón fue breve, pero no apresurado. Lo alargó apenas un segundo más de lo normal. Lo justo para que sus dedos rozaran los de ella con intención. Andrea ladeó la cabeza mientras lo miraba, intentando leerlo. Tenía esa expresión suya que mezcla atención y distancia. No era una reacción automática. Lo estaba observando con cuidado. Intuía que no era un hombre cualquiera.

Nos sentamos los tres alrededor de una mesa junto a la ventana. Era una de esas mesas redondas, de mármol desgastado, con patas de hierro forjado. El local tenía una atmósfera silenciosa, algo antigua, con aroma a café recién molido y madera pulida. Pedimos sin prisas. Un par de cafés, un té para Andrea. La camarera tomó nota con discreción y desapareció. No había urgencia en nuestros gestos. No había tampoco silencios incómodos.

La conversación fluyó sin rumbo establecido. Hablamos de libros, sin entrar en títulos concretos, sólo referencias sueltas, autores mencionados al pasar. Luego surgieron ciudades. Lugares que habíamos visitado, que nos gustaría visitar. Él habló de Lisboa con detalle, mencionando calles, aromas, pequeños bares. Andrea lo escuchaba con interés genuino. Luego hizo un comentario leve sobre la política actual, apenas una observación, más para mantener el tono que por convicción. Dario respondió con mesura. Nunca exageraba. No necesitaba sobresalir. Hablaba con seguridad, pero sin imponerla. Su voz era grave, suave, con una cadencia medida. Hacía pausas breves entre frases, como si pensara cada palabra con exactitud, como si el tiempo no le preocupara.

Andrea se relajó con rapidez. Al principio su postura era algo rígida, las piernas cruzadas, las manos en el regazo. Pero poco a poco su cuerpo fue soltando la tensión. Se apoyó contra el respaldo de la silla, descruzó las piernas, se inclinó hacia delante cuando algo la divertía. Participaba con naturalidad. Hacía preguntas, compartía detalles. Sonrió varias veces. Y en dos o tres ocasiones, rió con más fuerza. Cuando lo hacía, inclinaba la cabeza hacia atrás, cerraba los ojos por un segundo, y su cuello quedaba completamente expuesto. En ese gesto, breve pero preciso, las líneas de sus clavículas se marcaban bajo la piel, firmes, suaves, con una tensión apenas perceptible. Era un movimiento involuntario, que no tenía nada de provocador, y precisamente por eso resultaba tan poderoso.

Cuando llegó el momento de irnos, fue Dario quien tomó la iniciativa. Lo hizo con una naturalidad calculada. “¿Os parece si intercambiamos números? Por si algún día volvemos a coincidir.” Lo dijo sin énfasis, con una sonrisa ligera, como si fuera lo más lógico. Andrea se quedó en silencio un segundo. No respondió de inmediato. Lo pensó. Lo miró con atención. Y luego, con un gesto tranquilo, asintió. Sacó su teléfono del bolso, lo desbloqueó, y tecleó los números con los dedos. Él los revisó, agradeció con un gesto leve. Yo observé todo en silencio. Fingí estar distraído, como si no le diera importancia. Esbocé una sonrisa contenida, la que uno muestra cuando algo le resulta irrelevante. Pero por dentro, sentí cómo el calor subía desde el estómago hasta el pecho. No era incomodidad. Era deseo. Tensión contenida. Una forma específica de ansiedad que no había sentido antes, y que era exactamente lo que buscaba.

Una semana después, le propuse cenar fuera. Fue durante una conversación sin trascendencia, mientras ella recogía la cocina. Le mencioné a Dario, sin insistencia. “¿Te acuerdas de Dario? Me ha escrito. Dice que le apetecería volver a vernos. Le dije que sí, si a ti te apetecía.” Andrea no tardó en responder. Dijo que sí, sin rodeos. Y cuando llegó la noche, su forma de arreglarse me dejó claro que algo en ella también se había movido.

Se tomó su tiempo. Eligió un vestido negro que no le había visto en mucho tiempo. Era ceñido, sin mangas, con la espalda parcialmente descubierta. La tela tenía una caída limpia, sin adornos. Le abrazaba las curvas con una precisión casi incómoda. No dejaba margen para la imaginación, pero tampoco caía en lo vulgar. Se aplicó un perfume nuevo. Almizcle con notas de jazmín. Lo roció detrás de las orejas, en los tobillos, en el canal del pecho. Era un aroma denso, cálido, que se quedaba en el aire durante segundos después de que pasara. Era un olor que no le conocía, y por eso me resultaba especialmente perturbador.

La vi moverse por la casa mientras se preparaba. Vi cómo se colocaba los pendientes frente al espejo, cómo se recogía el pelo con una horquilla delgada. Me habría acercado a ella entonces. Me habría arrodillado y la habría tomado en silencio, sin decir una palabra. Pero me contuve. Esa noche no se trataba de mí.

Cuando llegamos al restaurante, Darío ya nos estaba esperando. Se encontraba de pie junto a la mesa, con las manos relajadas, la postura erguida, como si el tiempo no le pesara. Al vernos, dio un par de pasos hacia adelante y sonrió con discreción. Fue un gesto sobrio, sin exageraciones, pero lleno de intención. Extendió el brazo hacia Andrea, con una naturalidad impecable, como si ese acto formara parte de una coreografía ensayada muchas veces. Ella no dudó. Se tomó de su brazo con confianza tranquila, apoyando la mano justo por debajo del codo. Caminaron juntos hasta la mesa, despacio, con pasos sincronizados, mientras yo los seguía a corta distancia, consciente de cada movimiento, de cada contacto, de cada segundo. Sentía que con cada paso avanzábamos hacia una línea invisible que solo yo podía ver con claridad.

El restaurante era pequeño, con una estética cuidada y sin pretensiones. Ladrillo visto en las paredes, mesas de madera oscura, luz cálida que no iluminaba del todo, sino que sugería formas, volúmenes, perfiles. Las lámparas colgaban bajas, y el resplandor de las velas en cada mesa dibujaba sombras suaves que se deslizaban por las paredes. Darío había elegido una mesa en una esquina, ligeramente apartada. Desde ahí se podía observar el salón entero sin exponerse, una posición que ofrecía una visión privilegiada del espacio sin atraer atención innecesaria.

Nos sentamos. Andrea ocupó el lugar intermedio, entre los dos. Lo hizo de manera instintiva, sin reparar en lo que ese gesto significaba para mí. Se acomodó con elegancia, cruzando las piernas con naturalidad. El vestido negro, ceñido y liso, parecía haber sido diseñado para ese ambiente. Bajo la luz tenue, su escote adquiría una profundidad nueva, suave pero irresistible. La piel de su pecho tenía un brillo tenue, casi húmedo, como si el calor del lugar la hubiera despertado. Al respirar, su pecho se movía con lentitud, acompasado, creando un ritmo hipnótico que se intensificaba en cada pausa.

Cuando cruzó las piernas, el tejido del vestido se tensó sobre sus muslos, marcando el contorno con una nitidez que bordeaba lo obsceno sin llegar a serlo. En ese breve desplazamiento, un borde de encaje oscuro quedó expuesto, apenas visible, pero inequívoco. Fue un descuido mínimo, de esos que ocurren sin intención, pero que alteran el curso de una mirada. Lo noté en Darío. Su vista se desvió apenas un instante. No fue torpe ni evidente. Fue un gesto contenido, calculado, como si supiera que yo estaba atento. Pero lo vi. Y también vi que Andrea lo percibía. No dijo nada, no reaccionó. Pero su expresión cambió. Un leve gesto de reconocimiento, de conciencia. Era sutil, pero presente.

—Estás preciosa esta noche —dijo él entonces. Su voz salió baja, firme, templada. Cada palabra tenía el ritmo exacto de quien no improvisa, de quien mide el efecto de lo que dice.

Andrea giró apenas la cabeza hacia él. Ladeó el rostro con lentitud, como si quisiera examinarlo mejor. No respondió de inmediato. Sonrió con contención. Sus labios se curvaron de forma suave, sin prisa. Luego bajó ligeramente la vista y, cuando la alzó de nuevo, sus mejillas ya se habían teñido de un rubor claro, espontáneo. No era una reacción buscada. No fue una pose. Era ese tipo de sonrojo que nace sin previo aviso, cuando algo inesperado atraviesa las defensas. Era el mismo rubor que yo conocía bien, ese que solo aparecía cuando algo dentro de ella se agitaba de verdad.

—Gracias —respondió Andrea, bajando los ojos hacia su copa de vino. Aquel gesto sutil, ese titubeo, me hizo sentir algo más que celos. Me sentí parte de algo que se estaba construyendo en tiempo real. Algo peligroso y excitante.

La conversación fluyó con una naturalidad que rozaba la coreografía. Hablaban ellos dos la mayoría del tiempo, mientras yo observaba. Darío sabía cómo tocar temas que la hacían brillar: literatura, cine francés, arquitectura. Cosas que a mí siempre me habían parecido demasiado sofisticadas para una charla casual, pero que en su voz parecían cotidianas.

Ella hablaba, gesticulaba con las manos pequeñas, se inclinaba hacia adelante cuando se reía, permitiéndole a él (y a mí) una vista aún más generosa del escote. Su perfume —ese aroma denso de jazmín y almizcle— se mezclaba con el vino tinto y el incienso leve del lugar, creando una atmósfera densa, casi narcótica.

En un momento, Darío le rozó la mano por accidente mientras le servía más vino. Andrea no se apartó. Solo lo miró un segundo, casi divertida. No dijo nada.

Sentí cómo se me endurecía la polla por completo debajo de la mesa. No era por el contacto en sí, sino por lo que implicaba. Andrea no lo sabía, pero ya estaba dentro del juego.

Después de los postres, Darío sugirió tomar una copa en su apartamento. “Está aquí cerca”, dijo. Andrea me miró, buscando mi reacción. Me encogí de hombros y le sonreí.

—¿Por qué no? —respondí—. Es viernes.

Su risa fue suave, como una rendición implícita.

El apartamento de Darío era tal como lo había imaginado. Cada objeto tenía su lugar, cada superficie estaba limpia, cuidada, sin excesos. El ambiente transmitía una sobriedad masculina, precisa, sin pretensión.

Andrea fue la primera en entrar. Se quitó los tacones en silencio, uno tras otro. Su gesto no fue coqueto ni consciente. Simplemente quería sentir el suelo bajo los pies. Avanzó descalza sobre la alfombra, con pasos lentos. Su vestido negro, que ya había dibujado su cuerpo con exactitud durante la cena, parecía adaptarse aún más a sus movimientos ahora que estaba en un espacio privado. La tela se estiraba levemente en la parte baja de su espalda, se amoldaba a sus muslos, rozaba con mínima fricción la curva de sus caderas. Era como una segunda piel, tensa, obediente a cada giro de su cuerpo.

Darío se adelantó y ofreció una bebida. Sacó una botella de whisky y sirvió tres vasos con un gesto sobrio, casi ceremonial. El líquido ámbar brilló bajo la luz tenue. Me alcanzó una copa, luego hizo lo mismo con Andrea. Brindamos sin palabras. Solo alzamos los vasos y nos miramos por un instante. Yo no apartaba los ojos de ella. Su rostro tenía ese leve enrojecimiento que aparece después del vino y el calor de una cena larga. Estaba relajada. Sus párpados bajaban un poco más de lo habitual. Su cuerpo parecía moverse con menos rigidez.

Se sentó en el sofá sin esperar indicaciones. Eligió el centro, como si ese espacio fuera suyo. Volvió a cruzar las piernas, despacio. La tela del vestido se deslizó apenas, dejando a la vista más piel de la que era necesario mostrar. No hizo nada por corregirlo. Darío se acomodó a su lado, sin tocarla. Simplemente ocupó el espacio contiguo, dejando entre ellos una distancia justa, una que podía acortarse sin esfuerzo. Yo me senté frente a ellos, en una butaca baja, con la copa en la mano. Desde ahí podía verlos de frente, sin obstáculos. Observaba cómo la conversación cambiaba de ritmo. Ya no hablaban con la soltura de los primeros encuentros. Ahora las frases eran más cortas, los silencios más frecuentes. Las risas también cambiaban de tono. No eran abiertas ni expansivas. Eran suaves, contenidas, cargadas de una intimidad que no necesitaba explicación.

En un momento, Andrea dijo algo que no alcancé a entender. La voz le salió más baja, como si no hablara para los dos. Darío se inclinó hacia ella. Acercó la boca a su oído, sin tocarla, y le respondió al oído. Vi cómo ella cerraba los ojos durante un segundo. Luego se rió, breve, con un tono distinto. No se giró hacia él. Permaneció en esa postura, como si su atención estuviera dividida entre lo que él decía y lo que sentía al tenerlo tan cerca.

Mi respiración se aceleró de forma automática. El corazón me golpeaba con fuerza, no en el pecho, sino en la garganta, como si las palabras se me atascaran antes de salir. Ellos dos seguían hablando, cada vez más cerca, y yo, desde mi sitio, no me sentía excluido, pero sí desplazado. Era como si observara el comienzo de algo que había proyectado en silencio durante meses. Como si estuviera frente al umbral exacto de una escena que había deseado, imaginado y diseñado con cuidado. Algo que, por fin, empezaba a tomar forma.

Entonces Andrea se volvió hacia mí. Sus ojos estaban algo más brillantes, su expresión era abierta, receptiva.

—¿Estás bien? —preguntó.

Asentí sin dudar. Tragué saliva con rapidez, sintiendo el calor acumulado en la garganta. Sonreí.

—Perfectamente —respondí.

Y era cierto. En ese instante, lo era. Porque ella estaba allí, sentada junto a otro hombre, hermosa, relajada, probablemente un poco ebria, completamente ajena a que estaba siendo seducida con mi consentimiento. Sin saber que cada gesto, cada pausa, formaba parte de un acuerdo silencioso en el que solo yo conocía todos los términos.

El whisky me ardía al tragarlo. No por el alcohol, sino por la escena que se desplegaba ante mí con precisión. Estaban a pocos pasos, hablando como si yo no existiera, o mejor dicho, como si mi presencia fuera necesaria pero no central. Como si yo formara parte del decorado. Y eso, precisamente eso, era lo que más me excitaba.

Andrea seguía sentada en el sofá. Se había movido sin pensar demasiado en ello: había recogido una pierna bajo el cuerpo y dejado la otra estirada hacia adelante, apoyando el talón descalzo contra la alfombra. La postura, aparentemente cómoda, tenía algo profundamente íntimo. El vestido negro se había deslizado unos centímetros más arriba, quedando justo por encima de la rodilla. La tela, ajustada en el pecho, dejaba ver la presión exacta de sus pezones, marcados con nitidez bajo el tejido.

Darío la observaba con una concentración serena, sin ocultar nada. Su expresión mezclaba interés genuino y un deseo cada vez más evidente. La miraba como quien admira algo que no necesita elogiar para valorarlo. Le hablaba en voz baja, con pausas largas, meditando cada palabra antes de decirla. No improvisaba. Mantenía el tono controlado, casi confidencial. Andrea lo escuchaba con atención. A veces bajaba la mirada, como si estuviera ordenando sus pensamientos. Otras veces le sostenía los ojos con una firmeza inesperada, como si no quisiera ceder espacio. Esa seguridad no era habitual en ella, al menos no en ese tipo de situaciones. Yo la conocía bien, y sin embargo, ahí estaba, mostrándose de un modo distinto. Más libre. Más dueña de sí misma.

No hubo necesidad de palabras. No se hizo ninguna pregunta. Nadie sugirió nada, pero lo supe. Lo sentí de forma clara. Si no decía algo, si no intervenía para desviar la conversación, si no hacía el gesto mínimo de romper ese clima, lo que iba a ocurrir no sería un regreso a la rutina. No habría marcha atrás. Y, aun sabiendo eso, no hice nada. No hablé. No me moví.

Andrea dejó su copa sobre la mesita de centro. El cristal hizo un leve sonido al tocar la superficie. Darío se inclinó para dejar la suya también. En ese movimiento, sus manos se encontraron. Fue un roce directo, sin torpeza. No fingieron que había sido accidental. Ninguno de los dos apartó la mano con prisa. Fue un contacto breve, pero sostenido. Preciso.

El silencio se alargó unos segundos más. No era incómodo. Al contrario, tenía un peso denso, físico. Andrea levantó la vista y lo miró directamente. Darío respondió sin moverse, sin necesidad de inclinarse. Le acarició el dorso de la mano con el pulgar. Un gesto controlado, lento. La piel de ella reaccionó con un leve estremecimiento. Era un contacto simple, sí, pero cargado de una intención tan clara que me produjo una descarga inmediata. Sentí la tensión acumulada concentrarse en la base del abdomen. El pulso se aceleró. El pantalón me oprimía. La erección era completa y dolorosa, contenida, provocada por lo que estaba ocurriendo frente a mí, con mi consentimiento y, en cierto modo, por mi causa.

Entonces Andrea habló. Su voz sonó ligeramente más baja de lo habitual, como si el aire fuera más denso.

—Hace calor aquí, ¿no crees?

No fue una queja. No fue una observación inocente. Fue una frase para romper el silencio. Para suavizar una tensión que ya no necesitaba ser nombrada.

—¿Quieres que abra la ventana? —preguntó Darío, sin moverse de su sitio.

Andrea negó con la cabeza, sin necesidad de palabras. El gesto fue suave, apenas perceptible. Sus mejillas estaban rojas, pero no por el ambiente. No era el calor físico lo que le subía el color a la piel. Su respiración era ligeramente más rápida. No jadeaba, no sudaba, pero su cuerpo hablaba con pequeños signos: el rubor en las mejillas, la ligera tensión en los labios, la forma en que apretaba los muslos al volver a cruzar las piernas.

Yo me removí en la butaca. Lo hice con lentitud, sin apartar la vista de ellos. No me hacía notar. No interrumpía. Permanecía presente, sí, pero sin intervenir. Mi silencio era un gesto claro. No hacía falta decirlo en voz alta: era consentimiento. Era complicidad. Andrea lo entendía, aunque quizás no de forma consciente o articulada. Lo percibía en la atmósfera. En mi postura. En la ausencia de objeciones. En la forma en que no desviaba la conversación, en que no imponía ninguna distancia.

Entonces, sin previo aviso, Andrea habló.

—¿Te importa si me desabrocho un poco el vestido?

No se dirigió a Darío. Miraba hacia mí. Su tono era directo, sereno. No buscaba permiso, pero lo pedía. No por obligación, sino como una forma de confirmación. Tardé un segundo en responder. No porque dudara, sino porque mi cuerpo estaba completamente enfocado en ese instante.

—No, claro que no —dije.

Ella se incorporó con calma. Llevó ambas manos hacia la nuca, con movimientos precisos. Sus dedos buscaron el broche fino que sujetaba el vestido en la parte superior. Lo soltó sin prisa. No fue un gesto teatral, ni torpe. Lo hizo como quien conoce perfectamente su propio cuerpo. La tela cedió de inmediato. Bajó apenas unos centímetros, los suficientes para cambiar por completo la percepción de la escena.

La curva superior de sus tetas quedó a la vista. Firmes. Llenas. La piel en esa zona tenía una textura cálida, con un brillo húmedo y suave que sugería calor. Había una leve marca rojiza en la parte alta, donde la presión del vestido había dejado huella. Era una línea tenue, pero visible, que contrastaba con el tono más claro del resto de su pecho. Esa marca, más que la piel expuesta, fue lo que me produjo el impacto físico más inmediato. Era un detalle íntimo, concreto. La señal de algo recién liberado.

Darío no dijo nada. Su cuerpo estaba inmóvil, pero sus ojos seguían cada movimiento de ella con precisión absoluta. Había dejado su copa en la mesa. No necesitaba hablar. La intensidad de su mirada era suficiente. Observaba en silencio, con una concentración contenida que no buscaba dominar, sino estar presente. Yo también la miraba. No había nada más en ese momento.

—¿Te sientes cómoda? —preguntó él, finalmente, en un tono más bajo que antes.

Andrea asintió. Fue un gesto pequeño, pero firme, y volvió a acomodarse en el sofá. Esta vez, lo hizo más cerca de él. Ya no había espacio entre sus cuerpos. Las rodillas se tocaron. No se apartaron. Nadie dijo una palabra más. El contacto quedó ahí, evidente, natural, y cargado de sentido.

Yo ya no sabía si respiraba. Sentía el pulso en las sienes, en el pecho, en el bajo vientre. Quería tocarme, pero no lo hice. Aún no. Aún no era el momento.

Darío le acarició el brazo, de abajo hacia arriba, con la yema de los dedos. Un roce casi médico, casi inocente. Pero no lo era. Ella cerró los ojos un instante. El gesto le relajó los labios, que se entreabrieron con una lentitud provocadora. Podía ver el ascenso de su pecho al respirar, podía imaginar la humedad creciendo entre sus muslos.

—Andrea —susurré.

Ella abrió los ojos y me miró. Con una expresión nueva. No de culpa, ni de confusión. Una mezcla de vulnerabilidad y poder. Como si me preguntase sin palabras: ¿estás seguro?

Asentí.

Y en ese instante, lo supe: ya no había vuelta atrás.

Andrea no dijo nada más. Simplemente apartó la mirada de mí y la dirigió hacia Darío. Su expresión cambió. Sus labios estaban entreabiertos, húmedos, con un leve temblor que apenas se notaba. En sus ojos había deseo, sí, pero también algo más profundo: vértigo. Una mezcla de impulso y miedo, de excitación y entrega. Era el mismo vértigo que yo sentía desde mi lugar, con el cuerpo tenso, el corazón golpeando con tanta fuerza que me costaba mantener la respiración estable.

Darío se inclinó hacia ella. Lo hizo sin apuro. Su cuerpo se desplazó con una calma medida, como si supiera exactamente qué efecto produciría cada gesto. Acercó los labios a su rostro y le rozó la mejilla. No fue un beso. Fue un contacto superficial, apenas perceptible, pero suficiente para provocar una reacción inmediata. Desde allí descendió lentamente hasta el cuello. Andrea cerró los ojos. Su exhalación fue tan leve que no supe si era un suspiro o un principio de gemido. El aire entre ellos se había vuelto más denso.

Su perfume, hasta entonces contenido, se volvió más presente. Jazmín, almizcle, y algo más difícil de nombrar: el olor tibio de su piel cuando se calienta. Un olor que reconocía perfectamente, que me pertenecía, pero que en ese momento se mezclaba con otra presencia, con otro cuerpo.

Escuché el sonido de la tela. Darío le bajó un tirante del vestido, y luego el otro. Lo hizo sin hablar, sin pedir permiso. Andrea no se opuso. Su cuerpo se mantuvo inmóvil, receptivo. La tela descendió por su torso, resbalando lentamente hasta quedar detenida en la cintura. Quedó desnuda de cintura para arriba.

Las tetas de Andrea quedaron completamente expuestas. Era una imagen conocida para mí y, sin embargo, verla en ese contexto, desde esa distancia, desde fuera, lo transformaba todo. Estaban firmes, llenas, ligeramente elevadas por la respiración. Los pezones duros, oscuros, perfectamente definidos. La piel tensa, suave, con un brillo tenue que revelaba el calor de su cuerpo. Era una visión tan nítida, tan exacta, que me resultaba difícil sostenerla con los ojos sin sentir una presión insoportable en la base del abdomen.

Darío no se apresuró a tocarlas. Las observó primero, detenidamente. Su mirada se movía de una a otra, sin disimulo. Como si quisiera retenerlas, saborearlas primero con la vista. Su silencio era total. Luego se inclinó, despacio, y llevó la boca hasta uno de sus pezones. No lo besó de inmediato. Lo rodeó con la lengua, lentamente, sin ejercer presión. Andrea se arqueó apenas. Su cuerpo reaccionó sin palabras. Cerró los ojos con fuerza y llevó una mano a su muslo, apretando la piel como si necesitara anclarse a algo físico.

El otro pecho quedó libre, tenso, con un leve temblor que recorría la piel desde el centro hasta los bordes. Verlo así, verlos así, me puso al borde. La erección era total, dura, dolorosa, como si el cuerpo ya no pudiera contener más tensión. No podía moverme. Solo mirar. Y contener.

Me desabroché el pantalón sin dejar de mirarlos. No podía más. Tenía la polla dura, palpitante, y no necesitaba más excusa que la imagen de mi mujer siendo besada y adorada por otro hombre. Su piel brillaba con el calor del deseo, y sus pechos subían y bajaban con cada respiración entrecortada.

Darío la acariciaba con una precisión controlada. No había ansiedad en sus gestos, tampoco dudas. Cada movimiento parecía medido, como si supiera exactamente qué ritmo seguir, qué presión aplicar. Sus manos descendieron desde la línea de los hombros hasta la cintura de Andrea, deslizándose por la piel desnuda con una cadencia constante. Ella no se resistía. Su cuerpo respondía sin necesidad de instrucciones. Permanecía inmóvil, abierta, entregada.

Cuando Darío llevó una de sus manos hacia el muslo, Andrea separó ligeramente las piernas. El gesto fue mínimo, pero claro. El vestido, aún enrollado en su cintura, dejaba visible la ropa interior: una braguita negra, de encaje fino, con un pequeño lazo en el centro. El tejido no cubría completamente. Dejaba entrever lo que ocultaba. La imagen era directa, física, cargada de tensión.

—Estás preciosa, Andrea —susurró Darío, manteniendo la voz baja, sin variar el ritmo de sus caricias.

Ella no respondió con palabras. Solo lo miró. Su expresión era clara, dominada por el placer. Sus ojos estaban entrecerrados, la respiración más corta. Se mordió el labio inferior con suavidad y luego asintió. No como quien confirma una información, sino como quien se entrega. Como quien acepta algo que ya no necesita negociar.

Entonces él deslizó la mano bajo el encaje. Sus dedos desaparecieron entre la tela y la piel. Andrea jadeó de inmediato. Fue un sonido involuntario, breve, pero cargado de intensidad. No intentó ocultarlo. No fingió recato. Su cuerpo se arqueó levemente, y sus labios se separaron para dejar salir el aire.

Yo no podía apartar la vista. Mi mano envolvía mi erección con fuerza, por encima del pantalón. El contacto era seco, duro. Sentía el pulso en las sienes, en los oídos, en el pecho. La respiración entrecortada. Verla así, tocada por otro, con esa humedad visible, con ese temblor controlado, me sobrepasaba. La excitación era total, física, sin espacio para el pensamiento.

Darío seguía besándola en el cuello. Lo hacía sin romper el ritmo de sus dedos, que se movían entre sus labios inferiores con una seguridad absoluta. Andrea reaccionaba a cada roce. Su cuerpo se contraía, se ofrecía. En un momento, llevó una mano a uno de sus pechos. Se lo acarició ella misma, con la palma abierta, presionando con lentitud. Ese gesto no era una respuesta automática. Era deseo puro. Una necesidad clara, directa.

Y yo estaba allí. Viéndolo todo con los ojos bien abiertos y el cuerpo completamente activado.

—¿Quieres que la bese? —preguntó Darío, de pronto. Giró la cabeza hacia mí al hablar.

No supe si la pregunta era una provocación, una forma de marcar su poder, o si era un gesto de respeto. Tal vez ambas cosas a la vez. Pero no importaba. No necesitaba pensarlo. La respuesta estaba clara desde antes de que él hablara.

—Sí. Bésala —dije.

Lo hizo de inmediato. Se inclinó hacia ella y buscó su boca. Se besaron con lengua, con un hambre controlada que no necesitaba violencia para ser intensa. Andrea respondió al instante. Gimió contra sus labios, y sus manos rodearon el cuello de Darío. Se aferró a él con fuerza. Su cuerpo se movió por reflejo, por necesidad. La cadera se desplazó hacia adelante, buscando más. Buscando los dedos que la acariciaban.

Yo me masturbaba sin ningún pudor. La vergüenza, si alguna vez estuvo presente, había desaparecido hacía rato. Tenía la boca entreabierta, la respiración entrecortada, la mano firme sobre mi polla dura. Los ojos clavados en ellos. No quería perderme ni un solo gesto. Estaba viendo a mi mujer correrse en la mano de otro hombre. Y no había nada más fuerte, más verdadero, más impactante que eso.

Andrea gemía en la boca de Darío. Su voz se quebraba en fragmentos cortos, incontrolables. Sus muslos temblaban alrededor de su mano, tensos, abiertos. Su espalda se arqueaba contra el respaldo del sofá. Todo su cuerpo respondía al placer con una intensidad que no podía fingirse. Se abandonaba por completo. No había freno. Solo deseo.

Yo la había visto correrse muchas veces. Pero esto era diferente. No por el orgasmo en sí, sino por la forma en que se entregaba. Por cómo se dejaba hacer. Por cómo se rendía al momento sin ninguna reserva. La forma en que se retorcía, en que cerraba los ojos, en que abría la boca sin emitir palabra, era nueva. Más profunda. Más cruda. Y, en su crudeza, brutalmente hermosa.

Darío pasó a besarla el cuello. Sus labios se movían con lentitud, sin separarse del ritmo de sus dedos, que continuaban acariciándola con seguridad. Entonces, sin dejar de mirarla, llevó la otra mano a la cintura del vestido. Lo sujetó con los dedos y empezó a deslizarlo hacia abajo. Bajó el vestido más allá de la cintura, luego por las caderas, hasta que terminó de quitárselo por completo. Andrea quedó completamente desnuda, salvo por la braguita de encaje que ya no cubría nada y que colgaba suelta de una pierna, enredada apenas en el tobillo.

Sus muslos brillaban de humedad. El reflejo era evidente, incluso con la luz tenue del salón. No había forma de disimularlo. Su piel estaba tibia, rosada, ligeramente erizada. Andrea permanecía sentada sobre el sofá con las piernas abiertas. Jadeaba con regularidad, sus tetas subiendo y bajando con cada respiración. Los pezones seguían duros, oscuros, tensos, como si toda la sangre se hubiera concentrado allí. Cada inhalación los hacía moverse apenas, marcando la tensión exacta de su cuerpo.

De sus labios salían pequeños sonidos, irregulares, sin forma precisa. Tenían el color del vino y la humedad de los besos. Su mirada no tenía dudas. Era directa, fija, con ese brillo febril que aparece cuando el deseo cruza un umbral.

Darío se incorporó. Se puso de pie con calma. Miró a Andrea en silencio mientras comenzaba a desabrocharse la camisa. Lo hizo botón por botón, sin apuro. Cada movimiento era deliberado, casi provocador por su lentitud. No miraba hacia mí. Solo a ella. Andrea lo observaba sin hablar, con una atención total, como si quisiera memorizar cada gesto, cada pliegue que desaparecía al abrirse la camisa.

Yo tampoco me movía. Solo la mano seguía activa, firme, rodeando mi erección, ya húmeda por el líquido preseminal. El contacto era constante, suficiente para sostener el pulso pero no para terminar. Me ardía la piel. La respiración era irregular. El corazón golpeaba con fuerza. Todo en mi cuerpo respondía. Cada músculo, cada nervio, estaba concentrado en lo que veía. En lo que sentía. En la certeza de que no había vuelta atrás.

Darío se quitó los pantalones sin prisa. Desabrochó el botón, bajó la cremallera, y dejó que la prenda cayera por su propia gravedad hasta los tobillos. Andrea se mordió el labio inferior, despacio, con los dientes apenas apoyados, sin apartar la vista ni un segundo.

Llevaba unos calzoncillos de algodón oscuros, ajustados. La forma de su polla erecta era imposible de ignorar: estaba completamente marcada, proyectada hacia adelante con firmeza. El glande empujaba contra la tela con una tensión que la deformaba, estirándola al límite. Andrea no parpadeaba. Observaba sin disimulo.

Darío deslizó los calzoncillos hacia abajo de un solo movimiento. Dejando su cuerpo completamente expuesto. Su polla era grande. Gruesa, curvada, con una vena visible que recorría la base hasta el tronco. El glande, ligeramente más oscuro, estaba húmedo en la punta. Los testículos colgaban pesados, ceñidos, con la piel tensa por la excitación.

La erección era total. Estaba firme, dura, orientada hacia arriba, apuntando ligeramente hacia el abdomen.

Andrea lo observaba con atención. Sus labios permanecían entreabiertos. Respiraba por la boca. Luego giró la cabeza y me buscó con la mirada. Nuestros ojos se encontraron. Fue un segundo exacto. No había vergüenza en su expresión. No había rastro de culpa. Solo intensidad. Deseo.

Darío se acercó al sofá. Caminó hasta quedar frente a ella, a poca distancia. Andrea seguía sentada, con las piernas separadas, la espalda apoyada en el respaldo, completamente desnuda. Lo miraba desde abajo, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás. Su expresión era de atención absoluta.

Cuando él se detuvo frente a ella, Andrea levantó las manos y lo tomó de las caderas. Sus dedos se cerraron con firmeza alrededor de su cuerpo, como si necesitara algo sólido a lo que aferrarse. Lo sostuvo en esa posición, guiándolo, acercándolo más. Entonces bajó una de las manos y la deslizó con precisión hasta su polla.

La rodeó con los dedos, con un agarre firme. Empezó a pajearlo despacio, con movimientos constantes, controlados, observando de cerca cada reacción. El glande estaba húmedo, brillante, y cada vez que su mano lo recorría, el tronco se tensaba aún más.

Entonces Andrea inclinó la cabeza hacia adelante. Abrió los labios con lentitud y llevó el glande hasta el borde de su boca. Lo recibió despacio, dejando que entrara poco a poco. Lo sostenía con una mano firme, rodeando la base de la polla con los dedos. La otra mano descansaba sobre la cadera de Darío.

Empezó a chuparlo sin prisa. Sus movimientos eran constantes. Su boca se adaptaba al tamaño y a la forma de la erección con naturalidad, sellándose con precisión en cada recorrido. Mantenía un ritmo regular, controlado. Cada vez que bajaba, lo hacía un poco más. Cada vez que subía, dejaba escapar apenas el roce de la lengua por el tronco.

El sonido era húmedo, rítmico. Darío no se movía. Permanecía de pie, con los músculos tensos, el cuerpo recto, las manos relajadas a los lados. Solo la miraba. Observaba cada gesto de Andrea desde arriba, con la mandíbula apretada y la respiración contenida.

Darío le hizo un gesto breve, indicando que se detuviera. Andrea soltó su erección con suavidad y retiró la boca. Su glande quedó expuesto, húmedo, brillante por la saliva, tenso por la excitación contenida. Se acercó al sofá y se inclinó sobre ella.

Sus manos fueron precisas, firmes. La tomó por detrás de las rodillas y, con lentitud, le abrió las piernas. Andrea no mostró resistencia. Se dejó hacer con naturalidad, con una entrega clara. Sus muslos temblaban ligeramente, la piel enrojecida por el calor, y la respiración acelerada.

Darío se acomodó sin apuro entre sus piernas. Mantuvo el cuerpo suspendido, con los brazos firmes a los lados del torso de ella. No la penetró aún. Primero, se frotó contra su coño. Despacio, con movimientos medidos. Su glande se deslizaba entre los labios de Andrea, hinchados, completamente húmedos. Cada roce dejaba un trazo claro de deseo, visible, físico.

Andrea reaccionó al instante. Soltó un gemido bajo, con la boca entreabierta. Sus párpados cayeron, medio cerrados, y levantó las caderas de forma automática, buscando el contacto. No necesitaba guiarlo con las manos. Su cuerpo hablaba por sí solo. Lo quería dentro.

Darío gruñó. Fue un sonido grave, que salió desde el fondo de su pecho. Un impulso instintivo. La penetración fue lenta, firme, medida. Andrea jadeó con fuerza. Cerró los ojos con intensidad, apretó los labios como si necesitara contener algo. Sus manos se aferraron a los hombros de él, los dedos se hundieron en la piel. Estaba tensa. Abierta. Recibiendolo por completo. Entregada.

Darío la embestía con un ritmo lento y firme. Ella le rodeó la cintura con las piernas, lo acogió con todo su cuerpo. Se oían los sonidos húmedos del sexo, sus gemidos cada vez más rotos, más necesitados. Él le susurraba cosas al oído que yo no podía oír. Ella se aferraba a él con fuerza, una mano en la nuca, la otra en la espalda. Lo buscaba con todo su cuerpo, sin reservas. Su piel estaba caliente, enrojecida en algunas zonas. El sudor comenzaba a aparecer en la base del cuello, en los pliegues de las rodillas. Cada parte de ella respondía. Su abdomen se contraía con cada impulso. Sus pezones seguían duros, rozando el pecho de él cuando se acercaban.

Entonces Darío se retiró de su interior con un solo movimiento lento, controlado. Andrea reaccionó de inmediato. Su cuerpo se contrajo al sentir la ausencia, su respiración se cortó por un segundo, y sus ojos se abrieron, sorprendidos. No dijo nada, pero su expresión cambió: había en ella una mezcla clara de necesidad y desconcierto, como si su cuerpo no entendiera por qué lo había perdido. La forma en que lo miró en ese momento era directa, vulnerable. Lo necesitaba de vuelta. Su sexo, aún abierto, húmedo, seguía latiendo al aire. Su piel brillaba bajo la luz cálida de la habitación. El deseo seguía ahí, intacto, pero interrumpido.

Darío la miró con calma. No había prisa en sus gestos. Tomó su mano con firmeza. La condujo sin palabras, con un leve tirón hacia arriba. Andrea lo entendió. Se incorporó con lentitud, con las piernas todavía temblorosas, y se giró. Subió una rodilla al sofá, luego la otra, y se colocó de espaldas a nosotros. Se apoyó con los brazos sobre el respaldo, con la frente ligeramente inclinada, el cabello cayendo hacia un lado. Su espalda quedó arqueada con naturalidad, sin tensión forzada. La curva de sus glúteos se ofrecía ahora con claridad, completamente descubierta, suave, firme.

Desde nuestra posición podíamos verla entera: la espalda húmeda, recorrida por finos hilos de sudor; la cintura estrecha que se expandía hacia unas caderas llenas, abiertas, que invitaban sin ambigüedad. Entre sus muslos, su sexo seguía expuesto, húmedo, palpitante. Una prueba viva de su excitación no interrumpida.

Darío se colocó detrás de ella, en silencio. Su respiración era profunda, medida. Llevó una mano a su polla y se acarició con calma, extendiendo sobre sí mismo la humedad acumulada. Andrea permanecía inmóvil a la espera. Su respiración era irregular, y sus muslos temblaban por la tensión.

Entonces, con un movimiento breve, Darío levantó ligeramente la pelvis y, sujetando su polla con una mano, le dio un par de toques suaves con el glande en una de las nalgas. El sonido fue sordo, húmedo: un clap apagado, pero nítido, repetido dos veces. Cada golpe dejó un pequeño rastro brillante sobre la piel caliente y ligeramente enrojecida de Andrea. El contacto dejó una marca tenue, visible solo por el brillo húmedo que contrastaba con la superficie seca.

Luego Dario acercó su polla al coño de Andrea y empezó a rozarse contra ella. No la penetró. Se deslizaba por su coño con movimientos controlados, alternando presión y contacto, pero sin entrar.

Andrea exhaló, se removió, empujó las caderas hacia atrás, buscando más. El cuerpo entero le pedía más. Cerró los ojos. Tragó saliva. Y entonces su voz salió quebrada, tensa, cargada de necesidad.

—Fóllame, cabrón —dijo.

No fue un susurro ni un grito. Fue una orden ahogada en desesperación. Su voz quedó suspendida en el aire, vibrando entre los tres como una certeza física: lo necesitaba dentro. Ya.

En cuanto escuchó sus palabras, Darío reaccionó sin dudar. No hubo pausa ni gesto decorativo. Solo acción inmediata, precisa. Llevó las manos a las caderas de Andrea, sujetándola con firmeza. Ajustó la posición de su pelvis, la alineó con la de ella, y con un movimiento directo, empujó. La penetración fue profunda desde el primer instante, con decisión.

El sonido del contacto fue seco, húmedo, contundente. La piel contra piel produjo un golpe sordo que quedó suspendido un segundo en el aire antes de disolverse. Andrea dejó escapar un gemido más fuerte, sin contenerlo esta vez. No lo disimuló. No lo suavizó. Salió como una exhalación forzada, nacida de lo más bajo del vientre. Abrió la boca, cerró los ojos, y el cuerpo reaccionó al instante. Se arqueó hacia atrás, ofreciéndose más, con la espalda tensa, la pelvis empujando hacia él, buscándolo incluso cuando ya lo tenía dentro.

La respiración de Dario se había vuelto más pesada, más visible. Se mantuvo unos segundos quieto, completamente dentro, con el cuerpo en tensión, antes de empezar a moverse. Y cuando lo hizo, lo hizo con ritmo firme, constante. Sus embestidas no eran decididas. Entraba y salía con una cadencia exacta, sin titubeos. Cada movimiento producía un sonido claro, repetido, húmedo, amplificado por el silencio contenido en la habitación.

Andrea se mantenía de rodillas, apoyada en los brazos, con el rostro girado hacia un lado, el cabello húmedo cayéndole sobre el hombro. Su cuerpo se movía con cada empuje, acompañando el ritmo sin perder el control. Su piel brillaba. Sudaba. Respiraba con fuerza, con jadeos acompasados que coincidían con el vaivén de los cuerpos. Cada vez que Darío entraba en ella, sus dedos se cerraban un poco más sobre el respaldo del sofá, como si necesitara aferrarse a algo físico para mantenerse entera.

Y fue entonces. Mientras los observaba, mientras registraba cada gesto, cada respiración, sentí cómo mi cuerpo se sacudía. No hubo aviso. Fue inmediato. Un espasmo profundo, seco, que me recorrió desde la base del abdomen hacia arriba. Me corrí sin apartar la vista. El semen salió con fuerza, en varios pulsos. Cayó sobre mi vientre, mi mano, parte de la tela de la butaca. La piel ardía. El músculo del muslo se contrajo, el pecho se tensó.

Andrea y Darío no parecieron notar que yo ya había llegado al límite. Ellos seguían, completamente inmersos en lo suyo, con los cuerpos aún en movimiento, con el mismo ritmo firme, sin pausa. Yo permanecía frente a ellos, inmóvil, con la mano aún descansando sobre mi polla, con el cuerpo aún tenso por la descarga reciente.

Y entonces, ocurrió. Fue casi inmediato. Apenas unos segundos después. Como si hubiese algún tipo de sincronía que no podía explicarse. Andrea cambió de tono. Su respiración se hizo más irregular, sus jadeos se volvieron más rápidos. Y luego la oí. El gemido fue más fuerte, más alto, más agudo. Lo reconocí al instante. No era uno más. Era ese sonido exacto que siempre aparecía cuando el orgasmo la atravesaba por completo. Corto, tenso, emitido con la garganta apretada.

Se estaba corriendo otra vez. Desde dentro. Con intensidad. Su cuerpo temblaba. Los brazos parecían ceder por momentos, el torso se inclinaba hacia adelante, los glúteos se apretaban en respuesta al impulso que la recorría. Sus piernas vibraban, los dedos de los pies se curvaban.

Darío intentó mantener el ritmo. Continuó embistiéndola con firmeza, ajustando el ángulo, sujetándola por las caderas. Pero ella, ahora más sensible, reaccionaba con cada nuevo empuje con una mezcla de placer y sobrecarga. Se movía hacia adelante, como intentando escapar sin querer. Lo apartaba de forma instintiva, con leves desplazamientos de la pelvis. Él insistió durante algunos segundos, tratando de sostener el contacto, de seguir. Pero después de varios intentos, comprendió el estado en que estaba y se detuvo. Soltó el cuerpo, se quedó quieto, respirando con fuerza sobre su espalda.

Yo no dejaba de mirarla. No pestañeaba. Cada reacción de su cuerpo me llegaba con una nitidez física. La piel me ardía. El pulso seguía acelerado, aunque mi cuerpo ya se hubiera descargado. La garganta estaba seca, tensa. Y entonces, sin querer, sin pensarlo, las palabras salieron por sí solas. Apenas audibles.

—Dios… —murmuré, con la voz tomada, como si hubiera olvidado cómo hablar.

Fue entonces cuando ella abrió los ojos. Lo hizo despacio, sin sobresalto, como si necesitara confirmar que yo seguía allí. El cuerpo aún se movía con pequeños espasmos, pero ya no buscaba contenerlos. Giró el cuello con lentitud, con la respiración todavía alterada, y me miró.

Sus labios seguían entreabiertos. Había saliva en el borde inferior. El pecho subía y bajaba con irregularidad, aún marcado por el esfuerzo. Los hombros temblaban.

Me miró durante varios segundos. Había en esos ojos una mezcla clara de ternura, de deseo, y de algo más profundo. Una comprensión callada. Como si, en ese instante exacto, supiera. Como si entendiera que aquello no había sido solo suyo, ni de él. Que todo eso había nacido de mí. Que lo había querido yo más que nadie.

El silencio que siguió fue espeso, denso, casi sagrado.

Darío permanecía de pie, a un paso del sofá, con la respiración aún agitada y la polla todavía firme entre los dedos. La sujetaba con una mano, como si no supiera del todo qué hacer a continuación. Tenía el cuerpo tenso, marcado por el esfuerzo, y en el rostro una expresión ambigua, entre la desconexión y la satisfacción. Pero sonreía.

Andrea seguía inclinada sobre el respaldo, pero lentamente fue incorporándose. Parpadeó un par de veces, como si necesitara reajustar la atención. Luego giró la cabeza hacia Darío y le devolvió la sonrisa. Su rostro seguía enrojecido, los pómulos marcados por el calor, los ojos levemente entornados. Extendió una mano hacia su propio coño, se tocó brevemente, como por instinto, y luego se incorporó del todo. Con movimientos lentos, sin perder estabilidad, se colocó de rodillas sobre la alfombra, entre la mesa baja y el sofá.

Se inclinó entonces hacia delante, tomó la base de la polla de Darío con una mano y comenzó a hacerle una mamada. Lo hizo con precisión, sin apuro. La boca se abría con fluidez, y el ritmo era constante desde el inicio. Su cuerpo se mantenía firme, el torso erguido, las rodillas apoyadas con firmeza.

Su mirada iba alternando entre él y yo. Subía con lentitud desde la base del cuerpo de Darío hasta sus ojos, y luego se giraba hacia mí. Nos sostenía la mirada a ambos. En su rostro había algo que no era solo excitación. Se reía con la boca apenas cerrada, las mejillas encendidas, los ojos entrecerrados, como si no pudiera evitarlo, en una expresión clara de disfrute, de presencia absoluta en lo que estaba haciendo.

Yo también sonreía. Una sonrisa que salía sin buscarla, nacida de una satisfacción completa. No había celos. No había dudas. Solo la conciencia de que todo estaba ocurriendo como debía. Y que seguir mirando era, simplemente, inevitable.

Darío respiraba con fuerza, el cuerpo tenso, la mandíbula apretada. Andrea arrodillada frente a él, con una mano en la base de su polla y la otra apoyada en su muslo, marcando el ritmo. Él la sostenía por la nuca, con los dedos abiertos, sin empujar, solo guiando.

El cuerpo de Darío empezó a tensarse aún más. La musculatura del abdomen se contrajo con fuerza, las piernas se endurecieron, y el pecho se elevó en una última inspiración profunda. No hubo palabras, solo una exhalación fuerte, sostenida. Entonces ocurrió.

Se corrió en la boca de Andrea, con una serie de espasmos definidos, breves, que lo sacudieron desde dentro. Ella no se apartó. Mantuvo la boca en su lugar, firme, sin moverse, recibiéndolo con calma. Sus párpados bajaron unos segundos, y sus dedos se cerraron con más fuerza alrededor de él, acompañando el final del movimiento.

El cuerpo de Darío se fue relajando poco a poco. Su respiración, que había estado agitada, comenzó a estabilizarse. Bajó la mano de su nuca con suavidad. Andrea lo soltó lentamente, sin brusquedad, y se incorporó con la boca aún húmeda, el rostro ligeramente enrojecido, la expresión tranquila.

Yo me limpiaba con una servilleta.La piel aún estaba caliente, el pulso bajando poco a poco, la respiración más estable. Le tendí otra servilleta limpia a Darío, que seguía de pie, al lado de Andrea. La tomó sin decir nada y se limpió con calma, con la respiración aún marcada por el esfuerzo.

Ninguno de los tres hablabamos. Nos mirábamos de vez en cuando con pequeñas sonrisas, contención en los ojos, y una risa corta, nerviosa. No sabíamos bien qué hacer después de algo así. Había una mezcla de calor, desconcierto, y satisfacción profunda que no necesitaba palabras.

Me acerqué despacio a Andrea. Ella seguía de rodillas, en el mismo lugar, con la espalda erguida y los brazos apoyados suavemente sobre sus muslos. Su respiración era más lenta, pero seguía marcada. Pasé una mano por su cabello

Ella giró la cabeza hacia mí. Sus ojos tenían ese brillo específico que aparece después del esfuerzo físico. Parecía cansada, pero plena. Me sonrió. Una sonrisa leve.

—¿Estás bien? —pregunté.

Asintió con un solo gesto.

—Sí. Muy bien.

Yo asentí también. Y no hablamos más. Nos quedamos así un rato, quietos. No era necesario explicar nada. No había preguntas ni conclusiones. Todo lo esencial ya se había dicho, sin palabras.

El deseo, el consentimiento, incluso el amor —porque lo que sentía por ella no había desaparecido, solo se había transformado— estaban presentes en ese momento

Darío, aún desnudo, se incorporó. Caminó hacia el baño con paso tranquilo, sin decir nada. Lo hizo con discreción, como quien entiende cuándo debe retirarse. Andrea lo siguió con la mirada mientras se alejaba. Luego se volvió hacia mí de nuevo, sin prisa. Todavía en el suelo. Sin perder el contacto.

—¿Lo sabías?

Su voz era un susurro, apenas audible. Pero no estaba enfadada. Ni sorprendida. Era una pregunta sincera, cargada de algo más profundo.

No mentí.

—Sí.

Andrea no reaccionó de inmediato. No cambió la expresión de su rostro. No bajó la vista. Permaneció unos segundos en silencio, mirándome, como si todavía estuviera decidiendo qué hacer con lo que acababa de escuchar. Luego se incorporó un poco. Alargó el brazo, cogió el vestido del suelo y comenzó a vestirse en silencio.

El ambiente seguía impregnado de su olor: una mezcla de sudor, humedad, piel caliente. El aire estaba cargado. El cuerpo de ella, aunque ya cubierto poco a poco por la ropa, seguía presente en mi mente con absoluta nitidez. La imagen de cómo se había abierto para otro hombre, cómo había gemido, cómo lo había recibido sin reservas, no se disipaba. Seguía ahí, fija. Como una marca lenta, constante.

Mientras se subía el vestido y lo acomodaba sobre el pecho, habló de nuevo. Esta vez sin girarse hacia mí.

—Y lo querías.

No era una pregunta. Era una conclusión.

Asentí.

—Sí. Lo he querido durante mucho tiempo.

Ella me miró de nuevo largo rato con una mezcla de ternura y desconcierto, como si acabara de ver un lado de mí que no conocía, y que sin embargo no la alejaba, sino que la atraía más.

—Entonces supongo… que esto no ha terminado.

La frase quedó flotando en el aire como un eco.

Nos fuimos del apartamento poco después. Andrea cogió mi mano al salir, entrelazando sus dedos con los míos. Caminamos en silencio por la acera húmeda, mientras la ciudad dormía y los escaparates apagados nos devolvían nuestro reflejo. Yo la miré, tan bella con su vestido algo arrugado, el pelo suelto, la piel aún encendida. Y sentí que el mundo se abría bajo mis pies.

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FIN

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