King Crimson
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Todavía me acuerdo de Natalia. Era mi vecina de arriba, la mujer de un camionero que pasaba más tiempo en la carretera que en casa. Muy joven, más joven que yo, y con ese aire frágil de muchacha que todavía no ha terminado de cuajar en mujer. Delgadísima, casi sin formas, pero con un rostro delicado, el pelo castaño oscuro cortado a lo chico, y esos ojos azules tan hondos que a veces me costaba mirarlos demasiado tiempo.
Todo empezó con una tontería. Un problema de fontanería en su piso, un grifo que goteaba sin descanso. Me pidió ayuda una tarde:
—¿Te importa echarle un vistazo? —dijo, mordiéndose el labio, con un gesto entre tímido y confiado.
—Claro, subo ahora mismo —le respondí.
Mientras yo trataba de apretar una rosca oxidada y cambiaba la junta tórica, ella me observaba desde el marco de la puerta con un café en la mano.
—No sabes lo que me cuesta pedir favores —dijo, sonriendo con un poco de vergüenza.
—Pues no parece —le contesté en broma
—. Si me miras así, te arreglo toda la casa gratis.
Ella soltó una risa breve, nerviosa. La tensión estaba ahí, invisible, como un hilo tendido entre los dos.
La segunda vez fue menos inocente. La encontré en el portal, cargada de bolsas de la compra que apenas podía con su cuerpo delgado.
—¿Te ayudo? —le pregunté.
—No, no hace falta… —empezó a decir, pero las bolsas se le escapaban.
—Anda, dame eso. No pesa nada —le quité varias de las manos.
Al llegar a su puerta, se rindió y me ofreció un café. Hablamos de cosas sin importancia, hasta que se puso seria.
—A veces me siento sola —dijo, mirando
su taza.
—Pero tienes a tu marido…
—Sí, pero casi nunca está. Y cuando viene… es como si tampoco estuviera. —Se le quebró un poco la voz, y luego se recompuso con una sonrisa débil—. En fin, ya ves, cosas de mujeres.
Yo asentí, sin saber qué decir. Pero sentí que esa confesión se me quedaba pegada.
La tercera vez llovía a cántaros. La recogí en la calle, empapada, y la llevé en el coche hasta el garaje. Ella se frotaba los brazos, tiritando.
—Qué suerte encontrarte —me dijo.
—Más bien tú me encontraste a mí.
—No sé… últimamente siento que siempre termino buscándote. —Lo dijo bajito, casi sin pensarlo.
En el coche, con los cristales empañados, se desahogó.
—No soy feliz. Le quiero, sí, pero… las ausencias me están matando. Yo quiero tocar, quiero hablar, quiero sentir. Y me paso los días viviendo de mensajes y videollamadas...
No respondí, solo puse la mano en su hombro. Ella la cubrió con la suya, y así nos quedamos unos segundos. Cuando la dejé en casa, me dio un beso en la mejilla que me ardió como un hierro caliente.
Y llegó el cuarto día. En el ascensor. Apenas un saludo, un “hola” breve. Pero al cerrarse las puertas, nos miramos como si lleváramos semanas esperando ese encierro. Me acerqué, ella también, y nos besamos de golpe, con furia contenida.
—¿Qué estamos haciendo? —murmuró entre beso y beso.
—Lo que llevamos deseando desde hace tiempo.
—Dios… no podemos…
—Calla.
Nos apretábamos contra las paredes metálicas, yo sintiendo su cuerpo huesudo, su piel fina, y un calor intenso que emanaba de ella. Salimos casi a empujones, entramos en su casa sin dejar de besarnos.
En el salón, la empujé suavemente contra el sofá. Nos deshicimos de la ropa a tirones. Su cuerpo era puro hueso y nervio: tetas apenas insinuadas con pezones rosados muy pálidos que se endurecían al instante. Su cuerpo entero vibraba bajo mi mano, y entre sus piernas su coño depilado palpitaba empapado. Tenía un culo estrecho, breve, con unos cachetes que casi desaparecían al tacto,
Gimió bajito cuando se la metí, como si temiera ser oída, y eso me encendía más.
—Estás temblando —le susurré.
—Es que no sé qué me pasa… no debería…
—Sí deberías. Llevamos demasiado tiempo aguantando.
Me agarraba fuerte del cuello mientras me hundía en ella. Estaba estrecha, húmeda, ardiente. Cada empujón me costaba contenerme.
—Joder, Natalia… —le dije entre jadeos.
—Más… —murmuraba ella, con los ojos apretados.
Se movía debajo de mí con una mezcla de torpeza y urgencia, como si su cuerpo supiera lo que quería mucho antes que su cabeza. La penetraba fuerte, crudo, directo, y sus gemidos se volvían más sueltos, más desesperados.
—No pares… por favor, no pares…
Le mordí el cuello, le lamí el pezón pequeño, la sentí arquearse contra mí con un espasmo seco, como si se le rompiera algo dentro. Yo la seguí, empujando cada vez más profundo, hasta correrme dentro de ella con un gemido que me dejó vacío.
Nos quedamos abrazados en el sofá, empapados de sudor, con la respiración entrecortada. Ella tenía los ojos húmedos, azules y frágiles, y me acariciaba el brazo como si necesitara retenerme un poco más.
Nunca hablamos de lo que significó. Fue una de esas cosas que se entierran, pero que se quedan tatuadas en la memoria. Y todavía hoy, cuando lo cuento, siento otra vez ese vértigo en el ascensor, esa urgencia que nos llevó a deshacernos el uno en el otro.
No pensé que habría una segunda vez. Creí que aquello había sido un desahogo brutal, un incendio que se consume en una sola noche y deja cenizas incómodas. Pero dos días después me encontré con Natalia en el portal. Ella me miró, se sonrojó, y luego me sonrió con timidez.
—¿Subes a tomar un café? —me dijo, como si fuera lo más inocente del mundo.
Subí. Y en su salón, mientras el café humeaba sobre la mesa, no pudimos sostener la farsa mucho rato. Esta vez no hubo excusas. No hubo ascensores, ni lluvia, ni chaparrones. Solo dos personas conscientes de lo que estaban haciendo.
—Llevo dos noches sin dormir —me confesó de pronto, con los ojos clavados en los míos.
—Yo tampoco —le dije.
—No sé qué me haces, pero… lo necesito otra vez.
La besé despacio, saboreando su boca pequeña, sus labios suaves que se abrían cada vez más. Ella se acomodó en mis rodillas, con su cuerpo ligero, huesudo, tan delgado que podía sentirle los huesos de las caderas bajo la tela del pantalón. Me abrazaba con fuerza, como si temiera que la apartara.
La llevé al dormitorio. Una cama estrecha, mal hecha, con las sábanas revueltas. Allí la desnudé sin prisa, mirándola como no había hecho la primera vez. Era frágil, casi desprotegida, con el pelo corto revuelto y esos ojos azules que parecían suplicarme y desafiarme al mismo tiempo.
Sus tetas eran mínimas, blandas, con pezones pequeños y rosados que reaccionaban al instante a mi lengua. Tenía el vientre plano, pálido que descendía hasta un coño ardiente, húmedo, de labios oscuros que parecían palpitar con solo rozarlos. Sus nalgas eran casi inexistentes, breves y escurridas, pero el calor entre ellas era brutal: su coño estrecho, sensible, se abría y contraía bajo mis dedos como si me buscara.
—Me da vergüenza —susurró, cubriéndose el vientre con una mano.
—No tienes por qué. Estás preciosa —le dije, apartándole la mano con suavidad.
—Estoy tan flaca… tan…
—Estás viva. Y eso me basta.
Nos acostamos. Esta vez no fue rápido ni violento: la follé despacio, disfrutando de cada gemido, de cada espasmo de su cuerpo. La penetraba hondo, con calma, y ella me recibía arqueando las caderas, abriéndose más y más.
—Así… no pares… —me decía entre jadeos.
La puse encima de mí. Al principio parecía torpe, insegura, pero enseguida se soltó, cabalgándome con un ritmo irregular, como si buscara su propio placer sin preocuparse del mío. Sus manos huesudas se apoyaban en mi pecho, su pelo corto se pegaba a la frente por el sudor, y cada vez que se dejaba caer entera, la sentía tragarse hasta el último centímetro.
Luego la volteé, poniéndola boca arriba, sujetándola por las caderas estrechas. La penetré más duro, en misionero, besándola sin parar, sintiendo su respiración cortada en mi boca. Sus piernas delgadas se aferraban a mi cintura, y sus uñas me arañaban la espalda.
Se corrió primero, con un grito breve que intentó ahogar mordiéndose el labio. Yo la seguí, descargando en ella con un empuje final que me dejó temblando. Nos quedamos sudados, agotados, enredados en esas sábanas viejas.
Ella me miró con los ojos aún húmedos, pero esta vez no había culpa. Solo una calma peligrosa, una entrega que me asustó un poco.
—Prométeme que no me vas a dejar sola después de esto —me dijo.
No supe qué contestar. Solo la abracé más fuerte.
El tercer encuentro fue distinto. Nos miramos en el portal y supimos, sin decir nada, que iba a pasar. Subimos en silencio, como si estuviéramos robando el tiempo.
En su dormitorio, Natalia me besó con un hambre contenida, casi ansiosa. Luego se arrodilló frente a mí. Nunca antes lo había hecho. Me desabrochó el pantalón con torpeza, sin mirarme del todo, y me metió mi polla en la boca. No era diestra, se notaba. Me lamía, me chupaba, a ratos demasiado fuerte, a ratos demasiado superficial. Pero esa imperfección me excitaba: verla ahí, tragando saliva, intentando complacerme, me encendía como pocas cosas.
—¿Así está bien? —preguntó, con la voz ronca.
—Sí… sigue… —le dije, acariciándole el pelo corto.
Duró lo justo. La levanté y la tumbé de espaldas, abriéndole las piernas. Su coño estaba chorreando, latiendo con fuego como siempre. La penetré un rato, saboreando su estrechez, hasta que, sin pensarlo demasiado, se me escapó:
—Quiero probarte por detrás.
Ella me miró con los ojos muy abiertos, azules, tensos.
—No sé…
—Tranquila. Si duele, paramos.
La giré despacio, poniéndola boca abajo, y le acaricié las nalgas escurridas, breves, con mis manos. Apenas tenía carne, pero el calor entre ellas era intenso. Besé el surco, bajé con la lengua, y ella se estremeció.
—¡Dios…! Eso nunca me lo habían hecho… —murmuró, apretando la cara contra la sábana.
Me lubriqué con su propia humedad, y lo intenté. Una primera presión, lenta. Ella se tensó de golpe, el ano cerrado, duro, imposible.
—No… espera… —me pidió.
Lo intenté una segunda vez, con más paciencia, acariciándola, distrayéndola con besos en la espalda. Apenas conseguí entrar un poco con la punta, y un quejido seco me detuvo.
—Me duele… —dijo, mordiéndose el labio.
—Paramos —le susurré, retirándome.
Ella asintió, pero al rato, casi como si quisiera vencer su propio miedo, me dijo:
—Intenta otra vez… despacito.
Lo probamos una tercera vez. Fue inútil. Su cuerpo se cerraba, su respiración se cortaba de dolor. No quiso seguir.
—Lo siento… no puedo.
—No tienes que disculparte. —Le besé la nuca, apretándola contra mí.
Entonces la penetré de nuevo en su coño, a cuatro patas, con fuerza, como si quisiéramos borrar el fracaso del intento. Estaba tan estrecha, tan húmeda, que me costaba contenerme. Le sujetaba la cintura huesuda, veía cómo su espalda arqueada se tensaba bajo mis embestidas, y escuchaba sus gemidos ahogados, cada vez más desesperados. Terminamos juntos, jadeando, cayendo agotados sobre la cama.
Nos quedamos en silencio largo rato. Natalia me acariciaba el brazo, con un gesto extraño de ternura y tristeza.
—¿Vas a volver? —preguntó al fin.
—No lo sé —le dije, con una sinceridad que me dolió incluso a mí.
No hubo una cuarta vez. Pocos días después, vi llegar a su marido con la maleta, abrazándola en la puerta como si nada. Y yo entendí que aquello quedaría en lo que fue: tres encuentros a escondidas, intensos, imperfectos, un secreto que nunca se nombraría.
Un “pudo ser y no fue” que todavía me arde cuando lo recuerdo.
Todo empezó con una tontería. Un problema de fontanería en su piso, un grifo que goteaba sin descanso. Me pidió ayuda una tarde:
—¿Te importa echarle un vistazo? —dijo, mordiéndose el labio, con un gesto entre tímido y confiado.
—Claro, subo ahora mismo —le respondí.
Mientras yo trataba de apretar una rosca oxidada y cambiaba la junta tórica, ella me observaba desde el marco de la puerta con un café en la mano.
—No sabes lo que me cuesta pedir favores —dijo, sonriendo con un poco de vergüenza.
—Pues no parece —le contesté en broma
—. Si me miras así, te arreglo toda la casa gratis.
Ella soltó una risa breve, nerviosa. La tensión estaba ahí, invisible, como un hilo tendido entre los dos.
La segunda vez fue menos inocente. La encontré en el portal, cargada de bolsas de la compra que apenas podía con su cuerpo delgado.
—¿Te ayudo? —le pregunté.
—No, no hace falta… —empezó a decir, pero las bolsas se le escapaban.
—Anda, dame eso. No pesa nada —le quité varias de las manos.
Al llegar a su puerta, se rindió y me ofreció un café. Hablamos de cosas sin importancia, hasta que se puso seria.
—A veces me siento sola —dijo, mirando
su taza.
—Pero tienes a tu marido…
—Sí, pero casi nunca está. Y cuando viene… es como si tampoco estuviera. —Se le quebró un poco la voz, y luego se recompuso con una sonrisa débil—. En fin, ya ves, cosas de mujeres.
Yo asentí, sin saber qué decir. Pero sentí que esa confesión se me quedaba pegada.
La tercera vez llovía a cántaros. La recogí en la calle, empapada, y la llevé en el coche hasta el garaje. Ella se frotaba los brazos, tiritando.
—Qué suerte encontrarte —me dijo.
—Más bien tú me encontraste a mí.
—No sé… últimamente siento que siempre termino buscándote. —Lo dijo bajito, casi sin pensarlo.
En el coche, con los cristales empañados, se desahogó.
—No soy feliz. Le quiero, sí, pero… las ausencias me están matando. Yo quiero tocar, quiero hablar, quiero sentir. Y me paso los días viviendo de mensajes y videollamadas...
No respondí, solo puse la mano en su hombro. Ella la cubrió con la suya, y así nos quedamos unos segundos. Cuando la dejé en casa, me dio un beso en la mejilla que me ardió como un hierro caliente.
Y llegó el cuarto día. En el ascensor. Apenas un saludo, un “hola” breve. Pero al cerrarse las puertas, nos miramos como si lleváramos semanas esperando ese encierro. Me acerqué, ella también, y nos besamos de golpe, con furia contenida.
—¿Qué estamos haciendo? —murmuró entre beso y beso.
—Lo que llevamos deseando desde hace tiempo.
—Dios… no podemos…
—Calla.
Nos apretábamos contra las paredes metálicas, yo sintiendo su cuerpo huesudo, su piel fina, y un calor intenso que emanaba de ella. Salimos casi a empujones, entramos en su casa sin dejar de besarnos.
En el salón, la empujé suavemente contra el sofá. Nos deshicimos de la ropa a tirones. Su cuerpo era puro hueso y nervio: tetas apenas insinuadas con pezones rosados muy pálidos que se endurecían al instante. Su cuerpo entero vibraba bajo mi mano, y entre sus piernas su coño depilado palpitaba empapado. Tenía un culo estrecho, breve, con unos cachetes que casi desaparecían al tacto,
Gimió bajito cuando se la metí, como si temiera ser oída, y eso me encendía más.
—Estás temblando —le susurré.
—Es que no sé qué me pasa… no debería…
—Sí deberías. Llevamos demasiado tiempo aguantando.
Me agarraba fuerte del cuello mientras me hundía en ella. Estaba estrecha, húmeda, ardiente. Cada empujón me costaba contenerme.
—Joder, Natalia… —le dije entre jadeos.
—Más… —murmuraba ella, con los ojos apretados.
Se movía debajo de mí con una mezcla de torpeza y urgencia, como si su cuerpo supiera lo que quería mucho antes que su cabeza. La penetraba fuerte, crudo, directo, y sus gemidos se volvían más sueltos, más desesperados.
—No pares… por favor, no pares…
Le mordí el cuello, le lamí el pezón pequeño, la sentí arquearse contra mí con un espasmo seco, como si se le rompiera algo dentro. Yo la seguí, empujando cada vez más profundo, hasta correrme dentro de ella con un gemido que me dejó vacío.
Nos quedamos abrazados en el sofá, empapados de sudor, con la respiración entrecortada. Ella tenía los ojos húmedos, azules y frágiles, y me acariciaba el brazo como si necesitara retenerme un poco más.
Nunca hablamos de lo que significó. Fue una de esas cosas que se entierran, pero que se quedan tatuadas en la memoria. Y todavía hoy, cuando lo cuento, siento otra vez ese vértigo en el ascensor, esa urgencia que nos llevó a deshacernos el uno en el otro.
***
No pensé que habría una segunda vez. Creí que aquello había sido un desahogo brutal, un incendio que se consume en una sola noche y deja cenizas incómodas. Pero dos días después me encontré con Natalia en el portal. Ella me miró, se sonrojó, y luego me sonrió con timidez.
—¿Subes a tomar un café? —me dijo, como si fuera lo más inocente del mundo.
Subí. Y en su salón, mientras el café humeaba sobre la mesa, no pudimos sostener la farsa mucho rato. Esta vez no hubo excusas. No hubo ascensores, ni lluvia, ni chaparrones. Solo dos personas conscientes de lo que estaban haciendo.
—Llevo dos noches sin dormir —me confesó de pronto, con los ojos clavados en los míos.
—Yo tampoco —le dije.
—No sé qué me haces, pero… lo necesito otra vez.
La besé despacio, saboreando su boca pequeña, sus labios suaves que se abrían cada vez más. Ella se acomodó en mis rodillas, con su cuerpo ligero, huesudo, tan delgado que podía sentirle los huesos de las caderas bajo la tela del pantalón. Me abrazaba con fuerza, como si temiera que la apartara.
La llevé al dormitorio. Una cama estrecha, mal hecha, con las sábanas revueltas. Allí la desnudé sin prisa, mirándola como no había hecho la primera vez. Era frágil, casi desprotegida, con el pelo corto revuelto y esos ojos azules que parecían suplicarme y desafiarme al mismo tiempo.
Sus tetas eran mínimas, blandas, con pezones pequeños y rosados que reaccionaban al instante a mi lengua. Tenía el vientre plano, pálido que descendía hasta un coño ardiente, húmedo, de labios oscuros que parecían palpitar con solo rozarlos. Sus nalgas eran casi inexistentes, breves y escurridas, pero el calor entre ellas era brutal: su coño estrecho, sensible, se abría y contraía bajo mis dedos como si me buscara.
—Me da vergüenza —susurró, cubriéndose el vientre con una mano.
—No tienes por qué. Estás preciosa —le dije, apartándole la mano con suavidad.
—Estoy tan flaca… tan…
—Estás viva. Y eso me basta.
Nos acostamos. Esta vez no fue rápido ni violento: la follé despacio, disfrutando de cada gemido, de cada espasmo de su cuerpo. La penetraba hondo, con calma, y ella me recibía arqueando las caderas, abriéndose más y más.
—Así… no pares… —me decía entre jadeos.
La puse encima de mí. Al principio parecía torpe, insegura, pero enseguida se soltó, cabalgándome con un ritmo irregular, como si buscara su propio placer sin preocuparse del mío. Sus manos huesudas se apoyaban en mi pecho, su pelo corto se pegaba a la frente por el sudor, y cada vez que se dejaba caer entera, la sentía tragarse hasta el último centímetro.
Luego la volteé, poniéndola boca arriba, sujetándola por las caderas estrechas. La penetré más duro, en misionero, besándola sin parar, sintiendo su respiración cortada en mi boca. Sus piernas delgadas se aferraban a mi cintura, y sus uñas me arañaban la espalda.
Se corrió primero, con un grito breve que intentó ahogar mordiéndose el labio. Yo la seguí, descargando en ella con un empuje final que me dejó temblando. Nos quedamos sudados, agotados, enredados en esas sábanas viejas.
Ella me miró con los ojos aún húmedos, pero esta vez no había culpa. Solo una calma peligrosa, una entrega que me asustó un poco.
—Prométeme que no me vas a dejar sola después de esto —me dijo.
No supe qué contestar. Solo la abracé más fuerte.
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El tercer encuentro fue distinto. Nos miramos en el portal y supimos, sin decir nada, que iba a pasar. Subimos en silencio, como si estuviéramos robando el tiempo.
En su dormitorio, Natalia me besó con un hambre contenida, casi ansiosa. Luego se arrodilló frente a mí. Nunca antes lo había hecho. Me desabrochó el pantalón con torpeza, sin mirarme del todo, y me metió mi polla en la boca. No era diestra, se notaba. Me lamía, me chupaba, a ratos demasiado fuerte, a ratos demasiado superficial. Pero esa imperfección me excitaba: verla ahí, tragando saliva, intentando complacerme, me encendía como pocas cosas.
—¿Así está bien? —preguntó, con la voz ronca.
—Sí… sigue… —le dije, acariciándole el pelo corto.
Duró lo justo. La levanté y la tumbé de espaldas, abriéndole las piernas. Su coño estaba chorreando, latiendo con fuego como siempre. La penetré un rato, saboreando su estrechez, hasta que, sin pensarlo demasiado, se me escapó:
—Quiero probarte por detrás.
Ella me miró con los ojos muy abiertos, azules, tensos.
—No sé…
—Tranquila. Si duele, paramos.
La giré despacio, poniéndola boca abajo, y le acaricié las nalgas escurridas, breves, con mis manos. Apenas tenía carne, pero el calor entre ellas era intenso. Besé el surco, bajé con la lengua, y ella se estremeció.
—¡Dios…! Eso nunca me lo habían hecho… —murmuró, apretando la cara contra la sábana.
Me lubriqué con su propia humedad, y lo intenté. Una primera presión, lenta. Ella se tensó de golpe, el ano cerrado, duro, imposible.
—No… espera… —me pidió.
Lo intenté una segunda vez, con más paciencia, acariciándola, distrayéndola con besos en la espalda. Apenas conseguí entrar un poco con la punta, y un quejido seco me detuvo.
—Me duele… —dijo, mordiéndose el labio.
—Paramos —le susurré, retirándome.
Ella asintió, pero al rato, casi como si quisiera vencer su propio miedo, me dijo:
—Intenta otra vez… despacito.
Lo probamos una tercera vez. Fue inútil. Su cuerpo se cerraba, su respiración se cortaba de dolor. No quiso seguir.
—Lo siento… no puedo.
—No tienes que disculparte. —Le besé la nuca, apretándola contra mí.
Entonces la penetré de nuevo en su coño, a cuatro patas, con fuerza, como si quisiéramos borrar el fracaso del intento. Estaba tan estrecha, tan húmeda, que me costaba contenerme. Le sujetaba la cintura huesuda, veía cómo su espalda arqueada se tensaba bajo mis embestidas, y escuchaba sus gemidos ahogados, cada vez más desesperados. Terminamos juntos, jadeando, cayendo agotados sobre la cama.
Nos quedamos en silencio largo rato. Natalia me acariciaba el brazo, con un gesto extraño de ternura y tristeza.
—¿Vas a volver? —preguntó al fin.
—No lo sé —le dije, con una sinceridad que me dolió incluso a mí.
No hubo una cuarta vez. Pocos días después, vi llegar a su marido con la maleta, abrazándola en la puerta como si nada. Y yo entendí que aquello quedaría en lo que fue: tres encuentros a escondidas, intensos, imperfectos, un secreto que nunca se nombraría.
Un “pudo ser y no fue” que todavía me arde cuando lo recuerdo.