Luisignacio13
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Es una nueva versión de un viejo relato, con los personajes cambiados. Acepto mensajes privados para comentarios
El departamento de Bruno y Nina era un altar de anhelos rotos, donde cada noche se escenificaba un ritual de deseo y decepción. En la penumbra del dormitorio, con la luz plateada filtrándose por las cortinas, Bruno, de 32 años, se entregaba a un espejismo de pasión. Su cabello oscuro caía desordenado sobre su frente, sus ojos castaños ardían de frustración mientras sus manos se aferraban a las sábanas. Nina, de 19, una estudiante de arte con una figura delicada y un rostro aniñado, se movía bajo él con una intensidad forzada, su respiración entrecortada. Pero el momento se deshizo: Nina, incapaz de lubricar o alcanzar el orgasmo, se tensó, su cuerpo traicionándola. Bruno se detuvo, su rostro crispado por la impotencia. Nina, con una mueca de vergüenza que reflejaba su inexperiencia, se giró hacia la pared, su piel fría de deseo insatisfecho. “No puedo,” murmuró, apenas audible. Bruno no respondió, y el silencio se instaló como un veredicto.
Bruno vivía atrapado en ese vacío. Profesor de literatura, sus días estaban llenos de versos que cantaban la pasión, pero sus noches eran un desierto de fantasías que no se atrevía a tocar. Imaginaba amantes sin rostro que lo tomaban con fuerza, susurros que lo hacían temblar, cuerpos que lo liberaban de su frustración. Pero el amor que aún sentía por Nina lo mantenía inmóvil, sus fantasías nunca cruzaban al mundo real. Nina, a sus 19 años, cargaba con una vergüenza que la consumía. Su extrema juventud e inexperiencia amplificaban su dificultad para lubricar y alcanzar el orgasmo, transformando cada intento de intimidad en un recordatorio de su inseguridad. Evitaba los ojos de Bruno, temiendo ver en ellos el desprecio que ya sentía en su piel.
Cada mañana, Nina escapaba al bar de la esquina, un refugio de madera oscura, luces tenues y el murmullo de un vinilo de Ella Fitzgerald. Allí, Valeria, la dueña de 65 años, reinaba tras la barra con una presencia magnética. Su cabello plateado caía en ondas seductoras, su cuerpo curvilíneo, con pechos llenos y caderas marcadas, se movía con una sensualidad madura que atraía todas las miradas. Su voz grave y sus manos elegantes desprendían una autoridad hipnótica. Una mañana, mientras Nina removía su café con la mirada perdida, el camarero, un joven de sonrisa fácil, notó su expresión de derrota. “¿Otra mala noche? ¿Problemas con el novio?” preguntó, limpiando la barra. Nina, agotada, asintió apenas. Él señaló a Valeria con un guiño. “Habla con ella. Valeria sabe de todo. Los hombres aún pierden la cabeza por ella. Dicen que es… inolvidable, en todos los sentidos.” Nina sintió un calor subirle al rostro, pero no pudo apartar los ojos de Valeria, que servía un trago con una calma enigmática, su escote insinuándose bajo una blusa de seda.
Valeria olió la vulnerabilidad de Nina como una depredadora. “Pareces perdida, pequeña,” dijo al día siguiente, apoyando los codos en la barra, su perfume embriagador envolviendo a Nina. “Cuéntame, ¿qué te pesa?” Nina, aplastada por el peso de sus fracasos, confesó: los problemas sexuales, el miedo a perder a Bruno, la inseguridad que la carcomía. Valeria escuchó, sus ojos oscuros brillando con algo más que empatía. “He vivido mucho, Nina. Sé cómo ayudar a chicas como tú,” dijo, su tono firme, casi maternal, pero con un filo seductor que erizaba la piel.
El proceso fue lento, una danza de poder disfrazada de amistad. Valeria ofrecía consejos que parecían soluciones: “Sé más abierta, Nina. Déjalo tomar el control.” Pero cada noche, cuando Nina intentaba seguirlos, el resultado era el mismo: un encuentro frustrado, una mueca de Bruno, un silencio que cortaba más profundo. Por las mañanas, Nina regresaba al bar, derrotada, y Valeria la recibía con una sonrisa que mezclaba compasión y control. “No te rindas, pequeña,” decía, inclinándose hasta que su aliento rozaba el oído de Nina. “El problema no es tu cuerpo, es tu mente. Déjame guiarte.” Las charlas se volvieron un ritual, y Valeria comenzó a tejer su red. Hablaba de su vida con una naturalidad que fascinaba a Nina: amantes que la buscaban en la noche, encuentros que dejaban huellas en la piel y el alma. Cada historia era un desafío, una prueba de que Valeria, con su sensualidad madura, era todo lo que Nina no podía ser.
Una mañana, Valeria cruzó una línea. “Necesito entender tu dinámica con Bruno,” dijo, su voz baja, persuasiva, mientras ajustaba un mechón de su cabello plateado. “Tráeme una foto suya, algo íntimo. No para mí, para ayudarte.” Nina titubeó, pero la mirada de Valeria, afilada como un cuchillo, la doblegó. Esa noche, mientras Bruno dormía, Nina capturó una imagen de él en ropa interior, su cuerpo bañado por la luz de la luna. Al entregarle la foto al día siguiente, sintió una punzada de culpa, pero también una excitación prohibida. Valeria miró la imagen, sus labios curvándose en una sonrisa. “Es hermoso,” dijo, clavando su mirada en Nina. “Pero necesita más… pasión. Otra, Nina. Más atrevida.”
Las fotos se volvieron un ritual secreto, cada una más íntima: Bruno saliendo de la ducha, Bruno desnudo bajo las sábanas. Nina obedecía, atrapada entre la vergüenza y la fascinación. Valeria, al recibirlas, las comentaba con un tono que mezclaba autoridad y seducción, reforzando su control. “Estás aprendiendo a complacer, pequeña,” dijo una mañana, revisando una imagen de Bruno con el agua resbalando por su piel. “Ahora, hagamos algo más… personal.” Nina, cada vez más sumisa, sentía que su voluntad se desvanecía bajo el peso de la presencia de Valeria.
El viernes por la noche, el aire en el departamento de Bruno y Nina era denso, cargado de una tormenta que no llegaba. Valeria había orquestado su entrada con maestría. “Invítame a cenar,” le dijo a Nina esa mañana, su tono dejando claro que no era una sugerencia. “Dile a Bruno que soy una colega del trabajo. Será… educativo.” Nina, con el corazón acelerado, obedeció. Bruno, sorprendido pero intrigado, preparó una cena sencilla: pasta, vino tinto, una mesa iluminada por velas en su comedor de paredes blancas y muebles minimalistas.
Valeria llegó con una botella de champagne y una presencia que llenó la sala. Su vestido negro abrazaba sus curvas generosas, sus pechos y caderas destacando con una sensualidad madura, y sus ojos recorrían el espacio con la calma de una depredadora. Bruno, con una camisa que marcaba su torso, sintió un cosquilleo al estrechar su mano, atraído por su magnetismo. Durante la cena, Valeria dominó la conversación, contando anécdotas que hacían reír a Bruno y sonrojar a Nina. Pero bajo la superficie, cada palabra era una orden. “Nina, trae más vino,” dijo Valeria, y Nina se levantó de inmediato, sus manos temblando. Bruno frunció el ceño, notando la sumisión de su novia, pero guardó silencio.
A medida que el champagne fluía, Valeria comenzó a deslizar comentarios más afilados. “Nina me ha contado que las cosas no van bien en la cama,” dijo, su voz suave pero cortante, mientras jugaba con un mechón de su cabello. Bruno se tensó, sus ojos clavándose en Nina, que bajó la mirada, roja de vergüenza. “¿Qué?” siseó él, su voz temblando de enojo. Valeria, imperturbable, continuó, su mirada fija en Bruno. “Es una chica con… limitaciones. No lubrica, no llega al orgasmo. No es su culpa, pero un hombre como tú merece más.” El aire se volvió espeso. Bruno, furioso, sintió la traición de Nina como un puñal. “¿Cómo te atreves a hablar de esto?” espetó, girándose hacia Valeria, su rostro ardiendo. “Y tú, ¿por qué se lo contaste? ¡Eres patética!”
Valeria, con una sonrisa que no alcanzó sus ojos, se inclinó hacia él, su escote insinuándose. “Sé lo que llevas puesto esta noche, Bruno,” dijo, su voz un murmullo que lo paralizó. “¿Es el bóxer negro de la foto del martes? ¿O el gris que usaste en la ducha?” Bruno se quedó helado, su mente dando tumbos. “¿Fotos?” susurró, girándose hacia Nina, que parecía desmoronarse en su silla. Valeria, sin apartar la mirada, enumeró con calma: “El lunes, estabas en ropa interior, junto a la ventana. El jueves, desnudo, saliendo del baño. Nina ha sido muy… obediente.”
El enojo de Bruno estalló. Se levantó de la mesa, sus ojos brillando de furia, y abofeteó a Nina con fuerza. “¡Puta inútil!” gritó, su voz quebrándose. “¿Cómo pudiste?” Nina, con la mejilla ardiendo, no respondió, su mirada fija en el suelo, su juventud haciéndola parecer aún más frágil. Cuando Bruno levantó la mano para golpear a Valeria, ella la interceptó con rapidez, sujetándolo por la muñeca. “Tranquilo, pequeño,” dijo, su voz un ronroneo oscuro. Con un movimiento fluido, lo atrajo hacia ella, sentándolo sobre su regazo, sus manos fuertes inmovilizándolo por los brazos. Bruno forcejeó, pero Valeria lo apretó contra su cuerpo, dejándolo sentir el calor de sus pechos bajo el vestido. “Hoy te dejo como una seda,” susurró al oído, su aliento cálido rozando su piel, “y esta puta pasa a la historia.” Escupió al suelo, hacia Nina, que seguía inmóvil, atrapada en su sumisión.
Bruno dejó caer una lágrima, su pecho subiendo y bajando con furia. Pero bajo la rabia, un calor se encendió en su entrepierna, una erección que traicionaba su enojo. Valeria lo sintió, y su sonrisa se volvió depredadora. “Mírame,” ordenó, y él, a pesar de sí mismo, obedeció. Sus ojos se encontraron, y Bruno se convirtió en otro títere en su juego. Ella lo besó con una intensidad que lo desarmó, sus labios suaves, su lengua explorando con una certeza que lo hizo estremecerse. Nina, desde su silla, observaba, su respiración entrecortada, atrapada entre la humillación y una excitación que no entendía.
Valeria se levantó, llevando a Bruno de la mano hacia el sofá. “Nina,” dijo sin mirarla, su voz cortante, “lava los platos, ordena la mesa y limpia todo. Cuando termines, avísame. Me voy con tu novio al dormitorio. No abras la puerta, solo golpea.” Nina, con la cabeza gacha, asintió y se puso de pie, sus manos temblando mientras recogía los platos. Bruno, encendido de lujuria, tomó otra botella de vino y, con una mirada burlona hacia Nina, arrastró a Valeria de la mano hacia el dormitorio. “Pobre niña inútil,” dijo, su voz cargada de desprecio, mientras la puerta se cerraba tras ellos.
Nina, sola en el comedor, fregaba los platos con movimientos mecánicos, el agua caliente quemándole las manos. Desde el dormitorio, los sonidos eran inconfundibles: los gemidos de Bruno, las risas seductoras de Valeria, los golpes rítmicos de la cama contra la pared. Cada ruido era un puñal, pero también una cadena que la ataba más a su sumisión. Los gritos de Bruno se intensificaron, su voz rompiéndose en un clímax. “¡Ay, mi amor, mi ama!” exclamó, resonando a través de la puerta. “¡Nunca sentí esto en mi vida!” Valeria, con un gemido grave, respondió: “Esa puta no tiene ni cuerpo ni alma para otra cosa que obedecer.” Nina, con lágrimas en los ojos, terminó de limpiar y se acercó a la puerta. Su mano tembló al golpear, el eco de los gemidos vibrando en su cabeza.
La puerta se abrió, y el espectáculo la golpeó como un latigazo. Bruno, desnudo, su piel brillando de sudor, estaba a horcajadas sobre Valeria, su pene erecto moviéndose contra su muslo. Valeria, con su cuerpo curvilíneo y su vagina reluciente, lo guiaba con manos seguras, sus pechos balanceándose con cada movimiento. “Entra,” ordenó Valeria, sin detenerse. “Y ahora, puta, ve a comprar drogas. Cocaína, pastillas, popper. Ve en ropa interior, que todos vean lo que eres. Quiero que te griten, que te humillen.” Bruno, jadeando, soltó una carcajada cruel. “¡Hazlo, inútil!” dijo, sus ojos brillando con desprecio. Nina, con el rostro ardiendo, se quitó la ropa, quedando solo en bragas, y salió al frío de la noche, los insultos de los transeúntes resonando en sus oídos mientras corría hacia un callejón oscuro.
En el callejón, un vendedor de ojos hundidos la esperaba, su mirada recorriendo su cuerpo con avidez. Nina, temblando, le tendió el dinero, pero él la empujó contra la pared, sus manos manoseándola sin piedad, apretando sus pechos y deslizándose entre sus piernas. “Primero, un pequeño pago,” gruñó, obligándola a inhalar popper de una botella. La cabeza de Nina dio vueltas, su resistencia desvaneciéndose. El vendedor, con una risa cruel, la inclinó y la sodomizó brutalmente, sus embestidas arrancándole gemidos de dolor y humillación. Cuando terminó, le robó el dinero y le arrojó una bolsa con drogas al suelo. “Vuelve cuando quieras, putita,” dijo, escupiendo a su lado antes de desaparecer en la oscuridad. Nina, con lágrimas y el cuerpo temblando, recogió la bolsa y regresó al departamento, su degradación completa.
Al entrar, el living era un escenario de lujuria. Bruno y Valeria, ahora en el sofá, estaban enzarzados en un acto que destilaba poder y deseo. Bruno, de rodillas, lamía la vagina de Valeria, su lengua recorriendo cada pliegue, cada gota de humedad, mientras ella lo guiaba con una mano en su cabello. La vulva de Valeria, hinchada y brillante, palpitaba bajo la lengua de Bruno, sus muslos temblando de placer. Bruno, con los labios húmedos, gemía mientras lamía, su pene erecto goteando líquido preseminal. Valeria, con un gruñido, lo levantó y lo penetró con un juguete sexual, sus embestidas lentas pero profundas, cada una arrancándole un grito. Su torso temblaba con cada impacto, su glande hinchado rozando los dedos de Valeria, que lo masturbaban con precisión. El olor del sexo llenaba el aire: sudor, secreciones, la humedad de Valeria mezclándose con el almizcle de Bruno.
Nina, de pie, intentó tocarse, pero su vagina permanecía seca, un recordatorio cruel de su inexperiencia. “Acércate,” ordenó Valeria, su voz cortante. Bruno, en el borde de otro clímax, gritó mientras su cuerpo se convulsionaba, su pene eyaculando un chorro de semen que resbaló por su muslo. Valeria, con un gemido, alcanzó su propio clímax, su vagina contrayéndose, un chorro de fluidos empapando el sofá. “Bebe,” ordenó Valeria, señalando el desastre entre sus piernas. Nina, humillada pero obediente, se arrodilló y lamió los fluidos de Valeria, su lengua recogiendo cada gota mientras Bruno la miraba con desprecio y lujuria. “Buena perra,” dijo él, riendo, mientras Valeria lo besaba con posesión.
Valeria tomó las drogas que Nina había traído y las usó con maestría. Esparció cocaína sobre el pecho de Bruno, lamiéndola lentamente mientras él gemía, su cuerpo temblando bajo el efecto. Le dio una pastilla de éxtasis a Bruno, cuyos ojos se dilataron con una euforia salvaje. Nina, reducida a un juguete, fue incorporada a su juego de deseos, siempre bajo una humillación constante. Valeria, con un brillo cruel en los ojos, ordenó a Nina que se inclinara. Bruno, riendo, la sodomizó con un dedo mientras Valeria le hacía inhalar popper, intensificando su rendición. Luego, Valeria la penetró con un juguete sexual, cada embestida un recordatorio de su sumisión. Nina, con lágrimas mezclándose con el sudor, gemía de dolor y una extraña rendición. Bruno, ahora completamente entregado a Valeria, la sodomizó con otro juguete, su risa resonando mientras la humillaba. “Esto es lo que mereces, niña inútil,” dijo, su voz cargada de desprecio.
Valeria, no contenta con la humillación, ordenó a Nina que se arrodillara frente a ella. “Chupa,” dijo, su voz implacable, señalando un juguete cubierto de sus fluidos. Nina, temblando, obedeció, su boca rodeando el objeto, que palpitaba con el calor de Valeria. Bruno, observando, reía mientras acariciaba su propio pene, su erección renovada por la escena. Valeria, con un gemido, eyaculó un chorro de fluidos en la cara de Nina, la humedad caliente chorreando por sus mejillas, su barbilla, goteando hasta el suelo. “Traga,” ordenó, y Nina, con los ojos cerrados, obedeció, el sabor salado sellando su degradación. Bruno, con una carcajada, se inclinó y lamió una gota de fluido de la mejilla de Nina, solo para escupirla al suelo. “Patética,” dijo, antes de volver a besar a Valeria.
La noche se convirtió en un torbellino de sexo y poder. Valeria y Bruno, impulsados por las drogas, exploraron cada rincón de sus cuerpos. Valeria lamió el glande de Bruno, su lengua trazando círculos hasta que él gritó, su pene palpitando con otro clímax, su semen empapando su pecho. Bruno, a su vez, chupó la vulva de Valeria, su boca cálida y hambrienta, mientras ella lo penetraba con los dedos, arrancándole gemidos que resonaban en el living. Nina, siempre al margen, era usada como un objeto: lamía los pies de Bruno, obedecía órdenes de traer más vino, y soportaba las burlas constantes. “Mira cómo se coge de verdad,” le decía Bruno, mientras Valeria lo tomaba en cada posición imaginable, sus cuerpos brillando de sudor y secreciones.
Cuando la madrugada llegó, Valeria y Bruno, exhaustos pero insaciables, se levantaron del sofá. “Nos vamos al dormitorio,” anunció Valeria, su voz autoritaria, sus curvas brillando bajo la luz tenue. “Nos quedaremos todo el fin de semana cogiendo. Tú, puta, te quedas afuera, atenta a servirnos. Trae comida, limpia, haz lo que se te ordene.” Bruno, con una sonrisa cruel, añadió: “Y no te atrevas a tocarte, niña inútil.” Colocaron un felpudo en la puerta del dormitorio, un símbolo final de la degradación de Nina, y se encerraron dentro. Nina, de rodillas frente a la puerta, escuchaba las risas y burlas de Valeria y Bruno, los gemidos que empezaban de nuevo, los insultos que la reducían a nada. “Esa puta no vale nada,” decía Valeria, su voz grave resonando, mientras Bruno reía, su voz mezclándose con el sonido de sus cuerpos.
El fin de semana se alzaba como un abismo. Nina, atrapada en su sumisión, no sabía si esto era el fin de su relación o una prisión de la que nunca escaparía. Dentro del dormitorio, Valeria y Bruno seguían su danza de deseo, mientras Nina, en el felpudo, era solo una sombra, un eco de lo que alguna vez fue. El futuro era un misterio, tan ambiguo como las risas que se filtraban por la puerta.
El departamento de Bruno y Nina era un altar de anhelos rotos, donde cada noche se escenificaba un ritual de deseo y decepción. En la penumbra del dormitorio, con la luz plateada filtrándose por las cortinas, Bruno, de 32 años, se entregaba a un espejismo de pasión. Su cabello oscuro caía desordenado sobre su frente, sus ojos castaños ardían de frustración mientras sus manos se aferraban a las sábanas. Nina, de 19, una estudiante de arte con una figura delicada y un rostro aniñado, se movía bajo él con una intensidad forzada, su respiración entrecortada. Pero el momento se deshizo: Nina, incapaz de lubricar o alcanzar el orgasmo, se tensó, su cuerpo traicionándola. Bruno se detuvo, su rostro crispado por la impotencia. Nina, con una mueca de vergüenza que reflejaba su inexperiencia, se giró hacia la pared, su piel fría de deseo insatisfecho. “No puedo,” murmuró, apenas audible. Bruno no respondió, y el silencio se instaló como un veredicto.
Bruno vivía atrapado en ese vacío. Profesor de literatura, sus días estaban llenos de versos que cantaban la pasión, pero sus noches eran un desierto de fantasías que no se atrevía a tocar. Imaginaba amantes sin rostro que lo tomaban con fuerza, susurros que lo hacían temblar, cuerpos que lo liberaban de su frustración. Pero el amor que aún sentía por Nina lo mantenía inmóvil, sus fantasías nunca cruzaban al mundo real. Nina, a sus 19 años, cargaba con una vergüenza que la consumía. Su extrema juventud e inexperiencia amplificaban su dificultad para lubricar y alcanzar el orgasmo, transformando cada intento de intimidad en un recordatorio de su inseguridad. Evitaba los ojos de Bruno, temiendo ver en ellos el desprecio que ya sentía en su piel.
Cada mañana, Nina escapaba al bar de la esquina, un refugio de madera oscura, luces tenues y el murmullo de un vinilo de Ella Fitzgerald. Allí, Valeria, la dueña de 65 años, reinaba tras la barra con una presencia magnética. Su cabello plateado caía en ondas seductoras, su cuerpo curvilíneo, con pechos llenos y caderas marcadas, se movía con una sensualidad madura que atraía todas las miradas. Su voz grave y sus manos elegantes desprendían una autoridad hipnótica. Una mañana, mientras Nina removía su café con la mirada perdida, el camarero, un joven de sonrisa fácil, notó su expresión de derrota. “¿Otra mala noche? ¿Problemas con el novio?” preguntó, limpiando la barra. Nina, agotada, asintió apenas. Él señaló a Valeria con un guiño. “Habla con ella. Valeria sabe de todo. Los hombres aún pierden la cabeza por ella. Dicen que es… inolvidable, en todos los sentidos.” Nina sintió un calor subirle al rostro, pero no pudo apartar los ojos de Valeria, que servía un trago con una calma enigmática, su escote insinuándose bajo una blusa de seda.
Valeria olió la vulnerabilidad de Nina como una depredadora. “Pareces perdida, pequeña,” dijo al día siguiente, apoyando los codos en la barra, su perfume embriagador envolviendo a Nina. “Cuéntame, ¿qué te pesa?” Nina, aplastada por el peso de sus fracasos, confesó: los problemas sexuales, el miedo a perder a Bruno, la inseguridad que la carcomía. Valeria escuchó, sus ojos oscuros brillando con algo más que empatía. “He vivido mucho, Nina. Sé cómo ayudar a chicas como tú,” dijo, su tono firme, casi maternal, pero con un filo seductor que erizaba la piel.
El proceso fue lento, una danza de poder disfrazada de amistad. Valeria ofrecía consejos que parecían soluciones: “Sé más abierta, Nina. Déjalo tomar el control.” Pero cada noche, cuando Nina intentaba seguirlos, el resultado era el mismo: un encuentro frustrado, una mueca de Bruno, un silencio que cortaba más profundo. Por las mañanas, Nina regresaba al bar, derrotada, y Valeria la recibía con una sonrisa que mezclaba compasión y control. “No te rindas, pequeña,” decía, inclinándose hasta que su aliento rozaba el oído de Nina. “El problema no es tu cuerpo, es tu mente. Déjame guiarte.” Las charlas se volvieron un ritual, y Valeria comenzó a tejer su red. Hablaba de su vida con una naturalidad que fascinaba a Nina: amantes que la buscaban en la noche, encuentros que dejaban huellas en la piel y el alma. Cada historia era un desafío, una prueba de que Valeria, con su sensualidad madura, era todo lo que Nina no podía ser.
Una mañana, Valeria cruzó una línea. “Necesito entender tu dinámica con Bruno,” dijo, su voz baja, persuasiva, mientras ajustaba un mechón de su cabello plateado. “Tráeme una foto suya, algo íntimo. No para mí, para ayudarte.” Nina titubeó, pero la mirada de Valeria, afilada como un cuchillo, la doblegó. Esa noche, mientras Bruno dormía, Nina capturó una imagen de él en ropa interior, su cuerpo bañado por la luz de la luna. Al entregarle la foto al día siguiente, sintió una punzada de culpa, pero también una excitación prohibida. Valeria miró la imagen, sus labios curvándose en una sonrisa. “Es hermoso,” dijo, clavando su mirada en Nina. “Pero necesita más… pasión. Otra, Nina. Más atrevida.”
Las fotos se volvieron un ritual secreto, cada una más íntima: Bruno saliendo de la ducha, Bruno desnudo bajo las sábanas. Nina obedecía, atrapada entre la vergüenza y la fascinación. Valeria, al recibirlas, las comentaba con un tono que mezclaba autoridad y seducción, reforzando su control. “Estás aprendiendo a complacer, pequeña,” dijo una mañana, revisando una imagen de Bruno con el agua resbalando por su piel. “Ahora, hagamos algo más… personal.” Nina, cada vez más sumisa, sentía que su voluntad se desvanecía bajo el peso de la presencia de Valeria.
El viernes por la noche, el aire en el departamento de Bruno y Nina era denso, cargado de una tormenta que no llegaba. Valeria había orquestado su entrada con maestría. “Invítame a cenar,” le dijo a Nina esa mañana, su tono dejando claro que no era una sugerencia. “Dile a Bruno que soy una colega del trabajo. Será… educativo.” Nina, con el corazón acelerado, obedeció. Bruno, sorprendido pero intrigado, preparó una cena sencilla: pasta, vino tinto, una mesa iluminada por velas en su comedor de paredes blancas y muebles minimalistas.
Valeria llegó con una botella de champagne y una presencia que llenó la sala. Su vestido negro abrazaba sus curvas generosas, sus pechos y caderas destacando con una sensualidad madura, y sus ojos recorrían el espacio con la calma de una depredadora. Bruno, con una camisa que marcaba su torso, sintió un cosquilleo al estrechar su mano, atraído por su magnetismo. Durante la cena, Valeria dominó la conversación, contando anécdotas que hacían reír a Bruno y sonrojar a Nina. Pero bajo la superficie, cada palabra era una orden. “Nina, trae más vino,” dijo Valeria, y Nina se levantó de inmediato, sus manos temblando. Bruno frunció el ceño, notando la sumisión de su novia, pero guardó silencio.
A medida que el champagne fluía, Valeria comenzó a deslizar comentarios más afilados. “Nina me ha contado que las cosas no van bien en la cama,” dijo, su voz suave pero cortante, mientras jugaba con un mechón de su cabello. Bruno se tensó, sus ojos clavándose en Nina, que bajó la mirada, roja de vergüenza. “¿Qué?” siseó él, su voz temblando de enojo. Valeria, imperturbable, continuó, su mirada fija en Bruno. “Es una chica con… limitaciones. No lubrica, no llega al orgasmo. No es su culpa, pero un hombre como tú merece más.” El aire se volvió espeso. Bruno, furioso, sintió la traición de Nina como un puñal. “¿Cómo te atreves a hablar de esto?” espetó, girándose hacia Valeria, su rostro ardiendo. “Y tú, ¿por qué se lo contaste? ¡Eres patética!”
Valeria, con una sonrisa que no alcanzó sus ojos, se inclinó hacia él, su escote insinuándose. “Sé lo que llevas puesto esta noche, Bruno,” dijo, su voz un murmullo que lo paralizó. “¿Es el bóxer negro de la foto del martes? ¿O el gris que usaste en la ducha?” Bruno se quedó helado, su mente dando tumbos. “¿Fotos?” susurró, girándose hacia Nina, que parecía desmoronarse en su silla. Valeria, sin apartar la mirada, enumeró con calma: “El lunes, estabas en ropa interior, junto a la ventana. El jueves, desnudo, saliendo del baño. Nina ha sido muy… obediente.”
El enojo de Bruno estalló. Se levantó de la mesa, sus ojos brillando de furia, y abofeteó a Nina con fuerza. “¡Puta inútil!” gritó, su voz quebrándose. “¿Cómo pudiste?” Nina, con la mejilla ardiendo, no respondió, su mirada fija en el suelo, su juventud haciéndola parecer aún más frágil. Cuando Bruno levantó la mano para golpear a Valeria, ella la interceptó con rapidez, sujetándolo por la muñeca. “Tranquilo, pequeño,” dijo, su voz un ronroneo oscuro. Con un movimiento fluido, lo atrajo hacia ella, sentándolo sobre su regazo, sus manos fuertes inmovilizándolo por los brazos. Bruno forcejeó, pero Valeria lo apretó contra su cuerpo, dejándolo sentir el calor de sus pechos bajo el vestido. “Hoy te dejo como una seda,” susurró al oído, su aliento cálido rozando su piel, “y esta puta pasa a la historia.” Escupió al suelo, hacia Nina, que seguía inmóvil, atrapada en su sumisión.
Bruno dejó caer una lágrima, su pecho subiendo y bajando con furia. Pero bajo la rabia, un calor se encendió en su entrepierna, una erección que traicionaba su enojo. Valeria lo sintió, y su sonrisa se volvió depredadora. “Mírame,” ordenó, y él, a pesar de sí mismo, obedeció. Sus ojos se encontraron, y Bruno se convirtió en otro títere en su juego. Ella lo besó con una intensidad que lo desarmó, sus labios suaves, su lengua explorando con una certeza que lo hizo estremecerse. Nina, desde su silla, observaba, su respiración entrecortada, atrapada entre la humillación y una excitación que no entendía.
Valeria se levantó, llevando a Bruno de la mano hacia el sofá. “Nina,” dijo sin mirarla, su voz cortante, “lava los platos, ordena la mesa y limpia todo. Cuando termines, avísame. Me voy con tu novio al dormitorio. No abras la puerta, solo golpea.” Nina, con la cabeza gacha, asintió y se puso de pie, sus manos temblando mientras recogía los platos. Bruno, encendido de lujuria, tomó otra botella de vino y, con una mirada burlona hacia Nina, arrastró a Valeria de la mano hacia el dormitorio. “Pobre niña inútil,” dijo, su voz cargada de desprecio, mientras la puerta se cerraba tras ellos.
Nina, sola en el comedor, fregaba los platos con movimientos mecánicos, el agua caliente quemándole las manos. Desde el dormitorio, los sonidos eran inconfundibles: los gemidos de Bruno, las risas seductoras de Valeria, los golpes rítmicos de la cama contra la pared. Cada ruido era un puñal, pero también una cadena que la ataba más a su sumisión. Los gritos de Bruno se intensificaron, su voz rompiéndose en un clímax. “¡Ay, mi amor, mi ama!” exclamó, resonando a través de la puerta. “¡Nunca sentí esto en mi vida!” Valeria, con un gemido grave, respondió: “Esa puta no tiene ni cuerpo ni alma para otra cosa que obedecer.” Nina, con lágrimas en los ojos, terminó de limpiar y se acercó a la puerta. Su mano tembló al golpear, el eco de los gemidos vibrando en su cabeza.
La puerta se abrió, y el espectáculo la golpeó como un latigazo. Bruno, desnudo, su piel brillando de sudor, estaba a horcajadas sobre Valeria, su pene erecto moviéndose contra su muslo. Valeria, con su cuerpo curvilíneo y su vagina reluciente, lo guiaba con manos seguras, sus pechos balanceándose con cada movimiento. “Entra,” ordenó Valeria, sin detenerse. “Y ahora, puta, ve a comprar drogas. Cocaína, pastillas, popper. Ve en ropa interior, que todos vean lo que eres. Quiero que te griten, que te humillen.” Bruno, jadeando, soltó una carcajada cruel. “¡Hazlo, inútil!” dijo, sus ojos brillando con desprecio. Nina, con el rostro ardiendo, se quitó la ropa, quedando solo en bragas, y salió al frío de la noche, los insultos de los transeúntes resonando en sus oídos mientras corría hacia un callejón oscuro.
En el callejón, un vendedor de ojos hundidos la esperaba, su mirada recorriendo su cuerpo con avidez. Nina, temblando, le tendió el dinero, pero él la empujó contra la pared, sus manos manoseándola sin piedad, apretando sus pechos y deslizándose entre sus piernas. “Primero, un pequeño pago,” gruñó, obligándola a inhalar popper de una botella. La cabeza de Nina dio vueltas, su resistencia desvaneciéndose. El vendedor, con una risa cruel, la inclinó y la sodomizó brutalmente, sus embestidas arrancándole gemidos de dolor y humillación. Cuando terminó, le robó el dinero y le arrojó una bolsa con drogas al suelo. “Vuelve cuando quieras, putita,” dijo, escupiendo a su lado antes de desaparecer en la oscuridad. Nina, con lágrimas y el cuerpo temblando, recogió la bolsa y regresó al departamento, su degradación completa.
Al entrar, el living era un escenario de lujuria. Bruno y Valeria, ahora en el sofá, estaban enzarzados en un acto que destilaba poder y deseo. Bruno, de rodillas, lamía la vagina de Valeria, su lengua recorriendo cada pliegue, cada gota de humedad, mientras ella lo guiaba con una mano en su cabello. La vulva de Valeria, hinchada y brillante, palpitaba bajo la lengua de Bruno, sus muslos temblando de placer. Bruno, con los labios húmedos, gemía mientras lamía, su pene erecto goteando líquido preseminal. Valeria, con un gruñido, lo levantó y lo penetró con un juguete sexual, sus embestidas lentas pero profundas, cada una arrancándole un grito. Su torso temblaba con cada impacto, su glande hinchado rozando los dedos de Valeria, que lo masturbaban con precisión. El olor del sexo llenaba el aire: sudor, secreciones, la humedad de Valeria mezclándose con el almizcle de Bruno.
Nina, de pie, intentó tocarse, pero su vagina permanecía seca, un recordatorio cruel de su inexperiencia. “Acércate,” ordenó Valeria, su voz cortante. Bruno, en el borde de otro clímax, gritó mientras su cuerpo se convulsionaba, su pene eyaculando un chorro de semen que resbaló por su muslo. Valeria, con un gemido, alcanzó su propio clímax, su vagina contrayéndose, un chorro de fluidos empapando el sofá. “Bebe,” ordenó Valeria, señalando el desastre entre sus piernas. Nina, humillada pero obediente, se arrodilló y lamió los fluidos de Valeria, su lengua recogiendo cada gota mientras Bruno la miraba con desprecio y lujuria. “Buena perra,” dijo él, riendo, mientras Valeria lo besaba con posesión.
Valeria tomó las drogas que Nina había traído y las usó con maestría. Esparció cocaína sobre el pecho de Bruno, lamiéndola lentamente mientras él gemía, su cuerpo temblando bajo el efecto. Le dio una pastilla de éxtasis a Bruno, cuyos ojos se dilataron con una euforia salvaje. Nina, reducida a un juguete, fue incorporada a su juego de deseos, siempre bajo una humillación constante. Valeria, con un brillo cruel en los ojos, ordenó a Nina que se inclinara. Bruno, riendo, la sodomizó con un dedo mientras Valeria le hacía inhalar popper, intensificando su rendición. Luego, Valeria la penetró con un juguete sexual, cada embestida un recordatorio de su sumisión. Nina, con lágrimas mezclándose con el sudor, gemía de dolor y una extraña rendición. Bruno, ahora completamente entregado a Valeria, la sodomizó con otro juguete, su risa resonando mientras la humillaba. “Esto es lo que mereces, niña inútil,” dijo, su voz cargada de desprecio.
Valeria, no contenta con la humillación, ordenó a Nina que se arrodillara frente a ella. “Chupa,” dijo, su voz implacable, señalando un juguete cubierto de sus fluidos. Nina, temblando, obedeció, su boca rodeando el objeto, que palpitaba con el calor de Valeria. Bruno, observando, reía mientras acariciaba su propio pene, su erección renovada por la escena. Valeria, con un gemido, eyaculó un chorro de fluidos en la cara de Nina, la humedad caliente chorreando por sus mejillas, su barbilla, goteando hasta el suelo. “Traga,” ordenó, y Nina, con los ojos cerrados, obedeció, el sabor salado sellando su degradación. Bruno, con una carcajada, se inclinó y lamió una gota de fluido de la mejilla de Nina, solo para escupirla al suelo. “Patética,” dijo, antes de volver a besar a Valeria.
La noche se convirtió en un torbellino de sexo y poder. Valeria y Bruno, impulsados por las drogas, exploraron cada rincón de sus cuerpos. Valeria lamió el glande de Bruno, su lengua trazando círculos hasta que él gritó, su pene palpitando con otro clímax, su semen empapando su pecho. Bruno, a su vez, chupó la vulva de Valeria, su boca cálida y hambrienta, mientras ella lo penetraba con los dedos, arrancándole gemidos que resonaban en el living. Nina, siempre al margen, era usada como un objeto: lamía los pies de Bruno, obedecía órdenes de traer más vino, y soportaba las burlas constantes. “Mira cómo se coge de verdad,” le decía Bruno, mientras Valeria lo tomaba en cada posición imaginable, sus cuerpos brillando de sudor y secreciones.
Cuando la madrugada llegó, Valeria y Bruno, exhaustos pero insaciables, se levantaron del sofá. “Nos vamos al dormitorio,” anunció Valeria, su voz autoritaria, sus curvas brillando bajo la luz tenue. “Nos quedaremos todo el fin de semana cogiendo. Tú, puta, te quedas afuera, atenta a servirnos. Trae comida, limpia, haz lo que se te ordene.” Bruno, con una sonrisa cruel, añadió: “Y no te atrevas a tocarte, niña inútil.” Colocaron un felpudo en la puerta del dormitorio, un símbolo final de la degradación de Nina, y se encerraron dentro. Nina, de rodillas frente a la puerta, escuchaba las risas y burlas de Valeria y Bruno, los gemidos que empezaban de nuevo, los insultos que la reducían a nada. “Esa puta no vale nada,” decía Valeria, su voz grave resonando, mientras Bruno reía, su voz mezclándose con el sonido de sus cuerpos.
El fin de semana se alzaba como un abismo. Nina, atrapada en su sumisión, no sabía si esto era el fin de su relación o una prisión de la que nunca escaparía. Dentro del dormitorio, Valeria y Bruno seguían su danza de deseo, mientras Nina, en el felpudo, era solo una sombra, un eco de lo que alguna vez fue. El futuro era un misterio, tan ambiguo como las risas que se filtraban por la puerta.