La señora Malaya y Tánusha (Relato ilustrado con poco sexo).

DirtyOldMan

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30 Jun 2023
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Siempre he sentido atracción por la cultura rusa, por su folklore, por su música, por su literatura, por sus paisajes y como no, por sus mujeres. Las mujeres eslavas siempre me han parecido fascinantes, por sus pieles blancas, sus formas esbeltas, sus rostros angelicales y porque es difícil encontrar una mujer rusa que no se arregle aunque sea para sacar la basura.

Llevaba mucho tiempo con ganas de hacer un viaje por aquellas tierras. Una de las ventajas de estar felizmente separado es que puedes viajar solo, que siempre resulta mucho más económico y puedes ir a donde quieras y hacer lo que te venga en gana. Así que planeé mi viaje para visitar únicamente San Petersburgo y Moscú. Mi intención era estar tres semanas en cada ciudad porque tengo la suerte de tener muchas vacaciones y en ocasiones hasta suelo cogerme un mes de permiso sin sueldo para poder viajar. Otra de las ventajas de vivir solo.

Como tampoco soy millonario elegí para mis estancias la opción de hospedarme en las casas que aceptaban huéspedes. En aquella época aún no existían las redes sociales y las cosas se hacían con otro ritmo y dando más vueltas. Así fue como encontré la referencia de Malaya Posadskaya una señora que alquilaba habitaciones en una zona cercana al centro, Petrogradzky. No me costó encontrar la casa y realmente estaba muy bien, austera pero muy limpia, con unas vistas maravillosas desde todas las habitaciones y muy céntrica. Tres semanas daban para mucho y quería conocer la ciudad en profundidad. Cuando hago un viaje largo siempre procuro pasar el mayor tiempo posible y visitar no solo las zonas turísticas sino tratar de ver cómo vive la gente allí y sentir el pulso de las ciudades y sobre todo de sus gentes.

En Rusia tenía un problema: el idioma. Aprendí justo para el viaje las cuatro frases de rigor para saludar y poco más. Pero por suerte en las zonas donde vamos muchos turistas el inglés es el idioma que nos une. Por suerte en la casa donde me hospedaba la señora Malaya hablaba el suficiente inglés para hacernos entender y cuando nos atascábamos siempre andaba por allí Tanusha, su hija. La dueña de la casa era una mujer de mi edad, más cercana a los cincuenta que a los cuarenta, con un rostro muy bonito y un cuerpo con unos volúmenes que confesaré en más de una ocasión me deleité contemplándola mientras se movía por toda la casa.
 
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Su hija Tanusha, ellos lo pronunciaban acentuando la primera sílaba, Tánusha, era una jovencita de unos veinte años, de un rubio que en ocasiones parecía albino, con las cejas del mismo color y una piel pálida que resaltaba aún más el verde azulado inmenso de sus ojos. Era una chica muy alta, yo mido 1,85 y ella casi llegaba a mi altura. Estaba muy delgada, excesivamente delgada para mi gusto y se me antojaba que tenía cuerpo de bailarina. Tenía una cara sonriente aunque su mirada se me antojaba muy triste y apagada.

La casa era enorme y la llevaban solo entre su madre, ella y una señora que les ayudaba en la cocina y que hacía unos maravillosos platos. Luego me comentaron que el piso pertenecía a un dirigente del partido en la época soviética. Mi habitación era enorme, tenía un amplio ventanal, una puerta enorme que daba paso a una pequeña terraza desde donde me gustaba contemplar el amanecer. Siempre me gustó madrugar y máxime cuando estás en un sitio donde quizás no vuelvas. El único inconveniente de la habitación es que no tenía baño y era necesario utilizar uno, también enorme que daba servicio a dos o tres habitaciones. Pero nunca tuve inconveniente alguno, quizás por que mis horarios no coincidían con los del resto de huéspedes.

Cuando apenas llevaba dos días me asomé al balcón a eso de las cinco y pico de la mañana. Algo me pasaba que no podía dormir. Se respiraba un aire fresco y la ciudad estaba tranquila, con el murmullo propio de las primeras horas. Era una auténtica delicia y allí estaba yo, disfrutando de las vistas de la ciudad de los zares y tratando de discernir a dónde iría ese día. Volví a tumbarme en la cama porque aún era muy pronto. Todo estaba en silencio salvo la habitación de al lado donde se escuchaba a alguien hablar. Era la voz de un hombre y la de una mujer. Hablaban en ruso, él tenía una voz fuerte y ella muy apagada. Por suerte acabaron pronto la conversación, parecían discutir pero el silencio volvió a sumirme en mis pensamientos que no en el sueño.

La discusión por lo oído no debió de ser muy fuerte porque al rato comencé a escuchar gemidos. Bueno, los de ella parecían más quejidos que suspiros de placer; los de él eran los que más se escuchaban pues resoplaba como un toro. Por suerte la cosa fue breve. Luego escuché pasos por el pasillo. No había quien durmiera en aquella situación así que volví a salir al balconcillo. No había nadie por la calle salvo alguien que parecía salir del portal de la casa y se metía en un coche deportivo antiguo, creo que era un Porsche oscuro y que rompió el silencio de la mañana con su ronco sonido que se fue amortiguando según se alejaba.

Ese día me di un paseo enorme, comí fuera y volví a última hora de la tarde a la casa donde me hospedaba. Estaba rendido y decidí cenar lo que la cocinera de la señora Malaya me ofreciera que me había conquistado el estómago. Cuando estaba llegando a la casa no pude evitar fijarme en el Porsche estacionado frente a la puerta. Había alguien dentro, solo veía una mano, la izquierda, que colgaba por la ventanilla. Tenía los dedos tatuados y ensortijados y sostenía un cigarro que me llamó la atención estaba apagado. Sentía curiosidad por saber quién era porque sospechaba que fuera el señor de los gruñidos. Al entrar en el portal casi tropiezo con Tánusha que salía corriendo. Esperé pues quise confirmar lo que imaginaba. Efectivamente, entró en el Porsche que salió pitando con aquel inconfundible estruendo.

De modo que los gemidos eran los de la frágil Tánusha. Reconozco que me dio mucho morbo y esa noche, sin duda alguna excitado por mi imaginación, comencé a mirar con ganas a la señora Malaya que como no era tonta aceptó el juego y coqueteó conmigo. Después de cenar pasé un rato en el salón de la casa. Como todo en aquella mansión se trataba de un salón enorme. Dos de sus paredes estaban repletas de libros y en la otra esquina, lógicamente la opuesta, había una televisión que siempre la vi encendida. Había amplios sofás y sillones esparcidos por la estancia, todos distintos lo cual le daba un aire curioso a aquella clásica habitación. Una chimenea centrada en otra de las paredes descansaba (estábamos en julio) cercana a un enorme piano. Me hubiera gustado que alguien lo tocara. Era una de mis múltiples frustraciones: saber tocar el piano.

Me acerqué a los libros y comencé a ojearlos. La gran mayoría estaban en ruso y algunos ejemplares, en una esquina de la estantería, tenían el título en inglés. Eran obras clásicas y me llamó la atención un ejemplar del Ulises de James Joyce que si se me había atravesado en castellano no quería ni imaginar lo que sería tratar de leerlo en inglés.

No vi llegar a la señora Malaya que se acercó y me preguntó con su justo inglés si me gustaban los libros. Traté de explicarle que me gustaba mucho leer pero que evidentemente no podía hacerlo en ruso. Ella se acercó y comenzó a recorrer con sus dedos los lomos de algunos de los libros mientras me traducía los títulos al inglés. Eran todas las obras de autores rusos como Chejov, Gógol, Tolstoi, Dostoyevski y el inevitable Pushkin que si bien era moscovita murió en aquella ciudad, San Petersburgo. Se trataba de ediciones antiguas, preciosamente encuadernadas y que me hubiera encantado ser capaz de leer.

Nos acercamos a una mesa donde había colocado un samovar que por su tamaño podría abastecer de té a un regimiento. La señora Malaya me ofreció una taza pero no puedo tomar café o té por las noches porque me desvelo. Ella se sirvió una taza colmada y se sentó en uno de los sillones haciéndome un gesto para que me sentara a su lado. Obedecí. Me gustaba aquella mujer, no lo negaré. Cruzó las piernas ofreciéndome el espectáculo de sus muslos. La señora Malaya tenía esa perfecta mezcla entre el señorío y la zorrería, conocía perfectamente el juego de la seducción y yo, como era lógico, entré al trapo.

Me contó que la casa la compró su marido con la caída del socialismo con la idea de poner aquella casa de huéspedes. Era un hombre mayor que ella y que había sido catedrático de literatura, de ahí aquella colección de libros y que trabajaba también en uno de los conservatorios de la ciudad. Tocaba el piano, lo cual era de imaginar. Ella había venido de una ciudad del norte, cerca de Siberia donde el clima era más suave que las condiciones de vida. Cuando se desplazó tenía una hija pequeña, Tánusha y quería ofrecerle un mundo de posibilidades a su hija. Me acordé del macarra del Porsche y no pude evitar esbozar una sonrisa.

Conoció al profesor, es como ella le llamaba, nunca me dijo su nombre que las aceptó a las dos, madre e hija y les procuró todo el bienestar que no habían conocido hasta entonces. La pequeña Tánsuha comenzó a estudiar ballet pero como muchas niñas en aquel país se quedó a las puertas de hacerse profesional. Según me confesó su madre, era demasiado alta para los cánones de la danza.

Me gustaba hablar con aquella mujer, tenía una voz pausada, sin duda alguna porque le costaba hablar en inglés. Cuando la escuchaba hablar en ruso lo hacía mucho más rápido. En este punto he de confesar uno de mis fetichismos: siempre me ha excitado mucho escuchar a una mujer hablando en bajito en un idioma extranjero, el que sea, aunque mis favoritos eran el francés, el italiano, el alemán y después de aquel viaje, el ruso. No olvidaré nunca su musicalidad y he de reconocer que el ruso susurrado por una dulce voz de mujer es capaz de provocarme una erección instantánea.
 
Estuvimos largo rato charlando en aquel salón. Hablamos de la ciudad y ella me recomendó sitios para ver. Me hubiera gustado que fuera ella quien me acompañara pero aquella casa deba mucho trabajo. Aún así, tomé buena nota de sus recomendaciones y descubrí una ciudad preciosa que me enamoró. Según me contaba cosas yo le miraba a los ojos, claros aunque no tan inmensos como los de su hija y contemplaba sus formas redondeadas, la curva de sus pechos, el volumen de sus piernas y sus manos que se movían como quien dirigía una orquesta, gesticulando para tratar de paliar su falta de dominio con el léxico inglés.

Yo le expliqué algo de mi vida: que me había separado hacía ya unos cuantos años, que tenía una hija a la que no veía porque su madre la puso en mi contra, que me apasionaba la música, la lectura y los paseos por el bosque y que lejos de encontrarme solo, disfrutaba de mis momentos y me sentía inmensamente feliz.

La señora Malaya no quería preliminares, ni besos, ni caricias, ni nada por el estilo. Quería sexo, de una forma desenfrenada, apasionada. No se cómo terminamos en mi habitación. Bueno, las confidencias, las miradas y finalmente su ofrecimiento, que se levantó del sillón me tendió la mano y me condujo hasta la habitación donde me tumbó en la cama y me ofreció la hospitalidad de sus muslos y sus brazos que me rodeaban como una presa a la que exprimió todos los días que estuve en aquella bendita casa.

Al principio seguíamos el rito del salón, charlábamos un rato de cualquier tema y luego terminábamos en la cama. Luego ya nos saltábamos también esos preliminares y ella venía a mi habitación y me follaba con pasión o se dejaba follar siempre que lo hiciera con pasión y entrega. Luego suspiraba, se recomponía y se iba deseándome buenas noches en ruso, que sonaba algo así: Spokoynoy nochi. Yo me quedaba tendido en la cama, resoplando y felicitándome por lo feliz que me sentía. No quería pensar en otra cosa.

El descanso me duró poco aquella noche, porque de madrugada volví a escuchar las voces de la segunda noche, las del macarra del Porsche y las de Tánusha, imagino. Lo cierto es que sus coitos eran breves, en nada se parecía aquella ninfa a su apasionada madre.
 
Respiré aliviado cuando escuché el bramido del Porsche, una vez más. Desvelado como estaba fui al baño, eran las cinco y veintidós minutos de la mañana. La puerta estaba cerrada. Permanecí en silencio y escuché a alguien sollozar. La puerta se abrió y Tánusha salió tratando de recomponer su cara que era todo un poema, con los ojos enrojecidos, así como la nariz, con un pañuelo en la mano, descalza, medio desnuda y sin apenas meter ruido por las tablas del pasillo. Me pidió disculpas al salir con su perfecto inglés. Le pregunté si estaba todo bien. Una observación total y absolutamente absurda pero no se me ocurrió otra para tratar de hablar con ella.

Se dio la vuelta y las lágrimas recorrían su rostro. Se quedó quieta llorando. Sin saber qué decir ante aquel desconocido. Me acerqué a ella y traté de consolarla con mis palabras. Me abrazó y comenzó a llorar de forma desconsolada. No se qué le había pasado, si había discutido con su novio, si había roto con él, si se había dado cuenta de que ella se merecía algo más, alguien que la tratara mejor, si a sus veinte años lloraba porque su vida no era lo que su madre y ella habían planeado, si echaba en falta a su padre o si era todo una mezcla de amargura que la había llevado a lanzarse a los brazos de un desconocido en el pasillo de su casa.

No había forma de consolarla. Su cuerpo se convulsionaba con los llantos y cada vez se agarraba con más fuerza a mi cuello. Por un momento tuve miedo de que alguien nos sorprendiera allí, en mitad del pasillo, ella medio desnuda y llorando en mis brazos. La cogí como quien coge a una niña. Ella seguía llorando y abrazada a mí. Puse uno de mis brazos en su espalda y con el otro le levanté las piernas y la llevé por el pasillo. No sabía a dónde ir, no quería llamar la atención de nadie, así que la llevé a mi habitación.

Pesaba muy poco, era muy espigada, muy delgada, con el cuerpo frío por el disgusto que tenía y con una congoja que le entrecortaba la respiración. En aquellas circunstancias no pensaba en otra cosa que tratar de consolarla. En otras circunstancias su cuerpo me hubiera excitado porque siempre me han gustado las chicas, jóvenes, espigadas, rubias, delicadas como aquella ninfa preciosa que había depositado en la cama. Se quedó hecha un ovillo y la tapé con la sábana y el cubrecama. No hacía frío pero ella estaba fatal y temblaba. Quise separarme de ella pero me agarró con fuerza y me rogó que permaneciera a su lado.

“Please hold me, don’t leave me alone!” y obedecí, me acerqué a ella, me tumbé a su lado, yo sobre la cama, ella tapada y acurrucada. Sacó sus brazos y me rodeó con fuerzas. Traté de consolarla, le susurraba al oído que tranquila, que estaba en un lugar seguro, que nadie la lastimaría. Acariciaba su cabello, tan liso, tan suave, tan delicado como todo en ella. Poco a poco fue dejando de llorar. Se durmió en mis brazos. Apenas una hora. Me veía reflejado en la puerta de cristal del armario, tumbado sobre la cama, de lado, abrazado a una criatura preciosa que dormía somo si fuera un ángel cansado. Recorrí su rostro con la mirada, era lo más bonito que había visto en mi vida. Estaba ya relajada y sus facciones era dulces. Sus caprichosas cejas más rubias que su cabello, la nariz recta, perfecta, como todo en ella y unos labios grandes y carnosos que en otras circunstancias hubiera muerto por besarlos.

Abrió los ojos, aquel verde azulado era capaz de provocar el naufragio del más duro corazón. Aún me abrazaba y yo a ella. Nos soltamos. Se sentó en la cama y trató de disculparse. Le dije que no se preocupara y le dije: tu abrazo ha sido el mejor recuerdo que pueda llevar de tu ciudad aunque fuera motivado por un llanto. Se ruborizó. Se incorporó y salió corriendo de la habitación.

Minutos después coincidimos en el desayuno, la señora Malaya y Tánusha. Ambas me miraban, cómplices, manteniendo cada una su secreto conmigo. Así pasé mis días en aquella inolvidable ciudad. Follando y siendo follado por la noche con pasión con la madre, la señora Malaya y amaneciendo todas las mañanas abrazado a la delicada Tánusha que vino todas las madrugadas a acurrucarse a mi lado. Ya no volví a escuchar el estridente Porsche y ya no volví a amanecer de una forma tan dulce como en los brazos de aquella criatura. Despedirme de ellas fue una mezcla entre el alivio y el sentir el corazón roto. Hubiera sido imposible de mantener aquella relación de sexo con la madre y de amor puro con la hija. Pero al mismo tiempo sentía que algo se me rompía al saber que nunca más volvería a estar con ellas.
 

Ahora suspiro al escuchar el piano de Rachmaninoff, recordando ese piano que descansaba al lado de la chimenea y que nunca pude escuchar.
 
Años después de vivir esta apasionada historia, volví a San Petersburgo. Si soy sincero confesaré que volví a buscarlas. Hubiera dado algo por sentir el cuerpo apasionado de la señora Malaya enroscado a mí y los abrazos inocentes de Tánusha. Desde entonces no había podido dormir una noche completa, me despertaba a cualquier hora. Si era noche cerrada buscando desconsoladamente el cuerpo de aquella mujer y si fuera de madrugada el desconsuelo lo producía no encontrar los brazos de su hija. Habían pasado apenas 10 años. Ya no existía la casa de huéspedes. En su lugar, una empresa había comprado el edificio completo y ahora es un hotel. Me hospedé en una de sus habitaciones. Todo había cambiado. La reforma había sido brutal. Ya no había un salón con libros en ruso e inglés, ni siquiera piano. No pude identificar ni mi habitación de entonces donde había sentido el calor del cuerpo de la señora Malaya, ni existía el pasillo donde los brazos de Tánusha me enseñaron por primera vez lo que era la pureza de un abrazo.

Un empleado del hotel, después de recuperar su memoria con dólares, me comentó que había oído que la anterior dueña había ido a vivir a Moscú, con su hija que había conseguido un trabajo en una academia de danza y que tenía una pequeña casa de huéspedes en la ciudad. Me toca ir a Moscú o quizás sea mejor dejarlo así. ¿Tú qué harías?
 
Por cierto, creo necesario aclarar que a diferencia de otros relatos que suelo escribir éste es casi real. No al 100% pero si que mucho de lo que cuento fue así como sucedió. Esta historia se me ocurrió hace un par de días después de soñar que volvía a tener en mis brazos a Tánusha. ¡La echo mucho de menos!
 
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