Jean Dubois
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Se llamaba Mara, pero a ti te daba igual el nombre. Lo único que te importaba era cómo se movía, cómo brillaba su piel regordeta bajo la luz tenue de su cuarto, con ese cuerpo de madurita chubby tan brutal que parecía esculpido a base de porno sucio y exceso de deseo. Tenía las tetas gordas, no caídas, sino reales, carne viva, deseable. Su culo era una montaña digna de escalar, y sus piernas, jodidas columnas de deseo que te hacían salivar solo con pensar en hundirte ahí. Y el coño... joder, ese coño era una puta jungla. Peludo, húmedo, y con ese aroma animal que te volvía más adicto que cualquier droga.
Te había citado esa tarde, como siempre, cuando no había nadie, y sabías que lo que se venía no era sexo: era un ritual pagano de fluidos, asquerosamente delicioso. Apenas entraste, te bajó los pantalones sin decir una puta palabra, te metió la polla en la boca, pero no para chupártela, no... solo para que sintieras su saliva resbalarte, caliente, babosa, hasta el escroto. Luego te la escupió en la cara. “Hoy quiero que me la lamas tú primero,” dijo, con esa voz ronca que te ponía los pelos de punta.
Te tiró al suelo como un perro y te puso su pie en la cara. Solo el empeine, esa parte que te hacía temblar de puro fetiche. Empezaste a lamerle esa zona como un adicto: lento, detallado, dejando la lengua recorrer cada curva mientras ella se reía y te escupía desde arriba, directo a la boca. Te tragabas cada gota, como si fuera vino sagrado.
Te guió con el pie hasta su coño. Lo tenía ya mojado, empapado, y ni siquiera lo había tocado. Te agarró del pelo y te metió la cara de golpe, dejándote enterrado entre sus muslos gordos, sudados, sabrosos. Le lamías con devoción. Sentías el pelito mojado pegándose a tu cara, el flujo bajando por tu barbilla, mezclándose con tu saliva. Te excitaba tanto que gemías con la boca llena. Ella solo decía: “No pares, quiero que me saques hasta la última gota.”
Y lo hiciste. Te comiste ese coño como si fuera la última comida del planeta. Te escupía en la lengua y luego usaba tus propios gemidos como vibrador. Y cuando le vino ese primer orgasmo, te lo soltó directo en la boca, espeso, caliente. Lo tragaste como el cerdo que eres, pero no todo. Te guardaste un poco, y se lo diste a ella en un beso guarro, lleno de baba y flujo mezclado.
“Ahora sí, dame tu leche,” dijo mientras te tumbaba.
Te la empezaste a pelar mirándola frotarse el coño con tus babas y su flujo, empapándose las bragas blancas hasta que se volvieron transparentes. Las tiró a tu cara. “Huele, cerdo.” Lo hiciste. Ese aroma a coño, flujo y tela sudada te reventó la cabeza. Te corriste en su coño mientras ella lo abría con los dedos y te lo enseñaba bien abierto, peludo y brillante.
Pero no tragó. Agarró tu leche, la mezcló con su saliva en la boca, y vino el puto beso blanco más cochino del universo. Se sentó sobre tu cara y te escupió toda la mezcla en la lengua mientras te tenía atrapado con sus muslos gordos. Luego se tumbó boca arriba, te llamó con un dedo, y te ordenó:
“Trágate lo que queda de mi coño.”
Te metiste debajo como un animal, lamiendo bragas, culo, muslos, todo. Ella te masturbaba con sus pies — solo con el empeine, sabiendo que eso te volvía loco — mientras tú lamías hasta que no quedó ni rastro de semen, flujo ni baba. Solo tú, sudado, con la cara pringosa y la polla sin una gota de vida.
Y aún así, querías más.
Ella te susurró al oído mientras te abrazaba con sus muslos enormes:
“Mañana, ocho horas más. Vas a acabar deshidratado, pero feliz.”
CONTINUARÁ
Te había citado esa tarde, como siempre, cuando no había nadie, y sabías que lo que se venía no era sexo: era un ritual pagano de fluidos, asquerosamente delicioso. Apenas entraste, te bajó los pantalones sin decir una puta palabra, te metió la polla en la boca, pero no para chupártela, no... solo para que sintieras su saliva resbalarte, caliente, babosa, hasta el escroto. Luego te la escupió en la cara. “Hoy quiero que me la lamas tú primero,” dijo, con esa voz ronca que te ponía los pelos de punta.
Te tiró al suelo como un perro y te puso su pie en la cara. Solo el empeine, esa parte que te hacía temblar de puro fetiche. Empezaste a lamerle esa zona como un adicto: lento, detallado, dejando la lengua recorrer cada curva mientras ella se reía y te escupía desde arriba, directo a la boca. Te tragabas cada gota, como si fuera vino sagrado.
Te guió con el pie hasta su coño. Lo tenía ya mojado, empapado, y ni siquiera lo había tocado. Te agarró del pelo y te metió la cara de golpe, dejándote enterrado entre sus muslos gordos, sudados, sabrosos. Le lamías con devoción. Sentías el pelito mojado pegándose a tu cara, el flujo bajando por tu barbilla, mezclándose con tu saliva. Te excitaba tanto que gemías con la boca llena. Ella solo decía: “No pares, quiero que me saques hasta la última gota.”
Y lo hiciste. Te comiste ese coño como si fuera la última comida del planeta. Te escupía en la lengua y luego usaba tus propios gemidos como vibrador. Y cuando le vino ese primer orgasmo, te lo soltó directo en la boca, espeso, caliente. Lo tragaste como el cerdo que eres, pero no todo. Te guardaste un poco, y se lo diste a ella en un beso guarro, lleno de baba y flujo mezclado.
“Ahora sí, dame tu leche,” dijo mientras te tumbaba.
Te la empezaste a pelar mirándola frotarse el coño con tus babas y su flujo, empapándose las bragas blancas hasta que se volvieron transparentes. Las tiró a tu cara. “Huele, cerdo.” Lo hiciste. Ese aroma a coño, flujo y tela sudada te reventó la cabeza. Te corriste en su coño mientras ella lo abría con los dedos y te lo enseñaba bien abierto, peludo y brillante.
Pero no tragó. Agarró tu leche, la mezcló con su saliva en la boca, y vino el puto beso blanco más cochino del universo. Se sentó sobre tu cara y te escupió toda la mezcla en la lengua mientras te tenía atrapado con sus muslos gordos. Luego se tumbó boca arriba, te llamó con un dedo, y te ordenó:
“Trágate lo que queda de mi coño.”
Te metiste debajo como un animal, lamiendo bragas, culo, muslos, todo. Ella te masturbaba con sus pies — solo con el empeine, sabiendo que eso te volvía loco — mientras tú lamías hasta que no quedó ni rastro de semen, flujo ni baba. Solo tú, sudado, con la cara pringosa y la polla sin una gota de vida.
Y aún así, querías más.
Ella te susurró al oído mientras te abrazaba con sus muslos enormes:
“Mañana, ocho horas más. Vas a acabar deshidratado, pero feliz.”
CONTINUARÁ