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Hotlove

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Bueno, pues cuelgo la última historia por un tiempo. Se acabaron las terminadas y ahora tengo que finalizar algunas, pero me llevará bastante tiempo. Espero que os guste.



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Llamaron a la puerta. Samantha se apresuró a abrir. Era el chico de la compañía de reparto. Le sonrió, como siempre, y le indicó donde tenía que firmar. Ella hizo un garabato apresurado y se despidió de él. Lo había visto ya tantas veces que se prometió preguntarle el nombre la próxima vez. Ya eran casi conocidos. Menos mal que los paquetes venían sin ninguna marca externa que pudiera insinuar lo que había dentro. Y lo que había era placer. A veces con mayúsculas, otras con minúsculas. Se fue a la cocina y abrió el paquete con un cuchillo. Allí estaba el famoso succionador del que todo el mundo hablaba. Y ella estaba loca por probarlo, a sabiendas que era muy posible que las expectativas fueran demasiado altas. Era toda una experta en juguetes sexuales. Los compraba casi siempre online, y se dejaba llevar por opiniones y foros. Y siempre encontraba un matiz en cada uno de ellos que marcaba la diferencia. Aunque, por supuesto, tenía sus favoritos. Y el lugar de honor lo ocupaba el rabbit sumergible de veinte centímetros, con movimiento rotatorio y vibración de clítoris. Lo que le daba ese cacharro no se lo daba ningún otro. Pero le gustaba experimentar y probar sensaciones diferentes. Solía caminar por casa con dos bolas chinas para fortalecer el suelo pélvico. Y usar conjuntamente ese estimulador del punto G con tacto sedoso que tanto le gustaba junto con el dildo anal de bolitas crecientes. Lo preparaba todo como una ceremonia. Calentaba la habitación, ponía luz tenue, tenía lubricantes y papel al alcance de la mano y se desnudaba completamente para poder tocar cualquier parte de su cuerpo. Entonces comenzaba con sus manos: Con la izquierda ascendía y descendía las colinas de sus hermosos pechos, pellizcando suavemente la cumbre, y con la derecha surcaba el mar de su aterciopelada barriga, casi sin detenerse en el redondo remolino de su ombligo, impaciente por llegar al triángulo de las Bermudas donde se concentra el placer del mundo. Allí sus dedos índice y corazón, previamente lubricados con saliva, se encargaban de saludar a su clítoris de forma cadenciosa, despertándolo de su letargo. Una vez despierto, crecía y necesitaba más cariño, más estímulos, más dedos. Entonces la mano izquierda abandonaba el polo norte para viajar como un rayo al sur, y continuar lo que había empezado su gemela. Y la derecha cogía el vibrador escogido para ese momento, introducía ligeramente la punta en el tarro de lubricante y empezaba la fiesta. Empezaba a imaginar playas, piscinas, sillas de oficina, discotecas a punto de cerrar, descansillos de escaleras, mesas de consultas médicas con doctores jóvenes, despachos de universidad con profesores de literatura recién licenciados, y su consolador hacía el resto. Según la situación, elegía uno u otro. Tenía un dildo para las tardes imaginadas en las playas nudistas de Cádiz, y el succionador era su amante femenina del trabajo que saboreaba su sexo y conseguía que llegara al paraíso en escasos minutos justo después que se fueran todos y estuvieran las dos solas. A veces se sentía un bicho raro por asignar un papel a cada juguete, pero era solo para ella. No tenía que dar explicaciones a nadie. Los aparatos eran un medio para llegar a un fin, y su efervescente imaginación era la que les daba vida.

Su colección aumentaba de forma continuada. Ya tenía dos cajones llenos, y no pensaba parar. Cada noche, después de leer un rato y antes de dormir, tejía en su mente una fantasía y se ponía manos a la obra. Y después dormía como un bebé. Tenía un amigo con el que se encontraba algunas veces para cenar y terminaban follando. Se llevaban bien, y era un acuerdo tácito. Ninguno de los dos tenía en mente volver a tener una relación seria; llevaban demasiado tiempo solos y les iba muy bien. Ella lo tenía muy claro. Cuando necesitaba contacto físico, llamaba a Rubén. Cuando le bastaba la silicona, tenía varios cajones de Rubenes. Y era feliz así, aunque temía en convertirse en una chica demasiado solitaria, acompañada de gatos.

Samantha pulsó la tecla enter. Producto solicitado. Fecha estimada de entrega: 3 días. No podía esperar. El aparato prometía ser la bomba: un doble estimulador de clítoris y punto G. Se ponía cachonda solo de pensarlo. Sabía que este mes tendría que recortar gastos en otras cosas, pero no pudo resistirse.
Ding-dong. Era el chico de la compañía de reparto. De nuevo esa sonrisa. Cada vez le parecía más guapo.
-Buenas tardes. Aquí está su paquete. Como siempre, firme aquí. Aunque creo que usted sabe ya de sobra este procedimiento.-Dijo sonriendo más aún si cabe.
Samantha se rio.
-Sí, tienes razón. Ya no hace falta que me digas nada. Vas a pensar que soy una compradora compulsiva. Y, realmente, no te equivocarías mucho. -Se rieron los dos. Por cierto, soy Samantha -le dijo extendiéndole la mano. Pienso que ya deberíamos conocer nuestros nombres; te veo más que a muchos de mis vecinos. Si no te importa, nos tuteamos.
-Claro que no. Me llamo Adrián. Tu nombre ya lo sabía. Lo veo en los paquetes. También sé donde vives. Como ves, sé mucho sobre ti. - os dos se rieron de nuevo. -Bueno, aquí lo tienes. Que lo disfrutes.
-Gracias, hasta pronto. Que tengas un buen día- Samantha cogió el paquete y cerró la puerta. “Un momento: ¿Qué ha dicho? ¿Que lo disfrutes? ¿Ha dicho eso? ¡No me lo puedo creer! Pero, no es posible que sepa lo que hay dentro. La caja simplemente tiene una pegatina con su nombre, dirección y un código de barras. No indica su contenido ni su procedencia. Es imposible que lo sepa. Un momento. Ahora que lo pienso, cada vez que usa ese aparato electrónico para escanear el código de barras, ¿le indicará el tipo de producto o la procedencia?” Mientras pensaba todo esto se sentía azorada, y su cara la notaba colorada. Entonces pensó para sí misma que estaba dándole demasiadas vueltas, que esa expresión no implicaba nada, que era una frase hecha. Se tranquilizó a sí misma y se fue a la habitación. Estaba loca por probar su nueva adquisición. Organizó todo ceremoniosamente y se dispuso a disfrutar. Era un momento perfecto, antes de ducharse y preparar la cena. Sacó el vibrador de su caja y era más grande de lo que imaginaba. Tenía forma de U y cada extremo vibraba de forma independiente. Empezó a acariciarse e imaginó que estaba en una playa con una pareja conocida, Juan y Eva. Los dos son muy guapos y muy desinhibidos. Muchas veces fantaseaba con ellos por separado, pero esta tarde estaba con los dos tomando los últimos rayos de sol de la tarde, como los que entraban por la ventana de su habitación ahora. Eva estaba chupándole el coño, sorbiendo, succionando, paladeando su clítoris. Subió la intensidad de la vibración en ese extremo. Mientras tanto, ella y Juan se miraban, excitados. Eva entonces se giró y puso su coño encima de su cara, proponiéndole un 69. Samantha accedió encantada. Entonces Juan aprovechó el hueco y la penetró con su hermosa polla, suavemente al principio, poco a poco, hasta que entró completamente y salía y entraba ya de forma rítmica. Samantha subió la intensidad de los dos extremos al número cinco. El vibrador entraba y salía cada vez más rápido. Era la primera vez que un único cacharro estimulaba sus lugares favoritos al mismo tiempo. Y estaba siendo sensacional. Le sobrevino el orgasmo y no supo de donde surgió inicialmente. Pero los dos puntos se conectaron con una descarga eléctrica que estremeció hasta sus pestañas. Cuando recuperó el aliento, se alegró de haberle dado un compañero a sus otros aparatos. Definitivamente, había merecido la pena.
Pasados un par de meses, recibió un correo publicitario de su página web favorita. ¡Productos en oferta por tiempo limitado! No podía dejar pasar la ocasión. Decidió comprar un dildo negro enorme, de silicona. Treinta centímetros. Sabía que no lo iba a poder aprovechar totalmente, pero no se podía quitar de la cabeza aquella película en la que una chica similar a ella disfrutaba con los ojos en blanco de una polla inmensa en la playa. Un guía turístico enseñó a una turista rubia los secretos de la isla que normalmente pocos ven: un polvo brutal en el que la chica sufrió y disfrutó a la vez del dolor y el placer. En tres días lo tendría. Y ya estaba ansiosa de montarse su película.
Pasaron cuatro días, y sin noticias. Cinco. Seis. Cuando estaba a punto de escribir un correo de queja llamaron a la puerta. Era Adrián, el chico de la compañía de transportes. Samantha se alegró de verlo más que nunca.
-¡Hola, Adrián!- Se acercó y le dio un beso. Adrián se sorprendió de su espontaneidad. - Creía que el paquete se había extraviado. Muchas gracias -Dijo Samantha visiblemente aliviada.
-Bueno, a veces hay retrasos. Ya sabes. No todo depende de nosotros. Lo importante es que está aquí. Ya sabes donde firmar. Por cierto, hay otro paquete que viene conjuntamente. No tienes que firmar en éste. Imagino que será un obsequio. Que tengas un buen día, Samantha. Al llegar al ascensor se dio la vuelta y le dedicó una sonrisa, a la que Samantha respondió con la mano. Le gustaba el chico. Parecía muy agradable, y estaba bueno, de eso no había duda.
Samantha se fue al salón y se sentó en la mesa. ¡Un paquete regalo! Eso sí que era una sorpresa. Pero seguro sería algo publicitario. Lo que se moría de ganas de ver era su nuevo compañero de juegos de treinta centímetros. Cogió la caja grande y la abrió a tirones, impaciente. Allí estaba, envuelto en plástico. Cuando lo cogió y observó sus proporciones dudó si le podría sacar todo el provecho. Le entró la risa. Además de la longitud, estaba el grosor. Y eso no lo había tenido en cuenta. Se rio para sí misma. Estaba claro que iba a ser lo que se dice una experiencia intensa. Y no estaba segura de tener suficiente lubricante. Un momento: ¿y si la caja de regalo traía dosis de lubricante? Otras veces añadían una o dos muestras. Cogió el cuchillo y abrió la segunda caja. La abrió y lo que vio la desconcertó. Eran unas bragas de encaje negro muy sensuales, muy bonitas. Y tenían lo que parecía ser una mariposa en la parte delantera, abultando un poco. Era como un añadido de goma que sobresalía de forma casi imperceptible. Miró dentro de la caja y vio una carta. Otra sorpresa. La abrió y leyó lo que estaba escrito:
”Hola, Samantha. Lo que has abierto es un regalo mío. Hace tiempo que quería hacértelo pero nunca me he atrevido, hasta ahora. Lo primero es disculparme si te molesta, soy consciente que será lo más probable, pero he decidido correr el riesgo. Si es así, te ruego que me lo digas por un correo y nunca más volveremos a vernos. Pero si me dedicas un minuto, quería decirte que no sé exactamente qué es lo que hay en tus paquetes, pero sí el tipo de cosas que te gustan. Y quería hacerte un regalo. Hace tiempo que me gustas, pero es extraño que un repartidor le pida a su clienta si quiere salir a cenar. Si aceptaras, estás invitada mañana sábado. Te pediría que te pusieras lo que hay en el paquete. El regalo consta de dos partes. Tú solo tienes una. La otra la tengo yo: un mando. Si tienes curiosidad por experimentar algo nuevo, estás invitada a cenar. Me encantaría charlar contigo. Aparte de guapa creo que eres muy simpática, y quería comprobarlo en persona. Yo soy un chico muy espontáneo, y no tengo dobleces. Me puedes conocer bastante bien en un par de horas. Al final tienes mi teléfono y mi correo. Un beso, Samantha. Adrián ”.
Samantha se quedó de piedra. No sabía como reaccionar. Su primer impulso fue de enfado. Evidentemente, no le gustaba que alguien supiera de sus gustos secretos, y menos un desconocido. Pero pasados unos minutos, la otra parte de la balanza decía que un chico que le atraía le había invitado a cenar. Era una oferta difícil de rechazar; se estaba convirtiendo en una solitaria. Y, además, si lo pensaba detenidamente, se moría de ganas de saber cómo funcionaban esas bragas-mariposa.
-”Acepto. Mándame hora y lugar”.
Fue enviar el mensaje y arrepentirse. Pero ya estaba hecho. Así que se fue al baño. Quería reflexionar sobre todo esto. Pero eso sería después de probar a su nuevo amigo Jason, de Jamaica. Llenó la bañera y se desnudó. Con el chupón que traía en la base el tremendo pene negro lo pegó en la pared, donde tenía los geles de baño. Vertió en el agua sales de baños tropicales. El vapor del agua caliente y el olor de la papaya la sumergieron en una playa paradisíaca donde Jason la estaba esperando. La penetró por detrás, pero ella era la que se movía; él simplemente se dejaba hacer. "Se van a enterar estas mulatas de cómo puede mover el culo y las caderas esta blanquita". Samantha apoyó sus manos en los laterales de la bañera; al poco empezaron a flaquearles las piernas. Estaba follándose a un chico guapo, atlético, y con una polla enorme. Y ella era la que llevaba la voz cantante. Entonces imaginó que la cogía por las caderas y la embestía en rápidos movimientos, previos a correrse. Y fue ella la que se corrió y cayó en el agua caliente, temblando de placer, sintiendo un terremoto en cada uno de los centímetros de su cuerpo.

Samantha se levantó de buen humor. Eso de tener una cita la activaba. Hacía tanto tiempo desde la última que estaba emocionada. Decidió ponerse guapa. Ducha, mascarilla de pelo, exfoliante corporal, aceite hidratante. Hasta ahí, todo bien. Lo peor venía ahora: qué ropa ponerse. Puso tres opciones en la cama y se decidió por el vestido corto entallado. Rompedor. Que se prepare. Eligió el sujetador negro de encaje más similar posible a las bragas. Y cuando se miró al espejo se vio guapa, sexy. Lamentaba no tener ella el mando para probar el invento. Le daba vueltas al efecto que le produciría. Pensó que sería una buena idea relajarse un poco antes de la cita, así que cogió del cajón inferior un pequeño vibrador rosa de tacto sedoso travieso, se recostó en la cama y en cinco minutos sus piernas ya estaban entrelazadas y sus mejillas sonrosadas. Se lavó un poco y se vistió. Estaba preparada. Y más tranquila.

Llegó al restaurante veinte minutos tarde, a conciencia. Aunque solía ser puntual, quería dejar claro desde el principio quién era la protagonista de la historia. Cuando Adrián la vio acercarse, moviendo sus caderas, supo que esta noche no debía fastidiarla por nada del mundo. El pelo ondeando, las caderas moviéndose como olas, y esa sonrisa. Se sentía el hombre más afortunado del mundo. Y dio un paso más: empezó a engancharse de verdad. Se levantó a besarla. Samantha le correspondió. Él le dijo al oído: “Estás espectacular.” Y ella le sonrió traviesa. Se sentaron. Enseguida le tomaron nota de las bebidas. Para empezar, una botella de vino. Los dos sabían lo que significaba eso. Querían dejarse llevar por la agradable embriaguez del tinto. Y pronto cumplió su cometido. A la segunda copa ya estaban charlando distendidamente. Ella observó sus manos cuidadas, su reloj, su camisa, su pelo, sus ojos y labios, la forma en la que sus arrugas tomaban cuando sonreía y el hoyuelo que se formaba en sus mejillas. Él miraba con atención sus pestañas, la forma de sus pechos, cómo separaba los labios para beber y cómo los unía para no dejar escapar el vino, el tremendo brillo vital de sus ojos. Después de un rato (y de la tercera copa), los dos comprendieron que habían acertado plenamente con la cita. Se sentían muy cómodos, se gustaban y estaban impacientes y expectantes por lo que podría venir después. Y no tardó en llegar.
-Bueno, me encanta hablar contigo. Eres muy divertido. Y está claro que te gusta jugar. Así que, ¿Cuándo me vas a explicar cómo funciona tu regalo? ¿Y cómo sabías que me gustan estas cosas? En el fondo, debería estar bastante enfadada contigo. -Dijo Samantha con la copa en la mano, mirándolo fijamente.
-Pues no te enfades, por favor. Cuando paso el lector de código de barras puedo ver la empresa que envía el paquete, pero no qué hay exactamente. Y esa compañía es la favorita de muchas mujeres. De hecho, te sorprenderías de la cantidad de vecinas tuyas que también compran en esa web. -Dijo con una sonrisa pícara Adrián.
-¡No me lo puedo creer! ¡Ahora mismo me estás contando quién! ¿De mi mismo edificio?- Espetó impaciente Samantha, levantándose.
-Lo siento, pero eso es protección de datos. Me jugaría pena de cárcel. Así que te dejo a ti imaginar. Posiblemente te equivoques...
-¡Pero bueno! No me lo puedo creer. Vale, parece que eres un chico muy íntegro y ético. Por eso le regalas un juguetito sexual a una chica que casi ni conoces, una clienta. Te la estás jugando. La única opción de que no te denuncie es que me expliques ahora mismo cómo funcionan estas malditas bragas. Te doy diez segundos. Uno...
-Ok, ok, tranquila. ¿Quieres jugar? ¿Ya? ¿Aquí? ¿Estás segura?-Dijo Adrián con media sonrisa.
-¿Estás seguro tú que no quieres perder tu trabajo? -Dijo Samantha echada sobre la mesa a cinco centímetros de su cara, con una sonrisa desafiante.
Entonces se le escapó un pequeño grito. Su boca se entreabrió. Sus ojos se abrieron más de lo normal. Una segunda descarga hizo el efecto contrario: casi los cerró completamente. Pero su boca seguía abierta. Se sentó poco a poco. Adrián la observó atentamente. Ajustaba la potencia según la expresión en la cara de Samantha. Tenía el mando en su regazo, y la mariposa estaba aleteando en el clítoris de ella. Otra vibración; ésta más larga e intensa. Samantha arrugó el mantel con las dos manos, y bajó la cabeza. Se le escapó un gemido. Adrián empezó a excitarse. La cara de Samantha era de placer total, lujuriosa, entregada, orgásmica. Era más bella que nunca. Entonces pulsó la vibración intermitente, y eso entrecortó su voz.
-Que me es tás ha ci en do... -farfulló ella.
-Jugar contigo. Sorprenderte. Hacer que disfrutes. Hacerte feliz. ¿Paro o sigo?- Dijo él.
-No se te o cu rra pa rar...
Entonces llegó el camarero.
-¿Desean postre o café?
-Para mí un café. -Dijo Adrián
-¿Y para la señorita?
...
...
-Perdone, ¿desea usted algo? ¿Se encuentra bien? -Preguntó el camarero preocupado.
-Otra servilleta, por favor. -dijo Samantha sin mirarle, con las piernas cruzadas debajo de la mesa y el bollo de pan aplastado en su puño.
El camarero se fue, y Adrián entonces terminó el juego. Activó la vibración continuada y subió a potencia ocho. El orgasmo que le sobrevino a Samantha en público lo recordaría como uno de los mejores de su vida. Pasados unos segundos, levantó la cabeza, lo miró y le dijo:
-Paga la cuenta. Te espero en el coche. No tardes. Vamos a mi casa. Y allí te toca a ti. Yo también tengo juguetitos. Prepárate.
 
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