Sperman
Miembro muy activo
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No creía que iba a experimentar algo semejante en mi vida, más cuando los celos siempre me consumieron. Desde luego que amo a mi mujer; no tiene nada que ver lo que sucedió con el amor, o sí, no lo sé. Pero si la quiero, ¿por qué dejé que sucediera aquello? Me digo a mí mismo que no pude hacer nada por evitarlo, que no fue por mi culpa, pero creo que me engaño a mí mismo, que es una excusa. Sigo con mi mujer, convivimos, pero casi no hablamos desde aquello; creo que me lo reprocha, que me culpa por ello.
Hace unos meses decidimos hacer un viaje en coche para visitar a unos amigos a unos doscientos kilómetros de nuestra ciudad. Nos acompañaban incluso nuestros hijos adolescentes, que con sus dispositivos móviles no dieron mucho la tabarra durante un rato, y que después de un trecho incluso se durmieron. Hubiera conducido del tirón, pero mi mujer propuso parar en una estación de servicio para entrar a hacer un pipí y de paso estirar las piernas. A mí se me ocurrió ponerle mala cara, pues podíamos aguantar sin detenernos casi todo el trayecto y ella protestó y susurró un “qué gilipollas eres”. Eso me desquiciaba, porque de un tiempo a esta parte mi mujer no me tenía el debido respeto, ya no se cortaba ni delante de nuestros hijos.
El caso es que salimos de la autovía y nos detuvimos en una gasolinera con una buena explanada llena de camiones aparcados, entre los que nosotros también estacionamos. Nuestros hijos dormían en la parte trasera y salimos del coche confiados en dejarlos solos mientras nosotros dos íbamos a la cafetería a tomar algo y entrar a los lavabos.
Nos pedimos un café cada uno y tras saborearlo unos minutos nos dispusimos a pagar, pero el camarero señaló a una mesa en la que tres tipos, con pinta de camioneros, hacían el gesto de que estaba pagado. Aquella invitación me incomodó un poco, aunque mi mujer les sonrió aunque luego se giró hacia mí y me dijo que le parecían unos gañanes. Nos levantamos, pero yo antes entré a mear. Al salir, mi mujer me esperaba para dirigirnos al coche, la noté rara, como muda. Observé también que los camioneros habían desaparecido, habían salido de la cafetería.
Seguiré contando...
Hace unos meses decidimos hacer un viaje en coche para visitar a unos amigos a unos doscientos kilómetros de nuestra ciudad. Nos acompañaban incluso nuestros hijos adolescentes, que con sus dispositivos móviles no dieron mucho la tabarra durante un rato, y que después de un trecho incluso se durmieron. Hubiera conducido del tirón, pero mi mujer propuso parar en una estación de servicio para entrar a hacer un pipí y de paso estirar las piernas. A mí se me ocurrió ponerle mala cara, pues podíamos aguantar sin detenernos casi todo el trayecto y ella protestó y susurró un “qué gilipollas eres”. Eso me desquiciaba, porque de un tiempo a esta parte mi mujer no me tenía el debido respeto, ya no se cortaba ni delante de nuestros hijos.
El caso es que salimos de la autovía y nos detuvimos en una gasolinera con una buena explanada llena de camiones aparcados, entre los que nosotros también estacionamos. Nuestros hijos dormían en la parte trasera y salimos del coche confiados en dejarlos solos mientras nosotros dos íbamos a la cafetería a tomar algo y entrar a los lavabos.
Nos pedimos un café cada uno y tras saborearlo unos minutos nos dispusimos a pagar, pero el camarero señaló a una mesa en la que tres tipos, con pinta de camioneros, hacían el gesto de que estaba pagado. Aquella invitación me incomodó un poco, aunque mi mujer les sonrió aunque luego se giró hacia mí y me dijo que le parecían unos gañanes. Nos levantamos, pero yo antes entré a mear. Al salir, mi mujer me esperaba para dirigirnos al coche, la noté rara, como muda. Observé también que los camioneros habían desaparecido, habían salido de la cafetería.
Seguiré contando...