Luisignacio13
Miembro activo
El cine “El Edén”, un relicario de terciopelo rojo y luces tenues en el corazón de la ciudad, era un refugio para los amantes de películas clásicas. Sus butacas gastadas y su aire cargado de nostalgia ocultaban un secreto: el cine estaba cambiando. Lo que una vez fue un templo de arte se transformaba lentamente en un escenario de proyecciones pornográficas, un lugar donde las sombras susurraban deseos prohibidos. Esa noche, la sala estaba casi vacía, proyectando una película noir llena de traiciones y pasiones veladas, pero los murmullos del público sugerían que la verdadera función estaba por comenzar.
**Víctor**, de 44 años, era el padrastro, un hombre de presencia magnética y cuerpo esculpido por años de disciplina. Su rostro, de mandíbula marcada y ojos castaños profundos, escondía una lucha interna: amaba a su esposa, pero su hijastro despertaba en él un deseo que lo atormentaba. Cada roce casual, cada mirada desprevenida, lo sumía en una culpa que solo alimentaba su obsesión. Víctor era un hombre de control, pero en su interior anhelaba rendirse a algo más grande, a una fuerza que lo liberara de sus cadenas.
**Elías**, apenas salido de la adolescencia, era el hijastro, un joven de belleza delicada, con piel clara que parecía absorber la luz y cabello castaño que caía en mechones rebeldes sobre sus ojos verdes. Estudiante de arte, su sensibilidad lo hacía vulnerable, pero también curioso. Admiraba a Víctor, lo veía como un modelo de masculinidad, pero sus sueños recientes, llenos de manos fuertes y miradas prohibidas, lo confundían. La culpa lo carcomía, pero no podía negar el calor que sentía bajo la mirada de su padrastro.
**Don Anselmo**, de 68 años, era el desconocido que se sentó junto a Elías en la sala. Delgado, con un rostro surcado de arrugas que parecían mapas de una vida de secretos, tenía una elegancia perversa. Sus ojos, de un gris acerado, recorrían a los presentes como un cazador, y su voz, grave y melódica, era un arma que desarmaba. Anselmo era el arquitecto de la transformación del Edén, usando sus “reuniones” para convertir el cine en un templo de lujuria, donde los espectadores eran tanto público como participantes. Su placer venía de corromper, de desenterrar deseos ocultos y convertirlos en espectáculos de sumisión.
La sala estaba en penumbra, la pantalla proyectando sombras que danzaban sobre los rostros de los pocos espectadores. Víctor y Elías, sentados juntos, compartían palomitas en un gesto de normalidad, pero sus dedos se rozaban con una electricidad que ninguno nombraba. Anselmo, al sentarse junto a Elías, rompió el silencio con un comentario sobre la película, su voz deslizándose como una caricia. “El deseo siempre encuentra un camino, ¿no crees, joven?” dijo, y sus ojos se encontraron con los de Víctor, como si supiera exactamente lo que escondían.
La película noir avanzaba, pero la pantalla comenzó a parpadear, y de pronto, imágenes explícitas irrumpieron: cuerpos entrelazados, gemidos amplificados por los altavoces. Los pocos espectadores no se sorprendieron; algunos sonrieron, otros se acomodaron en sus butacas, listos para el verdadero espectáculo. Anselmo, inclinado hacia Elías, hablaba en susurros, sus palabras apenas audibles sobre los sonidos de la pantalla. “Mira a tu padrastro,” dijo, su aliento cálido rozando la oreja de Elías. “¿No sientes sus ojos en ti? Un hombre como él, tan fuerte, tan… necesitado. ¿Nunca has imaginado cómo sería complacerlo?”
Elías se tensó, su rostro encendido en la penumbra, pero no se alejó. La mano de Anselmo, posada casualmente en el reposabrazos, rozó su muslo, un contacto ligero pero deliberado. “Sé lo que quieres,” continuó Anselmo, “lo que ambos quieren. Él te desea, Elías. Tu padrastro. ¿No sientes su hambre?” Las palabras eran veneno, y Elías, atrapado entre la vergüenza y una excitación creciente, sintió su cuerpo responder, una erección apretando contra sus jeans.
Víctor, a su lado, notó el cambio en Elías, su respiración acelerada, el leve temblor de sus manos. Intentó concentrarse en la pantalla, pero las imágenes pornográficas, combinadas con la voz baja y sugestiva de Anselmo, lo desarmaban. Cuando Anselmo se inclinó aún más, sus dedos rozando ahora el interior del muslo de Elías, Víctor no pudo contener un gruñido bajo. Anselmo lo miró, sonriendo. “Tranquilo, Víctor,” dijo, su voz un desafío. “Solo estoy ayudando a tu hijastro a… explorar.”
Anselmo guió la mano de Elías bajo su chaqueta, donde una cámara diminuta grababa cada movimiento, oculta en el forro. “Todo esto quedará guardado,” susurró, “a menos que me obedezcas.” Elías, paralizado por la amenaza, dejó que Anselmo deslizara su mano dentro de sus jeans, acariciándolo lentamente mientras susurraba: “Imagina que es él, tu padrastro, tocándote.” Elías gimió, un sonido ahogado que se mezcló con los gemidos de la pantalla, su clímax llegando en oleadas silenciosas que manchaban la mano de Anselmo. “Eres mío ahora,” dijo el viejo, lamiendo sus dedos con una sonrisa cruel. “Y si no sigues, tu madre verá esto.”
Víctor, que había presenciado la escena con una mezcla de furia y deseo, sintió la mirada de Anselmo como un látigo. Cuando la película terminó y los demás espectadores se fueron, Anselmo los invitó a quedarse, su tono no admitiendo negativas. “Venid al palco privado,” dijo, guiándolos a una sala pequeña detrás de la pantalla, decorada con cortinas negras, un sofá de cuero y una pantalla que proyectaba porno explícito: tríos, orgías, actos de dominación. La cámara, ahora visible, estaba montada en un trípode, su lente fija en ellos.
“Víctor,” dijo Anselmo, acercándose con una calma depredadora, “no finjas que no lo deseas. A él. Tu hijastro. Lo he visto en tus ojos, cómo lo miras cuando crees que nadie te ve.” Víctor intentó protestar, pero Anselmo lo silenció con una mano en su pecho, desabrochando su camisa con una lentitud deliberada. “Un hombre tan poderoso,” susurró, “pero tan débil ante su carne joven. ¿Cuántas noches has imaginado tomarlo, profanar lo que juraste proteger?”
Víctor, con el rostro contorsionado por la culpa, no pudo resistir. Anselmo lo obligó a arrodillarse, desnudándolo hasta revelar un cuerpo tenso y una erección que palpitaba con urgencia. “Míralo, Elías,” dijo Anselmo, invitando al joven a acercarse. “Tu padrastro, rendido ante ti. Pero primero, compláceme.” Anselmo se desabrochó los pantalones, revelando una erección sorprendentemente firme para su edad, y guió la cabeza de Elías hacia él. “Chupa,” ordenó, y Elías, temblando, obedeció, su lengua explorando con torpeza mientras Anselmo gemía, sus manos enredándose en su cabello. “Mira, Víctor,” dijo Anselmo, “tu hijastro, con su boca en mí, tan puro, tan sucio. ¿No quieres ser tú?”
Víctor, hipnotizado por la escena, gruñó, su mano deslizándose hacia su propia erección. Anselmo, saboreando su poder, invitó a Elías a lamer a Víctor mientras él seguía narrando: “El hijastro tocando al padrastro, cruzando la línea del pecado.” Elías, con los labios aún húmedos de Anselmo, lamió a Víctor, su lengua recorriendo su erección mientras Víctor se aferraba al sofá, su clímax estallando en la boca de Elías. Anselmo, excitado por la corrupción, se masturbó hasta eyacular sobre el rostro de Elías, marcándolo con su dominio. “Ahora ambos me pertenecen,” dijo, recordándoles la grabación que podía destruir sus vidas. “Si no obedecen, tu esposa, la madre de Elías, lo sabrá todo.”
Días después, Anselmo organizó una de sus “reuniones” en el cine, ahora plenamente transformado en un espacio de proyecciones pornográficas. La sala estaba decorada con telas negras y velas, la pantalla mostrando una orgía interminable, y las butacas ocupadas por un grupo selecto de espectadores: hombres y mujeres de rostros velados, todos iniciados en las noches secretas del Edén. Víctor y Elías, convocados bajo la amenaza de que Anselmo enviaría la grabación a **Sonia**, la madre de Elías, llegaron con el corazón en la garganta.
Anselmo, vestido con una chaqueta de terciopelo que acentuaba su aire de decadencia, los presentó como “el espectáculo de la noche.” Los desnudó frente a la audiencia, sus cuerpos brillando bajo la luz. “Mirad,” dijo, sus manos recorriendo el pecho de Víctor y las caderas de Elías, “un padrastro y su hijastro, unidos por un deseo prohibido. Él lo crió, lo vio crecer, y ahora lo desea. Y el joven, tan inocente, se entrega a su padrastro.” Los espectadores jadearon, sus ojos brillando con morbo, algunos tocándose mientras el aire se cargaba de excitación.
Anselmo los obligó a tocarse, sus manos temblando mientras se acariciaban bajo su dirección. “Muéstrenles,” ordenó, “muéstrenles cómo el padrastro y el hijastro se rinden al pecado.” Elías, con lágrimas de vergüenza, acarició los músculos de Víctor, mientras él, con la voz rota, rozaba los muslos de Elías, ambos conscientes de la audiencia devorándolos con la mirada. Anselmo, saboreando su poder, se tocó a sí mismo, su placer alimentado por la humillación pública y el morbo colectivo. “¿No es exquisito?” gritó a la multitud. “El padrastro, corrompiendo al hijo que juró proteger. El hijastro, suplicando por su toque.” Luego, invitó a una mujer de la audiencia a lamerlo mientras narraba, su erección en su boca mientras seguía dirigiendo la escena, su voz amplificando la perversión.
La humillación alcanzó su punto álgido cuando Anselmo los llevó al centro del escenario, atándolos juntos con cuerdas de seda. Elías, con las muñecas atadas a las de Víctor, sintió su erección contra su espalda mientras Anselmo los tocaba, sus dedos explorando sus sexos simultáneamente. “Mirad,” proclamó, “el padrastro penetrando los límites del taboo, el hijastro gimiendo por más.” La audiencia, excitada, comenzó a participar, algunos masturbándose, otros acercándose para rozar a los cautivos. Elías lloró, pero su cuerpo lo traicionó, alcanzando un clímax que lo dejó temblando. Víctor, incapaz de resistirse, se derramó sobre la piel de Elías, su grito resonando en la sala, amplificado por los gemidos de la multitud.
La noche final, Anselmo transformó el cine en un templo de lujuria permanente, un lugar donde sus reuniones eran ahora el alma del Edén. Las butacas estaban cubiertas de telas rojas, el suelo salpicado de pétalos negros, y la pantalla proyectaba una mezcla de las grabaciones de sus víctimas, incluida la de Víctor y Elías, entretejida con porno explícito. Los espectadores, ahora cómplices habituales, formaban un círculo alrededor de un altar improvisado donde Anselmo, desnudo salvo por un cinturón de cuero, reinaba como un maestro de ceremonias.
Víctor y Elías, llevados al altar, estaban al borde del colapso emocional, la amenaza de la grabación pesando como una guillotina. Anselmo los tocó, sus manos deslizándose por sus cuerpos mientras narraba sus deseos rotos: “Elías, el hijastro que anhela ser poseído por quien lo crió. Víctor, el padrastro que se rinde al placer prohibido de su carne joven.” Luego, alzando la voz, se dirigió a la audiencia: “¿No es hermoso? Él lo vio crecer, y ahora lo penetra. Elías, tan puro, se entrega a su padrastro. ¡Adorad su corrupción!” Los espectadores rugieron, sus manos explorando sus propios cuerpos, el morbo alimentando el frenesí.
Anselmo guió a Víctor y Elías, sus manos entrelazadas mientras tocaban su cuerpo, explorando su piel arrugada pero firme, sus fluidos mezclándose en un acto de adoración. Elías besó a Anselmo con una pasión desesperada, sus lenguas danzando mientras Víctor, guiado por Anselmo, penetraba a Elías desde atrás, sus movimientos lentos pero profundos. Anselmo, en el centro, narraba cada detalle: “Mirad cómo el padrastro lo llena, cómo el hijastro gime por él.” Luego, invitó a un hombre de la audiencia a arrodillarse ante él, recibiendo sexo oral mientras dirigía la escena, su placer amplificado por el control absoluto. Los espectadores, sumidos en un caos de cuerpos entrelazados, se unieron al ritual, sus gemidos un coro pagano. Anselmo alcanzó su clímax, su semen salpicando a Víctor y Elías como un bautismo, mientras la audiencia aplaudía, excitada por la perversión expuesta.
En el clímax final, Anselmo se alzó, su cuerpo temblando mientras los marcaba con un gesto: un brazalete de cuero que colocó en la muñeca de ambos. “Sois míos,” dijo, y ellos, exhaustos, se arrodillaron, sus rostros manchados de fluidos y lágrimas. Anselmo, con la grabación como su cetro y el morbo de la audiencia como su corona, consolidó su dominio, su placer amplificado por la corrupción que había orquestado en su nuevo templo de lujuria.
El cine, ahora un epicentro de reuniones pornográficas, nunca volvió a ser el mismo. Las sombras de la pantalla guardaban el eco de esa noche, un recordatorio de que Anselmo reinaba, con el poder de destruir a Víctor y Elías con un solo movimiento.
**Víctor**, de 44 años, era el padrastro, un hombre de presencia magnética y cuerpo esculpido por años de disciplina. Su rostro, de mandíbula marcada y ojos castaños profundos, escondía una lucha interna: amaba a su esposa, pero su hijastro despertaba en él un deseo que lo atormentaba. Cada roce casual, cada mirada desprevenida, lo sumía en una culpa que solo alimentaba su obsesión. Víctor era un hombre de control, pero en su interior anhelaba rendirse a algo más grande, a una fuerza que lo liberara de sus cadenas.
**Elías**, apenas salido de la adolescencia, era el hijastro, un joven de belleza delicada, con piel clara que parecía absorber la luz y cabello castaño que caía en mechones rebeldes sobre sus ojos verdes. Estudiante de arte, su sensibilidad lo hacía vulnerable, pero también curioso. Admiraba a Víctor, lo veía como un modelo de masculinidad, pero sus sueños recientes, llenos de manos fuertes y miradas prohibidas, lo confundían. La culpa lo carcomía, pero no podía negar el calor que sentía bajo la mirada de su padrastro.
**Don Anselmo**, de 68 años, era el desconocido que se sentó junto a Elías en la sala. Delgado, con un rostro surcado de arrugas que parecían mapas de una vida de secretos, tenía una elegancia perversa. Sus ojos, de un gris acerado, recorrían a los presentes como un cazador, y su voz, grave y melódica, era un arma que desarmaba. Anselmo era el arquitecto de la transformación del Edén, usando sus “reuniones” para convertir el cine en un templo de lujuria, donde los espectadores eran tanto público como participantes. Su placer venía de corromper, de desenterrar deseos ocultos y convertirlos en espectáculos de sumisión.
La sala estaba en penumbra, la pantalla proyectando sombras que danzaban sobre los rostros de los pocos espectadores. Víctor y Elías, sentados juntos, compartían palomitas en un gesto de normalidad, pero sus dedos se rozaban con una electricidad que ninguno nombraba. Anselmo, al sentarse junto a Elías, rompió el silencio con un comentario sobre la película, su voz deslizándose como una caricia. “El deseo siempre encuentra un camino, ¿no crees, joven?” dijo, y sus ojos se encontraron con los de Víctor, como si supiera exactamente lo que escondían.
La película noir avanzaba, pero la pantalla comenzó a parpadear, y de pronto, imágenes explícitas irrumpieron: cuerpos entrelazados, gemidos amplificados por los altavoces. Los pocos espectadores no se sorprendieron; algunos sonrieron, otros se acomodaron en sus butacas, listos para el verdadero espectáculo. Anselmo, inclinado hacia Elías, hablaba en susurros, sus palabras apenas audibles sobre los sonidos de la pantalla. “Mira a tu padrastro,” dijo, su aliento cálido rozando la oreja de Elías. “¿No sientes sus ojos en ti? Un hombre como él, tan fuerte, tan… necesitado. ¿Nunca has imaginado cómo sería complacerlo?”
Elías se tensó, su rostro encendido en la penumbra, pero no se alejó. La mano de Anselmo, posada casualmente en el reposabrazos, rozó su muslo, un contacto ligero pero deliberado. “Sé lo que quieres,” continuó Anselmo, “lo que ambos quieren. Él te desea, Elías. Tu padrastro. ¿No sientes su hambre?” Las palabras eran veneno, y Elías, atrapado entre la vergüenza y una excitación creciente, sintió su cuerpo responder, una erección apretando contra sus jeans.
Víctor, a su lado, notó el cambio en Elías, su respiración acelerada, el leve temblor de sus manos. Intentó concentrarse en la pantalla, pero las imágenes pornográficas, combinadas con la voz baja y sugestiva de Anselmo, lo desarmaban. Cuando Anselmo se inclinó aún más, sus dedos rozando ahora el interior del muslo de Elías, Víctor no pudo contener un gruñido bajo. Anselmo lo miró, sonriendo. “Tranquilo, Víctor,” dijo, su voz un desafío. “Solo estoy ayudando a tu hijastro a… explorar.”
Anselmo guió la mano de Elías bajo su chaqueta, donde una cámara diminuta grababa cada movimiento, oculta en el forro. “Todo esto quedará guardado,” susurró, “a menos que me obedezcas.” Elías, paralizado por la amenaza, dejó que Anselmo deslizara su mano dentro de sus jeans, acariciándolo lentamente mientras susurraba: “Imagina que es él, tu padrastro, tocándote.” Elías gimió, un sonido ahogado que se mezcló con los gemidos de la pantalla, su clímax llegando en oleadas silenciosas que manchaban la mano de Anselmo. “Eres mío ahora,” dijo el viejo, lamiendo sus dedos con una sonrisa cruel. “Y si no sigues, tu madre verá esto.”
Víctor, que había presenciado la escena con una mezcla de furia y deseo, sintió la mirada de Anselmo como un látigo. Cuando la película terminó y los demás espectadores se fueron, Anselmo los invitó a quedarse, su tono no admitiendo negativas. “Venid al palco privado,” dijo, guiándolos a una sala pequeña detrás de la pantalla, decorada con cortinas negras, un sofá de cuero y una pantalla que proyectaba porno explícito: tríos, orgías, actos de dominación. La cámara, ahora visible, estaba montada en un trípode, su lente fija en ellos.
“Víctor,” dijo Anselmo, acercándose con una calma depredadora, “no finjas que no lo deseas. A él. Tu hijastro. Lo he visto en tus ojos, cómo lo miras cuando crees que nadie te ve.” Víctor intentó protestar, pero Anselmo lo silenció con una mano en su pecho, desabrochando su camisa con una lentitud deliberada. “Un hombre tan poderoso,” susurró, “pero tan débil ante su carne joven. ¿Cuántas noches has imaginado tomarlo, profanar lo que juraste proteger?”
Víctor, con el rostro contorsionado por la culpa, no pudo resistir. Anselmo lo obligó a arrodillarse, desnudándolo hasta revelar un cuerpo tenso y una erección que palpitaba con urgencia. “Míralo, Elías,” dijo Anselmo, invitando al joven a acercarse. “Tu padrastro, rendido ante ti. Pero primero, compláceme.” Anselmo se desabrochó los pantalones, revelando una erección sorprendentemente firme para su edad, y guió la cabeza de Elías hacia él. “Chupa,” ordenó, y Elías, temblando, obedeció, su lengua explorando con torpeza mientras Anselmo gemía, sus manos enredándose en su cabello. “Mira, Víctor,” dijo Anselmo, “tu hijastro, con su boca en mí, tan puro, tan sucio. ¿No quieres ser tú?”
Víctor, hipnotizado por la escena, gruñó, su mano deslizándose hacia su propia erección. Anselmo, saboreando su poder, invitó a Elías a lamer a Víctor mientras él seguía narrando: “El hijastro tocando al padrastro, cruzando la línea del pecado.” Elías, con los labios aún húmedos de Anselmo, lamió a Víctor, su lengua recorriendo su erección mientras Víctor se aferraba al sofá, su clímax estallando en la boca de Elías. Anselmo, excitado por la corrupción, se masturbó hasta eyacular sobre el rostro de Elías, marcándolo con su dominio. “Ahora ambos me pertenecen,” dijo, recordándoles la grabación que podía destruir sus vidas. “Si no obedecen, tu esposa, la madre de Elías, lo sabrá todo.”
Días después, Anselmo organizó una de sus “reuniones” en el cine, ahora plenamente transformado en un espacio de proyecciones pornográficas. La sala estaba decorada con telas negras y velas, la pantalla mostrando una orgía interminable, y las butacas ocupadas por un grupo selecto de espectadores: hombres y mujeres de rostros velados, todos iniciados en las noches secretas del Edén. Víctor y Elías, convocados bajo la amenaza de que Anselmo enviaría la grabación a **Sonia**, la madre de Elías, llegaron con el corazón en la garganta.
Anselmo, vestido con una chaqueta de terciopelo que acentuaba su aire de decadencia, los presentó como “el espectáculo de la noche.” Los desnudó frente a la audiencia, sus cuerpos brillando bajo la luz. “Mirad,” dijo, sus manos recorriendo el pecho de Víctor y las caderas de Elías, “un padrastro y su hijastro, unidos por un deseo prohibido. Él lo crió, lo vio crecer, y ahora lo desea. Y el joven, tan inocente, se entrega a su padrastro.” Los espectadores jadearon, sus ojos brillando con morbo, algunos tocándose mientras el aire se cargaba de excitación.
Anselmo los obligó a tocarse, sus manos temblando mientras se acariciaban bajo su dirección. “Muéstrenles,” ordenó, “muéstrenles cómo el padrastro y el hijastro se rinden al pecado.” Elías, con lágrimas de vergüenza, acarició los músculos de Víctor, mientras él, con la voz rota, rozaba los muslos de Elías, ambos conscientes de la audiencia devorándolos con la mirada. Anselmo, saboreando su poder, se tocó a sí mismo, su placer alimentado por la humillación pública y el morbo colectivo. “¿No es exquisito?” gritó a la multitud. “El padrastro, corrompiendo al hijo que juró proteger. El hijastro, suplicando por su toque.” Luego, invitó a una mujer de la audiencia a lamerlo mientras narraba, su erección en su boca mientras seguía dirigiendo la escena, su voz amplificando la perversión.
La humillación alcanzó su punto álgido cuando Anselmo los llevó al centro del escenario, atándolos juntos con cuerdas de seda. Elías, con las muñecas atadas a las de Víctor, sintió su erección contra su espalda mientras Anselmo los tocaba, sus dedos explorando sus sexos simultáneamente. “Mirad,” proclamó, “el padrastro penetrando los límites del taboo, el hijastro gimiendo por más.” La audiencia, excitada, comenzó a participar, algunos masturbándose, otros acercándose para rozar a los cautivos. Elías lloró, pero su cuerpo lo traicionó, alcanzando un clímax que lo dejó temblando. Víctor, incapaz de resistirse, se derramó sobre la piel de Elías, su grito resonando en la sala, amplificado por los gemidos de la multitud.
La noche final, Anselmo transformó el cine en un templo de lujuria permanente, un lugar donde sus reuniones eran ahora el alma del Edén. Las butacas estaban cubiertas de telas rojas, el suelo salpicado de pétalos negros, y la pantalla proyectaba una mezcla de las grabaciones de sus víctimas, incluida la de Víctor y Elías, entretejida con porno explícito. Los espectadores, ahora cómplices habituales, formaban un círculo alrededor de un altar improvisado donde Anselmo, desnudo salvo por un cinturón de cuero, reinaba como un maestro de ceremonias.
Víctor y Elías, llevados al altar, estaban al borde del colapso emocional, la amenaza de la grabación pesando como una guillotina. Anselmo los tocó, sus manos deslizándose por sus cuerpos mientras narraba sus deseos rotos: “Elías, el hijastro que anhela ser poseído por quien lo crió. Víctor, el padrastro que se rinde al placer prohibido de su carne joven.” Luego, alzando la voz, se dirigió a la audiencia: “¿No es hermoso? Él lo vio crecer, y ahora lo penetra. Elías, tan puro, se entrega a su padrastro. ¡Adorad su corrupción!” Los espectadores rugieron, sus manos explorando sus propios cuerpos, el morbo alimentando el frenesí.
Anselmo guió a Víctor y Elías, sus manos entrelazadas mientras tocaban su cuerpo, explorando su piel arrugada pero firme, sus fluidos mezclándose en un acto de adoración. Elías besó a Anselmo con una pasión desesperada, sus lenguas danzando mientras Víctor, guiado por Anselmo, penetraba a Elías desde atrás, sus movimientos lentos pero profundos. Anselmo, en el centro, narraba cada detalle: “Mirad cómo el padrastro lo llena, cómo el hijastro gime por él.” Luego, invitó a un hombre de la audiencia a arrodillarse ante él, recibiendo sexo oral mientras dirigía la escena, su placer amplificado por el control absoluto. Los espectadores, sumidos en un caos de cuerpos entrelazados, se unieron al ritual, sus gemidos un coro pagano. Anselmo alcanzó su clímax, su semen salpicando a Víctor y Elías como un bautismo, mientras la audiencia aplaudía, excitada por la perversión expuesta.
En el clímax final, Anselmo se alzó, su cuerpo temblando mientras los marcaba con un gesto: un brazalete de cuero que colocó en la muñeca de ambos. “Sois míos,” dijo, y ellos, exhaustos, se arrodillaron, sus rostros manchados de fluidos y lágrimas. Anselmo, con la grabación como su cetro y el morbo de la audiencia como su corona, consolidó su dominio, su placer amplificado por la corrupción que había orquestado en su nuevo templo de lujuria.
El cine, ahora un epicentro de reuniones pornográficas, nunca volvió a ser el mismo. Las sombras de la pantalla guardaban el eco de esa noche, un recordatorio de que Anselmo reinaba, con el poder de destruir a Víctor y Elías con un solo movimiento.