El Banquete de las Ceniza

Luisignacio13

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12 Abr 2025
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Córdoba Argentina
La mansión de los Velasco, enclavada en las colinas de un bosque donde la niebla se enredaba como un amante celoso, era un monumento al lujo decadente. Sus salones de mármol y candelabros de cristal albergaban los banquetes más exclusivos de la región, donde la élite se reunía para saborear vinos añejos y presumir de su poder. Pero esa noche, el aire estaba cargado de una electricidad distinta, como si la mansión misma respirara deseos prohibidos.

Valeria, de 34 años, era la anfitriona, una viuda de belleza gélida con ojos grises que cortaban como navajas. Su vestido de seda negra se adhería a su cuerpo como una segunda piel, revelando la curva de sus caderas y el peso de sus pechos. En su interior, un vacío la consumía: la muerte de su esposo la había dejado con una fortuna, pero también con un hambre que ningún amante ocasional podía saciar. Anhelaba ser poseída, no por amor, sino por una fuerza que la quebrara.

Rodrigo, de 42 años, era un empresario de rostro curtido y manos que parecían talladas para el poder. Su traje impecable ocultaba un cuerpo de músculos tensos, pero también una obsesión: quería a Valeria, no como hombre, sino como conquistador, deseoso de doblegar su voluntad. Sin embargo, en sus fantasías, también se veía a sí mismo rendido, humillado por una presencia más fuerte.

Sofía, de 19 años, era una pianista invitada, con una melena negra que caía como un río de tinta y una piel olivácea que brillaba bajo la luz. Su talento la hacía deseada, pero su corazón albergaba una envidia venenosa: quería el poder de Valeria, la atención de Rodrigo, la adoración de todos. Sus dedos, tan hábiles en el piano, temblaban al imaginar cómo sería tocar cuerpos en lugar de teclas.

Dante, de 54 años, era un desconocido, un invitado misterioso que había llegado con una carta de recomendación sellada en cera negra. Alto, con una belleza cruel y una voz que parecía deslizarse bajo la piel, atraía miradas y susurros. Nadie sabía quién era, pero su presencia era magnética, como un depredador en un rebaño de presas. Sus ojos recorrían a los presentes, desnudándolos sin tocarlos.

El banquete comenzó con risas y brindis, pero las miradas de Dante sembraban inquietud. Sus palabras, llenas de dobles sentidos, hablaban de placeres oscuros, de rendirse a los instintos. Los invitados, al principio escandalizados, comenzaron a sentirse atraídos, sus cuerpos respondiendo a algo que no podían nombrar.




Tras el primer plato, Dante propuso un juego: “Confesemos un deseo que nunca hemos dicho en voz alta.” Los invitados rieron, nerviosos, pero la intensidad de su mirada los obligó a obedecer. Sofía, con una copa de vino en la mano, fue la primera. “Quiero ser adorada,” dijo, su voz temblando. “Quiero que me miren mientras me entrego, que me deseen hasta el dolor.”

Dante se acercó a ella, sus dedos rozando su cuello mientras susurraba: “Entonces, déjame mostrártelo.” La llevó al centro del salón, donde un diván de terciopelo rojo aguardaba. Los invitados, hipnotizados, formaron un círculo. Dante desabrochó el vestido de Sofía con una lentitud deliberada, dejando que la tela cayera como una cascada. Su cuerpo, expuesto, era una escultura de curvas y sombras, sus pezones endurecidos por la anticipación.

Él la inclinó sobre el diván, sus manos explorando su piel mientras narraba cada movimiento: “Mira cómo se arquea, cómo su sexo se humedece bajo mis dedos.” Sofía gimió, sus manos aferrándose al terciopelo mientras Dante la tocaba, sus dedos deslizándose dentro de ella con una precisión cruel. Pero entonces, invitó a un joven invitado, **Marcos**, a unirse. Marcos, de rostro angelical pero ojos hambrientos, se arrodilló frente a Sofía, su lengua explorando su clítoris mientras Dante la penetraba desde atrás. Los gemidos de Sofía llenaron el salón, y los invitados, incapaces de resistirse, comenzaron a tocarse, sus manos deslizándose bajo la ropa.

Sofía alcanzó el clímax con un grito, su cuerpo temblando mientras los fluidos de su placer manchaban el diván. Dante, sin embargo, no terminó. Se retiró, dejando a Sofía expuesta y jadeante, y susurró: “Ahora todos saben quién eres.”


Rodrigo, cuya erección era visible bajo su pantalón, fue el siguiente en ser convocado. Dante lo llevó a una sala privada, donde Valeria y un grupo de invitados esperaban. “Tú quieres dominar,” dijo Dante, “pero primero debes aprender a someterte.” Antes de que Rodrigo pudiera protestar, lo desnudaron, sus músculos brillando bajo la luz de las velas. Lo ataron a una silla, sus muñecas y tobillos sujetos con cuerdas de seda negra.

Valeria, guiada por Dante, se acercó. Sus manos recorrieron el pecho de Rodrigo, sus uñas arañando su piel mientras él gruñía de frustración y deseo. “Míralo,” dijo Dante a los presentes. “Un hombre que se cree rey, pero que se derrite bajo una caricia.” Valeria se arrodilló, su boca envolviendo la erección de Rodrigo con una lentitud tortuosa. Él intentó resistirse, pero su cuerpo lo traicionó, sus caderas moviéndose contra su voluntad.

Dante, mientras tanto, invitó a un hombre mayor, **Esteban**, a unirse. Esteban, de rostro severo pero ojos encendidos, tomó a Rodrigo por detrás, lubricando su entrada con aceite perfumado antes de penetrarlo lentamente. Rodrigo rugió, una mezcla de dolor, placer y humillación, mientras Valeria seguía lamiéndolo, sus labios manchados con su precum. Los invitados observaban, algunos masturbándose, otros susurrando palabras de burla. Cuando Rodrigo eyaculó, su semen salpicó el rostro de Valeria, y ella, en un gesto de desafío, lo lamió lentamente, sus ojos fijos en él.

Dante acarició el rostro de Rodrigo, ahora roto y vulnerable. “Ahora sabes lo que es ser mío,” dijo.


Valeria, que había observado todo con una mezcla de fascinación y miedo, fue llevada por Dante a un balcón que daba al salón principal. Los invitados, ya sumidos en un caos de cuerpos entrelazados, alzaron la vista hacia ella. Dante la desnudó, su vestido cayendo como una sombra rota. Su cuerpo, pálido y esculpido, era un lienzo de deseo, sus pechos pesados y su sexo depilado brillando con una humedad traicionera.

“Eres la reina de esta casa,” dijo Dante, “pero esta noche serás nuestra.” La inclinó contra la barandilla, su cuerpo expuesto a la multitud. Sus manos recorrieron sus muslos, abriéndola mientras su lengua exploraba su ano, lamiendo con una precisión que la hizo jadear. Los invitados aplaudieron, algunos acercándose para tocarse mientras la veían. Luego, Dante la penetró vaginalmente, sus movimientos lentos pero profundos, mientras narraba su rendición: “Mira cómo se entrega, cómo su cuerpo suplica más.”

Sofía, todavía temblando por su propia escena, se unió a ellos, besando a Valeria con una pasión desesperada mientras sus manos acariciaban sus pechos. Valeria, atrapada entre la lengua de Sofía y la erección de Dante, se deshizo en un orgasmo que la dejó temblando, sus fluidos corriendo por sus muslos. La multitud rugió, y Dante, sonriendo, la marcó con un beso en el cuello. “Esto es solo el comienzo,” dijo.


El salón principal se había transformado en un templo de lujuria. Las mesas estaban cubiertas de telas negras, los candelabros goteaban cera sobre cuerpos desnudos, y el aire olía a sudor, perfume y sexo. Dante, ahora vestido solo con una capa de cuero negro, se alzó en el centro, su cuerpo como una estatua de obsidiana. Los invitados, desnudos y brillantes, formaban un círculo a su alrededor, sus gemidos un coro pagano.

Valeria, Rodrigo y Sofía fueron llevados al centro, sus cuerpos temblando de anticipación. Dante los tocó uno por uno, sus manos deslizándose por sus pechos, sus nalgas, sus genitales, mientras narraba sus deseos rotos: “Valeria, que anhela ser quebrada. Rodrigo, que se rinde al placer de la sumisión. Sofía, que vive para ser vista.”

Los tres se miraron, sus ojos brillando con una mezcla de deseo y rendición. Dante los guió, sus manos entrelazadas mientras tocaban su cuerpo, explorando su erección, sus fluidos mezclándose en un acto de adoración. Valeria besó a Sofía con una intensidad febril, sus lenguas entrelazadas mientras Rodrigo las acariciaba, sus manos recorriendo sus sexos empapados.

El resto de los invitados se unió al frenesí, cuerpos entrelazados en un mosaico de gemidos y movimientos. Dante tomó a Valeria, penetrándola analmente mientras Sofía lamía su clítoris y Rodrigo, guiado por Dante, lo masturbaba con una mano temblorosa. Los orgasmos llegaron en oleadas, fluidos derramándose sobre el suelo, salpicando a los presentes como un sacrificio.

En el clímax final, Dante se alzó, su cuerpo temblando mientras eyaculaba sobre los tres protagonistas, marcándolos con su dominio. Ellos, exhaustos, se arrodillaron ante él, sus rostros manchados de fluidos y lágrimas. “Sois míos,” dijo, y los invitados, en un coro de gemidos, sellaron su sumisión con un aplauso ensordecedor.



La mansión quedó en silencio al amanecer, pero las cenizas de esa noche ardían en los corazones de los presentes, un recordatorio de que el banquete nunca terminaría.
 

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