joselitoelgallo
Miembro muy activo
- Desde
- 17 Jul 2023
- Mensajes
- 106
- Reputación
- 964
Este es un relato de un colega que escribió en otro foro hace muchísimos años, y que traigo a este, espero que os guste.
Capítulo 1: Iniciación:
Aún no comprendo cómo pasó. No entiendo cómo he podido acabar así. Nunca hubiera imaginado que guardase todo eso dentro de mí, ni sabía la clase de persona que podía llegar a ser.
Cuando escuchaba historias de ese tipo, pensaba que la gente que las contaba o bien mentía, o eran unos enfermos. Nunca soñé que nadie sería capaz de despertar esos sentimientos en mí, simplemente porque no creía que pudiese tenerlos.
Él ha despertado mi mitad más oscura, ha hecho aflorar desde lo más profundo de mi alma una mujer completamente distinta a la que creía ser.
Y me ha hecho hacer cosas que ni en mis más salvajes fantasías soñé con hacer…
Todo empezó hace un mes, con el curso ya a medias. Era el mes de Enero y acabábamos de reanudar las clases después de las vacaciones navideñas, con todo el mundo, profesores y alumnos, inmersos en esos tristes días que llaman de depresión post vacacional, una vez pasada la novedad de reencontrarte con los compañeros y comentar cómo hemos pasado las fiestas.
Para no presionar mucho a mis adormilados alumnos, habíamos dedicado la primera semana de clases a repasar los contenidos del trimestre anterior, con vistas a que los suspensos prepararan los exámenes de recuperación que pronto iba a convocar.
Llevo sólo un par de años dedicada a la enseñanza, pero en ese tiempo ya me he ganado reputación de ser bastante “hueso”. La verdad, no sé por qué, pues mis niveles de suspensos son muy similares a los de mis compañeros de claustro. Y es que una cosa es bien sabida, si un alumno es buen estudiante, las aprueba todas y si no lo es, aprueba aquellas que le da la gana (o en las que el profesor pasa la mano).
Lo único que se me ocurre que justifique mi fama de dura es que obligo a mis alumnos a llamarme “Señorita Sánchez” o profesora, pues dada mi propia juventud, no quiero que se tomen demasiadas confianzas llamándome por el nombre pila.
Yo procuro no regalar los aprobados e intento que mis alumnos trabajen y, en general, creo que lo consigo bastante bien. El año pasado, todos los alumnos que aprobé pasaron el examen de selectividad sin problemas, por lo que estoy bastante orgullosa del nivel de mis clases. No regalo nada, pero el que trabaja conmigo aprueba sin problemas.
Pero este curso tenía conmigo a la excepción… Jesús Novoa.
No entendía qué le pasaba a este chico. Obtenía magníficos resultados en todas las asignaturas del curso, lo mismo que en años anteriores. Y así fue con mi asignatura los primeros meses, pero en los últimos exámenes se había producido una debacle en sus resultados, lo que le había llevado a suspender el primer trimestre.
Extrañados, mis compañeros de claustro me habían interrogado sobre las malas notas de Jesús, con expresiones de desconcierto en el rostro. ¡Joder! A ver si se creían que yo le tenía manía al muchacho. No sé por qué, pero llegué incluso a mostrarles los exámenes, para que comprobaran que el chico de veras había suspendido. Me molestó mucho hacerlo, pues parecía que estaba justificándome ante los demás. Vale que yo era la profesora más joven (e inexperta) del claustro, pero estaba segura de estar haciendo un buen trabajo.
Fue precisamente esa molestia la que provocó que comenzase a prestarle especial atención a Novoa. Me di cuenta de que el chico se pasaba las clases mirándome con disimulo, escribiendo continuamente en su cuaderno, aunque tenía la sensación de que no estaba tomando apuntes precisamente.
Cuando Jesús se daba cuenta de que yo le miraba, apartaba los ojos con rapidez, clavando la vista en su pupitre y volviendo a su cuaderno. Eso sí, nunca noté que se ruborizara.
Tanta miradita y tanto secretito me dio las primeras pistas de lo que pasaba en realidad. No era la primera vez que me pasaba eso con un alumno, por lo que me sentí bastante segura de poder manejar la situación. Y además, para ser completamente sincera, he de reconocer que, en lo más hondo, me sentí un poco halagada con el comportamiento del chico.
Era obvio que Jesús se sentía atraído por mí y eso inflamó un poco mi ego. Está mal que yo lo diga, pero a mis 26 años soy una mujer bastante atractiva; cuando me arreglo bien, soy capaz de hacer que cualquier hombre vuelva la vista para mirar cómo me alejo. Pero últimamente mi vanidad andaba un poco de capa caída, pues las cosas no iban del todo bien con mi novio; por eso, al notar que un chico me encontraba atractiva, me sentí secretamente halagada.
De todas formas, no vayan a pensar que hice algo para acrecentar su interés, no cambié un ápice mi forma de comportarme ni con él ni con sus compañeros. Pero claro, había que encontrar solución al problema, pues no podía permitir que un buen estudiante echara por tierra su futuro suspendiendo una asignatura que sería fácil para él si no se hubiese encoñado con la profesora.
Decidí coger el toro por los cuernos, por lo que pensé en obligarle a que me enseñara lo que escribía en clase, pero no me atreví, pues si resultaba ser lo que me imaginaba, no ganaría nada poniéndole en evidencia ante sus compañeros y haciéndole pasar vergüenza.
Sabía que lo mejor era tener una charla con él, pero no acababa de decidirme, pues sabía, por experiencias previas, que esas situaciones solían ser bastante embarazosas y no me apetecía comerme un marrón de ese calibre nada más volver de las vacaciones.
Pero algo había que hacer.
No sé cómo sucedió, pero, poco a poco, el problema de Jesús fue llenando mi mente. Día tras día él seguía observándome subrepticiamente en clase y yo continuaba retrasando el momento en que debía enfrentarle y poner fin a aquello, pero no me decidía a hacerlo.
Comencé a pensar en él incluso en mi casa, mientras hacía la comida o limpiaba el polvo. Pero lo que creo que agravó la situación fue la ausencia de Mario, mi novio.
Mario es piloto, por lo que pasa bastante tiempo fuera de la ciudad, volando a lejanos países. Al principio de nuestra relación me parecía una profesión maravillosa, llena de romanticismo y aventura, y con la posibilidad de volar gratis a exóticos destinos durante las vacaciones.
Pero, a medida que nos estabilizamos como pareja, fui descubriendo el lado malo de tener a tu novio siempre por ahí de viaje. ¿Estará bien? ¿Vendrá otra vez enfermo por haber comido en Nueva Delhi? ¿Me será fiel? ¿Se estará follando a esa azafata con la que siempre anda?
Y lo más jodido… Si se pasa dos semanas sin aterrizar en la ciudad… ¿Quién me folla a mí?
Pues sí, señores, pienso que, en todo lo que sucedió después, una buena parte de culpa la tuvo la frustración y la insatisfacción sexual que sentía. De hecho, en ese momento llevaba cerca de un mes sin ver a Mario, con el único consuelo de MC.
MC (que significa Made in China, como pone en la base) es un consolador de unos 25 centímetros, negro bragao, de unos 200 gramos de peso, que me meto en el coño con una frecuencia directamente proporcional a la duración de los viajes de mi novio el piloto.
Y precisamente estaba en plena faena con MC cuando me di cuenta de que el rostro que ocupaba mi mente mientras me lo clavaba no era el de Mario… sino el de Jesús.
Pero, ¿qué cojones me pasaba? (que llevaba un mes sin echar un kiki) ¿Estaba loca? (no, sólo cachonda) ¡Era un alumno! (sí, uno bastante guapo, por cierto) ¡Menor de edad! (ya tenía 17, casi 18) ¡Y yo tenía novio! (sí, uno a 10000 kilómetros de distancia)…
Además, ni siquiera estaba segura de que Jesús estuviese realmente encaprichado de mí. A lo mejor era otra cosa y yo me había estado montando la película.
Enfurecida conmigo misma (pero extrañamente caliente), rebusqué en la mesilla hasta encontrar mi otro amiguito. Un consolador más pequeño que MC, pero con un motorcito que lo hacía vibrar, que me ponía el clítoris a mil por hora. En más de una ocasión Mario había usado este juguete cuando practicábamos sexo. Sin embargo, siempre se había negado a usar a MC, creo que un poco acomplejado por la magnitud del instrumento (no me extraña).
Todavía muy caliente, me hundí bien a MC en el coño (no entero, no seáis bestias), lo suficiente para sentirme llena por completo. Encendí entonces el vibrador y me dediqué e frotarme el clítoris con el marchoso aparatejo, mientras MC continuaba su labor de horadar mis entrañas.
Mis ojos estaban clavados en la foto que había en mi mesilla, en la que aparecía Mario, elegantemente vestido con su uniforme de piloto mientras miraba a la cámara con expresión de latin lover.
Continué masturbándome lentamente pero con intensidad, hundiendo poco a poco el consolador en mi interior mientras las vibraciones me atravesaban el clítoris, subían por mi columna y enviaban enloquecedoras señales de placer a mis sentidos. Por fin, mi mente se centró en el hombre apropiado y pude así alcanzar un buen orgasmo con la imagen de mi querido Mario bailando en mis retinas…. Mario… Mario… Vuelve pronto…. Jesús Novoa…
¡Mierda! De la mañana siguiente no pasaba. Tenía que solucionar el problema de mi alumno de una vez por todas. Y rezar para que Mario volviera pronto y me diera un buen repaso…
A la mañana siguiente me costó levantarme, pues no había pasado buena noche. Hice la cama y preparé la ropa para el día, un suéter de lana y una falda gris, algo no demasiado sexy debido a la fastidiosa tarea que tenía que afrontar.
Me desnudé y fui a ducharme, dándome cuenta entonces de que seguía un poco cachonda. Mis senos estaban duros como rocas mientras el agua caliente resbalaba sobre ellos y se deslizaba por mi plano vientre, hasta perderse entre mis muslos. Un poco atontada, cogí la ducha de teléfono y enchufé el chorro directamente sobre mi coño, provocando que me pusiese más caliente todavía.
Pensé en salir de la ducha y buscar a MC para que me aliviara un poco, pero andaba muy justa de tiempo (no me gusta madrugar) y tenía clase con los de segundo a primera hora, por lo que no podía retrasarme.
Un poco frustrada, salí de la ducha y me sequé, regresando al cuarto a vestirme. Me puse la ropa interior, funcional, cómoda, ninguna de las exquisiteces que reservaba para Mario y me enfundé unos panties, muy apropiados para el frío de la época. Acabé de vestirme y me di cuenta de que era muy tarde, por lo que no tuve tiempo de desayunar siquiera, así que salí disparada al garaje donde cogí el coche.
Mientras conducía, me sentía nerviosa, inquieta, no sé si por la perspectiva de la inevitable charla con Jesús o porque aún andaba medio cachonda.
Posteriormente, y a tenor de lo que pasó después, he pensado que fue un error no hacerme una paja en la ducha y haber aliviado así un poco mi calentura. Quizá, si lo hubiera hecho, las cosas no habrían salido como finalmente salieron. Pero, pensándolo fríamente, dudo que una simple paja hubiera cambiado mucho el resultado final.
Llegué por los pelos a clase, sin poder pasar por la sala de profesores, aunque no había problema pues llevaba todos los papeles en mi maletín.
La mañana era jodida, pues tenía clase todas las horas, sin huecos de descanso, excepto el recreo. Durante esa media hora, aproveché para comprar uno de esos sándwiches de cartón de las máquinas expendedoras con el que matar un poco el hambre hasta la hora de salir y recobrar además algo de energía de cara al mal rato que iba a pasar con Jesús.
Por fin, llegó la hora de ir al aula de Novoa, donde, para más inri, me tocaba una clase doble de dos horas. Cuando comencé con la materia, pude sentir la mirada del chico fija en mí con más intensidad que otros días. Aturdida, me concentré en las explicaciones, tratando de expulsar de mi mente la imagen mí misma masturbándome soñando con la cara del chico. Y peor era cuando miraba directamente al muchacho, pues siempre le descubría con los ojos clavados en mí, para, a continuación, inclinarse sobre su cuaderno a escribir.
Tenía que acabar con aquello de una vez, no estaba concentrada en la clase y desde luego no iba a permitir que una tontería semejante influyera en mi trabajo.
Escribí unos ejercicios en la pizarra y les di diez minutos para resolverlos, que yo aproveché para despejar mi cerebro paseando entre las mesas y ayudando a los alumnos que me lo pedían.
Inconscientemente (o quizás no tanto) me mantuve alejada de Jesús, vagando por la otra punta de la clase. Cuando pasaron los diez minutos, pedí un voluntario para salir a la pizarra y ante la avalancha habitual de candidatos, tuve que coger la lista para escoger uno.
Entonces se me ocurrió darle una última oportunidad a Jesús. Si salía y lo resolvía correctamente, el asunto no era tan grave como creía y podría darle unos días más de margen, hasta que llegase el examen de recuperación y entonces ya se vería.
Como ven, una forma de evitar enfrentar el problema como cualquier otra.
- A ver, Novoa – dije soltando la lista de alumnos sobre mi mesa – Sal a hacer el problema.
Sin embargo, mi gozo en un pozo. Jesús salió a la pizarra y se quedó allí medio alelado, sin saber cómo meterle mano al asunto. Esbozó unos números al pié de las ecuaciones pero no supo continuar, mientras me echaba disimuladas miraditas por el rabillo del ojo.
Tras un par de minutos sin hacer adelantar nada, le di permiso al chico para que volviese a su asiento. Me extrañó un poco que no se mostrase más avergonzado por no haber sabido resolver el problema, él que era un estudiante de matrícula, lo que para mí fue la primera señal de que algo no iba bien.
Resignada, solté un suspiro y pronuncié las palabras que me había estado resistiendo a decir:
- Jesús, al final de la clase quédate un momento. Quiero hablar contigo.
Un murmullo se levantó entre los alumnos, señal inequívoca de que un compañero se ha metido en un lío. El resto de chicos se reían por lo bajo, contentos, al parecer, de ver al empollón de la clase metido en dificultades.
Jesús, cabizbajo, se dirigió a su asiento y justo entonces me pareció ver una leve sonrisilla en sus labios. Segunda señal de que algo estaba jodido.
Una vez afrontada la situación y dado el primer paso para solucionarla, mi espíritu pareció librarse de un gran peso, con lo que pude impartir el resto de la clase con relativa normalidad.
Por fin, a las 14:30 sonó el timbre y los alumnos se apresuraron a recoger sus cosas, para salir disparados como todos los días.
- Hey, hey, hey – grité para hacerme oír por encima de la barahúnda – No os olvidéis de que el miércoles de la semana que viene es el examen de recuperación. Ya sabéis los que tenéis que presentaros, pero si alguno de los aprobados quiere subir nota, tiene hasta este viernes para avisarme.
La verdad es que no sé si me escucharon, pues todos se largaban a toda prisa sin hacerme ni puto caso.
Todos menos Jesús.
Cuando el último alumno hubo salido hice de tripas corazón y me volví para enfrentarme con Jesús. Yo tenía una idea bastante clara de por dónde iba a ir la conversación e, ilusa de mí, pensaba que lo tenía todo controlado.
Recogí todas mis cosas y las guardé en el maletín, mirando por el rabillo del ojo a Jesús, que también había recogido y aguardaba sentado en su pupitre.
Decidida a no echarme atrás, aunque todo aquello me diera vergüenza, me acerqué a Jesús y me senté encima de la mesa de al lado, con los pies encima de la silla de Arturo, su compañero de pupitre.
- Bueno – dije suspirando – Creo que ya sabes por qué te he hecho quedarte.
El chico simplemente asintió con la cabeza.
- Jesús, no comprendo qué te pasa – mentí – Eres un estudiante excelente y sin embargo te has hundido en mi asignatura. Tus notas han ido a peor y has acabado suspendiendo. Jesús, mírame.
El alzó la vista y clavó sus ojos en los míos…
- ¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué te va tan mal en mi clase? ¿Es culpa mía? ¿No entiendes cómo explico?
Dije eso como una pequeña trampa, sabedora de que, si lo que yo pensaba era cierto, él reaccionaría defendiéndome, lo que sería un buen indicio de lo que sucedía. No me equivoqué.
- ¡No! ¡Señorita Sánchez! ¡No es culpa suya! ¡Es culpa mía! ¡No logro concentrarme! – exclamó con vehemencia.
Yo sonreí mentalmente al ver confirmadas mis sospechas; ahora sólo tenía que conseguir que admitiera que se sentía atraído por mí para poder soltarle el discurso que llevaba días ensayando, que me sentía muy halagada, pero que no podía ser, que él era muy joven… ya saben, el rollo típico en estos casos.
Pero, no sé por qué, lo que salió de mi boca fue:
- Llámame Edurne, que ahora estamos solos…
¿Qué coño me pasaba? ¿Por qué había dicho eso? ¡A saber qué podría pensar el muchacho al otorgarle tanta confianza! ¡Así le iba a librar de su encaprichamiento por los cojones!
Un poco avergonzada, le miré a los ojos y el brillo que aprecié en el fondo de su mirada hizo que me estremeciera de la cabeza a los pies. Azorada, aparté la vista de él, arrepintiéndome inmediatamente por semejante muestra de debilidad, sintiendo que aquella mirada escondía mucho más de lo que sospechaba.
Intenté tranquilizarme y recuperar el control de la situación, fingiendo que nada había pasado.
- ¿Y bien? – le dije – Puedes confiar en mí. Cuéntame cual es el problema y buscamos una solución. Estoy segura de que a un chico tan inteligente como tú debe pasarle algo para no aprobar mi asignatura…
- Señorita Sánchez – dijo compungido – Es que… no puedo decírselo.
¡Bien! El que siguiera tratándome de usted, unido al hecho de que se mostrase avergonzado me devolvió gran parte de mi aplomo. Después de todo era posible que todo saliera bien, el chico se mostraba razonable y violento por la situación, con lo que recobré la confianza en poder manejar a aquel adolescente encoñado.
Seguimos con el tira y afloja un rato más, yo tratando de sonsacarle una confesión para largarle el discursito y él resistiéndose a admitir que su problema es que estaba encaprichado de su profesora.
Yo estaba más relajada, conduciendo la conversación hacia el terreno que me convenía, pero, aún así, me pilló un poco de sorpresa cuando él, de sopetón, lo admitió.
- Lo que me pasa es que estoy enamorado de usted, señorita Sánchez.
Capítulo 1: Iniciación:
Aún no comprendo cómo pasó. No entiendo cómo he podido acabar así. Nunca hubiera imaginado que guardase todo eso dentro de mí, ni sabía la clase de persona que podía llegar a ser.
Cuando escuchaba historias de ese tipo, pensaba que la gente que las contaba o bien mentía, o eran unos enfermos. Nunca soñé que nadie sería capaz de despertar esos sentimientos en mí, simplemente porque no creía que pudiese tenerlos.
Él ha despertado mi mitad más oscura, ha hecho aflorar desde lo más profundo de mi alma una mujer completamente distinta a la que creía ser.
Y me ha hecho hacer cosas que ni en mis más salvajes fantasías soñé con hacer…
Todo empezó hace un mes, con el curso ya a medias. Era el mes de Enero y acabábamos de reanudar las clases después de las vacaciones navideñas, con todo el mundo, profesores y alumnos, inmersos en esos tristes días que llaman de depresión post vacacional, una vez pasada la novedad de reencontrarte con los compañeros y comentar cómo hemos pasado las fiestas.
Para no presionar mucho a mis adormilados alumnos, habíamos dedicado la primera semana de clases a repasar los contenidos del trimestre anterior, con vistas a que los suspensos prepararan los exámenes de recuperación que pronto iba a convocar.
Llevo sólo un par de años dedicada a la enseñanza, pero en ese tiempo ya me he ganado reputación de ser bastante “hueso”. La verdad, no sé por qué, pues mis niveles de suspensos son muy similares a los de mis compañeros de claustro. Y es que una cosa es bien sabida, si un alumno es buen estudiante, las aprueba todas y si no lo es, aprueba aquellas que le da la gana (o en las que el profesor pasa la mano).
Lo único que se me ocurre que justifique mi fama de dura es que obligo a mis alumnos a llamarme “Señorita Sánchez” o profesora, pues dada mi propia juventud, no quiero que se tomen demasiadas confianzas llamándome por el nombre pila.
Yo procuro no regalar los aprobados e intento que mis alumnos trabajen y, en general, creo que lo consigo bastante bien. El año pasado, todos los alumnos que aprobé pasaron el examen de selectividad sin problemas, por lo que estoy bastante orgullosa del nivel de mis clases. No regalo nada, pero el que trabaja conmigo aprueba sin problemas.
Pero este curso tenía conmigo a la excepción… Jesús Novoa.
No entendía qué le pasaba a este chico. Obtenía magníficos resultados en todas las asignaturas del curso, lo mismo que en años anteriores. Y así fue con mi asignatura los primeros meses, pero en los últimos exámenes se había producido una debacle en sus resultados, lo que le había llevado a suspender el primer trimestre.
Extrañados, mis compañeros de claustro me habían interrogado sobre las malas notas de Jesús, con expresiones de desconcierto en el rostro. ¡Joder! A ver si se creían que yo le tenía manía al muchacho. No sé por qué, pero llegué incluso a mostrarles los exámenes, para que comprobaran que el chico de veras había suspendido. Me molestó mucho hacerlo, pues parecía que estaba justificándome ante los demás. Vale que yo era la profesora más joven (e inexperta) del claustro, pero estaba segura de estar haciendo un buen trabajo.
Fue precisamente esa molestia la que provocó que comenzase a prestarle especial atención a Novoa. Me di cuenta de que el chico se pasaba las clases mirándome con disimulo, escribiendo continuamente en su cuaderno, aunque tenía la sensación de que no estaba tomando apuntes precisamente.
Cuando Jesús se daba cuenta de que yo le miraba, apartaba los ojos con rapidez, clavando la vista en su pupitre y volviendo a su cuaderno. Eso sí, nunca noté que se ruborizara.
Tanta miradita y tanto secretito me dio las primeras pistas de lo que pasaba en realidad. No era la primera vez que me pasaba eso con un alumno, por lo que me sentí bastante segura de poder manejar la situación. Y además, para ser completamente sincera, he de reconocer que, en lo más hondo, me sentí un poco halagada con el comportamiento del chico.
Era obvio que Jesús se sentía atraído por mí y eso inflamó un poco mi ego. Está mal que yo lo diga, pero a mis 26 años soy una mujer bastante atractiva; cuando me arreglo bien, soy capaz de hacer que cualquier hombre vuelva la vista para mirar cómo me alejo. Pero últimamente mi vanidad andaba un poco de capa caída, pues las cosas no iban del todo bien con mi novio; por eso, al notar que un chico me encontraba atractiva, me sentí secretamente halagada.
De todas formas, no vayan a pensar que hice algo para acrecentar su interés, no cambié un ápice mi forma de comportarme ni con él ni con sus compañeros. Pero claro, había que encontrar solución al problema, pues no podía permitir que un buen estudiante echara por tierra su futuro suspendiendo una asignatura que sería fácil para él si no se hubiese encoñado con la profesora.
Decidí coger el toro por los cuernos, por lo que pensé en obligarle a que me enseñara lo que escribía en clase, pero no me atreví, pues si resultaba ser lo que me imaginaba, no ganaría nada poniéndole en evidencia ante sus compañeros y haciéndole pasar vergüenza.
Sabía que lo mejor era tener una charla con él, pero no acababa de decidirme, pues sabía, por experiencias previas, que esas situaciones solían ser bastante embarazosas y no me apetecía comerme un marrón de ese calibre nada más volver de las vacaciones.
Pero algo había que hacer.
No sé cómo sucedió, pero, poco a poco, el problema de Jesús fue llenando mi mente. Día tras día él seguía observándome subrepticiamente en clase y yo continuaba retrasando el momento en que debía enfrentarle y poner fin a aquello, pero no me decidía a hacerlo.
Comencé a pensar en él incluso en mi casa, mientras hacía la comida o limpiaba el polvo. Pero lo que creo que agravó la situación fue la ausencia de Mario, mi novio.
Mario es piloto, por lo que pasa bastante tiempo fuera de la ciudad, volando a lejanos países. Al principio de nuestra relación me parecía una profesión maravillosa, llena de romanticismo y aventura, y con la posibilidad de volar gratis a exóticos destinos durante las vacaciones.
Pero, a medida que nos estabilizamos como pareja, fui descubriendo el lado malo de tener a tu novio siempre por ahí de viaje. ¿Estará bien? ¿Vendrá otra vez enfermo por haber comido en Nueva Delhi? ¿Me será fiel? ¿Se estará follando a esa azafata con la que siempre anda?
Y lo más jodido… Si se pasa dos semanas sin aterrizar en la ciudad… ¿Quién me folla a mí?
Pues sí, señores, pienso que, en todo lo que sucedió después, una buena parte de culpa la tuvo la frustración y la insatisfacción sexual que sentía. De hecho, en ese momento llevaba cerca de un mes sin ver a Mario, con el único consuelo de MC.
MC (que significa Made in China, como pone en la base) es un consolador de unos 25 centímetros, negro bragao, de unos 200 gramos de peso, que me meto en el coño con una frecuencia directamente proporcional a la duración de los viajes de mi novio el piloto.
Y precisamente estaba en plena faena con MC cuando me di cuenta de que el rostro que ocupaba mi mente mientras me lo clavaba no era el de Mario… sino el de Jesús.
Pero, ¿qué cojones me pasaba? (que llevaba un mes sin echar un kiki) ¿Estaba loca? (no, sólo cachonda) ¡Era un alumno! (sí, uno bastante guapo, por cierto) ¡Menor de edad! (ya tenía 17, casi 18) ¡Y yo tenía novio! (sí, uno a 10000 kilómetros de distancia)…
Además, ni siquiera estaba segura de que Jesús estuviese realmente encaprichado de mí. A lo mejor era otra cosa y yo me había estado montando la película.
Enfurecida conmigo misma (pero extrañamente caliente), rebusqué en la mesilla hasta encontrar mi otro amiguito. Un consolador más pequeño que MC, pero con un motorcito que lo hacía vibrar, que me ponía el clítoris a mil por hora. En más de una ocasión Mario había usado este juguete cuando practicábamos sexo. Sin embargo, siempre se había negado a usar a MC, creo que un poco acomplejado por la magnitud del instrumento (no me extraña).
Todavía muy caliente, me hundí bien a MC en el coño (no entero, no seáis bestias), lo suficiente para sentirme llena por completo. Encendí entonces el vibrador y me dediqué e frotarme el clítoris con el marchoso aparatejo, mientras MC continuaba su labor de horadar mis entrañas.
Mis ojos estaban clavados en la foto que había en mi mesilla, en la que aparecía Mario, elegantemente vestido con su uniforme de piloto mientras miraba a la cámara con expresión de latin lover.
Continué masturbándome lentamente pero con intensidad, hundiendo poco a poco el consolador en mi interior mientras las vibraciones me atravesaban el clítoris, subían por mi columna y enviaban enloquecedoras señales de placer a mis sentidos. Por fin, mi mente se centró en el hombre apropiado y pude así alcanzar un buen orgasmo con la imagen de mi querido Mario bailando en mis retinas…. Mario… Mario… Vuelve pronto…. Jesús Novoa…
¡Mierda! De la mañana siguiente no pasaba. Tenía que solucionar el problema de mi alumno de una vez por todas. Y rezar para que Mario volviera pronto y me diera un buen repaso…
A la mañana siguiente me costó levantarme, pues no había pasado buena noche. Hice la cama y preparé la ropa para el día, un suéter de lana y una falda gris, algo no demasiado sexy debido a la fastidiosa tarea que tenía que afrontar.
Me desnudé y fui a ducharme, dándome cuenta entonces de que seguía un poco cachonda. Mis senos estaban duros como rocas mientras el agua caliente resbalaba sobre ellos y se deslizaba por mi plano vientre, hasta perderse entre mis muslos. Un poco atontada, cogí la ducha de teléfono y enchufé el chorro directamente sobre mi coño, provocando que me pusiese más caliente todavía.
Pensé en salir de la ducha y buscar a MC para que me aliviara un poco, pero andaba muy justa de tiempo (no me gusta madrugar) y tenía clase con los de segundo a primera hora, por lo que no podía retrasarme.
Un poco frustrada, salí de la ducha y me sequé, regresando al cuarto a vestirme. Me puse la ropa interior, funcional, cómoda, ninguna de las exquisiteces que reservaba para Mario y me enfundé unos panties, muy apropiados para el frío de la época. Acabé de vestirme y me di cuenta de que era muy tarde, por lo que no tuve tiempo de desayunar siquiera, así que salí disparada al garaje donde cogí el coche.
Mientras conducía, me sentía nerviosa, inquieta, no sé si por la perspectiva de la inevitable charla con Jesús o porque aún andaba medio cachonda.
Posteriormente, y a tenor de lo que pasó después, he pensado que fue un error no hacerme una paja en la ducha y haber aliviado así un poco mi calentura. Quizá, si lo hubiera hecho, las cosas no habrían salido como finalmente salieron. Pero, pensándolo fríamente, dudo que una simple paja hubiera cambiado mucho el resultado final.
Llegué por los pelos a clase, sin poder pasar por la sala de profesores, aunque no había problema pues llevaba todos los papeles en mi maletín.
La mañana era jodida, pues tenía clase todas las horas, sin huecos de descanso, excepto el recreo. Durante esa media hora, aproveché para comprar uno de esos sándwiches de cartón de las máquinas expendedoras con el que matar un poco el hambre hasta la hora de salir y recobrar además algo de energía de cara al mal rato que iba a pasar con Jesús.
Por fin, llegó la hora de ir al aula de Novoa, donde, para más inri, me tocaba una clase doble de dos horas. Cuando comencé con la materia, pude sentir la mirada del chico fija en mí con más intensidad que otros días. Aturdida, me concentré en las explicaciones, tratando de expulsar de mi mente la imagen mí misma masturbándome soñando con la cara del chico. Y peor era cuando miraba directamente al muchacho, pues siempre le descubría con los ojos clavados en mí, para, a continuación, inclinarse sobre su cuaderno a escribir.
Tenía que acabar con aquello de una vez, no estaba concentrada en la clase y desde luego no iba a permitir que una tontería semejante influyera en mi trabajo.
Escribí unos ejercicios en la pizarra y les di diez minutos para resolverlos, que yo aproveché para despejar mi cerebro paseando entre las mesas y ayudando a los alumnos que me lo pedían.
Inconscientemente (o quizás no tanto) me mantuve alejada de Jesús, vagando por la otra punta de la clase. Cuando pasaron los diez minutos, pedí un voluntario para salir a la pizarra y ante la avalancha habitual de candidatos, tuve que coger la lista para escoger uno.
Entonces se me ocurrió darle una última oportunidad a Jesús. Si salía y lo resolvía correctamente, el asunto no era tan grave como creía y podría darle unos días más de margen, hasta que llegase el examen de recuperación y entonces ya se vería.
Como ven, una forma de evitar enfrentar el problema como cualquier otra.
- A ver, Novoa – dije soltando la lista de alumnos sobre mi mesa – Sal a hacer el problema.
Sin embargo, mi gozo en un pozo. Jesús salió a la pizarra y se quedó allí medio alelado, sin saber cómo meterle mano al asunto. Esbozó unos números al pié de las ecuaciones pero no supo continuar, mientras me echaba disimuladas miraditas por el rabillo del ojo.
Tras un par de minutos sin hacer adelantar nada, le di permiso al chico para que volviese a su asiento. Me extrañó un poco que no se mostrase más avergonzado por no haber sabido resolver el problema, él que era un estudiante de matrícula, lo que para mí fue la primera señal de que algo no iba bien.
Resignada, solté un suspiro y pronuncié las palabras que me había estado resistiendo a decir:
- Jesús, al final de la clase quédate un momento. Quiero hablar contigo.
Un murmullo se levantó entre los alumnos, señal inequívoca de que un compañero se ha metido en un lío. El resto de chicos se reían por lo bajo, contentos, al parecer, de ver al empollón de la clase metido en dificultades.
Jesús, cabizbajo, se dirigió a su asiento y justo entonces me pareció ver una leve sonrisilla en sus labios. Segunda señal de que algo estaba jodido.
Una vez afrontada la situación y dado el primer paso para solucionarla, mi espíritu pareció librarse de un gran peso, con lo que pude impartir el resto de la clase con relativa normalidad.
Por fin, a las 14:30 sonó el timbre y los alumnos se apresuraron a recoger sus cosas, para salir disparados como todos los días.
- Hey, hey, hey – grité para hacerme oír por encima de la barahúnda – No os olvidéis de que el miércoles de la semana que viene es el examen de recuperación. Ya sabéis los que tenéis que presentaros, pero si alguno de los aprobados quiere subir nota, tiene hasta este viernes para avisarme.
La verdad es que no sé si me escucharon, pues todos se largaban a toda prisa sin hacerme ni puto caso.
Todos menos Jesús.
Cuando el último alumno hubo salido hice de tripas corazón y me volví para enfrentarme con Jesús. Yo tenía una idea bastante clara de por dónde iba a ir la conversación e, ilusa de mí, pensaba que lo tenía todo controlado.
Recogí todas mis cosas y las guardé en el maletín, mirando por el rabillo del ojo a Jesús, que también había recogido y aguardaba sentado en su pupitre.
Decidida a no echarme atrás, aunque todo aquello me diera vergüenza, me acerqué a Jesús y me senté encima de la mesa de al lado, con los pies encima de la silla de Arturo, su compañero de pupitre.
- Bueno – dije suspirando – Creo que ya sabes por qué te he hecho quedarte.
El chico simplemente asintió con la cabeza.
- Jesús, no comprendo qué te pasa – mentí – Eres un estudiante excelente y sin embargo te has hundido en mi asignatura. Tus notas han ido a peor y has acabado suspendiendo. Jesús, mírame.
El alzó la vista y clavó sus ojos en los míos…
- ¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué te va tan mal en mi clase? ¿Es culpa mía? ¿No entiendes cómo explico?
Dije eso como una pequeña trampa, sabedora de que, si lo que yo pensaba era cierto, él reaccionaría defendiéndome, lo que sería un buen indicio de lo que sucedía. No me equivoqué.
- ¡No! ¡Señorita Sánchez! ¡No es culpa suya! ¡Es culpa mía! ¡No logro concentrarme! – exclamó con vehemencia.
Yo sonreí mentalmente al ver confirmadas mis sospechas; ahora sólo tenía que conseguir que admitiera que se sentía atraído por mí para poder soltarle el discurso que llevaba días ensayando, que me sentía muy halagada, pero que no podía ser, que él era muy joven… ya saben, el rollo típico en estos casos.
Pero, no sé por qué, lo que salió de mi boca fue:
- Llámame Edurne, que ahora estamos solos…
¿Qué coño me pasaba? ¿Por qué había dicho eso? ¡A saber qué podría pensar el muchacho al otorgarle tanta confianza! ¡Así le iba a librar de su encaprichamiento por los cojones!
Un poco avergonzada, le miré a los ojos y el brillo que aprecié en el fondo de su mirada hizo que me estremeciera de la cabeza a los pies. Azorada, aparté la vista de él, arrepintiéndome inmediatamente por semejante muestra de debilidad, sintiendo que aquella mirada escondía mucho más de lo que sospechaba.
Intenté tranquilizarme y recuperar el control de la situación, fingiendo que nada había pasado.
- ¿Y bien? – le dije – Puedes confiar en mí. Cuéntame cual es el problema y buscamos una solución. Estoy segura de que a un chico tan inteligente como tú debe pasarle algo para no aprobar mi asignatura…
- Señorita Sánchez – dijo compungido – Es que… no puedo decírselo.
¡Bien! El que siguiera tratándome de usted, unido al hecho de que se mostrase avergonzado me devolvió gran parte de mi aplomo. Después de todo era posible que todo saliera bien, el chico se mostraba razonable y violento por la situación, con lo que recobré la confianza en poder manejar a aquel adolescente encoñado.
Seguimos con el tira y afloja un rato más, yo tratando de sonsacarle una confesión para largarle el discursito y él resistiéndose a admitir que su problema es que estaba encaprichado de su profesora.
Yo estaba más relajada, conduciendo la conversación hacia el terreno que me convenía, pero, aún así, me pilló un poco de sorpresa cuando él, de sopetón, lo admitió.
- Lo que me pasa es que estoy enamorado de usted, señorita Sánchez.